SEXTA PARTE
LECCIÓN XXI
La
justicia de los deberes y la igualdad de los derechos El fracaso aparente de Sócrates y la moral
del éxito…
¿Juzgas
a Sócrates maltratado porque, no de otra manera que como medicamento para
conseguir la inmortalidad, bebió con entereza y magnanimidad aquella bebida
mezclada en público diputando de la muerte hasta la misma hora de la muerte, y
porque apoderándose de él poco a poco el frío, se encogió el vigor de las
venas? ¿Cuánta mayor razón hay para tener envidia a éste que no a aquéllos a
quienes se da la bebida en preciosos vasos; y a quien un mancebo desgarbado, de
cortada o ambigua virilidad, acostumbrado a sufrirle, deshace la nieve en vaso
de oro?
SÉNECA,
De Providentia III
SÓCRATES. – ¿Te parece
bien que los oradores compongan siempre sus arengas en vista del mayor bien y
se propongan hacer que sus conciudadanos se vuelvan más virtuosos, todo lo más
posible en razón de sus discursos? ¿O bien que los mismos oradores buscando
agradar a los ciudadanos y descuidando el interés público para no ocuparse más
que del suyo personal, traten a los pueblos como a niños, esforzándose por
complacerlos sin inquietarse de si se volverán mejores o peores? 208. 208 Gorgias,
502 e – 503 a.
He aquí nuevamente las
dos retóricas posibles, las dos políticas que no pueden confundirse ni
mezclarse jamás. Se trata de examinar cuál de ellas es expresión del real y
verdadero poder; la otra no es más que impotencia y debilidad. La solución del
problema reside en saber si el hombre fuerte y poderoso es el que da vía libre
a sus pasiones y se esfuerza por satisfacerlas o si es el que domina sus
pasiones y se esfuerza por darles un contenido razonable y elevado, un
contenido de justicia y de decoro. Se trata de saber si la solución consiste en
un desarrollo espontáneo y progresivo de la vida que derriba todos los
obstáculos y trabas que se oponen a su expansión; o si la tarea es de
contención y de restitución de una integridad de ser que se ha perdido u
olvidado. El dilema fundamental se puede expresar también en estos términos:
seguir la corriente o remontar la corriente. ¿El poder tiene la forma de una
energía expansiva que todo lo arrolla a su paso y la debilidad está en dejarse
arrollar? ¿O tiene la forma de una energía reflexiva, de una disciplina que
encuadra y fija la conducta dentro de un orden, y la debilidad está justamente
en la disipación y en el desenfreno? Si Sócrates tiene razón y su posición es
la verdadera, si el mayor de los males es cometer una injusticia y todavía peor
quedar impune después de haberla cometido, cabe preguntarse: ¿qué clase de
auxilio habremos de procurarnos y de procurar a otros para evitar un perjuicio
tan grande? O también, ¿qué especie de poder o de autoridad será necesario
poseer y usar para ayudarnos y ayudar a otros a no cometer injusticias y a
querer el castigo en caso de haberlas cometido? Es obvio que no se trata de
ninguna autoridad ni poder externos, fuerza material, riqueza, rango social,
magistratura o favor del poderoso, a las cuales se refiere Callicles como los
medios seguros e imprescindibles para prevenir agravios contra la propia
persona o la de los seres queridos que debemos proteger contra la injusticia y
el dolor. Sócrates se refiere a otra especie de autoridad y de poder; a un
poder interior, moral, inmaterial que se hace fuerte en el alma y en ella
impera, más fuerte que el instinto, que
el placer y el dolor, que el temor mismo de la muerte porque es una disciplina
continuada y una preparación para el sufrimiento y la muerte: es el dominio de
sí mismo.
Un fidelísimo
discípulo de Sócrates, el español Lucio Anneo Séneca, todavía en el tiempo
pagano, nos explica magistralmente el sentido y la fuerza de ese poder: “En
medio de la seguridad, prepárese el ánimo para los momentos difíciles; y en
medio de los favores de la suerte vigorícese contra sus rigores [...] ¡Medita,
pues, sobre la muerte! El que esto aprende, aprende a meditar la libertad.
Quien aprende a morir desaprende a ser esclavo y se encuentra por encima de
todo poder o por lo menos fuera del alcance de todo poder [...] La furia de las
adversidades no conmueve el ánimo del varón fuerte, quien permanece inalterable
y todo lo que acontece lo convierte en propia sustancia. Porque él es más
poderoso que todas las cosas externas [...] todas las adversidades son
ejercicios para él [...] Y no se piense que esta fuerza moral de incomparable
belleza del alma se acompañe de un pesimismo sombrío y cobarde, de una apagada
y vil tristeza, sino al contrario, por una hilaridad continua y una alegría
profunda y que viene de lo alto [...] es el reposo y elevación del alma, puesta
en lugar seguro, y el gozo grande e inconmovible que nace del conocimiento de
lo verdadero 209”. Claro está que sólo el
Cristianismo permitirá comprender el significado último de este pesimismo
intrépido y gozoso, de esta alegría profunda y radical que no adormece el ánimo
en las horas triunfales y regalada por los favores de la suerte; pero que
brilla fulgurante en medio del fracaso y de la derrota, tal como en la
deslumbradora visión de la Cruz, “esa especie de andamiaje rudimentario, brutalmente
elevado y atrincherado en todas direcciones, que se eleva sobre la montaña con
la nitidez ofensiva de una afirmación. 210”
Nosotros, occidentales muy modernos y supercivilizados, apenas si
entendemos ya este lenguaje ceñido, ajustado, realista, severo y dominador.
Sólo estimamos una ciencia y una libertad para vivir a gusto; la clave de la
democracia burguesa o proletaria, plutocrática o socialista, por la cual se
desviven los pueblos de Occidente, está precisamente en eso, en la voluntad general
de vivir a gusto. ¿Qué sentido pueden tener para nosotros las verdades que no
son para usar sino para servir? O ¿qué valor podemos conceder a una libertad
que se afirma doblegando al propio yo para emplearlo en una gran misión?
Nosotros, los argentinos por ejemplo, nos venimos empeñando a fondo desde
Caseros para asegurarnos un régimen que nos permita vivir a gusto; y no cabe
duda de que hemos adelantado bastante en este esfuerzo civilizador y
progresista. La consigna para esta empresa de generaciones la hemos recogido en
las Bases de Alberdi: “Ha pasado la época de los héroes; entramos hoy en la
edad del buen sentido.211” 209Cf. LUCIO ANNEO SÉNECA, Cartas a Lucilio, Carta XXVI.
Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. 210 Cf. PAUL CLAUDEL,
Autodefensa de Judas y Pilatos. Sin datos respecto de la versión utilizada por
el autor. 211 Cf. JUAN BAUTISTA ALBERDI,
Bases y puntos de partida para la organización política de la República
Argentina (1852), capítulo XV. Sin datos respecto de la versión utilizada por
el autor.
Por cierto que no es
frecuente el lenguaje de Callicles y, más bien, se procura disimular el
propósito fundamental de la empresa, que es romper el vínculo del pueblo con su
héroe.
Nadie se atreve a
repetir públicamente lo que Alberdi recomienda para la pedagogía nacional: “La vida de San Martín prueba dos
cosas: que la revolución más grande y elevada que él, no es obra suya, sino de
causas de un orden superior, que merecen señalarse al culto y al respeto de la
juventud en la gestión de su vida política; y que la admiración y la imitación
de San Martín no es el medio de elevar las generaciones jóvenes de la República
Argentina a la inteligencia y aptitud de sus altos destinos de civilización y
libertad americana. 212”
212 Cf. JUAN BAUTISTA ALBERDI, El
crimen de la guerra (1870), XI, 4. Sin datos respecto de la versión utilizada
por el autor.
Nadie se atreve a
repetir sus palabras, pero se consagra a Alberdi como una figura prócer, como
un héroe civil y se pone en manos de la juventud que va a ser clase dirigente,
su obra de estadista y de forjador de la conciencia civil de los argentinos.
Acaso llegamos a admirar sinceramente la fortaleza del héroe afrontando la dura
y prolongada adversidad; acaso nos parezca su principal hazaña, mayor todavía
que la de su empresa libertadora; pero preferimos vivir a gusto y evitar todo
lo que pueda llevarnos a enfrentar situaciones análogas. Pero el héroe está
indisolublemente ligado a su pueblo; desplazado de las reales perspectivas de
la juventud todavía se siente su presencia como una nostalgia y un
remordimiento. Y para huir del hastío de una vida sin grandeza, la multitud se
agolpa y se estruja alrededor de una pista donde un espectáculo de coraje y de
audacia inteligente reivindica la humana normalidad. Un grupo de hombres
animosos que enfrentan el peligro y triunfan, vuelta a vuelta, de la muerte en
una justa deportiva, es ocasión para que los comunes recuerden que ni siquiera
el más apocado y mínimo de los hombres aspira realmente a la seguridad, quiere
verdaderamente una felicidad toda hecha de tranquilo disfrute de menudos
placeres. Aunque se vuelva una y otra vez a la cotidianidad burguesa hasta la
hora de la mala muerte, no se quiere ni se ama esa vida; no es eso lo que el
último hombre había querido ser, ni es lo que su alma pudo soñar, despierta, de
su futuro. Meditemos un instante acerca del espectáculo que ofrecen los pueblos
y los hombres de nuestro Occidente de hoy, empeñados y afanados por el cuidado
de la seguridad material de una existencia que se sabe necesariamente finita y
precaria. ¿Puede haber, acaso, una escena más ridícula, más absurda y más
lamentable como la que representan hombres empeñados en cuidar principalmente
una vida que es de la muerte? No es razonable, ni siquiera práctico, gastar la
vida en producir medios y recursos para conservar lo que se pierde, para
acumular aquello que nos será quitado, para ostentar un poder que va a ser
aniquilado y una riqueza que se convertirá en indigencia. ¡Y pensar que a esto
le llaman visión realista y realismo político!
En rigor, el hombre económico o el homo faber es una miseria real, una
precariedad ontológica, una mera abstracción y una imagen remota de la vida.
Nada más ficticio; nada más fantástico, como este hombre del éxito, ocupado en
llenar un tonel notoriamente agujereado. ¿No es una extravagancia pueril y
grotesca declarar con Alberdi que “un hombre laborioso es el catecismo más
edificante 213”? ¿No se puede ser, acaso, un ateo y un materialista
empedernidos, al mismo tiempo, que un hábil y laborioso zapatero o un experto
ingeniero electricista? El trabajo aplicado a una materia exterior para
producir artefactos útiles permite desarrollar habilidades manuales o mecánicas,
pero no mejora ni perfecciona de suyo las almas. No son las habilidades
manuales o los conocimientos técnicos los que mejoran al alma; más bien son las
virtudes propias del alma –la sabiduría, la justicia, la prudencia, la
fortaleza– que dignifican y ennoblecen esas actividades y esos conocimientos,
empleándolos para un fin elevado. En este mismo sentido, Sócrates condena toda
retórica y toda política que no se propone principalmente el mejor ser de la
multitud, es decir, que busca agradar sin mejorar al ciudadano
SÓCRATES. - Del mismo
modo procedes tu ahora, Callicles, exaltando a las personas que dieron bien de
comer y de beber a los atenienses y satisficieron sus pasiones sirviéndoles
cuanto apetecieron. Aquellos hicieron grande el Estado, dicen los atenienses;
pero no ven que dicho engrandecimiento no es más que una hinchazón, un tumor
lleno de podredumbre; porque de una manera descabellada estos antiguos
políticos han llenado a la ciudad de puertos, arsenales, murallas, impuestos y
otras fruslerías semejantes sin unir a estas obras la moderación y la justicia 214. 213 Cf. JUAN
BAUTISTA ALBERDI, Bases y puntos de…, o. c., capítulo XV. 214 Gorgias,
518 e – 519 a.
No es que Pericles,
Milcíades o Temístocles obraran mal por haberse empeñado en la prosperidad y
enriquecimiento de Atenas; lo malo estuvo en no haber hecho todo eso en vista
del Bien Común que es indivisible del mejor ser de los ciudadanos, del imperio
de las reales virtudes civiles. El fin de la política, la única empresa propia
de un buen gobernante, sostiene Sócrates, es llevar a los ciudadanos, bien
fuera por la persuasión y hasta por la violencia, hacia lo que puede hacerlos
mejores y más virtuosos. No es posible imperar realmente sobre las otras almas
si no se tiene imperio sobre la propia, por más aparatoso y exteriormente
abrumador que pueda resultar el peso de una autoridad pública.
La verdadera autoridad y real imperio político se afirma con el
sometimiento del soberano al bien de los súbditos, con el renunciamiento al
propio yo egoísta y la consagración a un gran deber, a una misión universal y
trascendente, que despierte en las almas la vocación de la grandeza, la libre
decisión de servir a la restauración o regeneración del hombre en la plenitud
de su ser y de su decoro tal como aquella idea imperial de la política que
declaró Carlos V ante la dieta de Worms, asumiendo toda la gravedad de la
amenaza que para la unidad y la vida de la Cristiandad representaba Lutero, su
propósito de “defender la cristiandad milenaria, empleando para ello, mis
reinos, mis amigos; mi cuerpo, mi sangre, mi vida y mi alma”. Y este ideal
restaurador se convirtió en la política entera de la España de Carlos V y de
Felipe II, así como en la suprema justificación de la conquista de América. Y
nunca se vio en lugar alguno de la tierra como en la España de los siglos XVI y
XVII, un florecimiento de la libertad tan pródigo en las más ricas y geniales
personalidades, desde las formas más puras de la vida contemplativa hasta las
más hazañosas empresas de la espada. Parece evidente, pues, que sólo cuando en
un pueblo llega a ser casi unánime el libre renunciamiento al exclusivo yo y a
la idea de vivir a gusto, principalmente en los que mandan, se rehabilita la vida en su dimensión heroica y es la hora
de la plena expansión de la individualidad y de la elevación del tipo humano a
su más alta potencia. Así ocurrió en la hora primera de la Patria, en aquel
tiempo sanmartiniano de la regeneración política de los pueblos hispánicos de
América, cuando las legiones criollas asumían de nuevo el sentido de Cruzada,
el carácter generoso de una empresa libertadora, siguiendo las banderas del
caudillo. Entonces era la edad dorada de los héroes, de los caballeros de la
Patria forjadores de una Argentina unida, poderosa, soberana y justa. Al
Ejército de los Andes pueden dedicarse sin mengua los versos de Calderón a los
Ejércitos Imperiales:
Ese ejército que
ves vago al hielo y al calor la República mejor y más política es del mundo, en que nadie espera que ser
preferido pueda por la nobleza que hereda sino por la que él adquiera.