SEXTA PARTE
LECCIÓN XXIII
Critón acaba de
proponerle a Sócrates que huya de la cárcel y se refugie en el extranjero para
salvar su preciosa vida de una sentencia inicua, cuya ejecución es inminente.
La tentación es casi irresistible; la oportunidad de seguir viviendo y, a la
vez, la conjura de un mal y de una injusticia irreparables.
Pero Sócrates no
piensa como nosotros los modernos; no aceptaría jamás que la ley principal del
hombre es “velar por la propia conservación; sus primeros cuidados son los que
debe a su persona. Llegado a la edad de la razón, siendo el único juez de los
medios adecuados para conservarse, conviértese en consecuencia en dueño de sí
mismo. 218” En rigor, consagrar la vida a la conservación
de la propia vida, a la seguridad, bienestar y prolongación material de la
existencia, repugna a quien tiene el sentido y la preocupación de lo eterno.
Aparte del absurdo que importa empeño semejante, es un espectáculo
extremadamente ridículo, el que ofrecen hombres solícitos y afanosos por
retener lo que les será quitado necesariamente; por guardar para sí una vida
que deben entregar sin remedio; por rodear de seguridad aquello que en nosotros
es radicalmente inseguro y está condenado a ser destruido de un modo o de otro.
Es notorio que, incluso, es poco práctico y un pésimo negocio, empeñarse
demasiado para que viva lo que es de la muerte y perdure lo que es de suyo
perecedero y corruptible. Con respecto a este punto, Sócrates tiene una
solución mucho más razonable, más realista y más práctica; recordemos la
insistencia de sus amonestaciones al incurable sofista Callicles, discípulo del
célebre Gorgias de Leoncio:
SÓCRATES. – [...] un
hombre verdadero no debe desear vivir tanto tiempo como se supone, ni demostrar
demasiado apego a la vida, sino dejar a Dios el cuidado de todo esto 219. 218Cf. J. J.
ROUSSEAU, El contrato social, Libro I, capítulo 2. Citado según la versión
española de Colección Amauta, Ediciones Ercilla, Santiago de Chile, 1943,
página 13. 219 Gorgias, 512 e.
No se trata, pues, de
que la vida sea breve o larga, sino del empleo que hacemos de ella. El fin no
es la producción de bienes para atesorar, sino el consumo empezando por la vida
misma; por esto es que lo más importante es saber en qué gastar la vida. Se
comprende que todo planteo de destino, sea personal o nacional, debe referirse
a un objeto trascendente a la misma vida, por el cual se debe y se quiere
morir. Es obvio que tiene que ser trascendente y no confundirse ni agotarse con
nuestra precaria existencia individual, material, animal, por cuanto nos
morimos y es una necedad, repetimos, pretender que lo que muere sea principio
de la vida perdurable. La razón por la cual morir es la única razón para vivir
y para servir.
Sócrates habría
juzgado una lamentable aberración que un educador, un pedagogo de decisiva
influencia en la República durante más de medio siglo, como D. Pablo A. Pizurno
en nuestra Patria, pudiera fijar la orientación de la escuela argentina en
estos términos: “Morir por la patria: ¡qué dulce morir!, dijo el poeta. Pero
los tiempos han cambiado, sobre todo, para los pueblos americanos que no tienen
rencores acumulados, ni desquites en perspectiva que les obliguen a estar con
el arma al brazo. Nuestro lema ha de ser, en adelante, no morir, sino vivir
para la Patria. Vivir mucho y bien; sanos y fuertes, física y moralmente, para
contribuir con nuestro saber, nuestras obras y nuestra conducta digna, al
progreso mayor, a la honra mayor, a la mayor felicidad de la Patria, con hechos
y constantemente. 220” “Hay que vivir mucho y
bien...” pero Sócrates debe morir en tiempo de paz porque así lo dispone una
sentencia pronunciada en nombre de la República, de las leyes de la Patria; y
no será el dulce morir del que cae abrazado a su bandera en el campo de
batalla, más bien una muerte oscura, silenciosa, sin gloria y sin brillo
ningunos. Es la muerte de un reo, culpable de los más graves delitos en contra
de la Patria, según sus acusadores y el tribunal de los atenienses que lo ha
juzgado y condenado. A pesar de todo, Sócrates sabe que también en la paz,
incluso en una larga paz, el primer deber del ciudadano es estar preparado para
morir; es estar dispuesto a morir por la Patria. La escuela que forma al
ciudadano, en todos sus grados, prepara antes para morir que para luchar con
éxito en la vida, porque la Patria vive y se hace fuerte en el alma del
ciudadano en la medida en que éste sabe y quiere morir para que ella viva.
Moltke, un viejo soldado de raza, ha dado una respuesta viril y la verdadera si
se la despoja de su forma dialéctica (heredada del idealismo hegeliano), a la
retórica cursi y “sentimentosa” de los empresarios de la paz perpetua: “La paz
perpetua es un sueño y ni siquiera es un sueño hermoso. La guerra forma parte
del orden universal creado por Dios y en ella se desarrollan las más nobles
virtudes del hombre: el coraje, el espíritu de sacrificio, la lealtad y la
ofrenda de la propia vida. Sin la guerra el mundo se hundiría en el fango del
materialismo 221.” 220 Conferencia radiofónica pronunciada el 25 de mayo de 1930. 221 Alude al Mariscal de Campo prusiano
Hellmuth von Moltke (1800 -1891) gran estratego de la Guerra de 1870.
El error de Moltke
está en convertir la negación en un término de igual significación y valor que
la afirmación; no es que la guerra sea buena y deseable por ella misma; pero en
la heredada propensión a degradarse y envilecerse que acusa el hombre
histórico, la guerra lo pone en presencia de la nulidad de las cosas y de los
bienes materiales y lo obliga a vivir desde el alma inmaterial y a desarrollar
las virtudes superiores que señala el gran soldado alemán. La guerra llega
inexorablemente como un castigo ejemplar y una dura prueba para los pueblos y
los hombres que han abusado de su libertad para hacerse semejantes a los seres
más inferiores de la naturaleza y borrar de su memoria el recuerdo de Dios y de
la espiritualidad del alma, hasta que el alma se desconoce y se niega a sí
misma y se considera como una sombra del cuerpo y un reflejo de sus necesidades
materiales.
Y entonces llega la
guerra como el antídoto necesario de esa lastimosa disminución del tipo hombre;
obra los mismos beneficios, aunque aumentados, que la persecución para volver
las cosas a su lugar propio y restaurar el orden subvertido. Sócrates sabe que
su deber es morir y que el peor de los males, en este caso, sería rehuir el
cumplimiento de la sentencia; sabe que si cediera a la tentación y resolviera
fugarse, no tendría sosiego en su alma y se vería constantemente abrumado por
la requisitoria de la República y de las leyes.
SÓCRATES. – [...]
Sócrates, ¿qué vas a hacer? ¿La acción que preparas tiende a otra cosa que a
destruirnos a nosotras y la República, en la medida de tu posibilidad? ¿O te
parece posible que un Estado subsista cuando sus juicios y sentencias no tienen
fuerza alguna y son pisoteados por los particulares? 222. 222 Critón, 50 b.
Claro está que
Sócrates cometería la más grave de las injusticias desacatando las Leyes de su
patria, quebrantando su compromiso de obediencia y de fidelidad en todas las
circunstancias; más todavía, su fuga probaría que la majestad secular de las
leyes que presiden la vida del Estado puede ser burlada por un ciudadano en el
momento que deja de convenirle su acatamiento y su respeto. Acaso se observe
que Sócrates ha sido condenado injustamente en contra de las leyes y que está
en su derecho responder con la injusticia a la injusticia. ¿La justicia no es
una especie de igualdad?; ¿y la libertad no es indivisible de la justicia y por
lo tanto, de la igualdad? Pero la igualdad que se identifica con la justicia y
con la libertad de los hombres, no es la igualdad aritmética, según la cual
diez es igual a diez o diez igual a cinco más cinco. Hemos comentado ya que esta ecuación es
verdadera en el plano abstracto de la cantidad pura; no así en el plano moral,
real y concreto de la vida y de las relaciones entre los hombres: diez pesos en
el bolsillo de un millonario no son iguales a diez pesos en el bolsillo de un
pobre, a menos que se haga abstracción de la realidad social y económica de
cada uno de ellos y atendamos únicamente al valor de los billetes. Lo mismo
ocurre con la injusticia de la República para con Sócrates y la que este último
piensa cometer huyendo de la cárcel; injusticia por injusticia como quien
dijera, ojo por ojo y diente por diente. Conviene preguntarse si esta igualdad
que hace abstracción de los términos reales y de su valor relativo, se puede
llamar una igualdad justa, la noble igualdad. Las leyes prosiguen su
requisitoria con un argumento decisivo:
SÓCRATES. – [...] Y
puesto que nos debes tu existencia y tu educación, ¿podrás negar que eres
nuestro hijo y nuestro servidor, tú y tus antepasados? Y si es así, ¿piensas
tener los mismos derechos que nosotras y que está permitido retribuirnos el mal
que podríamos hacerte sufrir? Si te encuentras en dependencia de tu padre o de
tu maestro no tienes derechos iguales a los suyos y no puedes devolverle
injuria por injuria, ni golpe por golpe, ni nada semejante, ¿y tendrías ese
derecho hacia las Leyes y la República? ¿Y porque hemos decretado tu muerte,
creyéndola justa, provocarías nuestra ruina en tanto puedes hacerlo? Dirás que
haces bien obrando de ese modo, ¡tú que has consagrado la vida a la virtud 223!
Esto significa que no
hay equivalencia entre los términos reales en juego; no es igual el daño que
puede cometer la Patria con nosotros que el daño que podemos hacerle nosotros a
ella; no es lo mismo un abuso en su nombre en contra de nosotros que un abuso
nuestro para con ella. La justicia, en consecuencia, no es la igualdad
aritmética, abstracta, de los unos indiferentes y vacíos. La libertad que no
puede existir real y verdaderamente sin la justicia, no puede consistir tampoco
en esa igualdad niveladora, indeterminada, indefinida, de comunes
denominadores. La igualdad que realiza la justicia de los hombres y de los
pueblos libres es la que defendió Platón en Las Leyes con precisión
insuperable:
ATENIENSE.- […] Es
imposible que haya unión verdadera de una parte entre dueños y esclavos; y de
otra, entre hombres de mérito y hombres nulos elevados a los mismos honores. En
efecto, no hay igualdad entre cosas desiguales sino en cuanto se guarde la
debida proporción y lo que provoca en los Estados, las decisiones son los dos
extremos de la igualdad y la desigualdad 224. 223 Critón, 52 b, c, d. 224 Leyes VI, 757 a
La justicia es, pues,
una igualdad de proporción que no sólo mantiene sino que garantiza el valor
distinto de cada una de las partes en el juego de las relaciones humanas. Y por
esto es que las leyes de la tradición que son la Patria misma, sostienen su
preeminencia sobre el simple ciudadano.
SÓCRATES. – [...] O
ignoras que la Patria es, a los ojos de Dios y de los hombres sensatos, un
objeto más precioso, más augusto, más
respetable y más sagrado que una madre, que un padre y que todos los
antepasados; y que es necesario tener hacia la Patria irritada más respeto, más
sumisión y más consideración que hacia un padre; que es necesario hacerla
desistir por la persuasión u obedecer sus órdenes y sufrir sin murmurar todo lo
que nos manda sufrir, sea que nos haga azotar y cargar cadenas, sea que nos
envíe a la guerra para ser heridos o para morir; nuestro deber es obedecer
[...] Y si es una impiedad hacer violencia al padre o a la madre, es una
impiedad mucho mayor hacer violencia a la Patria 225. 225 Critón, 51 b c.
Sócrates no hace más
que confirmarse en su resolución de cumplir la sentencia; se abusó de las leyes
para condenarlo pero ellas constituyen la justicia real y verdadera de la
Ciudad. Su fidelidad en la muerte será su contribución más eficaz y decisiva
para fortalecer en las almas de sus conciudadanos, la autoridad y el respeto a
las leyes, la devoción por la Patria. Su fuga, por el contrario, no haría más
que aumentar el descrédito y la falta de autoridad que ya cunde como un síntoma
alarmante en la vida de Atenas; y Sócrates es el defensor y el restaurador de
la majestad de las leyes y de su autoridad varias veces secular en la Patria
tan amada.
SÓCRATES. - He
aceptado las leyes y costumbres de Atenas más formalmente que nadie [...] y
ellas me dirían que tienen las mejores pruebas de esta complacencia [...] Tal
era la predilección hacia nosotras y tanto consentías en nuestro gobierno que
has tenido hijos en nuestra ciudad [...] En fin, durante tu proceso hubieras
podido condenarte al destierro si lo hubieses querido y obrar con nuestro
consentimiento lo que ahora emprendes a pesar de nosotras. Pero entonces
afectabas no temer a la muerte; la
preferías al destierro. Y ahora sin cuidarte de esas bellas palabras, sin respeto
hacia nosotras que somos las leyes, meditas nuestra ruina, vas a hacer lo que
haría el esclavo más vil, vas a fugarte en el desprecio de los pactos y de los
compromisos que has aceptado de dejarte gobernar por nosotras [...] Pues, ve un
poco, si eres infiel a tu promesa, si cumples tu proyecto criminal, ¿qué bien
te reportaría a ti y a tus amigos? [...] Si te retiras a alguna ciudad vecina,
a Tebas o a Megara, como son muy pulcras y decorosas, serás recibido como un
enemigo; todo buen ciudadano te mirará con desconfianza; tomándote por un corruptor
de las leyes [...] ¿Y qué discursos pronunciarías, Sócrates? ¿Dirás, como lo
hacías aquí que el hombre debe preferir la virtud, la justicia, las costumbres,
las leyes, sobre todas las cosas? ¿Y no piensas que la conducta de Sócrates les
parecerá vergonzosa 226?
La verdad es que el
ciudadano, el hombre libre, ha sellado un pacto conscientemente,
responsablemente; ha cerrado un compromiso sagrado con esa plena lucidez y
voluntad que documentan innumerables actos de su vida, desde que tuvo uso de
razón; pero no es un pacto con su igual en valor; no es un compromiso en
igualdad de condiciones por ambas partes. Se trata, más bien, de un pacto entre
instancias desiguales en valor y en significación moral; de un contrato entre
voluntades de muy diferente poder y jerarquía política. Por un lado, están las
leyes que expresan la voluntad tradicional y las antiguas costumbres, es decir,
los pensamientos más previsores y venerables, las preferencias superiores y
definitivas de los fundadores de la Patria, de los que vivieron recordando la
grandeza futura, el héroe que conquistó con su espada, la altura de la
soberanía política; y el legislador que fue capaz de un pensamiento dominador
para todo el tiempo de la vida soberana. Esas leyes, esos pensamientos, esos
juicios normativos, son la tradición, la sustancia misma de la Patria que
mantiene su identidad en el tiempo histórico, en la continuidad solidaria de
las generaciones, en la responsabilidad heredada con el espíritu y la sangre de
los mayores. Por otro lado, está el ciudadano que pertenece a la actual
generación, que nació, se crió y se educó en esta tierra histórica, cultivada
por esa tradición del espíritu y de la sangre que informa las leyes; no sería
quien es, reconocido y respetado en su decoro de ser, ni estaría revestido de
dignidad fuera de estas leyes que se ha comprometido, implícita o
explícitamente, obedecer en todas las circunstancias, favorables o
desfavorables, fáciles o difíciles. Tal como enseña Aristóteles: “La naturaleza
mueve, pues, instintivamente a todos los hombres a la asociación política. El
primero que la instituyó hizo un inmenso servicio, porque el hombre cuando ha
alcanzado toda la perfección de su ser es el primero de los animales; y es la peor
de las bestias cuando vive sin leyes y sin justicia. 227” 226 Critón, 52 b c d. 227 Política I, 1, 1253 a.
Las partes no son,
pues, iguales en valor ni en condición. La verdad es que el ciudadano, una
voluntad individual, un hombre libre, compromete su obediencia a una voluntad y
a un pensamiento que han sido acatados y reverenciados por innumerables
generaciones solidarias, desde el tiempo de la fundación; es el pensamiento y
la voluntad de los héroes y de los grandes constructores de la nacionalidad. Y
ese compromiso sellado con la Patria y con las leyes es un acto eminentemente
aristocrático; la aristocracia suma que consiste en acatar y reverenciar el
pensamiento y la voluntad de los muertos ilustres que continúan enseñando y
mandando a los vivos. No es, por cierto, una mera convención, un contrato
celebrado por voluntades externas, abstractas, niveladas por una común
indiferencia; así como la ley no es aquí expresión de la democrática Voluntad
General que se concreta en la despótica voluntad de una mayoría accidental,
consagrada por el sufragio en este día de hoy y que mañana será revocada por
otra mayoría accidental, igualmente arbitraria e incompetente. En tal caso, no
sería una ley en sentido propio, sino un simple decreto, según la distinción
profunda de Aristóteles que retoma agudamente Emilio Faguet en El Culto de la
Incompetencia y en otros libros 228. No existe, no puede existir equivalencia entre
partes desiguales; los deberes recíprocos no son los mismos entre el inferior y
el superior ligados por un vínculo personal, tal como se verifica en la lúcida
y libre aceptación por parte del individuo, del imperio de las leyes, es decir,
del pensamiento y de la voluntad de los antepasados que tienen la autoridad y
el prestigio de la obediencia secular, de un antiguo respeto y devoción de
generaciones. Es que esas leyes son los juicios y sentencias de artífices que
obraron conforme a un modelo divino y que supieron interpretar la voluntad de
Dios, la Soberanía realísima y absoluta. He aquí la razón que hace monstruoso e inicuo aplicar a la Patria
la reciprocidad de diez igual a diez, la reciprocidad del Talión. El ciudadano
no debe responder, en ningún caso, con la injusticia a la injusticia de que ha
sido víctima en nombre de las leyes de la República; no puede tener jamás
inspiraciones en contra de la libertad y de la dignidad de su Patria, sean
cuales fueren los agravios recibidos.
SÓCRATES. – [...]
Sufriendo tu condena, mueres víctima de la injusticia, no de las leyes sino de
los hombres 229, es decir, que no son los fundadores ni los constructores de la
Patria quienes lo dañan y buscan su destrucción, sino hombres indignos de la
magistratura que invisten; malos ciudadanos, demagogos y sofistas, que abusan
de las leyes para vengarse de una insoportable superioridad y no vacilan en
socavar los fundamentos mismos de la Patria. 228 Cf. ÉMILE FAGUET, Le culte de
l’incompétence, París, 1912; Et l’horreur des responabilités: [suite au culte
de l’incompetence], París, 1911. 229
Critón, 54 c.
Sócrates sabe que no
se debe ser injusto jamás y en esta hora de la prueba decisiva de su verdad,
sería cometer la mayor de las injusticias, el crimen más horrendo contra la
Patria, la más vil de las traiciones a sus héroes y todos los que fueron
capaces de sufrir y morir para que la Patria viviera, si quebrantara el vínculo
sagrado y pisoteara la majestad de las leyes.
SÓCRATES. – [...] si
huyes, no tienes vergüenza de devolver injusticia por injusticia, y mal por
mal; violas los tratados y los compromisos que te unen a nosotras, si haces mal
a quienes menos deben recibirlo, a ti mismo, a tus amigos, a tu Patria y a
nosotras. Y te perseguiremos con nuestra hostilidad durante tu vida; y después
de tu muerte, nuestras hermanas las leyes de los Infiernos, no te harán una
acogida favorable, sabiendo que has hecho lo posible por destruirnos 230.
La libertad del
hombre, repetimos, es indivisible de la justicia, o sea, de la igualdad que
guarda la debida proporción, la medida de cada ser. Sócrates, fugado de la
cárcel y conservando su vida y su libertad en el extranjero, no sería un hombre
libre sino un vil esclavo y la vida lo abrumaría infinitamente más que la más
horrible muerte. La voz de las leyes, de la tradición, de la Patria, que es un
eco de la divina voz, resuena en el alma de Sócrates como la palabra de la
sabiduría y de la vida verdadera:
SÓCRATES. – [...] creo
oírlas como los corybantes creen oír las flautas; resuena de tal modo en mi
alma que me hace insensible a todo otro
discurso [...] Dejemos, pues, Critón, esta discusión, y sigamos la ruta que
Dios nos traza 231. 230 Critón, 54 c d. 231 Critón, 54 d.