LA PESTE (Así de simple)
Malebranche quería convencernos de que Dios causa directamente todas
las cosas y las hace así de simples, por eso es en la simpleza que
reconocemos Su autoría y no hay muchos recovecos para el discernimiento
de la voluntad del Altísimo. Doctrina que a uno le facilita la
explicación de las cosas sabiendo que las complejidades son sólo
retorcimientos humanos concebidos en la evasión de un mensaje más que
claro. Frente a la peste de estos tiempos hemos visto campar esta
doctrina muy oronda y sólo se han sucedido disputas en cuanto a qué
quiere decirnos Dios con ella más allá del mensaje evidente de
“¡Convertios!”. Pero leyendo a Barbey (asunto no muy recomendable en
cuaresma) se me arruinó esta certeza y en él escucho que el Diablo
también hace las cosas simples (todo en él finalmente se reduce a la
vieja y remanida receta de soplar la brasas del orgullo y la lujuria que
están siempre tibias al rescoldo de un corazón afiebrado) y ya
adquirimos una dificultad para discernir. Está bien, la Peste es simple,
pero… ¡¿es de Dios o es del Diablo?! Resulta que los complicados somos
nosotros y que las complicaciones son siempre producto de la estupidez,
con lo que discernir en las cosas de la naturaleza como en las de Dios,
se trata al fin de combatir contra la propia imbecilidad.
Una guerra es algo complicado que cuando
muestra todas sus consecuencias se revela siempre estúpida (salvo las guerras
entre los malos y los buenos cuando raramente se muestran así de simples y
evidentes, lo que ocurre comúnmente en el Antiguo Testamento o cuando los otros
son ingleses), pero la Peste sí que tiene una simplicidad total – como otras desgracias
naturales – y no se puede hacer de ellas juicio de valor alguno. Simplemente
son y ocurren como ocurre el mal tiempo y cae la lluvia. Si te mojas no andas
preguntando teologías, sino que sabes que olvidaste reparar el techo, que las
consecuencias son producto de un descuido. Son cosas comunes y sencillamente
explicables cuando ocurren en África (el año pasado solamente, murieron 800.000
niños de neumonía en dicho continente), pero entiendo que resulte difícil de
aceptar con esa simpleza cuando nos ocurren a nosotros y caen sobre nuestras
cabezas entre tejas que suponíamos estaban bien clavadas.
Quienes
no han leído a Barbey y cultivan el ocasionalismo de Malebranche, tienen la
facilidad de asignar directamente su causación al Buen Dios, Él las manda y de
esta forma podemos afirmar que si un Cura escucha a un médico es porque ha
perdido la fe, o -como hacía Camus- agradecer el proverbial ateísmo en los
médicos porque si no dejarían todo esfuerzo a la Omnipotencia Divina.
El sentido común dicta que cuando acontece
una peste surge con claridad una consigna simple: ¡hay que defenderse! Como
decir que dos más dos son cuatro. Pero no -volvemos a Camus – “hay un momento
en la historia en el que quien se atreve a decir que dos más dos son cuatro
está condenado a muerte. Bien lo sabe el maestro”. Y resulta que no hay que
defenderse porque estaríamos contrariando la voluntad de Dios y poniendo en
duda la bondad de la prueba que nos pone Su Providencia. Aun en la perspectiva
de que fuera el Diablo (que simplemente después de sugerirte el pecado de la
lujuria, te la quita y te agrega el pecado del miedo de perder el placer) hay quienes por
alguna pirueta complicada entienden que la manera de embromar a Satanás es dejando
de tomar los recaudos del caso, y vuelta con que dos más dos no es cuatro. En
todos los casos la consigna de que “¡Hay que defenderse!”, permanece válida.
El asunto es que simplemente, ante la
simpleza de la peste y la simpleza de la muerte que provoca, desprovista de culpables y sin necesidad de
investigación forense, con ese accionar caprichoso y azaroso sobre justos y
pecadores, sobre ladrones y policías; el discernimiento más simple encuentra al
buen médico y al buen Cura en una misma sintonía cuando se enfrentan al
moribundo que boquea por un poco de oxígeno que se le niega; ambos se dedicarán
a socorrerle en sus miserias más que a reflexionar sobre las excelencias o las
maldades que dichas miserias significan
o proclaman.
Porque simplemente y a primera vista, las
pestes y las desgracias naturales que por su condición de no estar
direccionadas a un objetivo identificable hacen imposible asegurar a qué culpas
obedecen, de si son causadas por Dios para conversión de las gentes o por el
Diablo para su confusión, desesperación y final perdición; cosas ambas que – me
atrevo a augurar – ocurrirán en la misma medida del curso de cómo se llevan sus
vidas hasta ese día (arriesgo a decir que casi sin alteración de los resultados
previsibles antes de que ocurriera el fenómeno), y lo único que tiene sentido
es el movimiento de caridad que aquel pobre miserable recibe de otro que
probablemente en breve, estará en la misma.
Pero volvamos a los techos desclavados. Lo
que con total evidencia nos piden estas desgracias es un esfuerzo de ATENCIÓN –
natural y sobrenatural – con respecto a la vida que estamos llevando todos los
hombres. No es a una complicada reflexión sobre las causas naturales o
sobrenaturales que la produjeron, ni a la imposible ponderación de sus malos o
buenos efectos naturales o sobrenaturales sobre los cuerpos y las almas, sino
que son una evidencia simple y palmaria del “estado” de “imprevisión” y
descuido elemental en que los hombres están llevando sus vidas. Si me decís
“africanos”, se entiende; lo difícil parece ser el explicar este virus pequeño
burgués que nos ataca.
Sin caer en lo de Malebranche, aun
reconociendo la clara causación divina de las pestes en los casos que nos
fueran revelados; entendemos las pestes como un “síntoma” explicable y evidente
en cada etapa de la historia en que ocurrieron, de un mundo en que se han
descuidado las más elementales normas de higiene y profilaxis materiales,
morales y espirituales. Se producen casi
necesariamente por efecto de los tiempos y podrían ser fácilmente pronosticadas
si estuviéramos atentos. Sorprenden sólo porque estamos distraídos y entorpecidos.
Es fácil ver las causas en los “otros”, pero como enseñara Guardini, la
pregunta del “¡¿por qué a mí?!” se hace infinitamente compleja para el que no
sale de sí mismo y se mira desde Arriba.
No quiero ensayar hipótesis gastadas,
simplemente recordar algunas, pero… ¿no os llamaba la atención que nada nos
pasara por sostener un imperio materialista, ateo y esclavizante que nos vendía
a bajo costo su mano de obra? ¿no cabía alguna prevención por los efectos de
haber abandonado todo esfuerzo civilizador y misionero respecto de esos
hormigueros de producción? ¿no era previsible que algo funesto podría venirnos
de tal descuido de no enseñar a los pueblos cosas básicas como no comerse los
murciélagos sin hervirlos, o que es necesario rendir culto a Dios según Él lo
solicita?
Y más todavía. ¿No era llamativo que una
vez adquiridas todas las chucherías eléctricas y electrónicas desde un
hormiguero entregado a la buena del diablo, no quisiéramos todos terminar
viviendo noventa años a la orilla de los lagos del norte de Italia sin usar la
vejez para la debida penitencia?
Aquí estoy en cuarentena, pasados los
sesenta, preguntándome si ya no debería saber con claras razones lo que me
espera por no haber repasado los clavos de las tejas, ¡tantos años distraído! A
mis años sorprendido por una tormenta.