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domingo, 8 de marzo de 2020

SEPTIMA PARTE LECCIÓN XXIX


SEPTIMA PARTE
LECCIÓN XXIX

La Sabiduría o filosofía primera es el principio de toda virtud moral. La sobriedad, la fortaleza, la prudencia y la justicia son, ante todo, especies de constancia en el juicio de la razón, por las cuales se gobiernan y se miden las pasiones. Una constancia en el juicio quiere decir una conclusión demostrada de la inteligencia racional que opera como un principio separado e impasible; una negación o una afirmación esenciales, universales y necesarias que le permiten al hombre anular la subjetividad y la arbitrariedad de las pasiones corporales, penetrándolas de razón y de verdad.


De este modo, nuestros deseos y aversiones, nuestras esperanzas y desesperanzas, nuestros temores y audacias, así como el impulso agresivo se disciplinan y objetivan en nuestro propio ser y constituyen una segunda naturaleza de hábitos, las virtudes éticas. La constancia en el juicio es también una conducta constante en todas las circunstancias, en las más extremas variaciones de la fortuna. Fuera de la razón y de la verdad no puede haber más que sombras y apariencias de la virtud; la mentira de las ideas y de los gestos elevados. Nosotros, modernos y progresistas, hemos perdido el sentido del ser y la capacidad para la verdad hasta el punto de acusar una indiferencia absoluta hacia lo que es, hacia todo lo que es esencial y sustantivo; no reconocemos validez nada más que a las ilusiones y a los simulacros ideológicos donde se reflejan las pasiones y los intereses dominantes en cada momento. Así nos hemos puesto a construir la Ciudad de los hombres sobre bases de artificios y convenciones arbitrarias que sólo remedan exteriormente a los antiguos e inconmovibles fundamentos; y con una materia envilecida, contrahecha y lamentable. Esta ciudad demasiado humana, que pretendemos construir enteramente solos, aunque pongamos en el frontispicio de la Constitución que Dios es fuente de toda razón y justicia, se va agrietando y desmoronando sin que pueda terminarse su edificación en las almas; se cae y se vuelve a caer apenas se ha conseguido apuntalar sus muros como si su lógica fuera la contradicción misma, como si llevara la revolución infinita es sus entrañas, como si se problematizara íntegramente a cada instante. Por esto es que desde fines del siglo XVIII, vienen proliferando escandalosamente, como la más horrible plaga, los revolucionarios, reformadores y proyectistas políticos. Hasta Jorge Sand no puede ocultar su indignación ante la nueva profesión del siglo; y eso que escribía en la mitad primera del XIX: “¿Cuántos Cristos crees tú, que pueden nacer en un siglo? ¿No te espanta e indigna como a mí, el número exorbitante de redentores y legisladores que aspiran al trono del mundo moral 269?”  269 GEORGE SAND, pseudónimo de la escritora francesa AMANDINE AURORA DUPIN, BARONESA DUDEVANT (1804-1876). La obra Cartas de un viajero, de la que está extraído el texto citado, recoge las experiencias de un viaje a Italia y fue publicada, por primera vez, en español, en Barcelona, en 1838. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. 
 Ninguna constancia en el juicio de la razón, ninguna sabiduría preside la vida del alma ni la vida de la Ciudad. Más aún, toda constancia, toda inmovilidad e inmutabilidad han sido desterradas de las almas y de la plaza pública, como un síntoma peligroso de intolerancia, de fanatismo y de reacción; como una profanación de las cuatro libertades sagradas. Es sobre la parte inferior, pasional y móvil del alma que se pretenden edificar las virtudes éticas y la Ciudad de los hombres. De ahí que lo único permanente sea el estado de revolución, de negación de todo lo que llega a la existencia, por aquella sin razón que dice Engels: “todo lo que existe merece perecer 270.” 270 Cf. FRIEDRICH ENGELS, Ludwig Feuerbach y…, o. c. I. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor.
Y en verdad, no hay consigna que tenga tantos adeptos, incluso entre quienes menos lo sospechan. Las pasiones gobiernan en lugar de la razón y sólo confiamos en suscitar virtudes calculando sobre las pasiones; así, por ejemplo, se pretende movilizar a los pueblos occidentales contra el Comunismo y el imperialismo soviético, por medio de una propagando sobre el temor, sobre los goces y los sufrimientos animales del hombre. Si se consigue convencer a las gentes que bajo el régimen comunista se come y se duerma mal, se goza menos de la vida y, en cambio, se sufre mucho más; si se consigue convencer, repetimos, que nos amenaza un mundo de animales insatisfechos y sin diversiones, entonces las gentes sacarán fuerzas de flaquezas, se harán virtuosos por vicio y resolverán luchar, padecer y morir hasta conjurar la insoportable amenaza. En su última lección, Sócrates explicó a sus discípulos esta aparente paradoja de que la virtud se pueda presentar como una resultante del juego de las pasiones y, por lo tanto, del vicio. 
– Así, pues, lo que se llama fortaleza, ¿no conviene particularmente a los filósofos? Y la templanza, que sólo en el nombre es conocida por los más de los hombres; esta virtud que consiste en no ser esclavo de sus deseos, sino en hacerse superior a ellos, y en vivir con moderación, ¿no conviene particularmente a los que desprecian el cuerpo y viven entregados a la filosofía? – Necesariamente. – Porque si quieres examinar la fortaleza y la templanza de los demás, encontrarás que son muy ridículas. – ¿Cómo, Sócrates? – Sabes que todos los demás hombres creen que la muerte es uno de los mayores males […] 
                                                 Así que cuando estos hombres, que se llaman fuertes, sufren la muerte con algún valor, no la sufren sino por temor a un mal mayor. – Es preciso convenir en ello. – Por consiguiente, los hombres son fuertes a causa del miedo, excepto los filósofos. ¿Y no es cosa ridícula que un hombre sea valiente por timidez? – Tienes razón, Sócrates. - Y entre esos mismos hombres que se dicen moderados y templados, lo son por intemperancia, y aunque parezca esto imposible a primera vista, es el resultado de esta templanza loca y ridícula; porque renuncian a un placer por el temor de verse privados de otros placeres que desean y a los que están sometidos. Llaman, en verdad, intemperancia al ser dominado por las pasiones; pero al mismo tiempo ellos no vencen ciertos placeres sino en interés de otras pasiones a que están sometidos y que los subyugan; y esto se parece a lo que decía antes, que son templados y moderados por intemperancia 271. 271 Fedón, 68 c – 69 a. 
En rigor, cuando la virtud no es una disciplina racional y habitual de las pasiones; es decir, cuando se subvierte el orden jerárquico de las partes del alma y son las pasiones que mandan y la razón se degrada hasta no ser más que un instrumento ideológico de aquéllas, entonces no queda de la virtud más que el nombre y el consumo retórico que de ella se hace para cubrir las apariencias. En esta radical subversión del alma, se oculta la esencia de toda traición, puesto que no puede haber firmeza ninguna en un coraje nacido del miedo a un mal mayor, ni en una prudencia basada en el horror a la responsabilidad, ni en una justicia que se funda en la conveniencia recíproca de las partes. Una cosa es que la voluntad, movida lúcida e intensamente hacia un fin determinado, arrebate y arrastre en su movimiento a la pasión entera del alma; y otra muy diversa es que sean las pasiones las que regulen y determinen la vida de la razón y de la voluntad. 
- Mi querido Simmias, no hay que equivocarse; no se camina hacia la virtud cambiando placeres por placeres, tristezas por tristezas, temores por temores, y haciendo lo mismo que los que cambian una moneda en menudo. La sabiduría es la única moneda de buena ley, y por ella es preciso cambiar todas las demás cosas. Con ella se adquiere todo y se tiene todo: fortaleza, templanza, justicia; en una palabra, la virtud no es verdadera sino con la sabiduría, independientemente de los placeres, de los sufrimientos, de los temores y de las demás pasiones. Mientras que, sin la sabiduría, todas las demás virtudes que resultan de una transacción de unas no son más que sombras de virtud; virtud esclava del vicio que nada tiene de verdadero ni de sano. La verdadera virtud es una forma de purificación de toda especie de pasiones 272.                                                 
Quiere decir, pues, que sólo en la medida en que el alma se purifica, o lo que es lo mismo, se rescata de las pasiones corporales con la vida de la inteligencia pura, del saber y de la verdad, se eleva y perfecciona en la virtud del carácter. No puede haber constancia ni firmeza en la conducta sin juicios de la razón de valor firme y constante, aunque pueda haber inconstancia en los hechos a pesar de la evidencia y de la fuerza del juicio de la razón, sea por flaqueza o por perversión de la voluntad. Sobrecoge de pavor advertir la ceguera y la irresponsabilidad que se empeñan en la propaganda y en la lucha contra el Comunismo. No se trata de destruir la ideología en las almas demostrando su falsedad y su iniquidad, debajo de su máscara de verdad científica y de justicia social, como tarea primordial para conseguir anular su eficacia política y arrancarlo de la existencia histórica. Por el contrario, se discurre torpemente que como idea no constituye ninguna amenaza y ningún peligro, porque cada uno puede opinar a gusto y tener ganas de lo que le parece bien y tiene, además, la libertad de expresión y de prensa para difundir a todos los vientos su idea y su afán, según establece el principio intangible de las cuatro libertades democráticas. Esto significa que la Sabiduría y la Verdad quedan excluidas de la lucha contra el Comunismo; aparte del abominable crimen contra el espíritu democrático que importa todo dogmatismo, la afirmación de una Sabiduría verdadera y de una Verdad definida e inmutable, ¿quién puede osar decir que posee la Verdad y tener la pasión de la Verdad, sin que los tribunales populares lo juzguen y castiguen ejemplarmente? Nada, pues, de Sabiduría ni de Verdad; el recurso práctico, eficiente, y exclusivo es apelar a la fuerza de los placeres, de los dolores y de los temores como ya hemos referido. Asegurad una felicidad burguesa de potrero verde y el Comunismo será rechazado y repudiado infaliblemente. Mostrad a los animales satisfechos que un gran poder en auge creciente les arrebatará su pequeña felicidad egoísta en caso de triunfar y los veréis levantarse airados y feroces para destruirlo en los campos de batalla. Es un tremendo error y la mejor colaboración que puede prestársele al adversario para apresurar y asegurar su triunfo. Las pasiones duran un instante y se cambian enseguida por sus contrarias, modificando el juicio y la decisión. La Verdad es definida, inagotable e inmutable como el Ser, cuyo testimonio es. Desgraciadamente los comunistas conocen el peso y la fuerza de la Verdad imponderable e inmaterial; saben que su atracción es irresistible cuando se la                                                  272 Fedón, 69 a c.
muestra en la luz de un mediodía; por eso es que han recurrido desde Marx y Engels, al recurso diabólico de presentar su utopía en la forma de la teoría rigurosa, de la ciencia objetiva, universal y necesaria; y como se trataba del siglo XIX, revistieron su programa político con la apariencia del saber exacto y experimental; desarrollaron sus supuestos ideológicos con un simulacro metodológico calcado sobre la ciencia físico-matemática, el único legítimo y válido para la mentalidad dominante. Y apenas un siglo después de la publicación del Manifiesto Comunista y ochenta años después de la aparición de El Capital de Marx, el Socialismo Científico parece haberse transformado en una fuerza arrolladora de las almas y de las instituciones en el mundo entero. La presentación del régimen comunista como un desenlace necesario conforme a las leyes que rigen el curso de la historia, tan rigurosamente demostrado en la apariencia dialéctica, como la caída de un cuerpo o el movimiento de los astros, nos descubre el secreto de su penetración y difusión en las almas, principalmente de los llamados intelectuales, que son sus reales predicadores y propagandistas. Y también comprendemos, a través del testimonio de este simulacro de la sabiduría, de esta ficción sutilísima de la ciencia reconocida y acatada, cuál es la fuerza y el poder de la inteligencia y de la palabra. Hasta la voluntad que quiere aniquilar la vida espiritual y borrar todo rastro de Dios en la memoria del hombre, se vale todavía del espíritu, de una falaz y engañosa imitación de la Sabiduría y de la Verdad para llegar a la consumación de su iniquidad si ello fuera posible. Y tan sólo la Sabiduría y la Verdad prevalecerán contra la mistificación de la Verdad y de la Sabiduría.

SEPTIMA PARTE LECCIÓN XXVIII


SEPTIMA PARTE
LECCIÓN XXVIII


Sócrates fue el más sabio y el más justo de los hombres porque alcanzó el más profundo conocimiento de sí mismo y una perfecta adecuación en su conducta. El precepto délfico fue la inspiración de su vida y de su destino: conócete a ti mismo. La divina Voz se escucha en ese llamado perentorio, puesto que tan sólo con la restauración del hombre interior, la inteligencia perdida entre las cosas exteriores y la propia exterioridad material, vuelve a encontrar los reales caminos de la esencia y de la sustancia que llevan a Dios.


Claro está que ese conocimiento del alma no puede consistir en la descripción minuciosa de particularidades, un conjunto de datos empíricos acerca del temperamento o de la idiosincrasia individuales. Reducido a tan menguadas proporciones no sería una sabiduría sino una opinión intrascendente y banal, sin ningún valor de ciencia ni de vida. Más bien se trata de un conocimiento demostrado, universal, necesario y objetivo, acerca de lo que el hombre es, de la esencia que lo define hombre y que lo confirma en su identidad real y verdadera: el principio lógico de su alma y el poder de conformar la conducta a sus exigencias. Sócrates demostró, el primero en la historia del pensamiento científico, que la unión tan estrecha del alma con el cuerpo hasta constituir un solo y único ser, no compromete la espiritualidad del alma, ni le impide sobrepasar la vida del cuerpo, como agua que desborda el vaso, para volcarse en una actividad propia y sólo suya, desprendida y libre de la mediación de los sentidos y de las pasiones corporales; una actividad que se contiene en su propio cuenco interior, reflejando sobre sí misma como sobre el agua quieta, transparente y luminosa de un lago, el ser de las otras cosas: el acto de pensar lo que es en el cielo abstracto y universal de las ideas; y también el acto de preferir lo mejor, el ideal que debemos realizar. Y la existencia del cielo platónico de las ideas y de los ideales es un testimonio irrecusable de la inmaterialidad del alma. Operatio sequitur esse: si el alma es capaz de actuar según un modo inmaterial referido a objetos inmateriales (las ideas abstractas y universales); y es capaz de encontrar en su propio ser de qué subsistir sin necesidad del cuerpo, quiere decir que posee una naturaleza inmaterial y conserva todo su significado de espíritu a pesar de la unión sustancial con el cuerpo. El alma humana es necesariamente una forma inmaterial, por cuanto no es absorbida por la vida del cuerpo ni agota sus posibilidades en el mantenimiento de la especie en la sucesión temporal de los individuos. Por esto es que resulta tan grosera y tan grotesca una perspectiva histórica configurada en el progreso de la humanidad en general, en la infinita perfectibilidad humana o en la conquista de un superhombre; de tal modo que cada hombre, cada alma individual, no sería más que un accidente y un instrumento circunstancial del Gran Ser, como decía Comte refiriéndose a la especie humana sustantivada y convertida en la meta ideal de cada pueblo y de cada hombre 263. 263 Esta idea de la Humanidad como el Gran Ser que sustituye a Dios, la expone Augusto Comte en su obra Catéchisme positiviste, ou Sommaire exposition de la religion universelle, en onze entretiens systématiques entre une femme et un prêtre de l'humanité (1852).   
Una cosa es que el hombre necesite de los otros hombres, principalmente de sus próximos, para vivir como un hombre; y otra muy distinta es que no sea ni valga de suyo más que una gota de agua en el mar. El alma individual necesita de la comunidad y de la comunión con otras almas; necesita compartir una vida y un destino común para bastarse a sí misma y por esto es que refleja su ser y su estructura moral en las instituciones políticas y sociales. Pero ni la humanidad ni el Estado, menos todavía la primera que el último, agotan las potencias del alma cuya vida mejor, el acto de su inteligencia, trasciende el espacio y el tiempo, así como todo fin relativo y particular, para proyectarse sobre la eternidad y sobre lo absoluto. El alma racional y libre tiene que emplear su cuerpo y el mundo exterior para la vida de la razón y de la libertad que es la vida del conocimiento y de la obediencia a Dios; tiene que convertir su voz, su rostro y sus manos, la tierra y el agua, el aire y el fuego, en signos y en símbolos de la espiritualidad que se sabe a sí misma y quiere existir como tal en la materia exterior y sensible. Y por sobre todo, el alma tiene que ser dueña de sí misma, lo que quiere decir dueña de un pensamiento libre que contenga la verdad del universo y de su universal dependencia de una Causa primera; y dueña de una libre voluntad consagrada, por entero, a edificar la Ciudad de los hombres en conformidad con ese modelo divino. Corresponde que anticipemos aquí un maravilloso texto de La República de Platón, fundamento de toda política realista, segura y verdaderamente eficiente: 
En efecto, mi querido Adimanto, aquel cuyo pensamiento se ocupa realmente en la contemplación del ser [...] con la mirada siempre fija sobre objetos que guardan entre sí el mismo orden y la misma relación y que, sin perturbarse nunca unos a otros, se mantienen todos bajo la ley de la razón y del orden, se consagra a imitar y a interpretar en sí mismo, hasta donde ello es posible, la belleza de su armonía. ¿Crees tú que pueda uno acercarse sin cesar a un objeto, con admiración y con amor, sin esforzarse por imitarlo? [...] De suerte que el filósofo, por el trato que tiene con lo que es divino y está sujeto a ley del orden, se torna él mismo divino y sumiso a la ley del orden, hasta donde ello es compatible con la humanidad; porque siempre hay mucho que modificar en el hombre [...] Por tanto, si algún motivo poderoso lo llevase a procurar que el orden que contempla en las elevadas regiones de su pensamiento pase a las costumbres públicas y privadas de sus semejantes, en vez de limitarse a formar su carácter personal […] empezará por considerar al Estado y al alma de cada ciudadano, como una tela a la que es preciso despojar de toda mancha, lo que no es fácil [...] Después trabajará sobre esa tela, lanzando la mirada ya sobre la esencia de la justicia, de la belleza, de la temperancia y de las demás virtudes; ya sobre lo que en el hombre es compatible con este ideal; y mediante la mezcla y combinación de estos dos elementos, formará al hombre tal cual es, de acuerdo con aquel ideal que Homero llama divino y semejante a los dioses, cuando lo encuentra en un hombre 264.  264 La República VI, 499 e – 501 b.  
De donde resulta, como ya se ha establecido en clases anteriores, que el estudio científico del alma humana -su esencia, sus potencias y sus actividades- debe hacerse desde la política en todo lo que respecta a la vida del compuesto y a la actuación del alma en el mundo exterior; pero subordinando esta indagación al examen teológico y metafísico de aquellas actividades del alma que se realizan en modo inmaterial y que están ordenadas al mundo inmaterial de las ideas y de los ideales, el acto de la inteligencia y el acto de la voluntad. No hay otra alternativa posible: o se estudia al hombre desde Dios; o se lo estudia desde el mono. Y adviértase que toda mezcla y confusión de estos criterios extremos e incompatibles siempre se produce en desmedro del superior. El punto de vista de Dios, término y medida de todo cuanto existe, comporta una forma rigurosamente demostrativa en el discurso cuyo principio es la esencia misma de la cosa (en este caso, la espiritualidad del alma); y cuyo desarrollo responde a una necesidad interior que va diferenciando sus partes constitutivas y sus cualidades propias sin salir de ella misma. Esto no quiere decir que el punto de partida de dicho examen no sea estrictamente empírico y experimental. No podría ser de otro modo puesto que la inteligencia racional, abstractiva y generalizadora, no tiene otra vía inmediata de acceso a la existencia que los sentidos y las afecciones corporales: el alma siente los otros seres existentes y su propio ser, antes de poder pensar sobre sí misma y sobre los otros. De ahí que la psicología racional, especulativa, demostrada, se inicie con la posición de un hecho bien determinado, comprobado y comprobable por la observación y el experimento, cual es la existencia del saber y de la verdad. El hecho de la ciencia es mucho más positivo, concreto e indiscutible que la presencia de esta mesa, aquí y ahora, porque existe en el hombre desde mucho antes que comenzara a existir esta mesa y continuará existiendo después de su desaparición. Pensar que dos o más dos es igual a cuatro, es como haberlo pensado antes y como volverlo a pensar después; es como pensarlo siempre; es el mismo saber y la misma verdad fuera del espacio y del tiempo, que se reitera toda vez que pensamos lo mismo.                                                   
Este juicio verdadero es un hecho más estable, más sólido, más consistente que el metal más fijo, más duro y más inalterable. Tiene validez universal y es universalmente comunicable; posee una inmutable objetividad. Lo mismo ocurre con el hecho de la voluntad; preferir reflexivamente lo mejor es como haberlo preferido ya, desde siempre y para siempre. La decisión verdaderamente libre no tiene extensión ni duración limitadas; es la reiteración continua de la misma promesa, de la misma devoción, de la misma fidelidad; es el mismo sí y el mismo no en todas las circunstancias. La voluntad real y verdadera, tiene, pues, la universalidad, la inmutabilidad y la objetividad del saber fundado. Se trata, pues, de explicar esos hechos incuestionables por sus causas; es decir, de buscar el principio en virtud del cual el hecho del saber y el hecho de la libertad pertenecen al sujeto hombre. Hemos referido ya como Sócrates descarta que ese principio pueda ser el cuerpo y le hemos visto insistir en su interferencia perturbadora para la búsqueda del saber y de la Verdad. De ahí que el alma deba purificarse antes de emprender sus reales caminos. 
Y bien; purificar el alma, ¿no es, como antes decíamos, separarla del cuerpo y acostumbrarla a encerrarse y recogerse en sí misma, renunciando al comercio con aquél cuanto sea posible, y viviendo, sea en esta vida, sea en la otra, sola y desprendida del cuerpo, como quien se desprende de una cadena 265? 265 Fedón, 67 c d.  
Esto significa que el alma está encadenada al cuerpo cuando pierde su valor de espíritu y en lugar de manifestarse libre y soberana en el cuerpo, se encuentra sometida y humillada a sus pasiones sensuales. Si los filósofos, tal como nos enseña Sócrates, son los que verdaderamente trabajan en esa separación y en esa liberación del alma, es que todo su empeño consiste en llegar a ser señores de un pensamiento libre y en ser capaces de decir sí y de decir no hasta en la hora de la muerte; sobre todo, en la hora de la muerte. No depende de nuestra conciencia ni de nuestra voluntad, experimentar o dejar de experimentar temor ante el peligro; es cosa que nos sobreviene quieras que no. Pero sí depende de nuestra decisión no consentir que nos arrastre y permanecer enteros en medio del trance, como si fuéramos invulnerables al temor y al sufrimiento. Se comprende, pues, que Sócrates recuerde, una vez más, a sus discípulos: 
¿No sería una cosa ridícula, como dije al principio, que después de haber gastado un hombre toda su vida en prepararse para la muerte, se indignase y se aterrase al ver que la muerte llega? ¿No sería verdaderamente ridículo 266? 
 Un hombre habituado a vivir desde el alma, que se sabe espiritual y libre, capaz de subsistir por sí misma e incorruptible de suyo; es decir, un hombre habituado a vivir desde lo eterno de sí mismo y de los otros seres, no puede ser presa de la angustia de la nada, del horror del anonadamiento, en presencia de la muerte. Más bien, la acogerá con serena confianza y estará persuadido como Sócrates de que [...] en ninguna parte fuera del Hades, encontrará esa sabiduría pura que busca. Siendo esto así, ¿no sería una extravagancia, como dije antes, que un hombre de estas condiciones temiera la muerte 267? 266 Fedón, 67 e.  267 Fedón, 68 b.  268 Fedón, 68 b c
De donde se infiere también que [...] si un hombre se estremece y retrocede cuando está a punto de morir, es una prueba segura de que no ama la sabiduría, sino su cuerpo, y en el cuerpo los honores y riquezas, o ambas cosas a la vez 268. 
La sabiduría es el sentido de lo que es eterno y de lo que es efímero en todo cuanto existe. No hay otra educación del hombre; no hay otra pedagogía nacional fuera de aquella que cultiva en las almas ese sentido de la medida y de la justa proporción. He aquí el único humanismo legítimo y su sentido insuperable: el realismo de la Verdad.  

SEPTIMA PARTE LECCIÓN XXVII


SEPTIMA PARTE
LECCIÓN XXVII

El alma está unida sustancialmente al cuerpo, es decir, está unida con el cuerpo en un mismo, único e indivisible ser. De ahí que hasta la actividad más propia y más pura del alma -el acto de comprender- mantenga una conexión íntima y una solidaridad funcional con las actividades del compuesto, tales como sentir o impulsar.


Esto significa que a pesar de ser una forma inmaterial, el alma no puede actuar sin que el cuerpo participe de algún modo en su operación; así, por ejemplo, el más riguroso acto de pensar cuyo contenido sea el objeto más abstracto y universal, lleva el lastre de alguna pasividad material que impide la transparencia lúcida y plena del alma ante sí misma. El alma racional por ser necesariamente alma de un cuerpo, no alcanza la visión nítida y precisa, la intuición de su misma esencia en el acto de conocer, pero asume conciencia de ella en la medida que actualiza su potencia intelectual, su capacidad teórica y contemplativa. La natural tendencia del alma hacia la identidad con su propio ser, se verifica en la conquista del saber y de la verdad, en la vida de la sabiduría. En otros términos, el alma se comprende a sí misma; tiene conciencia de sí y entra en posesión de su propio ser, tanto como es capaz de comprender y de poseer idealmente a los otros seres. Si no hubiera otras operaciones fuera de las que emanan del compuesto como tal, entonces el alma estaría ceñida por el cuerpo, en dependencia completa de sus necesidades materiales, y enteramente absorbida por las circunstancias externas, lo mismo que el resto de los animales. Sería una “monada sin ventanas hacia afuera”, aprisionada en una subjetividad radical, completa, irremediable, tal como se revela toda vez que degrada hacia el materialismo y se encierra en un sórdido egoísmo que dice: “beba yo mi taza de té y que se hunda el mundo”; o de esta otra manera más disimulada que se refugia en los sagrados Derechos del Hombre y en la augusta libertad individual, comentada por nuestro Dogma Socialista: “La libertad es el derecho que cada hombre tiene de emplear sin traba alguna sus facultades en el conseguimiento de su bienestar y para escoger los medios que puedan servirle a este objeto 257.”
257 ESTEBAN ECHEVERRÍA, El Dogma socialista, III. Fue redactado en Buenos Aires, en agosto de 1837 y publicado por primera vez en Montevideo en 1838. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. 
Pero la verdad es que el alma humana encierra un poder que sobrepasa la pasión corporal y los fuertes instintos animales; un poder que le permite trascender la subjetividad de la sensación y del impulso egoísta hasta alcanzar la objetividad del pensamiento y de la voluntad. Ese poder es la abstracción. El alma se libera del cuerpo por medio de la abstracción y en virtud de esta realísima operación intelectual entra en posesión de su intimidad y puede actuar desde sí misma. El alma se refleja sobre su propio interior, se abstrae de lo sensible y de lo instintivo y se objetiva en un pensamiento libre y en una libertad pensada: yo pienso, yo quiero, importa comenzar a ser en sí mismo y desde sí mismo; ser dueño de su propio acto; estar uno mismo en su pensamiento y en su decisión. El cuerpo es ahora mi cuerpo o tu cuerpo; las cosas exteriores son mis bienes o tus bienes; y el alma es mi alma o tu alma. Decir yo es, como se ve, mucho decir; y ocurre que su más fuerte y rotunda afirmación está en ser verdadero, que consiste en declarar al otro en tanto que es otro; y en ser justo, que es ser para otro: Dios, la Patria, el prójimo. Este ser en sí y desde sí mismo tiene lugar por este poder inmaterial de la abstracción que es propio de la inteligencia racional y de la preferencia reflexiva del alma. Nos toca vivir en una época tan diminuida, que marcha tan a contramano de los reales caminos del hombre, que estas nobilísimas palabras, abstracción, abstracto, abstraer, resuenan en nuestros oídos demasiado prácticos, como si fueran cosas huecas, vacías, sin valor ni vitalidad ningunas; como signos de una tierra yerma o de un esfuerzo vano y estéril. Se ha apoderado de nosotros el frenesí de lo concreto, de lo tangible, de lo manuable; tan sólo aquello que podemos representar gráficamente sobre un papel y hacer con las manos, nos convence; otra cosa es perder lamentablemente el tiempo. Por esto es que Marx ha conquistado el mundo con su repugnante sentencia pedagógica: “los gérmenes de la educación en el futuro han de buscarse en el sistema de las fábricas 258.” 258 CARLOS MARX, El Capital, Libro I, Sección Cuarta, Capítulo XIII, 1. 
Pero la vida de la inteligencia en la abstracción y en el discurso es la vida propia del alma, el acto de su misma esencia, la real manifestación de su inmaterialidad, de su ser personal, interior e intransferible. La inteligencia que comprende opera por medio de abstracciones y en un mundo abstraído de lo material, sensible y exterior; habitado por las ideas, nociones generales o conceptos. Así como los seres existentes -este libro o este árbol, esta casa o este hombre- son individuales, concretos, espaciales y temporales, las ideas o conceptos de estos mismos seres, son universales, abstractos, sin espacio y sin tiempo, en su existencia mental. Pensar es manejar ideas; analizar, recomponer y ordenar objetos inmateriales pero que significan a todas las cosas existentes, sean materiales o espirituales; pero manejar ideas es tarea radicalmente distinta que manejar piedras. Operar con abstracciones ideales de los seres reales no es lo mismo que hacerlo con las realidades concretas, tangibles y manuables, aunque se ha llegado a confundir lamentablemente la clasificación lógica de los pensamientos, con la clasificación económica de las hojas o de los insectos. No cabe duda de que la Escolástica medieval llegó a excederse en su ocupación con las ideas hasta caer en un formalismo vacío e inoperante, pero fue la decadencia de una auténtica grandeza intelectual que había culminado en el siglo XIII. Este vicio fue utilizado por los modernos, principalmente desde Descartes y Bacon, para condenar a la virtud y durante tres siglos hemos asistido al menoscabo y rechazo de la llamada Lógica formal; y en nuestros planes de estudio es todavía hoy un agregado insustancial y pesado que se soporta como preliminar de la única Lógica respetable para una mentalidad de la época: la metodología científica y, especialmente, de las ciencias exactas y experimentales. La consecuencia de este abandono progresivo de la analítica del pensamiento y la correlativa profusión de los laboratorios de análisis físico, químico, biológico, psíquico, económico, profesional, etc., ha sido que el concepto, el fruto de la abstracción pura, está desapareciendo en el discurso de los sabios y de los estadistas, de los académicos y de los políticos, de los pedagogos y de los editorialistas. La más extrema y pavorosa ausencia de conceptos, es decir el vacío de la esencia y de la sustancia, caracteriza la retórica dominante, tanto en la más solemne reunión académica como en la plaza pública. Y esta decadencia de las palabras; esta pérdida  del significado noble, esencial, eterno y este olvido de los nombres que nombran siempre lo mismo, señala la crisis de la abstracción, el abandono del punto de vista de la teoría y del concepto. La inteligencia vuelve las espaldas a todo lo que es sustantivo y esencial en las cosas y en ella misma; y se vuelca entera en el accidente y en las circunstancias; no tiene otro sentido del ser que su apariencia exterior y momentánea, ni otro criterio de verdad que el éxito. Declina, pues, hacia el lado de la materia y del cambio infinito. El alma racional se ha desterrado de sus orígenes y ha perdido de vista a su verdadera patria: el mundo abstracto y universal e inmóvil de las ideas o esencias. Ya no se reconoce a sí misma, fuera del cálculo, del experimento y de su acción combinada con la mano. Y entonces cree que toda su potencia intelectual está para servir a la mano y que toda otra preocupación es estéril y perniciosa. Así llega el alma a la “adoración” de la mano, el órgano de los órganos, el instrumento de los instrumentos, y dice con Carlos Bell: “la mano es un don de Dios y el que más distingue al hombre de los otros animales 259.” Antes hemos citado a Marx, cuyas previsiones pedagógicas se verifican en el entusiasmo renovado y expansivo hacia el trabajo manual educativo que “está destinado a producir una verdadera revolución pedagógica por la vía nueva que abre a la educación de la infancia. 260259 Alude a SIR CARLOS BELL, médico cirujano y anatomista inglés que vivió entre los siglos XVIII y XIX, autor, entre otras obras, de un tratado sobre la mano. Sin datos respecto de la versión consultada por el autor.  260 CARLOS MARX, ibídem.
El alma queda prisionera del cuerpo; es un esclavo en abyecta servidumbre de la manualidad y de la mecánica, instrumentos corporales. Poco importa que prolongue sus ocios y reivindique su derecho a la pereza, puesto que se ignora a sí misma, ignora que es alma y que está en la tierra para mirar al cielo, más bien que para cuidar el cuerpo y evitar que pueda caer en un pozo del camino. ¿Acaso no caemos finalmente por más empeño que pongamos en evitarlo? Encararlo todo -conocimiento y acción- desde la materia es una manera efectiva de disminuir a las cosas y a la propia alma hasta la indigencia ontológica de la materia, hasta la condición de lo que no es ni puede existir por sí mismo, de lo que está privado de luz interior, de verdad, de dignidad y de lo que no puede ser término de nada. La vida del alma inteligente y libre, pero alma de un cuerpo, es la abstracción. Sólo en virtud de la abstracción recupera su propio ser y el ser de las otras cosas; retorna a su patria ideal de la verdad y llega a ser libre en su cuerpo y en el espacio de su vida. Y el alma que se conoce a sí misma y posee el acto de su esencia inmaterial en el concepto, sabe que su destino no está asido a la precariedad material de su cuerpo. He aquí la insuperable lección de Sócrates en el Fedón, cuyo comentario hemos iniciado en la clase anterior. Sigamos atentamente el último diálogo con sus jóvenes discípulos. 
– ¿Qué diremos ahora de ciertas cosas, Simmias, como la Justicia, por ejemplo? ¿Diremos que es algo, o que no es nada? –Diremos que es alguna cosa, seguramente. – ¿Y no podremos decir otro tanto del bien y de lo bello? –Sin duda. – ¿Pero has visto tú estos objetos con tus ojos? –Nunca. –¿Existe algún otro sentido corporal, por el que hayas percibido alguna vez estos objetos, de que estamos hablando, como la magnitud, la salud, la fuerza; en una palabra, la esencia de todas las cosas, es decir aquello que son en sí mismas? ¿Es por medio del cuerpo que se conoce la realidad de estas cosas? ¿O es cierto que cualquiera de nosotros, que quiera examinar con el pensamiento lo más profundamente que sea posible lo que intente saber, sin mediación del cuerpo, se aproximará más al objeto y llegará a conocerlo mejor 261? 261 Fedón, 65 d e.  
Y ese examen reflexivo del pensamiento; esa consideración del objeto, fuera del plano material y sensible, singular y concreto, en el elemento puro del pensamiento, sólo puede hacerse por obra de la abstracción. La inteligencia abstrae el ser hombre de Juan, de Pedro y de Carlos, y discurre acerca de la idea o del cuerpo del hombre que existe en el individuo Juan, en el individuo Pedro y en el individuo Carlos. En el mismo sentido discurre acerca de la Justicia que existe en este o en aquel comportamiento que estimamos justo. El concepto de hombre y el concepto de justicia, declaran la esencia de todo lo que en la existencia real y concreta decimos que es un hombre o un acto justo respectivamente. Abstraer es el poder de separarse mentalmente de la materialidad de las cosas y del propio cuerpo, para pensar y discurrir sobre la esencia de lo que  existe fuera del alma, en el interior del alma misma, sin la interferencia del cuerpo y de sus mudanzas continuas de estado y de humor.                                       
La razón no tiene más que un camino en sus indagaciones; mientras tengamos nuestro cuerpo y nuestra alma esté sumida en esta corrupción, jamás poseeremos el objeto de nuestros deseos, es decir, la verdad. En efecto, el cuerpo nos opone mil obstáculos por la necesidad en que estamos de alimentarle, y con esto y las enfermedades que sobrevienen, se turban nuestras indagaciones. Por otra parte, nos llena de apetencias, de deseos, de temores, de mil quimeras y de toda clase de necesidades; de manera que nada hay más cierto que lo que se dice ordinariamente: que el cuerpo no conduce a la sabiduría [...] Está demostrado que si queremos saber verdaderamente alguna cosa, es preciso que abandonemos el cuerpo, y que el alma sola examine los objetos que quiere conocer. Sólo entonces gozamos de la sabiduría, de que nos mostramos tan celosos; es decir, después de la muerte y no durante la vida. La razón misma lo dicta; porque si es imposible conocer nada en su pureza mientras que vivimos con el cuerpo, es preciso que suceda una de dos cosas: o que no se conozca nunca la verdad, o que se la conozca después de la muerte, porque entonces el alma, libre de esta carga, se pertenecerá a sí misma, pero mientras estemos en esta vida, no nos aproximaremos a la verdad, sino en razón de nuestro alejamiento del cuerpo, renunciando a todo comercio con él, y cediendo sólo a la necesidad, no permitiendo que nos inficione con su corrupción natural y conservándonos puros de todas estas manchas, hasta que Dios mismo venga a libertarnos 262. 262 Fedón, 66 b – 67 a.     
Se trata, pues, de una purificación del alma en el sentido de abstraerla del cuerpo, de sus sensaciones y de sus pasiones, a fin de que se acostumbre a replegarse y a recogerse en la intimidad de su ser para ver las cosas y verse a sí misma con una mirada separada e impasible, con real y verdadera objetividad. Esto quiere decir que comienza a ser libre, porque es dueña de un pensamiento objetivo, verdadero, eterno; porque habla con palabras definidas y definitivas.