SEXTA PARTE
LECCIÓN XXII
La justicia, bien
supremo de la conducta, es el fundamento mismo de la convivencia humana; tan
cierto es que hasta quienes se asocian para delinquir, todavía tienen que ser
justos entre ellos. Una banda de ladrones, por ejemplo, exige para mantenerse
unida y llevar con eficiencia sus negocios ilícitos la instauración y el
respeto de las reglas de la justicia en sus relaciones mutuas; tienen que ser
justos en la distribución proporcional de los riesgos y de los beneficios.
La obediencia estricta
al jefe reconocido y acatado, la lealtad al camarada y la división de las
tareas atendiendo a la competencia y méritos de cada uno, son otras tantas
condiciones indispensables que debe llevar hasta una asociación para fines
ilícitos. Es evidente que la injusticia provoca odios, rebeliones, traiciones y
violencias infinitas; incluso entre criminales, haciendo imposible una tarea
común o, al menos, comprometiendo su duración y eficacia. La justicia es un
principio de orden y una fuerza de cohesión que mantiene en equilibrio un
conjunto de partes bien distribuidas, cada una en su lugar y en la necesaria
dependencia de las otras. Su imperio resalta en la adecuada concertación de las
funciones particulares para el fin común y donde cada participante está en lo
suyo y sin ajenas interferencias. Esto significa que la justicia es una especie
de igualdad; pero la justicia que funda y sostiene la República no parece ser
del tipo de la igualdad aritmética, como diez igual a diez; más bien, tiene el
carácter de la igualdad proporcional que reconoce y confirma la diferencia y la
jerarquía tanto como la obediencia y el mando. Antes de examinar qué especie de
igualdad es la justicia, subrayemos esta nueva verificación de la tesis
socrática con el testimonio irrecusable del homenaje a la justicia que le
rinden inclusive los individuos asociados para cometer injusticias. No está
demás repetir que hasta los mendaces e injustos prefieren la verdad y la
justicia cuando de ellos se trata; así como el que vive engañando no desea ser
engañado, tampoco el que obra injustamente quiere ser víctima de una
injusticia. Tenemos necesidad de la justicia y la preferimos con toda el alma
inteligente y libre, porque sólo en sociedad podemos existir como hombres,
podemos satisfacer normalmente nuestras necesidades espirituales y materiales,
es decir, alcanzamos la suficiencia de la vida. De ahí la necesidad de la
justicia para la tarea de ser hombres que debemos hacer en común; para alcanzar
una buena vida humana. No insistiremos
nunca demasiado en el tiempo democrático que nos toca vivir, sobre la antigua
verdad de que el hombre se basta a sí mismo en el Estado y que, por lo tanto,
el Estado es antes que el individuo, como enseñan Platón y Aristóteles. De tal
manera que el self made man no es Robinsón, sino el ciudadano de una República
regida por buenas leyes o leyes justas; el estado de naturaleza en el hombre es
su estado civil y su libertad real y verdadera es indivisible de la justicia.
Así como el
pensamiento sólo es libre en la verdad, la sola conducta libre es la conducta
justa. El hombre libre es el varón justo y para vivir en la justicia tiene que
tener imperio sobre su alma; lo mismo que la República libre es la que tiene
imperio sobre sus actos. La soberanía de la República no es más que la
reproducción externa, visible y ampliada de la soberanía que el alma del
ciudadano tiene sobre sus pasiones e intereses individuales. Sócrates, el
ciudadano ejemplar, sabe que la República se sostiene en el alma y que vive y
muere de su vida y de su muerte en el alma del ciudadano. No es en la economía,
ni en el trabajo, ni en la riqueza, ni en la población, ni en la civilización,
ni en el progreso, ni en nada material donde la República tiene su punto de
apoyo, sus cimientos y sus pilares principales; es el alma justa la que soporta
todo el peso, toda la responsabilidad de la Patria Soberana. Por esto es que
Sócrates condenado a muerte en nombre de la República, obliga a Critón a que
reconozca como punto de partida de toda discusión política:
SÓCRATES. – [...] no
está permitido en ninguna circunstancia ser injusto ni devolver injusticia por
injusticia, ni mal por mal 215.
No se trata solamente,
como en el Gorgias, de que es preferible ser víctima de una injusticia antes
que cometerla; sino que no es lícito en ningún caso responder a la injusticia
con la injusticia ni al mal con el mal. Y Sócrates piensa en el trance de la
condena inicua que le impone beber la cicuta, lo mismo que antes cuando se
paseaba seguro y libre por las calles de Atenas y reanudaba cada día sus
magistrales coloquios.
SÓCRATES. – [...]
Porque una desgracia me llega no puedo abandonar los principios que siempre he
profesado. No me parecen haber cambiado con la situación y tengo por ellos, el
mismo respeto y la misma veneración que antes; si no encontramos mejores, sabe
que nada me conmoverá, aún cuando el pueblo para atemorizarme como a un niño,
tuviera el poder de aniquilarme con mil cadenas, con mil muertes y con mil
confiscaciones 216. 215 Critón, 49 e. 216 Critón, 46
c.
Lo más importante no
es vivir sino vivir bien que es vivir según la justicia y la honestidad. Si
hemos sellado consecuentemente, responsablemente, un compromiso justo debemos
mantenerlo en cualesquiera circunstancias. La opinión de la multitud ignorante
y apasionada no cuenta en absoluto en materia de justicia e injusticia, del
bien y del mal, de lo bello y de lo feo. El único juez es la verdad y es a la
luz de ella que Sócrates va a considerar la proposición de huir de la cárcel y
desterrarse de Atenas en lugar de cumplir con la injusta condena. Ha sido
sentenciado a morir por el tribunal del pueblo pero en nombre de las Leyes de
la Ciudad, en nombre de la justicia y de la República; sus jueces absolutamente
incompetentes y sometidos al arbitrio de las pasiones del momento, han abusado
de las Leyes para hacerlo morir, han rasgado sus vestiduras sagradas y han
manchado sus Sitiales, pero son los jueces de la República y las Leyes hablan
en sus palabras y mandan en sus dictámenes. De ahí que Sócrates se disponga a
examinar si es justo o injusto huir de la cárcel a fin de salvar su vida, tal
como le acaba de proponer su discípulo Critón. Si resulta justo no tendrá
inconveniente en intentarlo; en caso contrario, sabrá esperar la muerte y
sufrir todo lo que sea menester, antes que incurrir en una injusticia. ¿Fugarse
no sería infligir un daño a la República? ¿Rehuir el cumplimiento de la sentencia
no sería atentar en contra de las leyes que presiden la vida de la Ciudad?
Claro está que Sócrates no ha participado en la sanción de las leyes que rigen
la Ciudad desde generaciones; pero las ha reconocido siempre y ha aceptado su
cuidado y amparo desde que tiene uso de razón. Más todavía, ha sellado un
compromiso de obediencia y ahora, después de haber expuesto su vida en defensa
de la República, ¿no tendría reparo alguno en herirla de muerte en su alma,
despreciando sus sentencias y desacatando sus fallos? Las leyes de Atenas
resumen la historia esencial de la Ciudad; son la tradición y sus antiguas
costumbres; la Patria misma, su identidad a través del tiempo y de las
circunstancias siempre diversas; su unidad en la multiplicidad de los egoísmos,
de las pasiones y de los intereses particulares; el patrimonio común de la
tarea sustancial realizada en común por las generaciones. Esas antiguas leyes
son leyes justas, cuya legitimidad confirma una devoción secular y cuya
justicia obra la comunidad de los vivos y de los muertos en la continuidad de
la misma responsabilidad histórica y nacional. El reconocimiento y el respeto
de las mismas leyes iguala a los individuos y a las generaciones que se someten
lúcidamente a su imperio, pero no nivelan ni socializan, ni fijan una estatura
media para todos; por el contrario, esa común devoción por la ley tradicional
iguala manteniendo y confirmando la proporción de cada uno, desde el héroe
hasta el más insignificante y oscuro de los individuos. La ley que preside realmente
la vida de la República es un pensamiento antiguo, aunque haya surgido en este
día de hoy porque una vez logrado es como si hubiera valido desde siempre, lo
mismo que una ley física; sólo que las leyes morales pueden ser transgredidas
por ignorancia, por debilidad o por voluntad perversa, en tanto que las leyes
físicas se cumplen inexorablemente en las circunstancias requeridas. Claro está
que son muchos los hombres de ciencia o los reformadores científicos –tipo
Franklin o tipo Marx-, cuya opinión firme y decidida es que si el pueblo fuera
colocado en las condiciones más favorables para su desarrollo y subsistencia,
es decir en las circunstancias más propicias para vivir, quedaríamos
deslumbrados por el resplandor de la justicia, de las disposiciones benévolas y
fraternas así como de la ternura y simpatía que veríamos brillar en las almas y
en su comportamiento recíproco. Quiere decir, pues, que también en el mundo
social y político, se cumpliría necesariamente la ley en las circunstancias
requeridas. La verdad, por fortuna, es otra; la ley moral supone una libre
obediencia y en las mejores condiciones puede ser transgredida tanto como ser
acatada en las peores y más difíciles. La verdadera Ley de la República y de la
Patria es, repetimos, un pensamiento antiguo, una razón de ser y de existir
válida, objetiva, históricamente trascendente en la vida de un país.
Obedeciendo esa ley instituida por un antepasado libre, lo acatamos y
reverenciamos a él mismo en virtud de esa idea, de esa razón sin pasión que
compromete la obediencia de generaciones.
Es que la ley de la ciudad antigua –cuyo sentido hemos perdido nosotros
modernos-, es una razón vital, una verdad histórica, un principio político que
se impone con evidencia análoga a la de los axiomas, con un peso objetivo
semejante a un juicio matemático. “La ley, la verdadera ley, es la expresión de
una voluntad tradicional, muy antigua, muy lejana, remota en el tiempo; es la
obra, casi siempre, de un legislador que fue muy sabio y que tenía, sobre todo,
el mérito de estar absolutamente libre de las pasiones de los hombres que
vivieron cincuenta años después de él; y, además, ella ha sido respetada,
después de su muerte, por quince generaciones sucesivas. Obedeciendo al
legislador no se obedece más que a la ley y un pueblo es libre, por la simple
razón de que no obedece a nadie, ni a un príncipe, ni a una aristocracia, ni a
una mayoría, ni a sí mismo; sino simplemente a la sabiduría y a la tradición y
a la inteligencia sin mezcla de pasiones [...]. 217” 217 ÉMILE FAGUET, Rousseau penseur,
París, 1910, capítulo VIII, p. 354.
Son leyes de esta
naturaleza las que detienen a Sócrates, las que le recuerdan su deber de
ciudadano, de hombre libre. La libertad es indivisible de la justicia y no
podemos ser libres fuera o en contra de la justicia; eludir la muerte no sería
reivindicar, en este caso, el derecho a la vida; sería destruir en su alma y en
los demás en la medida de su influencia, a la República y a la Patria, sería
violar un compromiso sagrado, una promesa de fidelidad inquebrantable; sería
anonadar su libertad un una servidumbre irremediable, al temor de morir y a las
pasiones instintivas. ¿Pero el derecho a la vida no es el primero y principal
de los Derechos del Hombre? Y teniendo en cuenta que ha sido condenado
injustamente ¿no sería un acto de justicia huir y conservar su vida en el
extranjero? O en otros términos, ¿no sería justo de su parte evitar que la
República y las leyes consumen una injusticia? Sócrates sabe que lo primero y
principal no es vivir sino vivir bien, que el hombre no puede reivindicar como
una libertad y un derecho, el arbitrio de vivir de cualquier modo, por ejemplo,
en la degradación y en el abandono, aunque no interfiera ni moleste a un
tercero. Sabe, en consecuencia, que la peor de las muertes sería hollar la
justicia en su alma.
Y con esta disposición
de ánimo se apresta a escuchar la prosopopeya de las leyes de la
República.