Sobre el 24 de marzo de 1976: ¿qué es lo más verdadero y menos sesgado que podemos decir?
Es difícil condensar lo esencial en un apretado artículo.
Una parte importante de la población está condicionada para
interpretar de manera torcida cualquier cosa sobre los años 70’ que se
salga del guión de lo políticamente correcto. Es como si las versiones
alternativas gatillasen en la mente de estas personas –quizás en la de
vos mismo, que me estás leyendo, sí, ahora– una reacción (prefabricada)
cristalizada en pensamientos tales como “si hablan de las bombas de los montoneros, justifican a los militares”. ¿O me vas a decir que no? Ey, los desaparecidos eran guerrilleros, leemos o escuchamos, y de inmediato algunos dirán “¡Estás queriendo legitimar la Dictadura!”.
Lo primero que tengo que pedirte es que entiendas que si vos llegás a
estos pensamientos de manera espontánea –casi automática–, es porque te
vienen manipulando. Como a los perros de Pavlov, te han acondicionado
para ese reflejo. Porque en realidad, el tema es mucho más complejo.
Controla el pasado y controlarás el presente
No cabe duda de que una porción considerable de la población
argentina suscribe un determinado relato en torno a los años 70’ que,
prácticamente, no se distingue de la narración que el kirchnerismo –con
todo el peso del poder del estado– impuso, bajando línea a sangre y
fuego. Una cantidad significativa de argentinos ha aceptado esa visión
sin pretender cotejarla con las otras partes involucradas.
Acríticamente. No conocen las publicaciones de otro signo; no tienen un
real interés en conocerlas (eso es peor) y son alarmantemente ignorantes
de los puntos débiles de sus propias versiones.
La versión predominante –que ya existía desde los 80’ pero que con el
kirchnerismo cobró patente oficial– va mucho más allá del simple
repudio a los procedimientos inmorales en la guerra contra el terrorismo
por parte de las Fuerzas Armadas. Según esta visión, directamente, “no
hubo guerra” (aunque quienes fueron protagonistas afirman que la hubo).
Las cosas se dan de tal manera en nuestro país que unos intelectuales
ideologizados –10, 20, 30 y hasta 40 años después– pueden decir
tranquilamente en todos los medios, revistas, libros, que lo que pasó
“no fue una guerra”, cuando los montoneros y erpianos escribían en sus
manifiestos “guerra popular revolucionaria”, “lucha armada”, etc.
El escenario de guerra como telón de fondo lo cambia todo, y muchos
intereses corren peligro si los hechos históricos se interpretan así.
El segundo recorte lo constituye la calculada y sistemática omisión
–por simple que fuese– de los nombres de las víctimas civiles,
asesinadas en manos de la subversión. Durante décadas, no se los podía
mencionar. ¿No tenían madres esas personas?
Las víctimas civiles de la subversión fueron confinadas al olvido,
porque su memoria –¡su simple existencia!– era incómoda para la versión
kirchnerista, que elevó a “verdad histórica oficial” la distorsión ya
presente en la mente de los militantes de derechos humanos. Amparado en
ese escudo de legitimidad moral que le daba enfrentar a “los militares
genocidas” (y del que hicieron uso, abuso, y con el que también se
enriquecieron), el oficialismo K hizo y deshizo. ¿Estás en contra?
Sos un golpista. ¿No apoyás las medidas del gobierno que juzgó a los
militares? Sos la derecha. ¿Querés que no le cobremos más impuestos al
campo? Escondés tus planteos genocidas detrás de una cuestión económica. El discurso estaba armado para eso (una estructura muy bien pensada de falsas disyuntivas), y muchos cayeron en la trampa.
Mientras muchos temían ser tildados de golpistas, derecha y
genocidas, las víctimas civiles cayeron en el olvido. Asesinadas dos
veces. Olvidada quedó Paula Lambruschini, también la hija de tres años
del Capitán Viola, David Kraiselburd (bebé de meses), María G. Cabrera
Rojo (3 años), Juan Barrios (3 años), Guillermo Capogrossi (6 años),
Claudio Yanotti (9 años), Gladys Medina (13 años), Laura Ferrari (18
años), y tantos otros desaparecidos de los discursos oficiales.
También fueron suprimidos los soldados argentinos –no meras “víctimas civiles” sino guerreros de la Patria– que
cayeron en combate contra el terrorismo. Formosa (1975), Monte Chingolo
(1975) y Tucumán (1975). No se podía hablar de ellos sin ser tildado de
“sospechoso”. Se condicionó a la población, durante años y por todos
los medios, para que toda acción militar contra la guerrilla marxista
oliese mal a priori, con independencia de un balance histórico
equilibrado. Así, operaciones militares en los montes tucumanos como el Operativo Independencia eran demonizadas. ¿Que hubo abatidos y no desaparecidos? No importa: “no podemos decir nada bueno del adversario y no podemos decir nada malo de nuestro propio bando”.
Esta era la consigna implícita, hilo conductor en todos los ideólogos y
militantes de la izquierda: como no podían festejar los asesinatos
cometidos, señalaban –mintiendo, exagerando, diciendo la verdad, quién
sabe– lo malo que habrían hecho sus adversarios, las Fuerzas Armadas.
En su mentalidad y en sus actos, “el delito del oponente extinguía el propio”. Es decir: yo
maté, fui montonero o erpiano, yo puse una bomba, yo pasé información
para que mataran al Coronel Tal. Yo le pegué un disparo a traición a un
cabo de la Policía, yo metí un explosivo en un edificio. Pero
como luego vinieron los milicos y me torturaron para que diga dónde
estaba la bomba o para que denuncie a mis otros compañeros terroristas,
listo. Como luego los milicos me hicieron desaparecer, ya está, yo
automáticamente quedo blanqueado y soy un joven idealista.
Esta técnica de lavado de cerebro se describe como la habilidad de
esconder una verdad detrás de otra. Escondieron los asesinatos y
operaciones terroristas detrás de la desaparición de personas. En el
discurso de la izquierda y los organismos de derechos humanos primero, y
en el kirchnerismo después, los integrantes del ERP y Montoneros fueron
reducidos discursivamente a la condición de simples desaparecidos. Pero, ¿de dónde saca este articulista semejante cosa? ¿Cómo va a decir que los desaparecidos eran parte de estructuras terroristas?, puede pensar algún lector. Pues bien: lo saco del propio Mario Firmenich, cabecilla de Montoneros: “Habrá
alguno que otro desaparecido que no tenía nada que ver, pero la inmensa
mayoría eran militantes y la inmensa mayoría eran montoneros (…) A mí
me hubiera molestado muchísimo que mi muerte fuera utilizada en el
sentido de que un pobrecito dirigente fue llevado a la muerte”[1] (1991).
Pero, podría algún lector dudar y preguntarnos: ¿es cierto que
los organismos de derechos humanos primero y el oficialismo después,
tanto durante el período de Néstor como el de Cristina Kirchner, fueron
mucho más allá de la condena de la desaparición de personas? ¡Porque yo no estoy a favor de la guerrilla pero tampoco de que hubiese desaparecidos!
Respondo con hechos: el gobierno contaba entre sus aliados a piqueteros
como Luis D’ Elia, quien justificó –en el programa de Jorge Lanata[2]
– el asesinato del ex presidente Aramburu, diciendo que su familia
“brindó” con “asado y con vino” cuando lo mataron. Otra de sus aliadas
fundamentales fue Hebe de Bonafini, quien siempre alentó la ejecución de
actos subversión –antes, durante y después del apoyo que recibió del
kirchnerismo–, promoviendo que se tomen las armas y fomentando la lucha
armada y la guerrilla[3].
Más datos: hasta julio del 2012, una placa colocada al frente del
edificio de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y
Correccional en Buenos Aires, recordaba el nombre del juez Jorge
Quiroga, quien había condenado a guerrilleros, siendo más tarde
asesinado por el ERP el 28 de abril de 1974. En julio de 2012, esta
placa fue retirada por orden del camarista Gustavo Bruzzone. ¿Qué tenía que ver el juez Quiroga con la desaparición de personas? ¿Por qué removieron su placa? El
oficialismo kirchnerista aplaudió la medida, como así también los
organismos de derechos humanos. Si te mató una bomba montonera o si
fuiste abatido por una bala erpiana, no podés ser recordado en este
país.
Este tema presenta, sin dudas, graves dificultades. La
historiografía de los años 70’ está signada por muchas, y entre ellas
puntualizaré como primordial el hecho de que la mayor parte de lo que
circula a través de los MMCC manifiesta única y exclusivamente lo que
dicen los críticos de la acción de las Fuerzas Armadas. Pero la
credibilidad de estos críticos está muy desgastada a causa de sus
habituales mentiras en torno a la cifra de los desaparecidos (ya todo el
mundo sabe que no fueron 30.000) y un observador imparcial no puede
aceptar su visión interesada de los hechos.
Se olvida asimismo una distinción clave. La distinción entre “subversión” y “terrorismo”. En
los años 70’, en efecto, grupos guerrilleros desencadenaron en nuestro
país el fenómeno terrorista. Varias siglas y nombres circularon en su
momento, pero los más representativos fueron sin dudas las
organizaciones denominadas ERP y Montoneros.
En nuestro país, la mayoría de las personas solamente advierten –y
con horror– el terrorismo: bombas, asesinatos, secuestros, extorsiones,
torturas, despliegues armados, etc., pero ignoran lo que se conoce como
“subversión”. La subversión no pertenece al orden físico sino
al campo de la inteligencia y la psique: el terrorista que jala el
gatillo o coloca el explosivo en la casa de un general es el último eslabón de
la gran cadena revolucionaria. Pero hay muchos otros eslabones
anteriores que cooperaron con ese acto, desde el vendedor de diarios que
informaba los horarios en que generales y coroneles salían de sus
hogares hasta el docente universitario que fomentaba resentimiento
clasista en sus alumnos y era integrante de células guerrilleras, como
Silvio Frondizi. Desde los dueños de departamentos en donde estaban
guardadas las armas hasta los periodistas que escribían benévolas
coberturas de los atentados. Como ocurrió en Argelia con el FLN, miles
de personas colaboraban con la guerrilla en tareas de superficie. Todas
estas acciones (incruentas) formaban de la subversión y no propiamente del terrorismo, siendo apoyadas y financiadas –entre otros– por el Estado Cubano.
Tampoco se entienden los años 70’ sin una dramática y criminal
contradicción: por un lado, las fuerzas del orden reaccionan contra el
terrorismo (muchos guerrilleros eran apresados o abatidos) y por otro,
desde otras esferas oficiales, se alentaba y establecía una
complicidad con el terrorismo. Sólo esta ecuación explica que –habiendo
ganado las elecciones el FREJULI– el entonces presidente de la nación,
Héctor Cámpora, decretase una amplia amnistía liberando a todos los
“presos políticos”, lo que sucedió el 25 de mayo de 1973 (El Devotazo).
276 detenidos, procesados o condenados por acciones terroristas fueron
puestos en libertad: en un abrir y cerrar de ojos, las fuerzas de
seguridad y los jueces vieron desvanecerse sus esfuerzos.
Con la amnistía, la carcajada guerrillera volvió a resonar y, por
supuesto, los primeros que tenían que temer eran los mismos policías y
jueces que los habían mandado a la cárcel. Asimismo, la puja entre la
izquierda y la derecha peronista llegaba a su clímax el 20 de junio
del 73’, con la Masacre de Ezeiza. Violencia política, derramamiento de sangre, contexto que explica frases como: “Rucci, traidor, a vos te va a pasar lo mismo que a Vandor”
(amenaza materializada el 25 de septiembre del mismo año). El asesinato
de José Ignacio Rucci –referido como alfil del peronismo de derecha– es
otro botón de muestra de esta lógica de violencia inaudita pero también
de cinismo: tomando la propaganda de unas famosas galletitas, con sus
“23 agujeritos”, se denominó Operación Traviata a la maniobra
guerrillera que tuvo por objeto su asesinato, dado que el sindicalista
había recibido 23 tiros. Según algunos, precisamente en el entierro de
Rucci habría tenido lugar la petición del ya presidente Perón de acabar
con la guerrilla usando todos los medios (“Somatén”), y algunos piensan
que es aquí donde surgen los grupos para-policiales que, por izquierda,
salen a “ajusticiar” a los subversivos. Como ya lo había hecho años
anteriores, Perón ponía varios huevos en distintas canastas.
El 28 de abril de 1974 es asesinado el precitado juez Quiroga, que
había impuesto la prisión para algunos terroristas. Su sangre rubrica
una certeza que la sociedad argentina percibió de inmediato: su propio
estado de indefensión.
El 1° de mayo del 74’ tenía lugar el célebre discurso de Perón, ese
famoso y repetido discurso donde llama “imberbes” a los Montoneros,
probablemente en respuesta a unos cánticos críticos. El 11 de mayo es
asesinado el padre Carlos Mugica, sacerdote que formó parte del MSTM (Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo), quien había influido notoriamente en Montoneros, muerte
cuya responsabilidad es discutida hasta el día de hoy. El padre Mugica
encabezaba un importante sector, dentro del peronismo de izquierda, que
había decidido no seguir promoviendo la “lucha armada” (o sea, el asesinato) dado
que el gobierno militar (1966-1973) había llegado a su fin. Había
ganado Perón con el 62% de los votos y, por tanto, “ya no había razón”
para oponerse. Pero los peronistas de izquierda más revolucionarios no
pensaban lo mismo, actitud que se cristalizaba en acciones políticas,
declaraciones públicas y hasta en cánticos que seguían repitiendo como “FAR, FAP y Montoneros son nuestros compañeros” o también “Duro, duro, duro, vivan los Montoneros que mataron a Aramburu”.
El 1º de junio, las exportaciones argentinas a los países de la
órbita socialista se incrementaron de 60 a 475 millones de dólares. El 8
de junio asume como diputado suplente Rodolfo Ortega Peña, famoso
intelectual de Montoneros. El 12 de junio, último acto peronista con Perón presente, una multitud se convocó en Plaza de Mayo y estaba presente los Montoneros.
Todo esto, luego del cortocircuito donde “los echó de la plaza”.
Apoyos, gestos y guiños para la izquierda, convalidación tácita de los
atentados. Y muchos pensaban: si el mismo presidente Perón, si el mismo poder político recibe y está aliado con los guerrilleros, ¿quién nos va a proteger? Los montoneros también estuvieron presentes en su despedida final, ante el féretro.
Muerto Perón el 1° de julio de 1974 –quien primero alentó la
guerrilla y luego intentó frenarla– y gobernando “Isabelita”, era
evidente que la victoria contra el terrorismo no estaba cerca: moría
gente todos los días, la policía estaba sobrepasada, los terroristas se
mimetizaban entre la población, la sensación de “desgobierno” era total,
y las bandas para-policiales seguían “ajusticiando” supuestos o reales
agentes del marxismo. Así, el 27 de septiembre de 1974, es asesinado
Silvio Frondizi, ideólogo del PRT-ERP, en una acción realizada por lo
que se conoce como “Triple A” (Acción Anticomunista Argentina). Más
tarde, el 27 de octubre y el 22 de diciembre respectivamente, los
erpianos toman la vida de dos profesores católicos y nacionalistas de
enorme influencia: Jordán Bruno Genta (de indudable influjo en las
Fuerzas Armadas, especialmente en Fuerza Aérea) y Carlos Alberto
Sacheri.
El país entero seguía bajo el permanente hostigamiento de células
guerrilleras. Los mismos líderes de los partidos políticos reconocían
puertas adentro su impotencia: el Estado de Derecho era impotente, había
fracasado. Y uno de los responsables de este caos era, sin dudas, el
propio Perón, que había fomentado a la guerrilla desde España, pensando
que podía controlarla una vez que se hiciera del poder en las
elecciones. Muchos piensan que Montoneros ya había advertido la traición de “El General”, cristalizada en el mencionado Somatén. En efecto, no parecía el mismo Perón que, enterado de la muerte del Che Guevara, había escrito el 24 de octubre de 1967: “Hoy
ha caído en esa lucha, como un héroe, la figura joven más
extraordinaria que ha dado la revolución en Latinoamérica: ha muerto el
Comandante Ernesto Che Guevara. (…) El peronismo, consecuente con su
tradición y con su lucha, como Movimiento Nacional, Popular y
Revolucionario, rinde su homenaje emocionado al idealista, al
revolucionario, al Comandante Ernesto “Che” Guevara, guerrillero
argentino muerto en acción empuñando las armas en pos del triunfo de las
revoluciones nacionales en Latinoamérica”.
Los testimonios de quienes vivieron esa época –personas de distintas
posiciones políticas– confluyen en una sola cosa: la situación del país
era un caos total. En los 70’, el cuadro era el siguiente:
–una Argentina debilitada económicamente;
–una insurgencia revolucionaria–terrorista, dispuesta a derrocar el malhadado orden democrático vigente;
–una contrainsurgencia que, desde el campo policial y militar,
luchaba contra el terrorismo (pero que no veía la acción psicológica de
la subversión, o que al menos la subestimaba).
Como parte de su enfrentamiento con la URSS, Estados Unidos fogoneó
los golpes militares cuidándose muy bien de apoyar a los sectores
nacionalistas en las Fuerzas Armadas. ¿Por qué motivo? Los nacionalistas
rechazaban toda injerencia extranjera en nuestro país, no sólo la
soviética sino también la representada por los imperialismos
financieros. Resultado: los militares de perfil profesionalista, generalmente
cercanos a cierta derecha liberal, fueron los que efectivamente
recibieron el apoyo norteamericano para conducir la nación en 1976,
continuando –con todo el poder del estado– la guerra contra el
terrorismo marxista.
La formación liberal de las Fuerzas Armadas a lo largo de
generaciones dificultó que fuesen plenamente conscientes del
sometimiento económico–político de la Argentina. Atrapados, como lo
estaban, dentro del esquema de la Guerra Fría, muchos creían
que para salvar a la Patria del Comunismo había que pactar con los
Estados Unidos, y que volviera “la Santa Democracia”.
La suma de todas estas circunstancias explica que, a mediados de los 70’, la sociedad argentina entera haya pedido a gritos “Que vuelvan los militares y hagan algo”.
Los días de 1975 y principios del 76’ fueron muy intensos,
recrudecieron los operativos guerrilleros y era prácticamente cuestión
de tiempo para que las Fuerzas Armadas se hicieran del gobierno. Son
meses de enérgicas discusiones en los que los militares debatían los
pasos a seguir, una vez que se tomara el poder político. Isabel Perón es
derrocada sin resistencia alguna y el Gobierno Militar que viese la luz
el 24 de marzo de 1976 es recibido con entusiasmo. Radicales y hasta
los mismos peronistas –volteados– prestaron numerosos intendentes, ya
desde el inicio del golpe: 310 y 192 respectivamente. El mismo 24 a la
mañana los rumores corrían por todas partes y mucha gente susurraba “hoy
no salgas, los militares van al tomar el poder”.
La mayor parte de la población repudiaba el terrorismo y festejó el
golpe de estado. Los mismos diarios saludaron a las nuevas autoridades[4].
Otra porción, sin duda menor, repudiaba el accionar terrorista pero no
desconocía ni la importancia de los temas económicos ni lo que hemos ya
caracterizado como subversión. Una inmensa mayoría, sin
embargo, advertía solamente la acción terrorista pero subestimaba o
sencillamente desconocía la enorme influencia del imperialismo
norteamericano en nuestro país. Estimaban suficiente que el Proceso
Militar acabase con los guerrilleros, “llamaran a elecciones democráticas y ya está”. Carecían por completo de sensibilidad alguna por cualquier ideal de justicia social.
No es cierto (pero te lo quieren hacer creer) que la totalidad de las
voces fueran complacientes con el Proceso. Muy por el contrario, tanto
sus políticas económicas anti-argentinas –la toma de deuda externa, por
ejemplo– como sus métodos para combatir la subversión fueron duramente
criticados y denunciados en el mismo momento en que ocurrían. El tiempo
reveló lo desastroso de sus consecuencias: se cerraron fábricas, se
endeudó aún más el país, regalándose la soberanía económica. La Revista Cabildo, pero
también otras voces nacionalistas, no dejaron de criticar las políticas
del Proceso Militar. Mientras tanto, otros actores políticos que
tampoco eran de izquierda aplaudían y celebraban que las FFAA hubieran
tomado el poder para así librar, de manera más eficaz, el combate contra
el terrorismo erpiano–montonero, sin entender, sin apreciar o peor aún
convalidando que el gobierno militar estuviese debilitando –en el plano
económico– al país cuando el efecto de estas medidas empezó a hacerse
sentir.
La guerra antisubversiva fue la respuesta a la guerra revolucionaria. El apoyo del imperialismo norteamericano no cambia esto: el hecho de que Estados Unidos apoyase el Proceso Militar no extingue nuestro derecho a defendernos del terrorismo. Más
allá de esta influencia, está fuera de toda discusión que estas fuerzas
tenían el deber de defender a la Nación. Ahora bien, en honor a la
verdad, pocos hombres de guerra advirtieron que el peligro no sólo
estaba en La Habana o en Moscú sino también en Washington.
La observación y el análisis de este contexto arrojan varios
resultados. En efecto, no cabe duda de que el discurso atravesado por
los vocablos “terrorismo de estado”, “genocidio”, “dictadura”, “plan
sistemático”, simplifica de manera arbitraria e irracional un
conjunto de hechos históricos que –de conocerse en su totalidad–
resisten cualquier reducción. Es, por otro lado, absolutamente
inaceptable reducir la legítima defensa de la nación respecto de la guerrilla a las acciones injustas que los militares hayan cometido contra los subversivos.
Ningún argentino de bien, que realmente ame la verdad histórica y la
justicia, justifica procedimientos inmorales en la lucha contra el
terrorismo. Y así como no lo justifica, precisamente porque quiere la
justicia –que es inseparable de la verdad– tampoco acepta la novela rosa de
los desaparecidos. Un relato que, por otra parte, fue resistido por
Martín Caparrós y Eduardo Anguita, dos integrantes de relieve de ERP y
Montoneros.
Develar la verdad sobre este tema no lava las políticas liberales del
Proceso, ni blanquea el procedimiento de desaparición de personas.
Destapar la verdad, por el contrario, desenmascara las mentiras que se
vienen diciendo. Lo cierto, lo dramáticamente cierto, es que fue una
guerra.
Fue una guerra. Ahora bien, ¿es necesario decir que, sobre todo durante una guerra, no vale todo? ¿Es necesario decir que no existe luz verde para
cualquier acción en épocas de guerra? La moral de los guerrilleros, la
moral marxista, obedece a este principio: “Todo su ser tiene que estar
dominado por una meta, un pensamiento, una pasión: la revolución… Debe
romper, con cuerpo y alma, de palabra y por el acto, toda relación con
el orden existente, e incluso con el mundo civilizado y sus leyes, sus
buenos modales, sus convenciones y su moral. Es su enemigo despiadado y
vive en él con el único fin de destruirlo. Odia y desprecia la moral
social de su época. Todo lo que favorezca la revolución es moral…, todo
lo que la impida, es inmoral”[5].
El Che Guevara lo dijo bien claro: “El odio como factor de lucha, el
odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones
naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta,
selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así[6]. Es, por el contrario, la moral católica la que enseña que el fin no justifica los medios.
Quienes no quieren hacer las necesarias precisiones son sospechosos
de arbitrariedad y parcialidad ideológica. En el Evangelio de San Juan
leemos que Cristo dijo: “la verdad os hará libres”. Abracemos definidamente la Verdad y todo lo demás se dará por añadidura.
[1] Cfr. Página/12, 17 de marzo de 1991, entrevista a Mario Firmenich por parte del periodista Jesús Quinteros.
[2] Cfr. https://www.youtube.com/watch?v=fX6yrg0DX_k (minutos 8 y ss.).
[3]
Como botón de muestra, ver: Discurso de Hebe de Bonafini, en el acto
por los 49 años del asalto al Cuartel Moncada (Cuba), realizado en la
Facultad de Medicina, el 26 de Julio de 2002. Link:
http://www.madres.org/navegar/nav.php?idsitio=5&idcat=96&idindex=173
[4] Cfr. http://www.infobae.com/2009/03/24/438267-que-decian-los-diarios-del-24-marzo-1976/
[5] Cfr. Catecismo del revolucionario, Bakunin.
[6] Mensaje a la Tricontinental. Bolivia, mayo de 1967.