CANONIZACIÓN DE UN INQUISIDOR, OTRO MOTIVO DEL ODIO
HEBREO-MASÓNICO CONTRA PÍO IX
abril 21, 2020
El 17 de septiembre se celebra en la Iglesia Católica al santo inquisidor aragonés Pedro de Arbués
Mártir
de la lucha contra los criptojudíos, su espíritu voló al Cielo luego de
ser apuñalado por la espalda mientras oraba, bajo la perfidia de ocho
sicarios judaizantes. Su “condena” surgió de las sombras de la Sinagoga,
regida por el poderoso usurero Diego de Susán, quien dictó la pena
capital contra De Arbués por defender al cristianismo de sus enemigos
milenarios, los hebreos cabalistas infiltrados en la Iglesia.
Su
muerte fue un 17 de septiembre de 1485, y su canonización se celebró
hasta el 29 de junio de 1867, por la autoridad del Papa Pío IX. Otro
motivo para que los enemigos de la Iglesia lo acusen de racista y
enemigo de la Nueva Iglesia.
Actualmente, combatir a los falsos conversos, es un “crimen contra la
humanidad”, un atentado contra el dogma de la Shoá (el supuesto
Holocausto en los campos de concentración alemanes), proclamado por el
descendiente de falsos conversos Benedicto Ratzinger Tauber y
sentenciando que nadie ose “jamás negar, desacreditar u olvidar el
sufrimiento de las víctimas del Holocausto”.
“Que los nombres de esas víctimas no mueran. Que sus sufrimientos nunca sean negados, olvidados o despreciados. Que toda persona de buena voluntad vigile para erradicar del corazón de los simples hombres todo aquello que pueda conducir a tragedias similares”, aseveró Ratzinger frente al Memorial de Jerusalén “dedicado a los millones de judíos que perdieron la vida en el genocidio nazi”.
Vida y glorioso martirio de San Pero de Arbués
De estirpe
acrisolada y noble, según documentan las crónicas, hijo de Antonio y de
Sancha, Pedro de Arbués nació en Epila en 1441. Es casi el tiempo de la
toma de Nápoles por Alfonso V de Aragón… También cuentan los cronistas
que era muchacho precoz en los estudios. Sigue la gramática con tanto
provecho, que bien pronto se entrega a la filosofía. Se le sabe puntual
en la asistencia a las lecciones. Es, además, asiduo en el seguimiento
de la doctrina; brillante y vigoroso en su argumentación; afable con sus
camaradas, que todos eran pronto amigos suyos.
Apenas
mediadas sus clases en el estudio general, se abrió ante Pedro de Arbués
un nuevo horizonte. Llegan a sus oídos los edictos por los cuales se
publica como vacante una de las prebendas atribuidas a la Corona de
Aragón por el reglamento del Real Colegio de España en Bolonia. La
fundación albornociana seduce al joven Pedro. Este explica a sus padres
lo que el Colegio representa en el mundo de la cultura: es el archivo de
la ciencia, la suma de la buena educación, la cantera de donde se sacan
los fundamentos que dan estabilidad a la República. Dudan mucho los
padres, que tratan de retenerle cerca de sí, pero al fin ceden: una beca
en el colegio de Bolonia es la prueba de que su vástago quiere ser hijo
de su propio esfuerzo.
Aunque
tengan que lamentar y que sentir la ausencia, al fin lo despidieron.
Antonio sabe reconocer el servicio común, y así admite que la marcha de
Pedro a Bolonia sirve para difundir el propio saber, para dominar sus
propias acciones… Le aconseja que mire siempre a Dios, que sea amigo de
los virtuosos, sin esquivar la conversación de los menos ajustados. Le
tranquiliza saber que el modo de vivir de los colegiales es el de una
verdadera comunidad seglar, donde se sigue una auténtica observancia
religiosa. En ella quiere Antonio que Pedro sea devoto sin superstición,
y practicante sin hipocresía; que condene la obscenidad y la indignidad
antes con el semblante que con la boca.
Así,
presentado por el arzobispo de Zaragoza, tal como exigen los viejos
estatutos, y justificando ser de linaje limpio, sin antecedentes de
conversos, judíos, moros, herejes ni reconciliados; como hijo
legítimo, mayor de edad y con estudios superiores, es admitido al fin en
el colegio de Bolonia. Allá se encuentra en el ambiente que apetecía.
Sus compañeros son exactamente lo que deseaba. Entre ellos figura quien
será luego su confesor, Martín García, bien pronto obispo de Barcelona.
Maestro en
filosofía y en teología en 1468, alcanza la láurea en 1473, y el diploma
firmado el 27 de diciembre subraya las calidades de su mente; llena de
virtudes, especialmente levantada por el magisterio. No menos descuella
en su personal trato. Cumplió perfectamente lo que su padre le
aconsejara. Quienes le conocieron —y declararon en el proceso de su
beatificación—, le evocan de una manera tan firme, que todavía
trasciende en sus relaciones la huella de su paso como una ola de olor
de santidad. Así, recuerdan que este hombre, tan alto en las ciencias,
era tan humilde en la vida, que no quiso que los criados barriesen su
aposento, ejercitándose él mismo en tales quehaceres.
Desde
Italia volvió a su Aragón nativo, y pronto le encontramos en la
comunidad de canónigos regulares de la santa iglesia catedral de
Zaragoza.
Elegido en
el otoño de 1474, profesó como canónigo regular el 9 de febrero de 1476.
Dentro del cabildo fue ejemplo de clérigos, como había sido en Bolonia
ejemplo de estudiantes. No sólo acudía, sin excusa ninguna aún cuando
podía tenerla, a las horas del coro, sino que disponía de sus propias
rentas para distribuirlas entre los pobres. Muy pronto también el cielo
lo quiso distinguir de una manera muy particular. El iba a ser, entre
nosotros, un nuevo Tomás de Cantorbery.
Ya en este
tiempo se había conseguido la unidad de España, y bajo el cetro de los
Reyes Católicos se buscaba la unidad en la fe, creándose la Santa
Inquisición. En la nueva forma de este alto oficio, la Inquisición es
establecida en Aragón en 1484. No se encuentra persona más indicada para
regirla que Pedro de Arbués. Juntamente con el dominico fray Gaspar
Inglar de Benabarre, Pedro tiene que cargar sobre sus hombros la tarea
de establecer este nuevo organismo. En principio rehusó, juzgándose
incapaz, pero no tiene más remedio que acceder al nombramiento, porque
no se ve persona más preparada. Pero era muy conocido como estudioso;
nadie como él podía distinguir las herejías y calificarlas revisando los
libros de los concilios y repasando los antiguos índices.
Apenas
designado, reúne a un grupo de escogidos oficiales, y les expone el
quehacer que pesa sobre ellos. Van a guardar la ciudad como centinelas,
van a vigilar el rebaño como pastores; tienen que realizar la parábola
de la separación de la cizaña del trigo. El fruto colmado de la
fidelidad no puede destruirse por la obstinación de los falsos
conversos. Convoca a las autoridades en la iglesia de San Salvador, y
recibe el juramento público del justicia Juan de Lanuza. Hace difundir
edictos generales que obliguen a revelar delitos y a denunciar
delincuentes. Mas asegura que es preciso unir a la justicia la
misericordia, y considera que toda pena debe ser un cauterio. Aquel
mismo año de 1484 se empiezan a celebrar los autos de fe. En los meses
de mayo y junio fueron castigados muchos herejes y falsos conversos,
aprovechando Pedro la oportunidad para predicar con toda claridad, con
vehemencia.
La empresa
no pudo desarrollarse pacíficamente. Los numerosos judaizantes
influyentes iniciaron alteraciones so pretexto del quebrantamiento de
los fueros. Se enviaron embajadas a la Corte, entonces en Córdoba, y a
la Santa Sede romana. Al Pontífice se le señalaban reservas de carácter
teológico; a los reyes se les proponían socorros en dinero para las
luchas contra los musulmanes. No obteniendo éxito con sus propuestas,
empezaban a conspirar, reuniendo conciliábulos. En uno de ellos, en la
casa de un gran letrado y bajo la presidencia de un rabino, se acordó
acabar con el inquisidor, utilizando, incluso, el acero. Así, en efecto,
fue, porque muy pronto la reja de la casa de Pedro de Arbués, en la
calle del Prior, apareció en un primer intento rota, sin que el escalo
acabase en asalto y muerte.
Pensóse
luego esperar una oportunidad. Precisamente porque Pedro era muy
cumplidor de sus deberes como canónigo, y porque, a pesar de estar
exento por la función que ejercía, acudía al rezo de los maitines,
parecía conveniente utilizar esta ocasión, aguardando la noche. Una
noche en que, según cuenta Antonio Agustín, la famosa campana de Velilla
sonó, y sonó tan fuerte que hizo pedazos la cuerda de su lengüeta. Era
el miércoles 14 de septiembre de 1485, día en que se había celebrado el
triunfo de la Santa Cruz. Mientras Pedro, con una linterna en la mano,
acudía a la catedral, estaban allí apostados los sicarios de la judería,
entrados unos por la puerta principal y otros por la puerta de la
prebostía.
El
inquisidor pasó del claustro a la iglesia, se encaminó hacia el coro y
quedó arrodillado un momento al pie del púlpito de la izquierda;
arrimado a una columna, rezando ante el Santísimo. En aquel momento se
vio acometido por una gran cuchillada en la espalda, una estocada en el
brazo y un puñal lanzado bajo la cabeza. Pedro se derrumba sobre el
suelo, mientras dice: “Loado sea Jesucristo, que yo muero por su santa
fe”.
Los
cronistas cuentan que la impresión de los asesinos fue tal, que
desfallecieron seguidamente. Dicen también que en aquel instante el coro
cantaba el invitatorio contra la pérfida obstinación judía, y que los
canónigos que acudieron a las voces se encontraron tan perplejos que
tardaron en ayudar al herido llevándole a curar. De la iglesia pasó a la
sacristía, y de allí a la casa.
La ciudad
entera se alteró. El arzobispo tuvo que recorrer las calles a caballo,
para tranquilizar los ánimos. Se tomaron las medidas judiciales y
policíacas convenientes, y muchas gentes —importantes apellidos que
sonaban y que sonaron como cristianos nuevos— se vieron complicadas.
Dos días
estuvo moribundo Pedro de Arbués; dos días que pasó balbuceando
jaculatorias. Al fin, en la medianoche del viernes 16 de septiembre,
entregó su alma a Dios. Le asistía un médico catalán, que le decía: Magister, vos anireu prest al cel (iréis pronto al cielo). Laetatas sum in his, respondió Pedro. Deseaba, en efecto, morir para acercarse a Dios, al que había querido servir siempre.
Las gentes
empezaron a acudir al lugar santificado por la sangre del mártir, y
ésta, como milagro que demostraba las virtudes de Pedro, se refrescaba y
hervía como si acabara de derramarse. En el momento en que la catedral
se vestía de luto, preparado el entierro, el lugar donde quedó sangre de
Pedro fue cubierto con una alfombra, y fray Diego Morillo cuenta que
todavía doce días después, al quitar esa alfombra, quedaba tal cantidad
de sangre que se empaparon varios lienzos, que fueron conservados
religiosamente.
Mosén
Blasco Gálvez da testimonio de una aparición que poco después tuvo.
Pedro se le presenta entre celestes resplandores, advirtiendo
proféticamente futuros sucesos y permanentes urgencias: le pide que
Fernando el Católico continúe la conquista de Granada, y que mantenga el
Santo Oficio, pues estas dos empresas le darán la vida eterna.
Eran los
tiempos de la batalla de Lucena y del pacto de Córdoba con Boabdil.
Zaragoza veía repetirse el ejemplo del santo obispo de Cantorbery, de
aquel Tomás Becket, asesinado —también en la catedral— trescientos años
antes. El colegio de España en Bolonia, fundación del cardenal Albornoz,
tenía así un Santo ya, apenas a los cien años de ser erigido. ¡Buena
lección de lo que podía lograrse bajo su estrella!