domingo, 8 de marzo de 2020

SEPTIMA PARTE LECCIÓN XXVIII


SEPTIMA PARTE
LECCIÓN XXVIII


Sócrates fue el más sabio y el más justo de los hombres porque alcanzó el más profundo conocimiento de sí mismo y una perfecta adecuación en su conducta. El precepto délfico fue la inspiración de su vida y de su destino: conócete a ti mismo. La divina Voz se escucha en ese llamado perentorio, puesto que tan sólo con la restauración del hombre interior, la inteligencia perdida entre las cosas exteriores y la propia exterioridad material, vuelve a encontrar los reales caminos de la esencia y de la sustancia que llevan a Dios.


Claro está que ese conocimiento del alma no puede consistir en la descripción minuciosa de particularidades, un conjunto de datos empíricos acerca del temperamento o de la idiosincrasia individuales. Reducido a tan menguadas proporciones no sería una sabiduría sino una opinión intrascendente y banal, sin ningún valor de ciencia ni de vida. Más bien se trata de un conocimiento demostrado, universal, necesario y objetivo, acerca de lo que el hombre es, de la esencia que lo define hombre y que lo confirma en su identidad real y verdadera: el principio lógico de su alma y el poder de conformar la conducta a sus exigencias. Sócrates demostró, el primero en la historia del pensamiento científico, que la unión tan estrecha del alma con el cuerpo hasta constituir un solo y único ser, no compromete la espiritualidad del alma, ni le impide sobrepasar la vida del cuerpo, como agua que desborda el vaso, para volcarse en una actividad propia y sólo suya, desprendida y libre de la mediación de los sentidos y de las pasiones corporales; una actividad que se contiene en su propio cuenco interior, reflejando sobre sí misma como sobre el agua quieta, transparente y luminosa de un lago, el ser de las otras cosas: el acto de pensar lo que es en el cielo abstracto y universal de las ideas; y también el acto de preferir lo mejor, el ideal que debemos realizar. Y la existencia del cielo platónico de las ideas y de los ideales es un testimonio irrecusable de la inmaterialidad del alma. Operatio sequitur esse: si el alma es capaz de actuar según un modo inmaterial referido a objetos inmateriales (las ideas abstractas y universales); y es capaz de encontrar en su propio ser de qué subsistir sin necesidad del cuerpo, quiere decir que posee una naturaleza inmaterial y conserva todo su significado de espíritu a pesar de la unión sustancial con el cuerpo. El alma humana es necesariamente una forma inmaterial, por cuanto no es absorbida por la vida del cuerpo ni agota sus posibilidades en el mantenimiento de la especie en la sucesión temporal de los individuos. Por esto es que resulta tan grosera y tan grotesca una perspectiva histórica configurada en el progreso de la humanidad en general, en la infinita perfectibilidad humana o en la conquista de un superhombre; de tal modo que cada hombre, cada alma individual, no sería más que un accidente y un instrumento circunstancial del Gran Ser, como decía Comte refiriéndose a la especie humana sustantivada y convertida en la meta ideal de cada pueblo y de cada hombre 263. 263 Esta idea de la Humanidad como el Gran Ser que sustituye a Dios, la expone Augusto Comte en su obra Catéchisme positiviste, ou Sommaire exposition de la religion universelle, en onze entretiens systématiques entre une femme et un prêtre de l'humanité (1852).   
Una cosa es que el hombre necesite de los otros hombres, principalmente de sus próximos, para vivir como un hombre; y otra muy distinta es que no sea ni valga de suyo más que una gota de agua en el mar. El alma individual necesita de la comunidad y de la comunión con otras almas; necesita compartir una vida y un destino común para bastarse a sí misma y por esto es que refleja su ser y su estructura moral en las instituciones políticas y sociales. Pero ni la humanidad ni el Estado, menos todavía la primera que el último, agotan las potencias del alma cuya vida mejor, el acto de su inteligencia, trasciende el espacio y el tiempo, así como todo fin relativo y particular, para proyectarse sobre la eternidad y sobre lo absoluto. El alma racional y libre tiene que emplear su cuerpo y el mundo exterior para la vida de la razón y de la libertad que es la vida del conocimiento y de la obediencia a Dios; tiene que convertir su voz, su rostro y sus manos, la tierra y el agua, el aire y el fuego, en signos y en símbolos de la espiritualidad que se sabe a sí misma y quiere existir como tal en la materia exterior y sensible. Y por sobre todo, el alma tiene que ser dueña de sí misma, lo que quiere decir dueña de un pensamiento libre que contenga la verdad del universo y de su universal dependencia de una Causa primera; y dueña de una libre voluntad consagrada, por entero, a edificar la Ciudad de los hombres en conformidad con ese modelo divino. Corresponde que anticipemos aquí un maravilloso texto de La República de Platón, fundamento de toda política realista, segura y verdaderamente eficiente: 
En efecto, mi querido Adimanto, aquel cuyo pensamiento se ocupa realmente en la contemplación del ser [...] con la mirada siempre fija sobre objetos que guardan entre sí el mismo orden y la misma relación y que, sin perturbarse nunca unos a otros, se mantienen todos bajo la ley de la razón y del orden, se consagra a imitar y a interpretar en sí mismo, hasta donde ello es posible, la belleza de su armonía. ¿Crees tú que pueda uno acercarse sin cesar a un objeto, con admiración y con amor, sin esforzarse por imitarlo? [...] De suerte que el filósofo, por el trato que tiene con lo que es divino y está sujeto a ley del orden, se torna él mismo divino y sumiso a la ley del orden, hasta donde ello es compatible con la humanidad; porque siempre hay mucho que modificar en el hombre [...] Por tanto, si algún motivo poderoso lo llevase a procurar que el orden que contempla en las elevadas regiones de su pensamiento pase a las costumbres públicas y privadas de sus semejantes, en vez de limitarse a formar su carácter personal […] empezará por considerar al Estado y al alma de cada ciudadano, como una tela a la que es preciso despojar de toda mancha, lo que no es fácil [...] Después trabajará sobre esa tela, lanzando la mirada ya sobre la esencia de la justicia, de la belleza, de la temperancia y de las demás virtudes; ya sobre lo que en el hombre es compatible con este ideal; y mediante la mezcla y combinación de estos dos elementos, formará al hombre tal cual es, de acuerdo con aquel ideal que Homero llama divino y semejante a los dioses, cuando lo encuentra en un hombre 264.  264 La República VI, 499 e – 501 b.  
De donde resulta, como ya se ha establecido en clases anteriores, que el estudio científico del alma humana -su esencia, sus potencias y sus actividades- debe hacerse desde la política en todo lo que respecta a la vida del compuesto y a la actuación del alma en el mundo exterior; pero subordinando esta indagación al examen teológico y metafísico de aquellas actividades del alma que se realizan en modo inmaterial y que están ordenadas al mundo inmaterial de las ideas y de los ideales, el acto de la inteligencia y el acto de la voluntad. No hay otra alternativa posible: o se estudia al hombre desde Dios; o se lo estudia desde el mono. Y adviértase que toda mezcla y confusión de estos criterios extremos e incompatibles siempre se produce en desmedro del superior. El punto de vista de Dios, término y medida de todo cuanto existe, comporta una forma rigurosamente demostrativa en el discurso cuyo principio es la esencia misma de la cosa (en este caso, la espiritualidad del alma); y cuyo desarrollo responde a una necesidad interior que va diferenciando sus partes constitutivas y sus cualidades propias sin salir de ella misma. Esto no quiere decir que el punto de partida de dicho examen no sea estrictamente empírico y experimental. No podría ser de otro modo puesto que la inteligencia racional, abstractiva y generalizadora, no tiene otra vía inmediata de acceso a la existencia que los sentidos y las afecciones corporales: el alma siente los otros seres existentes y su propio ser, antes de poder pensar sobre sí misma y sobre los otros. De ahí que la psicología racional, especulativa, demostrada, se inicie con la posición de un hecho bien determinado, comprobado y comprobable por la observación y el experimento, cual es la existencia del saber y de la verdad. El hecho de la ciencia es mucho más positivo, concreto e indiscutible que la presencia de esta mesa, aquí y ahora, porque existe en el hombre desde mucho antes que comenzara a existir esta mesa y continuará existiendo después de su desaparición. Pensar que dos o más dos es igual a cuatro, es como haberlo pensado antes y como volverlo a pensar después; es como pensarlo siempre; es el mismo saber y la misma verdad fuera del espacio y del tiempo, que se reitera toda vez que pensamos lo mismo.                                                   
Este juicio verdadero es un hecho más estable, más sólido, más consistente que el metal más fijo, más duro y más inalterable. Tiene validez universal y es universalmente comunicable; posee una inmutable objetividad. Lo mismo ocurre con el hecho de la voluntad; preferir reflexivamente lo mejor es como haberlo preferido ya, desde siempre y para siempre. La decisión verdaderamente libre no tiene extensión ni duración limitadas; es la reiteración continua de la misma promesa, de la misma devoción, de la misma fidelidad; es el mismo sí y el mismo no en todas las circunstancias. La voluntad real y verdadera, tiene, pues, la universalidad, la inmutabilidad y la objetividad del saber fundado. Se trata, pues, de explicar esos hechos incuestionables por sus causas; es decir, de buscar el principio en virtud del cual el hecho del saber y el hecho de la libertad pertenecen al sujeto hombre. Hemos referido ya como Sócrates descarta que ese principio pueda ser el cuerpo y le hemos visto insistir en su interferencia perturbadora para la búsqueda del saber y de la Verdad. De ahí que el alma deba purificarse antes de emprender sus reales caminos. 
Y bien; purificar el alma, ¿no es, como antes decíamos, separarla del cuerpo y acostumbrarla a encerrarse y recogerse en sí misma, renunciando al comercio con aquél cuanto sea posible, y viviendo, sea en esta vida, sea en la otra, sola y desprendida del cuerpo, como quien se desprende de una cadena 265? 265 Fedón, 67 c d.  
Esto significa que el alma está encadenada al cuerpo cuando pierde su valor de espíritu y en lugar de manifestarse libre y soberana en el cuerpo, se encuentra sometida y humillada a sus pasiones sensuales. Si los filósofos, tal como nos enseña Sócrates, son los que verdaderamente trabajan en esa separación y en esa liberación del alma, es que todo su empeño consiste en llegar a ser señores de un pensamiento libre y en ser capaces de decir sí y de decir no hasta en la hora de la muerte; sobre todo, en la hora de la muerte. No depende de nuestra conciencia ni de nuestra voluntad, experimentar o dejar de experimentar temor ante el peligro; es cosa que nos sobreviene quieras que no. Pero sí depende de nuestra decisión no consentir que nos arrastre y permanecer enteros en medio del trance, como si fuéramos invulnerables al temor y al sufrimiento. Se comprende, pues, que Sócrates recuerde, una vez más, a sus discípulos: 
¿No sería una cosa ridícula, como dije al principio, que después de haber gastado un hombre toda su vida en prepararse para la muerte, se indignase y se aterrase al ver que la muerte llega? ¿No sería verdaderamente ridículo 266? 
 Un hombre habituado a vivir desde el alma, que se sabe espiritual y libre, capaz de subsistir por sí misma e incorruptible de suyo; es decir, un hombre habituado a vivir desde lo eterno de sí mismo y de los otros seres, no puede ser presa de la angustia de la nada, del horror del anonadamiento, en presencia de la muerte. Más bien, la acogerá con serena confianza y estará persuadido como Sócrates de que [...] en ninguna parte fuera del Hades, encontrará esa sabiduría pura que busca. Siendo esto así, ¿no sería una extravagancia, como dije antes, que un hombre de estas condiciones temiera la muerte 267? 266 Fedón, 67 e.  267 Fedón, 68 b.  268 Fedón, 68 b c
De donde se infiere también que [...] si un hombre se estremece y retrocede cuando está a punto de morir, es una prueba segura de que no ama la sabiduría, sino su cuerpo, y en el cuerpo los honores y riquezas, o ambas cosas a la vez 268. 
La sabiduría es el sentido de lo que es eterno y de lo que es efímero en todo cuanto existe. No hay otra educación del hombre; no hay otra pedagogía nacional fuera de aquella que cultiva en las almas ese sentido de la medida y de la justa proporción. He aquí el único humanismo legítimo y su sentido insuperable: el realismo de la Verdad.