Las convicciones del señor Fernández. Por Vicente Massot
Hasta finales del pasado mes de marzo
para la gran mayoría de los analistas políticos —radiales, televisivos y
de la prensa escrita— Alberto Fernández parecía reunir en su persona
todas las características de un estadista, o poco menos. Con esa opinión
coincidían, al margen de algunos matices sin demasiada importancia,
buena parte de los grandes empresarios del país, la mitad de los
referentes del arco opositor y —a estar según una encuesta conocida a
comienzos de abril— una cantidad sorprendente de ese 40 % de votantes
que en octubre, dentro del cuarto oscuro, se había inclinado por el
macrismo.
Era visible, sobre todo entre los periodistas, la forma en que
se lo ponía al presidente por las nubes y se le reconocían méritos de
todo tipo. Se decía que había asumido su mayoría de edad política y sido
capaz de demostrar, frente a Cristina Kirchner, su razón independiente
de ser. Que había sabido remar contra la corriente del coronavirus y
ponerse el país al hombro. Que era —además— un visionario que se había
adelantado con buen criterio a muchos de sus pares de otros países y
decretado el aislamiento obligatorio más allá de las críticas. Sin que
faltase, en medio de tanto ditirambo, la obligada mención a la manera en
que había convocado a Horacio Rodríguez Larreta y al gobernador Gerardo
Morales para que lo acompañasen el día que anunció la cuarentena.
Pero —¡oh, sorpresa!— todo cambio de
buenas a primeras, a raíz de las desafortunadas declaraciones del
ministro de Salud que apuntaban a una suerte de control estatal del
sistema de medicina privada; del homenaje inusitado que el primer
magistrado le tributó a Hugo Moyano —nada menos—, poniéndolo como
ejemplo cívico; del desastroso manejo del viernes 4 cuando se
habilitaron los bancos para que cobrasen sus haberes cientos de miles de
jubilados; de la facultad, extendida por decreto a los intendentes,
para clausurar comercios por aumentos no justificados de precios; del
proyecto de ley fogoneado por Máximo Kirchner para gravar con un
impuesto extraordinario a quienes se hubiesen acogido al último
blanqueo; de las poco creíbles justificaciones del ministro de
Desarrollo Social respecto de las compras por decreto a precios
superiores a los del mercado; y, por último, de las reiteradas críticas
enderezadas contra los empresarios “miserables” y los bancos desalmados
por parte del propio Alberto Fernández.
¿Cómo explicar que Gardel se derrumbase
en apenas diez días y se transformase, sin escalas intermedias, en un
cantor chillón y descolorido del montón? La respuesta no es fácil de
contestar si se parte de la base de que el presidente es un político
hábil, inteligente, con facha y condiciones de estadista. Si, en cambio,
se lo baja de ese pedestal ostentoso y se lo sitúa en el nivel que
merece, la respuesta es bastante más sencilla. Basta analizar su
desempeño en lo que lleva la crisis desatada por la pandemia para darse
cuenta de cuáles son los puntos que calza en realidad. Por supuesto que
tuvo méritos que solo un necio le negaría. Pero los errores que ha
cometido son de tal magnitud que los aplazos de su boletín de notas
superan con creces a las materias aprobadas. Vayamos a cuentas.
Ginés
González García es un gordo bueno que no se cansa nunca de hablar más
de la cuenta. Comenzó soslayando la importancia del brote chino hasta
límites indecibles y luego se lanzó, por su cuenta y riesgo, a decir que
el gobierno declararía de interés público todos los recursos sanitarios
del país. Sigue en su puesto como si nada hubiera ocurrido. Lo mismo
que Alejandro Vanoli, un completo ignorante en materias previsional,
cosa que demostró el viernes 4. Demás está decir que nadie le pidió la
renuncia. Los dos ejemplos —de los muchos que cabría señalar— no son
gratuitos. Si se repara un segundo en el sesgo personalista que a su
gestión —especialmente en estos momentos— le ha dado Alberto Fernández,
el que sus ministros y secretarios de estado se corten solos y no se les
haga pagar su falta de responsabilidad, habla a las claras de un
desmanejo.
Es de imaginar que una administración
que por boca de su jefe no se ha cansado de repetir que entre la salud y
la economía elige la primera, un operativo como el del viernes pasado
se habría planeado a nivel de detalle y repasado, una y otra vez, antes
de ser puesto en marcha. Un estudiante de sexto grado sabía que en un
país africano, como el nuestro, en plena pandemia y con los jubilados de
por medio, lo único que no podía hacerse es lo que precisamente hizo el
gobierno. El tema no representaba una cuestión menor. Si salía mal, se
corría el riesgo de que estallara un bomba viral. ¿No se percató el
presidente de algo tan sencillo de ver? ¿Revisó el plan antes de
ejecutarlo? ¿Habló con Vanoli y con Pesce para calibrar pros y contras?
Da la impresión de que no hizo nada de eso. Con lo cual faltó a su
deber. Y si lo hizo, su incompetencia carecería de disculpa. Para colmo
de males lo único que se le ocurrió reconocer es “que no esperaban
tamaña cantidad de personas”. En épocas escolares ya pasadas, por tamaña
respuesta nos ponían un bonete de burro y nos mandaban al rincón
En lugar de perder el tiempo en la
inauguración por tercera vez en 10 años de un hospital que es un
monumento a la corrupción, un estadista se hubiera dedicado a tratar las
cuestiones trascendentes del país. Pero Alberto Fernández es uno de
esos hombres públicos —bastante pagado de sí mismo, dicho sea de paso—
que cree que sabe lo que no sabe, y se ha rodeado, salvo honrosísimas
excepciones, de un conjunto de incapaces a los que —por supuesto—
respalda a capa y espada. Si no fuese por la desesperación de muchos de
hallar en él la contracara de Cristina Kirchner, y de pensar que es
menester cuidarlo para que en la interna con su vice no pierda terreno,
pocos se habrían hecho tantas ilusiones respecto de su competencia,
conocimiento de los problemas de fondo que aquejan al país y moderación.
En punto a sus convicciones ideológicas,
al presidente y a la vicepresidente de la Nación no los separa un
abismo. En general, coinciden en la mayoría de los casos. Tampoco parece
tener mayor asidero esa interna que los tendría como baluartes de dos
facciones antagónicas dentro de un mismo gobierno. En realidad es un
invento periodístico que no resiste análisis. Al líder de los camioneros
no lo puso como ejemplo para el país la viuda de Kirchner; que se sepa,
el primero que salió a defender la iniciativa de Máximo Kirchner fue el
propio Alberto Fernández; salvo evidencias en contrario, quien ha
desechado como injusta la idea de que los funcionarios den el ejemplo y
reduzcan sus sueldos, en medio de semejante emergencia sanitaria, ha
sido el primer magistrado; el que llamó “miserables” a los empresarios
—aunque luego tratase de enmendar el error— y puso por los cielos a uno
de los mayores corruptos de
la Argentina contemporánea, no fue la Señora.
la Argentina contemporánea, no fue la Señora.
Lo
que demuestra lo dicho más arriba no es la maldad intrínseca de
Fernández, ni mucho menos. Si, en cambio, su grado de improvisación y de
falta de competencia en muchos aspectos —en eso Mauricio Macri se le
parecía bastante— y sus ideas. Lo cual no significa —al menos, no
necesariamente— que su gestión se halle condenada al fracaso. Hay que
entender que es un hombre que actúa sobre la marcha y un convencido
populista. Si no estuviese sentado en el sillón de Rivadavia, su forma
de decidir las políticas públicas y sus observancias doctrinarias no le
interesarían a persona ninguna. Claro que, como es el presidente de la
República, lo importante —en atención al cargo que ostenta— es tomar
nota de que, a esta altura de su vida, difícilmente vaya a aprender lo
que no sabe ni vaya a desembarazarse de sus convicciones.
Sorprenderse, pues, de la aparente
voltereta que —en apenas unos días— dio Alberto Fernández, echando por
la borda lo construido con anterioridad, es fruto de haberse fabricado
un personaje a imagen y semejanza de los bienpensantes. Imaginaron, en
sus ganas de creer, un presidente que se debe estar riendo a carcajadas
de tanta ingenuidad. El candidato que a dedo eligió Cristina Kirchner
para encabezar la fórmula de su frente electoral, no se ha sacado de
pronto una máscara para develar, ante el estupor de muchos, que los
había engañado como a un ingenuo conjunto de colegiales. Ha sido sincero
cuando cargó contra los empresarios, llenó de alabanzas a Hugo Moyano,
respaldó el proyecto confiscatorio de Máximo Kirchner, se negó en
redondo a bajarse su sueldo y el de la burocracia estatal, justificó las
compras del Ministerio de Acción Social y respaldó el régimen chavista.
En términos del análisis político
interesa poco adelantar un juicio de valor sobre la manera de hacer y de
pensar del presidente. Lo único verdaderamente relevante es imaginar si
—con base en el ideario y el criterio que le conocemos— podrá enfrentar
la catástrofe que se avecina. Ya no se trata de saber cómo se
desempeñará un populismo sin cajas mágicas ni precios de la soja por las
nubes —a semejanza del primer kirchnerismo— sino de pensar cómo hará
para gobernar, cuando haya terminado la pandemia, un país arrasado por
la crisis más grave que recordemos.