viernes, 27 de marzo de 2020

¡MENTIRÁS TU PANDEMIA!


domingo, 22 de marzo de 2020

¡Mentirás tu pandemia! - Antonio Caponnettto

           
¡MENTIRÁS TU PANDEMIA!

Por ANTONIO CAPONNETTO

Hace unos años, José Luis D´Angelo Rodríguez, sistematizaba en un formidable libro, la gran mentira de los treinta mil desaparecidos. El título era un verdadero hallazgo: “¡Mentirás tus muertos!”.
La mentira, todavía vigente, fue justificada con los sofismas más burdos: simbolismo, alegoría, emblema, bandera de lucha y otro repertorio de sandeces que ofenden la inteligencia. No faltó una “víctima” que, descubierto en la vil jugarreta -económicamente redituable, dada las indemnizaciones recibidas- reconoció que lo había hecho porque se autopercibía muerto, en solidaridad con lo compañeros de lucha.
Hay motivos suficientes para sospechar que, lo que está pasando ahora con el corona virus, pero sobre todo con las medidas coercitivas y claramente cercenadoras de las legítimas y necesarias libertades personales, huele a la misma trampa “treintamilera”. Urdida por todo el aparato de los poderes marxistas instalados, y comprada sumisamente por la sociedad completa. Una sociedad encanallecida hasta la náusea, que balconea palabras soeces para darse ánimo, y palmotea a un sistema que es la corrupción hecha costumbre.
Por empezar, ¿cómo creerles a estos tipejos que no están manipulando los guarismos de los afectados, una vez más? Pero menos conspirativamente aún, ¿cómo creer en la ciencia salutífera o preventora de un ministro de salud con sus secuaces y mandantes, cuyo horizonte espiritual se mueve entre la repartija de fundas, la promoción de la contranatura y la legalización del crimen del aborto? ¿Como poner la sanidad de la patria toda en las manos rapiñeras y homicidas de estos delincuentes devenidos en políticos? ¿Cómo es posible que una nación se abandone a los cuidados de aquellos que, por sus antecedentes, no son sino la imagen tétrica del proverbial zorro puesto a custodiar el gallinero?
En los días que ya llevan encerrándonos y vigilándonos, se están sucediendo al menos dos fenómenos que deberían preocupar a los entendidos. Uno es el disfrute de las medidas represivas que manifiestan los mandantes. No se los ve compungidos por tenernos confinados, ni haciendo esfuerzos significativos para atenuarnos o acortarnos las penurias. Por el contrario, se muestran amenazantes; decididos a “ir por todo” también en este inexplicable y sospechoso cautiverio.
De pronto, los verbos que quitaron del diccionario progresita, han reaparecido con saña feroz: censurar, reprimir, impedir, obstaculizar, discriminar, instalar tabúes; y lo que es peor, dar órdenes rígidamente castrenses, amparados en los dictámenes inexorables de la biología. Fernández, con su porte de hortera y su voz de grotesca disfonía crónica, de pronto se ha convencido de que es Júpiter tonante. Y nadie le dice que a la marioneta se le ven los hilos.
El otro fenómeno es el del Síndrome de Estocolmo. Salvo excepciones, cada vez son más los que se manifiestan comprensivos y aquiescentes con la conducta de sus captores, se identifican progresivamente con sus ideas durante el secuestro, y prefieren no ser liberados. El espionaje, la delación y el vulgar chupamedismo al Leviatán están a la orden del día.
Fenómeno aparte, y el más desgarrador: el comportamiento inicuo de la Jerarquía Eclesiástica. Cuando estalló aquella campaña maldita, que tenía por lema “Iglesia y Estado-Asuntos Separados”, los pastores no sólo no se opusieron sino que se mostraron favorables. ¿Por qué no es éste entonces el momento oportuno para mostrar su ninguna dependencia o contubernio con semejante Estado, y atender a las necesidades espirituales y sobrenaturales de una feligresía a la que han dejado abandonada? ¿Por qué no nos demuestran que se han liberado de las antiguas tutelas cesaropapistas y le restituyen a Dios el culto debido?
Así como al Alberto nadie le sabe decir que es un monigote o guiñol, y que cese por tanto de jugar al módico Robespierre porteño, digamos de paso que nadie le quiere decir tampoco a Bergoglio si no le vendría bien algún examencito de conciencia. No sea cosa que la peste que se está tragando a la entrañable Italia y amenaza a sus argentos pagos, tenga algo que ver con un castigo divino. Y que el motivo de la ira del Altísimo sea, precisamente, tenerlo a él convirtiendo en ganzúas de vulgar ladrón las llaves celestes que un día puso en manos de San Pedro.
Frente a los arrebañados acríticos y serviles, que se ponen de acuerdo para decirnos "¡quedate en casa!" -¡tan luego ellos, que destruyeron el sentido cristiano de la familia y han hecho del hogar una porqueriza!- acompañando el pedido de vulgares obscenidades futboleras, nosotros levantamos una consigna modesta y firme. Que cada quien, hoy domingo, y cada día que dure esta demencia, se asome a lo que fuere: balcón, terraza, ventana, almena, ojiva, parapeto o rosetón, para y gritar a voz en cuello: "¡QUEREMOS IR A MISA!". Si el Covid 19 quiere venir, que venga. Es preferible morir por comulgar a Cristo, a la vera del Sagrario, que debajo de un respirador municipal y tóxico.
No nos quedemos en casa cumpliendo la cuarentena de un gobierno asesino y tiránico. Si se han esmerado tanto en aclararnos que se puede deambular hasta la ferretería “de proximidad”, bien se puede hacer lo mismo con el templo más cerca de nuestro rancho. Los clavos de Jesús en esta Cuaresma inefablemente triste, son más importantes de tener en nuestras manos, que los clavos que nos pueda vender el ferretero de la esquina.
Caminemos confiados hacia nuestro templo más cercano, en el que siempre habrá un tabernáculo, por indignos y mamarrachescos que sean los clérigos eventualmente a cargo. Y por cerradas que estén las puertas de acceso, dada la pavura indecorosa que los domina. Sí; caminemos serenos, repitiendo esta jaculatoria, que tanto confortaba a San Pío de Pietralcina: Señor, quédate con nosotros.
Lo peor que nos puede suceder, no es que nos detengan los esbirros del Régimen, si no que nos paralice el miedo de confesar a Cristo Rey.

Ciudad de la Santísima Trinidad, IV Domingo de Cuaresma.

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