Sentido común ante un virus totalitario
Dos informaciones con sentido común. El vídeo del Ministro de Defensa de Israel y el artículo de Jorge Martínez.
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi, SE
Por Jorge Martínez
Fuente: Diario La Prensa
Es muy
raro lo que generó esta pandemia. Decir que es pánico resulta poco. Es
una paranoia, una histeria, una psicosis alimentada por la
sobreinformación y por las medidas draconianas que, siguiendo las mismas
recomendaciones internacionales, van adoptando uno por uno los
gobiernos en todo el mundo.
Lo más
preocupante es que el remedio podría ser peor que la enfermedad. Pero
eso casi no puede decirse ya. Gobiernos, científicos y medios de
comunicación están alineados en un mismo discurso del que no quieren (o
no pueden) bajarse, y con el que el resto de los mortales tampoco pueden
disentir, so pena de ser acusados de propagar el virus. La trampa
mental perfecta.
Y todo
esto ocurre mientras sigue sin saberse mucho de la enfermedad. La
información que circula es contradictoria y más bien incompleta. Hay
datos alarmantes, es cierto, pero también se conocen cifras que deberían
relativizar el pánico. La cantidad de muertos en Italia desconcierta,
pero justamente por lo excepcional, no porque sea la norma mundial. El
factor de la edad de los pacientes parece tener mucho peso. Días atrás
se difundió que el 99% de los fallecidos eran ancianos con dos o tres
enfermedades previas. Un dato incluso superior a lo que se sabía de
China, que situaba el porcentaje en el 80%.
No
está claro cuál es el índice de mortalidad. Los números varían mucho y
dependen, desde luego, de la cantidad real de infectados, que no hay
forma de determinarla. Sabido es que, salvo en Corea del Sur, los
exámenes escasean, demoran y pueden ser defectuosos y dar falsos
positivos (como sucede con otras enfermedades). También existen
testimonios directos de personas a las que se contó como positivos sólo
porque presentaban síntomas compatibles con el coronavirus, que como se
recuerda son casi los mismos del resfrío o la gripe. En España le dicen
«diagnóstico por teléfono».
Pero
hay más incertidumbres. Un experto alemán (el epidemiólogo Wolfgang
Wodarg) expresó sus dudas acerca de que este coronavirus sea en verdad
un virus nuevo, que fue el motivo de la preocupación inicial de los
especialistas. Tampoco está muy claro cómo y cuándo surgió. Parece
cierto que fue descubierto en China, pero el régimen chino insiste que
fue traído desde el exterior por soldados estadounidenses que
participaban de unas competencias deportivas en Wuhan. Ese dato, que
bien puede ser un argumento de la propaganda oficial comunista,
prácticamente no aparece en la prensa occidental, al menos la de alcance
masivo. Del otro lado, el presidente Donald Trump no para de hablar del
«virus chino». ¿Hay algo más en juego? No lo sabemos.
Siguen
las rarezas. Alguien señaló con ironía que el virus parece tener
predilección por los políticos, pese a que es un segmento ínfimo de la
población. Pasó en Irán, en Italia, en Brasil, en España. A propósito de
España, una de las primeras infectadas fue la ministra feminista Irene
Montero, de inmediato recluida en cuarentena. Pero a los pocos días su
esposo, el vicepresidente Pablo Iglesias, rompió el encierro común para
asistir a una reunión de gabinete. Hubo algunas protestas de otros
funcionarios pero el tema no pasó a mayores. Iglesias sigue en
actividad. Para él no hubo prisión ni multas.
El
barbijo cumple un papel clave. Transmite una sensación de contagio
inminente, de peligro general, como si la enfermedad estuviera en el
aire y cualquiera fuera a contraerla con sólo respirar o asomarse a la
calle. Los expertos repiten que sólo deben usarlo los enfermos y el
personal médico, pero el mensaje cayó en saco roto. «Estamos difundiendo
un pánico bestial», protestó en televisión el infectólogo argentino
Fernando Polack. Lo dijo y la entrevista siguió como si nada.
En
este contexto de pánico exagerado y datos insuficientes, casi todos los
gobiernos -el argentino incluido- apelan a cuarentenas para disminuir la
circulación del virus y aliviar los sistemas de salud. ¿Funcionarán?
Nadie lo asegura. Lo único cierto son los daños que causarán. Economías
en recesión o depresión, familias tensionadas al máximo, ancianos que
una vez infectados no se permitirá visitar, ni siquiera cuando estén al
borde de la muerte (ya lo anticipó el presidente de una empresa de
medicina privada argentina), la fractura de la convivencia social, el
estímulo a la delación («¡Mi vecino violó la cuarentena!»), la
desconfianza generalizada, y la obediente aceptación de otro virus mucho
más peligroso que el que provocó todo el desquicio. El virus de un
gobierno mundial totalitario que, con la excusa de detener una plaga,
podrá ordenar la suspensión de misas y sacramentos, sofocar las
libertades, prohibir la libre circulación, uniformar los pensamientos,
perseguir a «disidentes sanitarios», aplicar curaciones y vacunaciones
compulsivas y cambiar para siempre la vida de la especie humana. No es
poca cosa.