Balance del G–20. Por Vicente Massot
La reunión cumbre del Grupo de los 20 se
desarrolló sin que hubiese que lamentar incidente ninguno. Contra la
mayoría de los pronósticos y a diferencia de lo que había sucedido tanto
en Génova como en Hamburgo, aquí el operativo de seguridad montado por
el gobierno nacional resultó impecable. A su vez, las manifestaciones de
los globalifóbicos nativos y extranjeros parecieron hechas a la medida
de un conjunto de carmelitas descalzas. Si a lo dicho se le suma la gala
en el Teatro Colón y el almuerzo en Villa Ocampo, todo salió a pedir de
boca.
Nadie dudaba de que, en punto a las
formalidades y al protocolo estricto que rige en este tipo de
encuentros, el país anfitrión saldría airoso. La gaffe inicial, de la
que fuera víctima involuntaria el presidente francés, no pasó a mayores.
En cambio, en atención al escándalo en el cual había concluido el
fallido partido final entre River y Boca y a la violencia que habían
desatado en distintas ciudades europeas los grupos contrarios a la
globalización, existían sobrados motivos para temer incidentes de
magnitud en la capital federal. Nada de eso sucedió. Por el contrario
reino la tranquilidad y primó la cordura. Hasta las capillas de
izquierda que capitanearon la marcha echaron a unos cuantos anarquistas
que portaban bombas molotov. Desde el jueves y hasta el sábado a la
noche, la Reina del Plata pareció una ciudad civilizada.
Conviene, al momento de evaluar los
resultados que arrojó el evento, evitar tanto el ditirambo como el
juicio peyorativo. Por de pronto, es del caso recordar que del G–20
nadie puede esperar soluciones definitivas para los problemas que se
fijan en la agenda común. Se pueden o no lograr avances, en el mejor de
los caos; o asumir retrocesos, en el peor, sin que de los mismos vayan a
seguirse éxitos espectaculares o catástrofes sin cuento. El país
anfitrión tiene —claro— una responsabilidad especial y siempre se halla
su presidente en el centro de la escena. Pero hacer las veces de honesto
componedor entre las partes —que de eso, al menos en teoría, consiste
su papel— no es algo que se compare con lo obrado por el príncipe de
Bismarck en el célebre Congreso de Berlín o con el papel del
representante personal del presidente Wilson en la Conferencia de
Versalles, una vez finalizada la Gran Guerra. El trabajo de Macri —o de
cualquiera de sus pares, si a ellos les hubiera tocado recibir a los
integrantes del Grupo— es más social que específicamente político.
Sería
una ingenuidad de bulto suponer que el respiro que Donald Trump y el
premier chino le dieron al comercio mundial por espacio de 90 días ha
sido producto de los buenos oficios de Macri. Esto no lo desmerece, ni
mucho menos. Sencillamente, pone las cosas en su justo término. Los
Estados Unidos y China no se comprometieron a una suerte de tregua en
sus disputas por efecto del G–20 sino porque les convenía a ambos. Es
cierto que el entendimiento se produjo en Buenos Aires. También lo es
que la predisposición de los dos estadistas más poderosos del mundo ya
existía al margen de lo que aconteciera en estas playas. Lo mismo podría
decirse de los compromisos asumidos entre nuestro país y la republica
china. En realidad la visita de Xi fue la de un jefe de estado en misión
oficial, más allá de su pertenencia al G–20. Esto significa que, el
éxito que se obtuvo, no fue por efecto del cónclave de los jefes de
estado llegados a la capital del Plata sino por el interés bilateral,
mutuo, de China y de la Argentina
El G–20 podría desaparecer del escenario
internacional y nadie se daría demasiada cuenta. Tiene una importancia
relativa en ciertos aspectos e insignificante en otros. Sin embargo,
está vigente y lo conforman por igual naciones de todo tipo. Mientras
exista, será fundamental para el dueño de casa conseguir, por un lado,
la firma de un documento final que —aun cuando lavado— sea fruto del
consenso. Por el otro, la organización debe orillar la perfección no
sólo en materia de protocolo sino en términos de la seguridad. Analizado
el tema desde estos ángulos, la Argentina sacó un diez y recibió las
felicitaciones de todos. No es verdad —como exageró Mauricio Macri— que
nuestro país tenga desde hoy una inserción en el mundo nunca antes
vista. Se entiende que —eufórico por los resultados— haya expresado algo
que no resiste el análisis. Sin embargo, poco importa. Buenos Aires fue
durante esos cuatro días un centro de atracción mundial, mientras Paris
ardía. Por unas horas, pareció el mundo al revés.
Si
el gobierna supone que los beneficios cosechados le quitaran de encima
los problemas que arrastra, se equivoca. Al estar a las declaraciones
del presidente, daría la impresión de que hay clara conciencia en la
administración de Cambiemos de que el efecto G–2 —por llamarle de
alguna manera— no será efímero pero que poco o nada tiene que ver con
las cuestiones de índole económica, social y electoral que deberá
enfrentar e intentar resolver en el curso de los meses venideros.
Sostener que pasó la reunión cumbre y no
quedó nada es tan falso como afirmar que la consideración de los más
poderosos del mundo por la Argentina nos pone a cubierto de futuras
crisis.