domingo, 8 de marzo de 2020

SEXTA PARTE LECCIÓN XXIII


SEXTA PARTE
LECCIÓN XXIII

Critón acaba de proponerle a Sócrates que huya de la cárcel y se refugie en el extranjero para salvar su preciosa vida de una sentencia inicua, cuya ejecución es inminente. La tentación es casi irresistible; la oportunidad de seguir viviendo y, a la vez, la conjura de un mal y de una injusticia irreparables.

Pero Sócrates no piensa como nosotros los modernos; no aceptaría jamás que la ley principal del hombre es “velar por la propia conservación; sus primeros cuidados son los que debe a su persona. Llegado a la edad de la razón, siendo el único juez de los medios adecuados para conservarse, conviértese en consecuencia en dueño de sí mismo. 218  En rigor, consagrar la vida a la conservación de la propia vida, a la seguridad, bienestar y prolongación material de la existencia, repugna a quien tiene el sentido y la preocupación de lo eterno. Aparte del absurdo que importa empeño semejante, es un espectáculo extremadamente ridículo, el que ofrecen hombres solícitos y afanosos por retener lo que les será quitado necesariamente; por guardar para sí una vida que deben entregar sin remedio; por rodear de seguridad aquello que en nosotros es radicalmente inseguro y está condenado a ser destruido de un modo o de otro. Es notorio que, incluso, es poco práctico y un pésimo negocio, empeñarse demasiado para que viva lo que es de la muerte y perdure lo que es de suyo perecedero y corruptible. Con respecto a este punto, Sócrates tiene una solución mucho más razonable, más realista y más práctica; recordemos la insistencia de sus amonestaciones al incurable sofista Callicles, discípulo del célebre Gorgias de Leoncio: 
SÓCRATES. – [...] un hombre verdadero no debe desear vivir tanto tiempo como se supone, ni demostrar demasiado apego a la vida, sino dejar a Dios el cuidado de todo esto 219. 218Cf. J. J. ROUSSEAU, El contrato social, Libro I, capítulo 2. Citado según la versión española de Colección Amauta, Ediciones Ercilla, Santiago de Chile, 1943, página 13. 219 Gorgias, 512 e.
No se trata, pues, de que la vida sea breve o larga, sino del empleo que hacemos de ella. El fin no es la producción de bienes para atesorar, sino el consumo empezando por la vida misma; por esto es que lo más importante es saber en qué gastar la vida. Se comprende que todo planteo de destino, sea personal o nacional, debe referirse a un objeto trascendente a la misma vida, por el cual se debe y se quiere morir. Es obvio que tiene que ser trascendente y no confundirse ni agotarse con nuestra precaria existencia individual, material, animal, por cuanto nos morimos y es una necedad, repetimos, pretender que lo que muere sea principio de la vida perdurable. La razón por la cual morir es la única razón para vivir y para servir.
Sócrates habría juzgado una lamentable aberración que un educador, un pedagogo de decisiva influencia en la República durante más de medio siglo, como D. Pablo A. Pizurno en nuestra Patria, pudiera fijar la orientación de la escuela argentina en estos términos: “Morir por la patria: ¡qué dulce morir!, dijo el poeta. Pero los tiempos han cambiado, sobre todo, para los pueblos americanos que no tienen rencores acumulados, ni desquites en perspectiva que les obliguen a estar con el arma al brazo. Nuestro lema ha de ser, en adelante, no morir, sino vivir para la Patria. Vivir mucho y bien; sanos y fuertes, física y moralmente, para contribuir con nuestro saber, nuestras obras y nuestra conducta digna, al progreso mayor, a la honra mayor, a la mayor felicidad de la Patria, con hechos y constantemente. 220  “Hay que vivir mucho y bien...” pero Sócrates debe morir en tiempo de paz porque así lo dispone una sentencia pronunciada en nombre de la República, de las leyes de la Patria; y no será el dulce morir del que cae abrazado a su bandera en el campo de batalla, más bien una muerte oscura, silenciosa, sin gloria y sin brillo ningunos. Es la muerte de un reo, culpable de los más graves delitos en contra de la Patria, según sus acusadores y el tribunal de los atenienses que lo ha juzgado y condenado. A pesar de todo, Sócrates sabe que también en la paz, incluso en una larga paz, el primer deber del ciudadano es estar preparado para morir; es estar dispuesto a morir por la Patria. La escuela que forma al ciudadano, en todos sus grados, prepara antes para morir que para luchar con éxito en la vida, porque la Patria vive y se hace fuerte en el alma del ciudadano en la medida en que éste sabe y quiere morir para que ella viva. Moltke, un viejo soldado de raza, ha dado una respuesta viril y la verdadera si se la despoja de su forma dialéctica (heredada del idealismo hegeliano), a la retórica cursi y “sentimentosa” de los empresarios de la paz perpetua: “La paz perpetua es un sueño y ni siquiera es un sueño hermoso. La guerra forma parte del orden universal creado por Dios y en ella se desarrollan las más nobles virtudes del hombre: el coraje, el espíritu de sacrificio, la lealtad y la ofrenda de la propia vida. Sin la guerra el mundo se hundiría en el fango del materialismo 221.” 220 Conferencia radiofónica pronunciada el 25 de mayo de 1930.  221 Alude al Mariscal de Campo prusiano Hellmuth von Moltke (1800 -1891) gran estratego de la Guerra de 1870. 
El error de Moltke está en convertir la negación en un término de igual significación y valor que la afirmación; no es que la guerra sea buena y deseable por ella misma; pero en la heredada propensión a degradarse y envilecerse que acusa el hombre histórico, la guerra lo pone en presencia de la nulidad de las cosas y de los bienes materiales y lo obliga a vivir desde el alma inmaterial y a desarrollar las virtudes superiores que señala el gran soldado alemán. La guerra llega inexorablemente como un castigo ejemplar y una dura prueba para los pueblos y los hombres que han abusado de su libertad para hacerse semejantes a los seres más inferiores de la naturaleza y borrar de su memoria el recuerdo de Dios y de la espiritualidad del alma, hasta que el alma se desconoce y se niega a sí misma y se considera como una sombra del cuerpo y un reflejo de sus necesidades materiales.
Y entonces llega la guerra como el antídoto necesario de esa lastimosa disminución del tipo hombre; obra los mismos beneficios, aunque aumentados, que la persecución para volver las cosas a su lugar propio y restaurar el orden subvertido. Sócrates sabe que su deber es morir y que el peor de los males, en este caso, sería rehuir el cumplimiento de la sentencia; sabe que si cediera a la tentación y resolviera fugarse, no tendría sosiego en su alma y se vería constantemente abrumado por la requisitoria de la República y de las leyes. 
SÓCRATES. – [...] Sócrates, ¿qué vas a hacer? ¿La acción que preparas tiende a otra cosa que a destruirnos a nosotras y la República, en la medida de tu posibilidad? ¿O te parece posible que un Estado subsista cuando sus juicios y sentencias no tienen fuerza alguna y son pisoteados por los particulares? 222. 222 Critón, 50 b. 
Claro está que Sócrates cometería la más grave de las injusticias desacatando las Leyes de su patria, quebrantando su compromiso de obediencia y de fidelidad en todas las circunstancias; más todavía, su fuga probaría que la majestad secular de las leyes que presiden la vida del Estado puede ser burlada por un ciudadano en el momento que deja de convenirle su acatamiento y su respeto. Acaso se observe que Sócrates ha sido condenado injustamente en contra de las leyes y que está en su derecho responder con la injusticia a la injusticia. ¿La justicia no es una especie de igualdad?; ¿y la libertad no es indivisible de la justicia y por lo tanto, de la igualdad? Pero la igualdad que se identifica con la justicia y con la libertad de los hombres, no es la igualdad aritmética, según la cual diez es igual a diez o diez igual a cinco más cinco.  Hemos comentado ya que esta ecuación es verdadera en el plano abstracto de la cantidad pura; no así en el plano moral, real y concreto de la vida y de las relaciones entre los hombres: diez pesos en el bolsillo de un millonario no son iguales a diez pesos en el bolsillo de un pobre, a menos que se haga abstracción de la realidad social y económica de cada uno de ellos y atendamos únicamente al valor de los billetes. Lo mismo ocurre con la injusticia de la República para con Sócrates y la que este último piensa cometer huyendo de la cárcel; injusticia por injusticia como quien dijera, ojo por ojo y diente por diente. Conviene preguntarse si esta igualdad que hace abstracción de los términos reales y de su valor relativo, se puede llamar una igualdad justa, la noble igualdad. Las leyes prosiguen su requisitoria con un argumento decisivo: 
SÓCRATES. – [...] Y puesto que nos debes tu existencia y tu educación, ¿podrás negar que eres nuestro hijo y nuestro servidor, tú y tus antepasados? Y si es así, ¿piensas tener los mismos derechos que nosotras y que está permitido retribuirnos el mal que podríamos hacerte sufrir? Si te encuentras en dependencia de tu padre o de tu maestro no tienes derechos iguales a los suyos y no puedes devolverle injuria por injuria, ni golpe por golpe, ni nada semejante, ¿y tendrías ese derecho hacia las Leyes y la República? ¿Y porque hemos decretado tu muerte, creyéndola justa, provocarías nuestra ruina en tanto puedes hacerlo? Dirás que haces bien obrando de ese modo, ¡tú que has consagrado la vida a la virtud 223! 
Esto significa que no hay equivalencia entre los términos reales en juego; no es igual el daño que puede cometer la Patria con nosotros que el daño que podemos hacerle nosotros a ella; no es lo mismo un abuso en su nombre en contra de nosotros que un abuso nuestro para con ella. La justicia, en consecuencia, no es la igualdad aritmética, abstracta, de los unos indiferentes y vacíos. La libertad que no puede existir real y verdaderamente sin la justicia, no puede consistir tampoco en esa igualdad niveladora, indeterminada, indefinida, de comunes denominadores. La igualdad que realiza la justicia de los hombres y de los pueblos libres es la que defendió Platón en Las Leyes con precisión insuperable:  
ATENIENSE.- […] Es imposible que haya unión verdadera de una parte entre dueños y esclavos; y de otra, entre hombres de mérito y hombres nulos elevados a los mismos honores. En efecto, no hay igualdad entre cosas desiguales sino en cuanto se guarde la debida proporción y lo que provoca en los Estados, las decisiones son los dos extremos de la igualdad y la desigualdad 224. 223 Critón, 52 b, c, d. 224 Leyes VI, 757 a 
La justicia es, pues, una igualdad de proporción que no sólo mantiene sino que garantiza el valor distinto de cada una de las partes en el juego de las relaciones humanas. Y por esto es que las leyes de la tradición que son la Patria misma, sostienen su preeminencia sobre el simple ciudadano.  
SÓCRATES. – [...] O ignoras que la Patria es, a los ojos de Dios y de los hombres sensatos, un objeto  más precioso, más augusto, más respetable y más sagrado que una madre, que un padre y que todos los antepasados; y que es necesario tener hacia la Patria irritada más respeto, más sumisión y más consideración que hacia un padre; que es necesario hacerla desistir por la persuasión u obedecer sus órdenes y sufrir sin murmurar todo lo que nos manda sufrir, sea que nos haga azotar y cargar cadenas, sea que nos envíe a la guerra para ser heridos o para morir; nuestro deber es obedecer [...] Y si es una impiedad hacer violencia al padre o a la madre, es una impiedad mucho mayor hacer violencia a la Patria 225. 225 Critón, 51 b c.    
Sócrates no hace más que confirmarse en su resolución de cumplir la sentencia; se abusó de las leyes para condenarlo pero ellas constituyen la justicia real y verdadera de la Ciudad. Su fidelidad en la muerte será su contribución más eficaz y decisiva para fortalecer en las almas de sus conciudadanos, la autoridad y el respeto a las leyes, la devoción por la Patria. Su fuga, por el contrario, no haría más que aumentar el descrédito y la falta de autoridad que ya cunde como un síntoma alarmante en la vida de Atenas; y Sócrates es el defensor y el restaurador de la majestad de las leyes y de su autoridad varias veces secular en la Patria tan amada. 
SÓCRATES. - He aceptado las leyes y costumbres de Atenas más formalmente que nadie [...] y ellas me dirían que tienen las mejores pruebas de esta complacencia [...] Tal era la predilección hacia nosotras y tanto consentías en nuestro gobierno que has tenido hijos en nuestra ciudad [...] En fin, durante tu proceso hubieras podido condenarte al destierro si lo hubieses querido y obrar con nuestro consentimiento lo que ahora emprendes a pesar de nosotras. Pero entonces afectabas no temer  a la muerte; la preferías al destierro. Y ahora sin cuidarte de esas bellas palabras, sin respeto hacia nosotras que somos las leyes, meditas nuestra ruina, vas a hacer lo que haría el esclavo más vil, vas a fugarte en el desprecio de los pactos y de los compromisos que has aceptado de dejarte gobernar por nosotras [...] Pues, ve un poco, si eres infiel a tu promesa, si cumples tu proyecto criminal, ¿qué bien te reportaría a ti y a tus amigos? [...] Si te retiras a alguna ciudad vecina, a Tebas o a Megara, como son muy pulcras y decorosas, serás recibido como un enemigo; todo buen ciudadano te mirará con desconfianza; tomándote por un corruptor de las leyes [...] ¿Y qué discursos pronunciarías, Sócrates? ¿Dirás, como lo hacías aquí que el hombre debe preferir la virtud, la justicia, las costumbres, las leyes, sobre todas las cosas? ¿Y no piensas que la conducta de Sócrates les parecerá vergonzosa 226? 
La verdad es que el ciudadano, el hombre libre, ha sellado un pacto conscientemente, responsablemente; ha cerrado un compromiso sagrado con esa plena lucidez y voluntad que documentan innumerables actos de su vida, desde que tuvo uso de razón; pero no es un pacto con su igual en valor; no es un compromiso en igualdad de condiciones por ambas partes. Se trata, más bien, de un pacto entre instancias desiguales en valor y en significación moral; de un contrato entre voluntades de muy diferente poder y jerarquía política. Por un lado, están las leyes que expresan la voluntad tradicional y las antiguas costumbres, es decir, los pensamientos más previsores y venerables, las preferencias superiores y definitivas de los fundadores de la Patria, de los que vivieron recordando la grandeza futura, el héroe que conquistó con su espada, la altura de la soberanía política; y el legislador que fue capaz de un pensamiento dominador para todo el tiempo de la vida soberana. Esas leyes, esos pensamientos, esos juicios normativos, son la tradición, la sustancia misma de la Patria que mantiene su identidad en el tiempo histórico, en la continuidad solidaria de las generaciones, en la responsabilidad heredada con el espíritu y la sangre de los mayores. Por otro lado, está el ciudadano que pertenece a la actual generación, que nació, se crió y se educó en esta tierra histórica, cultivada por esa tradición del espíritu y de la sangre que informa las leyes; no sería quien es, reconocido y respetado en su decoro de ser, ni estaría revestido de dignidad fuera de estas leyes que se ha comprometido, implícita o explícitamente, obedecer en todas las circunstancias, favorables o desfavorables, fáciles o difíciles. Tal como enseña Aristóteles: “La naturaleza mueve, pues, instintivamente a todos los hombres a la asociación política. El primero que la instituyó hizo un inmenso servicio, porque el hombre cuando ha alcanzado toda la perfección de su ser es el primero de los animales; y es la peor de las bestias cuando vive sin leyes y sin justicia. 227  226 Critón, 52 b c d. 227 Política I, 1, 1253 a.
Las partes no son, pues, iguales en valor ni en condición. La verdad es que el ciudadano, una voluntad individual, un hombre libre, compromete su obediencia a una voluntad y a un pensamiento que han sido acatados y reverenciados por innumerables generaciones solidarias, desde el tiempo de la fundación; es el pensamiento y la voluntad de los héroes y de los grandes constructores de la nacionalidad. Y ese compromiso sellado con la Patria y con las leyes es un acto eminentemente aristocrático; la aristocracia suma que consiste en acatar y reverenciar el pensamiento y la voluntad de los muertos ilustres que continúan enseñando y mandando a los vivos. No es, por cierto, una mera convención, un contrato celebrado por voluntades externas, abstractas, niveladas por una común indiferencia; así como la ley no es aquí expresión de la democrática Voluntad General que se concreta en la despótica voluntad de una mayoría accidental, consagrada por el sufragio en este día de hoy y que mañana será revocada por otra mayoría accidental, igualmente arbitraria e incompetente. En tal caso, no sería una ley en sentido propio, sino un simple decreto, según la distinción profunda de Aristóteles que retoma agudamente Emilio Faguet en El Culto de la Incompetencia y en otros libros 228. No existe, no puede existir equivalencia entre partes desiguales; los deberes recíprocos no son los mismos entre el inferior y el superior ligados por un vínculo personal, tal como se verifica en la lúcida y libre aceptación por parte del individuo, del imperio de las leyes, es decir, del pensamiento y de la voluntad de los antepasados que tienen la autoridad y el prestigio de la obediencia secular, de un antiguo respeto y devoción de generaciones. Es que esas leyes son los juicios y sentencias de artífices que obraron conforme a un modelo divino y que supieron interpretar la voluntad de Dios, la Soberanía realísima y absoluta. He aquí la razón que  hace monstruoso e inicuo aplicar a la Patria la reciprocidad de diez igual a diez, la reciprocidad del Talión. El ciudadano no debe responder, en ningún caso, con la injusticia a la injusticia de que ha sido víctima en nombre de las leyes de la República; no puede tener jamás inspiraciones en contra de la libertad y de la dignidad de su Patria, sean cuales fueren los agravios recibidos. 
SÓCRATES. – [...] Sufriendo tu condena, mueres víctima de la injusticia, no de las leyes sino de los hombres 229, es decir, que no son los fundadores ni los constructores de la Patria quienes lo dañan y buscan su destrucción, sino hombres indignos de la magistratura que invisten; malos ciudadanos, demagogos y sofistas, que abusan de las leyes para vengarse de una insoportable superioridad y no vacilan en socavar los fundamentos mismos de la Patria. 228 Cf. ÉMILE FAGUET, Le culte de l’incompétence, París, 1912; Et l’horreur des responabilités: [suite au culte de l’incompetence], París, 1911.  229 Critón, 54 c. 
Sócrates sabe que no se debe ser injusto jamás y en esta hora de la prueba decisiva de su verdad, sería cometer la mayor de las injusticias, el crimen más horrendo contra la Patria, la más vil de las traiciones a sus héroes y todos los que fueron capaces de sufrir y morir para que la Patria viviera, si quebrantara el vínculo sagrado y pisoteara la majestad de las leyes. 
SÓCRATES. – [...] si huyes, no tienes vergüenza de devolver injusticia por injusticia, y mal por mal; violas los tratados y los compromisos que te unen a nosotras, si haces mal a quienes menos deben recibirlo, a ti mismo, a tus amigos, a tu Patria y a nosotras. Y te perseguiremos con nuestra hostilidad durante tu vida; y después de tu muerte, nuestras hermanas las leyes de los Infiernos, no te harán una acogida favorable, sabiendo que has hecho lo posible por destruirnos 230. 
La libertad del hombre, repetimos, es indivisible de la justicia, o sea, de la igualdad que guarda la debida proporción, la medida de cada ser. Sócrates, fugado de la cárcel y conservando su vida y su libertad en el extranjero, no sería un hombre libre sino un vil esclavo y la vida lo abrumaría infinitamente más que la más horrible muerte. La voz de las leyes, de la tradición, de la Patria, que es un eco de la divina voz, resuena en el alma de Sócrates como la palabra de la sabiduría y de la vida verdadera: 
SÓCRATES. – [...] creo oírlas como los corybantes creen oír las flautas; resuena de tal modo en mi alma que me hace insensible  a todo otro discurso [...] Dejemos, pues, Critón, esta discusión, y sigamos la ruta que Dios nos traza 231. 230 Critón, 54 c d. 231 Critón, 54 d.