SEXTA PARTE
LECCIÓN XXIV
Antes de volver sobre
la cuestión de la inmortalidad del alma, a través del diálogo Fedón, donde se evoca
el último día que Sócrates pasó entre sus discípulos y que también fue el
último de su vida, insistiremos en el examen de la Justicia, esclareciendo el
verdadero significado moral de la gran trilogía democrática, Libertad,
Igualdad, Fraternidad.
Esta investigación nos
permitirá ahondar en la naturaleza del alma, por medio del análisis de sus
elementos constitutivos y de su estructuración interna. Acaso resulte extraño
este enfoque de la Psicología desde la Política y no cabe duda de que para
nosotros, modernos, es un verdadero atentado, pero no deja de ser uno de los
magistrales aciertos de Platón, una genial conquista científica y el método más
ajustado y eficiente para el estudio objetivo del alma. Uno de los testimonios
más seguros de que el espíritu de las tinieblas preside los pasos de la
inteligencia en todo lo que concierne al orden esencial y sustantivo, es haber
sustituido el punto de vista de Platón por el punto de vista de Descartes en el
estudio del alma; así en lugar de una psicología enfocada desde la Política,
tenemos una psicología o ciencia experimental al modo de la Física-matemática.
Reparemos en que para Platón, la Política es una ciencia principalmente
teológica y metafísica; por esto es que el ateniense nos recuerda en Las Leyes:
ATENIENSE. - Después
de Dios, el alma es lo más divino que el hombre tiene, y lo que le toca de más
cerca. Hay en nosotros dos partes: la una más poderosa y mejor, está destinada
a mandar; a la otra, inferior y menos buena, le toca obedecer. Y así, tengo razón
en ordenar que nuestra alma ocupe el primer lugar en nuestra estimación,
después de los dioses y de los seres que le siguen en dignidad. Se cree hacer
al alma todo el honor que se merece, pero en realidad casi nadie lo hace;
porque el honor es un bien divino y nada malo es digno de ser honrado. Por
tanto, el que cree ensalzar su alma por medio de los conocimientos, las
riquezas, el poder, y no trabaja por hacerla mejor, se imagina que la honra,
pero no hay nada de eso 232. 232 Las Leyes
V, 726 a –727 a.
Las fundadas razones
de Platón para justificar el estudio del hombre interior, para reconocer la
intimidad del alma en el examen de las instituciones sociales y políticas,
residen en que el alma es el principio próximo y el inmediato sostén de la
República; es decir, que el alma es el fundamento ontológico de la Sociedad y
del Estado; el interior invisible del alma se proyecta y se refleja ampliado en
el exterior visible de las costumbres y de las leyes, de los
arquetipos humanos reconocidos y del estado de vida dominante, de las
jerarquías sociales y de la forma de autoridad política en vigencia.
En el orden o en el
desorden que reina en la Ciudad se contempla el orden o el desorden existentes
en el alma del ciudadano, principalmente del ciudadano representativo y rector.
El alma del individuo no es una resultante social ni política; más bien la
sociedad y el Estado son lo que el alma individual es. Hemos repetido muchas
veces que la República reside en el alma, crece y se hace fuerte en ella; y que
también se debilita y se destruye en el alma. Aristóteles siguiendo a Platón,
enseña en la Política que el Estado está naturalmente sobre la familia y sobre
cada individuo porque el todo es necesariamente superior a la parte, puesto que
una vez destruido el todo, ya no hay partes; no hay pues, manos, a no ser que
por una pura analogía de palabras se diga una mano de piedra, porque la mano
separada del cuerpo no es ya una mano real. 233” 233 Cf. Política I, 1, 1253 a.
Cuando Aristóteles se
expresa de esta manera tan categórica, no quiere significar que el individuo
sea realmente una parte material del Estado como la mano lo es del cuerpo; sino
que el alma individual, el alma del ciudadano puede subsistir normalmente fuera
de la Sociedad y del Estado, porque ella es lo que tiene que ser, existe
conforme a las exigencias de su naturaleza dentro de la Sociedad y del Estado.
Claro está que el alma si bien forma parte con su ser mismo de la Sociedad y
del Estado, no está absorbida, no debe estarlo, con todas las potencias de su
ser. Tan peligroso para el alma es el absolutismo del individuo como el
absolutismo del Estado. Pero la verdad es que el alma se mira a sí misma en las
instituciones sociales y políticas vigentes; y nada más lógico y ajustado a la
naturaleza de la cosa como perfilar el rostro de las almas en el régimen de la
vida pública. Tal es el criterio objetivo, seguro y científico de Platón. Nos
parece, en cambio, absurdo, un verdadero contrasentido y una necedad infinita,
estudiar las manifestaciones del alma en los procesos corporales de los cuales
se ha hecho abstracción previa del principio que los vivifica y anima, tal como
resulta de la objetivación propia de las ciencias exactas y experimentales del mundo
físico. Sobre el supuesto de la concepción mecánica o energética del universo
que preside el enfoque de las ciencias exactas y experimentales, es un
espectáculo grosero y grotesco ver a los denodados hombres de ciencia perseguir
lo que ellos mismo han colocado fuera de foco. Buscar en la exterioridad pura,
el interior del alma; buscar en la mecánica ciega y dirigida, la actividad
lúcida y dirigente, buscar en lo que se pesa y se mide cuantitativamente, lo
que no tiene peso y se mide por calidades; he aquí el criterio “científico” que
informa casi toda la producción psicológica moderna y contemporánea. Mucho que
ver tiene, si bien se mira, este tipo de psicología sin alma con esa política
de masas que tiende a prevalecer en el mundo de hoy con pavorosa exclusividad.
Tiempo es de volver
sobre las sagradas palabras del ideal democrático de la existencia política:
Libertad, Igualdad y Fraternidad. Es notorio que los modernos resumen en esta
trilogía, su idea de la justicia, supremo valor ético y la virtud entera del
hombre, tema central de los Diálogos que hemos comentado hasta aquí:
Alcibíades, Protágoras, Menón, Gorgias y Critón. Al pronto, los iluministas de
los siglos XVII y XVIII, empresarios de la democracia liberal y socialista,
parecen retomar los lineamientos de la antigua sabiduría. Así Rousseau, por
ejemplo, en su Contrato Social, “el manual de las democracias modernas 234”
(Faguet), sostiene que la libertad es indivisible de la igualdad y
que de la igualdad nace la fraternidad. Y en el Discurso de la Academia de
Dijon sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, insiste en demostrar
que todos los odios y rencores en que se debaten los hombres nacen de la
desigualdad artificial que la sociedad ha ido acrecentando a lo largo del
tiempo: “El primero que, habiendo cercado un terreno, descubrió la manera de
decir: esto me pertenece, y halló gentes bastante sencillas para creerle, fue
el verdadero fundador de la Sociedad Civil. Qué de crímenes, de guerras, de
asesinatos, de miserias y de horrores no hubiese ahorrado al género humano, el
que arrancando las estacas o llenando la zanja, hubiera gritado a sus
semejantes: «Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis
que los frutos pertenecen a todos y que la tierra no es de nadie» [...]
Considerando la sociedad humana con mirada tranquila y desinteresada, me parece
que no se descubre en ella otra cosa que la violencia de los poderosos y la
opresión de los débiles [...] He aquí las funestas pruebas de que la mayor
parte de nuestros males son nuestra propia obra y de que los habríamos casi
todos evitado conservando la manera de vivir sencilla, uniforme y solitaria que
nos estaba prescripta por la naturaleza 235.” En consecuencia, la revolución
necesaria, la revolución imprescindible y cada vez más perentoria es desandar
los caminos de la civilización y arrojar todo el lastre de convencionalismos,
prejuicios y falsos escrúpulos que la vida de relación ha ido acumulando en las
costumbres y en las leyes; es volver a esos supuestos orígenes de vida ingenua,
espontánea y libre, sin malicia ni deliberación, porque “el hombre que medita
es un animal depravado 236”. Se trata, pues, de acortar distancias,
levantar barreras, abrir las clausuras, suprimir todo lo que divide, para que
un viento de libertad sople en todas las direcciones y asegure una nivelación
general, una igualdad casi completa de todos los hombres que “por ley natural
son tan iguales entre sí, como lo eran los animales de cada especie antes que
diversas causas físicas hubiesen introducido en algunos de ellos las variedades
que hoy notamos 237”. 234 Cf. ÉMILE FAGUET, Rousseau…, o. c.
235 Cf. J. J. ROUSSEAU, Discurso sobre el origen de la desigualdad entre
los hombres. Discurso presentado ante la Academia de Dijón en 1755. Sin datos
respecto de la versión utilizada por el autor.
236 Ibidem. 237 Ibidem.
Y por estos caminos
transitados dialécticamente primero y después en los hechos sucesivos de la
gran revolución todavía en curso, se completa la sagrada trilogía democrática:
la libertad suprime todas las dependencias individuales,
todas las formas de
servidumbre personal y de explotación del hombre por el hombre, puesto que ella
“no puede subsistir sin la igualdad 238” como nos asegura Rousseau en el
capítulo II del Contrato; y ambas, la libertad y la igualdad, engendran la
humana simpatía, desbordan ternura los corazones liberados y nivelados porque
han desaparecido todos los motivos de odio, de envidia y de rencor y la
fraternidad reina entre los hombres. Decíamos que esta ideología de la moderna
democracia liberal y socialista parece coincidir con el pensamiento político de
los clásicos, puesto que Platón concluye en el libro VI de Las Leyes,
ATENIENSE. – [...]
Nada es más conforme con la recta razón, con el buen orden y con la verdad,
como la antigua máxima que dice: la igualdad engendra la amistad 239. 238 Cf. J. J.
ROUSSEAU, El contrato social…, o. c., Libro II, capítulo 1, página 33. 239 Las Leyes, VI, 757 b.
Y claro está que este
apotegma parece corresponderse perfectamente con este otro que señala el punto
de partida de los doctrinarios y reformadores modernos: diferencia engendra
odio. Incluso los devaneos comunistas de Platón en La República, aunque
referidos tan sólo a la clase dirigente, se prestan a la confusión de las
posiciones más encontradas, más contradictorias entre sí, que puedan
concebirse: la suma aristocracia y la democracia extrema. Por lo pronto no
existe real correspondencia entre la máxima antigua que hace suya Platón, con
la explicación decisiva que la acompaña, y la máxima de la moderna democracia,
más bien debiéramos decir demagogia, que es hija del resentimiento puro, de una
radical subversión en el alma que se proyecta en la República. Recordemos el
texto de Platón que hemos citado al comenzar esta clase: existen dos partes en
el alma, una superior y dirigente que se integra con la inteligencia y la
voluntad; otra inferior y dirigida que son la pasión y los apetitos sensuales.
El orden y la armonía de la vida interior resultan de que cada parte conserve
su lugar, de que mande el superior y obedezca el inferior; de lo contrario se
precipita en el desorden y en el caos. La República es el espejo donde se
refleja con sus rasgos muy acentuados y amplificados, el alma del ciudadano;
por eso es que Platón recoge la vieja sentencia sobre la igualdad con una
explicación que le es imprescindible e indivisible.
ATENIENSE. – [...] es
imposible que haya unión verdadera, de una parte, entre dueños y esclavos y, de
otra, entre hombres de mérito y hombres nulos elevados a los mismos honores. En
efecto, no hay igualdad entre cosas desiguales, sino en cuanto se guarde la
debida proporción, y lo que provoca en los
Estados las sediciones son los dos extremos de la igualdad y de la
desigualdad 240.
Es la explicación del
mismo principio de Justicia que Aristóteles retoma en La Política: “Entre
criaturas semejantes no hay equidad, no hay justicia más que en la
reciprocidad, porque es la que constituye la semejanza y la igualdad. La
desigualdad entre iguales y la igualdad entre desiguales son hechos contrarios
a la naturaleza, y nada contrario a la naturaleza puede ser bueno. 241” Quiere decir que la igualdad es justa entre
los pares e injusta entre los dispares; y es esta noble igualdad que mantiene y
confirma las reales jerarquías, la que engendra la amistad, es decir, la
armonía social y política, como un reflejo del equilibrio y armonía de las
partes bien concertadas del alma. Para Platón y Aristóteles, esta justicia que
reconoce las diferencias y se realiza dando a cada uno lo que merece y le
corresponde, es conforme a la ley natural; en cambio, una pretendida justicia
que intentara cortar todas las espigas al mismo nivel y tratar a todos por
igual, es contraria a la naturaleza y una verdadera iniquidad, fuente
inagotable de odios y de violencias.
Resulta notorio que se trata de una posición diametralmente opuesta a la
de Rosseau y demás corifeos democráticos. Las supremas consignas de la
democracia liberal y socialista: Libertad, Igualdad y Fraternidad, son
expresión más o menos disimulada de la pasión que devora el alma de los
resentidos, la pasión de la igualdad, pero de una igualdad real, de una
igualdad extrema, absoluta, total, cuya meta final, quiérase reconocer o no, es
un régimen de personas y de bienes socializados, la democracia socialista pura,
el comunismo. Y esta política refleja la subversión del alma, las pasiones
multitudinarias se rebelan contra la disciplina de la inteligencia y de la
voluntad, se desbordan y lo arrasan todo hasta el caos de la indeterminación y
del desenfreno absoluto. Diferencia engendra odio es la máxima del
resentimiento igualitario, burgués, socialista, comunista, bolchevique; no
importa el nombre que adopte, ni los propósitos limitados o extremos de su
programa político. Lo que importa subrayar es su principio común, su raíz común
en el alma subvertida y confundida; el odio invencible a todo lo que es
superior, el horror a la jerarquía y a la responsabilidad, la negación expresa
o disimulada del alma y de Dios. “Ulises al gran Agamenón: Cuando la distinción
de las categorías está enmascarada, la más indigna puede parecer noble bajo la
máscara... ¡Oh! Una empresa padece bastante cuando se quebranta la jerarquía,
escala de todos los nobles designios.” 242. 240 Las Leyes, VI, 757 a. 241 Política VII, 3, 1325 b. 242 W. SHAKESPEARE, Troilo y Cressida, Acto
I, Escena III.