De pluma ajena. Los españoles que no se animan. La historia de España según Pérez Reverte
La axiología política de Pérez Reverte
Breve reflexión sobre Una Historia de España, Alfaguara, 2019
Por el Dr. Héctor H. Hernández para Que no te la cuenten
Para
un español como yo que no lo soy pero que sí bien que me lo adjudico
por participación como argentino agradecido y orgulloso de mi sangre, la
lectura del “A modo de prólogo” de este libro era una promesa de
justicia humana con mis ancestros y con la recta sabiduría política.
Por
de pronto, esas más de treinta opiniones iniciales prologatorias, casi
todas alabantes de un pueblo superior, auguraban un desarrollo del
porqué de la superioridad española en toda la historia del mundo.
Desde
ya, ante todo, por la virtud del coraje, que luce mayoritaria en los
dichos testimonios y son un clásico, sintetizado en “la infantería
española”, “nuestros tercios” y así más. Pero de esa treintena de citas
no hay que olvidar algunas, por ejemplo la que aprendí de Pérez Reverte
que enseñó el mismísimo Voltaire, que superan la idea del pueblo bestia
que sólo mata y muere y que no le entran balas en la cabeza y que son
una manga de brutos y todo lo que te imagines, que el autor nos da aquí y
allá y de nuevo y otra vez como característica telúrica hispana que
recorrería todos los siglos.
Concedamos
punto y aparte para el insospechado defensor de nuestra Raza: “los
españoles tuvieron una clara superioridad sobre los demás pueblos; su
lengua se hablaba en París, en Viena, en Milán, en Turín; sus modas, sus
formas de pensar y de escribir subyugaron a las inteligencias
italianas, y desde Carlos V hasta el comienzo del reinado de Felipe III
España tuvo una consideración de la que carecían los demás pueblos” (p.
11). No era el elogio de Hitler o de Francisco I de Francia, que también
están y sí que hacían de nuestros antepasados unos hombrazos que no les
temblaba el pulso frente a cualquier tirano que se plante o a cualquier
paisano, o a cualquier infantería que siempre nos sería segunda. Nos
habla de su lengua; de sus modas; de sus formas de pensar y de escribir…
Y no pretendamos que Voltaire fuera más allá…
Es cierto que de a ratos le aparece al autor algo parecido al orgullo de ser español con
fundamento y con temple. Por de pronto tiene claro que los protestantes
hicieron de la leyenda negra contra nuestra estirpe y nuestra religión
un arma de combate eficacísima. Por de pronto que no olvida la larga
primacía temporal política de los nuestros en la historia. Otrosí
digamos que no deja de atacar al vasquismo de la ETA y al separatismo
catalán antihistórico, por lo que me lo imagino un libro que al
establishment ateo no le resulta del todo digerible.
Mi rápida lectura me anima a concluir que no hay ocasión en que no hable de la Iglesia Católica sin que la ataque.
Es más, habría sido ella, en definitiva, el principal lunar de la
historia de España y, ya que el autor rastrea en la historia para
inducir las características de un pueblo, lo sería de su esencia y su
valor. De ahí que mal pueda valorar lo más grande que hizo el objeto del
libro: el Imperio misional; misional y universitario, académico,
cultural y justiciero.
Si tengo razón, habrá que decir que Pérez Reverte le erró en lo principal.
Que se le escapó lo principal. Y la sarta de graciosos relatos
desmitificadores de todo ideal, a veces repetidos abusiva e
irrespetuosamente, vienen a reducir la Hispanidad a una visión del
hombre y sus valores que en su ápice están el poder y el dinero y nada
más. Una visión norteamericanista de la historia, con
perdón de la espiritualidad yanqui que la hay; una visión de leyenda
negra, que merecería el Premio Nobel de holandeses y anglosajones. Con
lo que, al fin de cuentas, con sus originalidades y malgustos y malas
palabras y manejo aceitado del idioma, el buen escritor viene a sumarse
al campo enemigo de su patria.
Toda
política tiene su religión. Y la antireligión de la católica la del
hombre, a veces llamada “democracia”, a veces “derechos humanos”, a
veces Ilustración, y todo lo demás. Los campos se van delineando. “O se
está conmigo…”.
Hace
poco, encuarentenado en Santa María de la Alameda, vi por la TV
española un documental sobre Santa Teresa de Jesús. Casi no había
experto de los muy curriculados que intervenían en él, que no
desarrollara alguna heterodoxia contra la santa (atribuyendo todo a sus
enfermedades; a causas naturales, a lo que sea, pero a la intervención
divina casi nada). Sin embargo, Teresa se les escapaba, ella sola y bien
muerta y a cinco siglos, porque por todos lados resplandecía su
grandeza y, en fin, el responsable de la obra y los partícipes no
dejaban de enorgullecerse de la Santaza, gloria de España y mujer de Dios.
Entre
los ataques de Pérez a la Iglesia hay cierto tozudismo infantil que se
le vuelve en contra como, en tren de desarrollar ataques contra los
curas, concretar la acusación hablando del que sería muy mal consejo que
daban a las mujeres de respetar los mandamientos de la ley de Dios, por
ejemplo el de la fidelidad a su marido (“mirá lo que le haces a tu
marido”…). Lo que para cualquier pueblo bien nacido insinúa cumplir muy
bien el test de buena humanidad, y pensar que la institución que se
caracteriza por enseñarlo debe ser algo serio que no juega al opio de
los pueblos o a las baraturas de las críticas socialistas, y que es
capaz de encender de fuego evangelizador el mundo sin límite de sol y a
mover cualquier infantería, aún la de Ignacio de Loyola.
Entre
tanto tirar piedras contra la base con la que la Gran Isabel la
Católica fundó un imperio inaudito, el que los estudiosos yanquis
descubrieron único en la historia al propiciar públicamente y por todos
los medios de comunicación la discusión de la justicia de su dominio y
en que se fundó el Derecho Internacional en serio, queda dicho que a Pérez R. se le escapa lo principal.
Y
ya que está vaya una palabra sobre la justicia. Todo lo que en materia
de tal se relaciona con el magno sujeto del libro queda reducido a
pleitos de abogados ganapanes o ganacanonjías o a puteríos de aldea. El autor, que ilustra a cada rato las que él ve como herejías con los manuales con que estudió en su niñez franquista, debe ser bochado irremediablemente
en cualquier examen de cultura general histórica al ignorar a Suárez,
al ignorar a Vitoria, y al omitir con un silencio ominoso que no es
accidental ese monumento incomparable, reconocido por todo el mundo, que
son las Leyes de Indias, que no quedaron en meras leyes (en mi país la
ley de las 8 horas de trabajo máximo llegó siglos después). Españolito
de la Transición, querido Francisco padrino de mi nieto: no hay que
creerle.
No podía faltar, como en todo seguidor de la leyenda anglosajoprotestante,
desde luego, el ataque a Felipe II y la construcción del tinglado de su
desmitificación, que ya ni alcanza para “leyenda negra”, pues raya el
ridículo de reprocharle no haberse instalado en Portugal a gozar de la
vida y de las playas y de los mares y del mundo, en vez de construir la
fortaleza física y artística y humana y religiosa del Escorial y meterle
a rezar y gobernar hasta morir.
Si
hasta aquí está lo que él ataca, veamos sin embargo lo que él defiende y
propone en senda constructiva. El yerro es máximo y contradictorio
cuando él hace su puesta axiológica política, que ya venía preanunciada
paso a paso, en idioma español pero con aire inglés.
“Y
así llegamos, señoras y caballeros, a la mayor hazaña ciudadana y
patriótica llevada a cabo por los españoles en su larga, violenta y
triste historia” (ojo que no está hablando de Hernán Cortés ni de la
Evangelización del Nuevo Mundo ni de la Escuela de Salamanca). El hecho
que suscitó por fin “la admiración de las democracias” ( comparecen las
santas Naciones Unidas y su antireligión como tribunal de la historia y
de la política y de la moral y como referentes seguros para toda paidea
política) y “nos puso en una posición de dignidad y prestigio
internacional nunca vista antes”, fue la Transición Democrática (en estos casos en Argentina y aquí decimos “no jodás”). Y a eso le llama, porque (también la religión laicista cree en milagros y en hombres superiores y en cruzadas, pues nada menos que “la cosa milagrosa” (p.238 ss.).
Una lástima grande.
Si
yo fuera su profesor le diría que tras este bochazo se anime a defender
a esa España que por ahí le late pero parece que no se anima; a que lea
la historia que sí leyó pero sin anteojeras; o si acaso relea a Ramiro
de Maeztu o a sus discípulos argentinos, que son legión y muy
hispánicos. Para volver al Espíritu de la Hispanidad que nos hizo
grandes en la Historia.
Héctor H. Hernández