sábado, 14 de marzo de 2020

SOBRE EL 24 DE MARZO DE 1976

Sobre el 24 de marzo de 1976: ¿qué es lo más verdadero y menos sesgado que podemos decir?


Es difícil condensar lo esencial en un apretado artículo.
Una parte importante de la población está condicionada para interpretar de manera torcida cualquier cosa sobre los años 70’ que se salga del guión de lo políticamente correcto. Es como si las versiones alternativas gatillasen en la mente de estas personas –quizás en la de vos mismo, que me estás leyendo, sí, ahora– una reacción (prefabricada) cristalizada en pensamientos tales como “si hablan de las bombas de los montoneros, justifican a los militares”. ¿O me vas a decir que no? Ey, los desaparecidos eran guerrilleros, leemos o escuchamos, y de inmediato algunos dirán “¡Estás queriendo legitimar la Dictadura!”.

Lo primero que tengo que pedirte es que entiendas que si vos llegás a estos pensamientos de manera espontánea –casi automática–, es porque te vienen manipulando. Como a los perros de Pavlov, te han acondicionado para ese reflejo. Porque en realidad, el tema es mucho más complejo.

Controla el pasado y controlarás el presente

No cabe duda de que una porción considerable de la población argentina suscribe un determinado relato en torno a los años 70’ que, prácticamente, no se distingue de la narración que el kirchnerismo –con todo el peso del poder del estado– impuso, bajando línea a sangre y fuego. Una cantidad significativa de argentinos ha aceptado esa visión sin pretender cotejarla con las otras partes involucradas. Acríticamente. No conocen las publicaciones de otro signo; no tienen un real interés en conocerlas (eso es peor) y son alarmantemente ignorantes de los puntos débiles de sus propias versiones.
La versión predominante –que ya existía desde los 80’ pero que con el kirchnerismo cobró patente oficial– va mucho más allá del simple repudio a los procedimientos inmorales en la guerra contra el terrorismo por parte de las Fuerzas Armadas. Según esta visión, directamente, “no hubo guerra” (aunque quienes fueron protagonistas afirman que la hubo). Las cosas se dan de tal manera en nuestro país que unos intelectuales ideologizados –10, 20, 30 y hasta 40 años después– pueden decir tranquilamente en todos los medios, revistas, libros, que lo que pasó “no fue una guerra”, cuando los montoneros y erpianos escribían en sus manifiestos “guerra popular revolucionaria”, “lucha armada”, etc.
El escenario de guerra como telón de fondo lo cambia todo, y muchos intereses corren peligro si los hechos históricos se interpretan así.
El segundo recorte lo constituye la calculada y sistemática omisión –por simple que fuese– de los nombres de las víctimas civiles, asesinadas en manos de la subversión. Durante décadas, no se los podía mencionar. ¿No tenían madres esas personas?
Las víctimas civiles de la subversión fueron confinadas al olvido, porque su memoria –¡su simple existencia!– era incómoda para la versión kirchnerista, que elevó a “verdad histórica oficial” la distorsión ya presente en la mente de los militantes de derechos humanos. Amparado en ese escudo de legitimidad moral que le daba enfrentar a “los militares genocidas” (y del que hicieron uso, abuso, y con el que también se enriquecieron), el oficialismo K hizo y deshizo. ¿Estás en contra? Sos un golpista. ¿No apoyás las medidas del gobierno que juzgó a los militares? Sos la derecha. ¿Querés que no le cobremos más impuestos al campo? Escondés tus planteos genocidas detrás de una cuestión económica. El discurso estaba armado para eso (una estructura muy bien pensada de falsas disyuntivas), y muchos cayeron en la trampa.
Mientras muchos temían ser tildados de golpistas, derecha y genocidas, las víctimas civiles cayeron en el olvido. Asesinadas dos veces. Olvidada quedó Paula Lambruschini, también la hija de tres años del Capitán Viola, David Kraiselburd (bebé de meses), María G. Cabrera Rojo (3 años), Juan Barrios (3 años), Guillermo Capogrossi (6 años), Claudio Yanotti (9 años), Gladys Medina (13 años), Laura Ferrari (18 años), y tantos otros desaparecidos de los discursos oficiales.
También fueron suprimidos los soldados argentinos –no meras “víctimas civiles” sino guerreros de la Patria– que cayeron en combate contra el terrorismo. Formosa (1975), Monte Chingolo (1975) y Tucumán (1975). No se podía hablar de ellos sin ser tildado de “sospechoso”. Se condicionó a la población, durante años y por todos los medios, para que toda acción militar contra la guerrilla marxista oliese mal a priori, con independencia de un balance histórico equilibrado. Así, operaciones militares en los montes tucumanos como el Operativo Independencia eran demonizadas. ¿Que hubo abatidos y no desaparecidos? No importa: “no podemos decir nada bueno del adversario y no podemos decir nada malo de nuestro propio bando”. Esta era la consigna implícita, hilo conductor en todos los ideólogos y militantes de la izquierda: como no podían festejar los asesinatos cometidos, señalaban –mintiendo, exagerando, diciendo la verdad, quién sabe– lo malo que habrían hecho sus adversarios, las Fuerzas Armadas.
En su mentalidad y en sus actos, “el delito del oponente extinguía el propio”. Es decir: yo maté, fui montonero o erpiano, yo puse una bomba, yo pasé información para que mataran al Coronel Tal. Yo le pegué un disparo a traición a un cabo de la Policía, yo metí un explosivo en un edificio. Pero como luego vinieron los milicos y me torturaron para que diga dónde estaba la bomba o para que denuncie a mis otros compañeros terroristas, listo. Como luego los milicos me hicieron desaparecer, ya está, yo automáticamente quedo blanqueado y soy un joven idealista.
Esta técnica de lavado de cerebro se describe como la habilidad de esconder una verdad detrás de otra. Escondieron los asesinatos y operaciones terroristas detrás de la desaparición de personas. En el discurso de la izquierda y los organismos de derechos humanos primero, y en el kirchnerismo después, los integrantes del ERP y Montoneros fueron reducidos discursivamente a la condición de simples desaparecidos. Pero, ¿de dónde saca este articulista semejante cosa? ¿Cómo va a decir que los desaparecidos eran parte de estructuras terroristas?, puede pensar algún lector. Pues bien: lo saco del propio Mario Firmenich, cabecilla de Montoneros: “Habrá alguno que otro desaparecido que no tenía nada que ver, pero la inmensa mayoría eran militantes y la inmensa mayoría eran montoneros (…) A mí me hubiera molestado muchísimo que mi muerte fuera utilizada en el sentido de que un pobrecito dirigente fue llevado a la muerte”[1] (1991).
Pero, podría algún lector dudar y preguntarnos: ¿es cierto que los organismos de derechos humanos primero y el oficialismo después, tanto durante el período de Néstor como el de Cristina Kirchner, fueron mucho más allá de la condena de la desaparición de personas? ¡Porque yo no estoy a favor de la guerrilla pero tampoco de que hubiese desaparecidos! Respondo con hechos: el gobierno contaba entre sus aliados a piqueteros como Luis D’ Elia, quien justificó –en el programa de Jorge Lanata[2] – el asesinato del ex presidente Aramburu, diciendo que su familia “brindó” con “asado y con vino” cuando lo mataron. Otra de sus aliadas fundamentales fue Hebe de Bonafini, quien siempre alentó la ejecución de actos subversión –antes, durante y después del apoyo que recibió del kirchnerismo–, promoviendo que se tomen las armas y fomentando la lucha armada y la guerrilla[3].
Más datos: hasta julio del 2012, una placa colocada al frente del edificio de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional en Buenos Aires, recordaba el nombre del juez Jorge Quiroga, quien había condenado a guerrilleros, siendo más tarde asesinado por el ERP el 28 de abril de 1974. En julio de 2012, esta placa fue retirada por orden del camarista Gustavo Bruzzone. ¿Qué tenía que ver el juez Quiroga con la desaparición de personas? ¿Por qué removieron su placa? El oficialismo kirchnerista aplaudió la medida, como así también los organismos de derechos humanos. Si te mató una bomba montonera o si fuiste abatido por una bala erpiana, no podés ser recordado en este país.
Este tema presenta, sin dudas, graves dificultades. La historiografía de los años 70’ está signada por muchas, y entre ellas puntualizaré como primordial el hecho de que la mayor parte de lo que circula a través de los MMCC manifiesta única y exclusivamente lo que dicen los críticos de la acción de las Fuerzas Armadas. Pero la credibilidad de estos críticos está muy desgastada a causa de sus habituales mentiras en torno a la cifra de los desaparecidos (ya todo el mundo sabe que no fueron 30.000) y un observador imparcial no puede aceptar su visión interesada de los hechos.
Se olvida asimismo una distinción clave. La distinción entre “subversión” y “terrorismo”. En los años 70’, en efecto, grupos guerrilleros desencadenaron en nuestro país el fenómeno terrorista. Varias siglas y nombres circularon en su momento, pero los más representativos fueron sin dudas las organizaciones denominadas ERP y Montoneros.
En nuestro país, la mayoría de las personas solamente advierten –y con horror– el terrorismo: bombas, asesinatos, secuestros, extorsiones, torturas, despliegues armados, etc., pero ignoran lo que se conoce como “subversión”. La subversión no pertenece al orden físico sino al campo de la inteligencia y la psique: el terrorista que jala el gatillo o coloca el explosivo en la casa de un general es el último eslabón de la gran cadena revolucionaria. Pero hay muchos otros eslabones anteriores que cooperaron con ese acto, desde el vendedor de diarios que informaba los horarios en que generales y coroneles salían de sus hogares hasta el docente universitario que fomentaba resentimiento clasista en sus alumnos y era integrante de células guerrilleras, como Silvio Frondizi. Desde los dueños de departamentos en donde estaban guardadas las armas hasta los periodistas que escribían benévolas coberturas de los atentados. Como ocurrió en Argelia con el FLN, miles de personas colaboraban con la guerrilla en tareas de superficie. Todas estas acciones (incruentas) formaban de la subversión y no propiamente del terrorismo, siendo apoyadas y financiadas –entre otros– por el Estado Cubano.
Tampoco se entienden los años 70’ sin una dramática y criminal contradicción: por un lado, las fuerzas del orden reaccionan contra el terrorismo (muchos guerrilleros eran apresados o abatidos) y por otro, desde otras esferas oficiales, se alentaba y establecía una complicidad con el terrorismo. Sólo esta ecuación explica que –habiendo ganado las elecciones el FREJULI– el entonces presidente de la nación, Héctor Cámpora, decretase una amplia amnistía liberando a todos los “presos políticos”, lo que sucedió el 25 de mayo de 1973 (El Devotazo). 276 detenidos, procesados o condenados por acciones terroristas fueron puestos en libertad: en un abrir y cerrar de ojos, las fuerzas de seguridad y los jueces vieron desvanecerse sus esfuerzos.
Con la amnistía, la carcajada guerrillera volvió a resonar y, por supuesto, los primeros que tenían que temer eran los mismos policías y jueces que los habían mandado a la cárcel. Asimismo, la puja entre la izquierda y la derecha peronista llegaba a su clímax el 20 de junio del 73’, con la Masacre de Ezeiza. Violencia política, derramamiento de sangre, contexto que explica frases como: “Rucci, traidor, a vos te va a pasar lo mismo que a Vandor” (amenaza materializada el 25 de septiembre del mismo año). El asesinato de José Ignacio Rucci –referido como alfil del peronismo de derecha– es otro botón de muestra de esta lógica de violencia inaudita pero también de cinismo: tomando la propaganda de unas famosas galletitas, con sus “23 agujeritos”, se denominó Operación Traviata a la maniobra guerrillera que tuvo por objeto su asesinato, dado que el sindicalista había recibido 23 tiros. Según algunos, precisamente en el entierro de Rucci habría tenido lugar la petición del ya presidente Perón de acabar con la guerrilla usando todos los medios (“Somatén”), y algunos piensan que es aquí donde surgen los grupos para-policiales que, por izquierda, salen a “ajusticiar” a los subversivos. Como ya lo había hecho años anteriores, Perón ponía varios huevos en distintas canastas.
El 28 de abril de 1974 es asesinado el precitado juez Quiroga, que había impuesto la prisión para algunos terroristas. Su sangre rubrica una certeza que la sociedad argentina percibió de inmediato: su propio estado de indefensión.
El 1° de mayo del 74’ tenía lugar el célebre discurso de Perón, ese famoso y repetido discurso donde llama “imberbes” a los Montoneros, probablemente en respuesta a unos cánticos críticos. El 11 de mayo es asesinado el padre Carlos Mugica, sacerdote que formó parte del MSTM (Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo), quien había influido notoriamente en Montoneros, muerte cuya responsabilidad es discutida hasta el día de hoy. El padre Mugica encabezaba un importante sector, dentro del peronismo de izquierda, que había decidido no seguir promoviendo la “lucha armada” (o sea, el asesinato) dado que el gobierno militar (1966-1973) había llegado a su fin. Había ganado Perón con el 62% de los votos y, por tanto, “ya no había razón” para oponerse. Pero los peronistas de izquierda más revolucionarios no pensaban lo mismo, actitud que se cristalizaba en acciones políticas, declaraciones públicas y hasta en cánticos que seguían repitiendo como “FAR, FAP y Montoneros son nuestros compañeros” o también “Duro, duro, duro, vivan los Montoneros que mataron a Aramburu”.
El 1º de junio, las exportaciones argentinas a los países de la órbita socialista se incrementaron de 60 a 475 millones de dólares. El 8 de junio asume como diputado suplente Rodolfo Ortega Peña, famoso intelectual de Montoneros. El 12 de junio, último acto peronista con Perón presente, una multitud se convocó en Plaza de Mayo y estaba presente los Montoneros. Todo esto, luego del cortocircuito donde “los echó de la plaza”. Apoyos, gestos y guiños para la izquierda, convalidación tácita de los atentados. Y muchos pensaban: si el mismo presidente Perón, si el mismo poder político recibe y está aliado con los guerrilleros, ¿quién nos va a proteger? Los montoneros también estuvieron presentes en su despedida final, ante el féretro.
Muerto Perón el 1° de julio de 1974 –quien primero alentó la guerrilla y luego intentó frenarla– y gobernando “Isabelita”, era evidente que la victoria contra el terrorismo no estaba cerca: moría gente todos los días, la policía estaba sobrepasada, los terroristas se mimetizaban entre la población, la sensación de “desgobierno” era total, y las bandas para-policiales seguían “ajusticiando” supuestos o reales agentes del marxismo. Así, el 27 de septiembre de 1974, es asesinado Silvio Frondizi, ideólogo del PRT-ERP, en una acción realizada por lo que se conoce como “Triple A” (Acción Anticomunista Argentina). Más tarde, el 27 de octubre y el 22 de diciembre respectivamente, los erpianos toman la vida de dos profesores católicos y nacionalistas de enorme influencia: Jordán Bruno Genta (de indudable influjo en las Fuerzas Armadas, especialmente en Fuerza Aérea) y Carlos Alberto Sacheri.
El país entero seguía bajo el permanente hostigamiento de células guerrilleras. Los mismos líderes de los partidos políticos reconocían puertas adentro su impotencia: el Estado de Derecho era impotente, había fracasado. Y uno de los responsables de este caos era, sin dudas, el propio Perón, que había fomentado a la guerrilla desde España, pensando que podía controlarla una vez que se hiciera del poder en las elecciones. Muchos piensan que Montoneros ya había advertido la traición de “El General”, cristalizada en el mencionado Somatén. En efecto, no parecía el mismo Perón que, enterado de la muerte del Che Guevara, había escrito el 24 de octubre de 1967: “Hoy ha caído en esa lucha, como un héroe, la figura joven más extraordinaria que ha dado la revolución en Latinoamérica: ha muerto el Comandante Ernesto Che Guevara. (…) El peronismo, consecuente con su tradición y con su lucha, como Movimiento Nacional, Popular y Revolucionario, rinde su homenaje emocionado al idealista, al revolucionario, al Comandante Ernesto “Che” Guevara, guerrillero argentino muerto en acción empuñando las armas en pos del triunfo de las revoluciones nacionales en Latinoamérica”.
Los testimonios de quienes vivieron esa época –personas de distintas posiciones políticas– confluyen en una sola cosa: la situación del país era un caos total. En los 70’, el cuadro era el siguiente:

–una Argentina debilitada económicamente;
–una insurgencia revolucionaria–terrorista, dispuesta a derrocar el malhadado orden democrático vigente;
–una contrainsurgencia que, desde el campo policial y militar, luchaba contra el terrorismo (pero que no veía la acción psicológica de la subversión, o que al menos la subestimaba).

Como parte de su enfrentamiento con la URSS, Estados Unidos fogoneó los golpes militares cuidándose muy bien de apoyar a los sectores nacionalistas en las Fuerzas Armadas. ¿Por qué motivo? Los nacionalistas rechazaban toda injerencia extranjera en nuestro país, no sólo la soviética sino también la representada por los imperialismos financieros. Resultado: los militares de perfil profesionalista, generalmente cercanos a cierta derecha liberal, fueron los que efectivamente recibieron el apoyo norteamericano para conducir la nación en 1976, continuando –con todo el poder del estado– la guerra contra el terrorismo marxista.
La formación liberal de las Fuerzas Armadas a lo largo de generaciones dificultó que fuesen plenamente conscientes del sometimiento económico–político de la Argentina. Atrapados, como lo estaban, dentro del esquema de la Guerra Fría, muchos creían que para salvar a la Patria del Comunismo había que pactar con los Estados Unidos, y que volviera “la Santa Democracia”.
La suma de todas estas circunstancias explica que, a mediados de los 70’, la sociedad argentina entera haya pedido a gritos “Que vuelvan los militares y hagan algo”. Los días de 1975 y principios del 76’ fueron muy intensos, recrudecieron los operativos guerrilleros y era prácticamente cuestión de tiempo para que las Fuerzas Armadas se hicieran del gobierno. Son meses de enérgicas discusiones en los que los militares debatían los pasos a seguir, una vez que se tomara el poder político. Isabel Perón es derrocada sin resistencia alguna y el Gobierno Militar que viese la luz el 24 de marzo de 1976 es recibido con entusiasmo. Radicales y hasta los mismos peronistas –volteados– prestaron numerosos intendentes, ya desde el inicio del golpe: 310 y 192 respectivamente. El mismo 24 a la mañana los rumores corrían por todas partes y mucha gente susurraba “hoy no salgas, los militares van al tomar el poder”.
La mayor parte de la población repudiaba el terrorismo y festejó el golpe de estado. Los mismos diarios saludaron a las nuevas autoridades[4]. Otra porción, sin duda menor, repudiaba el accionar terrorista pero no desconocía ni la importancia de los temas económicos ni lo que hemos ya caracterizado como subversión. Una inmensa mayoría, sin embargo, advertía solamente la acción terrorista pero subestimaba o sencillamente desconocía la enorme influencia del imperialismo norteamericano en nuestro país. Estimaban suficiente que el Proceso Militar acabase con los guerrilleros, “llamaran a elecciones democráticas y ya está”. Carecían por completo de sensibilidad alguna por cualquier ideal de justicia social.
No es cierto (pero te lo quieren hacer creer) que la totalidad de las voces fueran complacientes con el Proceso. Muy por el contrario, tanto sus políticas económicas anti-argentinas –la toma de deuda externa, por ejemplo– como sus métodos para combatir la subversión fueron duramente criticados y denunciados en el mismo momento en que ocurrían. El tiempo reveló lo desastroso de sus consecuencias: se cerraron fábricas, se endeudó aún más el país, regalándose la soberanía económica. La Revista Cabildo, pero también otras voces nacionalistas, no dejaron de criticar las políticas del Proceso Militar. Mientras tanto, otros actores políticos que tampoco eran de izquierda aplaudían y celebraban que las FFAA hubieran tomado el poder para así librar, de manera más eficaz, el combate contra el terrorismo erpiano–montonero, sin entender, sin apreciar o peor aún convalidando que el gobierno militar estuviese debilitando –en el plano económico– al país cuando el efecto de estas medidas empezó a hacerse sentir.
La guerra antisubversiva fue la respuesta a la guerra revolucionaria. El apoyo del imperialismo norteamericano no cambia esto: el hecho de que Estados Unidos apoyase el Proceso Militar no extingue nuestro derecho a defendernos del terrorismo. Más allá de esta influencia, está fuera de toda discusión que estas fuerzas tenían el deber de defender a la Nación. Ahora bien, en honor a la verdad, pocos hombres de guerra advirtieron que el peligro no sólo estaba en La Habana o en Moscú sino también en Washington.
La observación y el análisis de este contexto arrojan varios resultados. En efecto, no cabe duda de que el discurso atravesado por los vocablos “terrorismo de estado”, “genocidio”, “dictadura”, “plan sistemático”, simplifica de manera arbitraria e irracional un conjunto de hechos históricos que –de conocerse en su totalidad– resisten cualquier reducción. Es, por otro lado, absolutamente inaceptable reducir la legítima defensa de la nación respecto de la guerrilla a las acciones injustas que los militares hayan cometido contra los subversivos.
Ningún argentino de bien, que realmente ame la verdad histórica y la justicia, justifica procedimientos inmorales en la lucha contra el terrorismo. Y así como no lo justifica, precisamente porque quiere la justicia –que es inseparable de la verdad– tampoco acepta la novela rosa de los desaparecidos. Un relato que, por otra parte, fue resistido por Martín Caparrós y Eduardo Anguita, dos integrantes de relieve de ERP y Montoneros.
Develar la verdad sobre este tema no lava las políticas liberales del Proceso, ni blanquea el procedimiento de desaparición de personas. Destapar la verdad, por el contrario, desenmascara las mentiras que se vienen diciendo. Lo cierto, lo dramáticamente cierto, es que fue una guerra.
Fue una guerra. Ahora bien, ¿es necesario decir que, sobre todo durante una guerra, no vale todo? ¿Es necesario decir que no existe luz verde para cualquier acción en épocas de guerra? La moral de los guerrilleros, la moral marxista, obedece a este principio: “Todo su ser tiene que estar dominado por una meta, un pensamiento, una pasión: la revolución… Debe romper, con cuerpo y alma, de palabra y por el acto, toda relación con el orden existente, e incluso con el mundo civilizado y sus leyes, sus buenos modales, sus convenciones y su moral. Es su enemigo despiadado y vive en él con el único fin de destruirlo. Odia y desprecia la moral social de su época. Todo lo que favorezca la revolución es moral…, todo lo que la impida, es inmoral”[5]. El Che Guevara lo dijo bien claro: “El odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría  máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así[6]. Es, por el contrario, la moral católica la que enseña que el fin no justifica los medios.
Quienes no quieren hacer las necesarias precisiones son sospechosos de arbitrariedad y parcialidad ideológica. En el Evangelio de San Juan leemos que Cristo dijo: “la verdad os hará libres”. Abracemos definidamente la Verdad y todo lo demás se dará por añadidura.
 
[1] Cfr. Página/12, 17 de marzo de 1991, entrevista a Mario Firmenich por parte del periodista Jesús Quinteros.
[3] Como botón de muestra, ver: Discurso de Hebe de Bonafini, en el acto por los 49 años del asalto al Cuartel Moncada (Cuba), realizado en la Facultad de Medicina, el 26 de Julio de 2002. Link: http://www.madres.org/navegar/nav.php?idsitio=5&idcat=96&idindex=173
[4] Cfr. http://www.infobae.com/2009/03/24/438267-que-decian-los-diarios-del-24-marzo-1976/
[5] Cfr. Catecismo del revolucionario, Bakunin.
[6] Mensaje a la Tricontinental. Bolivia, mayo de 1967.