domingo, 8 de marzo de 2020

QUINTA PARTE LECCIÓN XVII


QUINTA PARTE
LECCIÓN XVII

La Política se dice prudencia en cuanto es la recta razón de las cosas que se obran en vista del Bien Común; cuando no se identifica con la virtud prudencial, se corrompe, degrada y acaba por ser nada más que adulación.


De ahí dos significados contradictorios del término prudencia que suelen confundirse deliberadamente, a pesar de contraponerse y excluirse entre sí; entre ambos significados se da una situación análoga a la que existe entre una moneda legítima y una moneda falsa del mismo valor aparente. La prudencia que se acuña en metal noble, es virtud principal e imprescindible para vivir bien, según enseña Santo Tomás, quien nos explica que “respecto de los medios convenientes en vista del fin, el hombre debe estar dispuesto por un hábito de la razón, porque la deliberación y la elección que se refieren a los medios, son actos de la razón. Por lo tanto debe haber en la razón una virtud intelectiva para la mejor y más conveniente selección de los medios: es la prudencia” 181. 181 Summa Theologiae I-IIae, q 57, a 5, corpus.
Quiere decir, pues, que la prudencia es una sabiduría de la vida, una sabiduría del mando que combina y concierta las voluntades en vista de lo mejor para todos, dirigentes y dirigidos: el Bien Común. La prudencia que se acuña en vil metal, es una rutina del alma, un temor constante por la propia seguridad y un horror al riesgo que se manifiesta como cautela, obsequiosidad o crueldad extremas. No sabe decir sí, ni tampoco sabe decir no. No divide jamás el bien del mal ni lo justo de lo injusto; prefiere acomodar y conciliar prácticamente los términos opuestos que se separan y excluyen de suyo. La prudencia así entendida y aplicada no tiene razón ni fuerza de mando; más bien, es un reflejo servil de las pasiones y de los intereses que realmente mandan, sean los de una multitud despótica o los de una casta privilegiada. Sólo se propone agradar y halagar; no es otra cosa que una adulación. Platón nos ha dejado un cuadro con los lineamientos esenciales de esa política del poder, fundada en la adulación, cuyos empresarios típicos son los sofistas y demagogos que prosperan, sobre todo, en los regímenes democráticos. 

Cuando un Estado democrático, devorado por la sed de libertad, tiene a su cabeza escanciadores que no se miden y el pueblo bebe el vino de la libertad enteramente puro hasta embriagarse, sucede que si los gobernantes no llevan su complacencia hasta el punto de conceder al pueblo toda la libertad que desea, se les acusa de traidores que aspiran a la oligarquía... En público y en privado, la democracia alaba y rinde honores a los gobernantes que tienen aire de gobernantes182.                                             
Aristóteles, como siempre, da un toque definitivo a este cuadro de la política que no es más que una adulación de la multitud, convertida en el soberano como ahora se dice: “Tan pronto como el pueblo es soberano pretende obrar como tal; sacude el yugo de la ley y se hace déspota; y desde entonces los aduladores del pueblo tienen gran predicamento. Esta democracia es en su género, lo que la tiranía es en el reinado. En ambos casos, encontramos los mismos vicios, la misma opresión de los buenos ciudadanos [...] Además, el adulón y el demagogo tienen una manifiesta semejanza. Ambos tienen un crédito ilimitado: el uno cerca del tirano y el otro cerca del pueblo corrompido” 183. 182 República VIII, 562 d.  183 Política IV, 1292 a 27 – 29. 
La Retórica o el arte de los discursos es, quieras que no, el instrumento más eficaz de la Política, lo mismo hogaño que antaño; y tanto en la Política que es una prudencia cuanto en la que no es más que una adulación. La palabra es más activa y más productiva políticamente, que la economía y que la fuerza. La prosopopeya de los hombres práctico-prácticos acerca de la primacía de los factores materiales de la existencia y su insoportable aforismo Primero vivir, después filosofar, es todavía pura jactancia retórica, un abuso de palabras para descalificar y postergar a la palabra. La verdad es que debemos decir: primero es pensar y después es comer o primero es hablar y después es hacer, si interpretamos primero en el sentido de principal, de lo más alto, de lo mejor. Claro está que si primero se dice en el sentido de lo que está antes en el tiempo o de la necesidad inmediata y materialmente perentoria, comer es primero que pensar, hacer por la vida es primero que filosofar acerca de la vida. Lo último es siempre lo primero cuando se trata del ser y del valor. Filosofar, que es el más aquilatado y el más remontado hablar, es la actividad propia del hombre, su verdadera proporción y su real aristocracia. Comer y retozar, en cambio, son actividades que tiene en común con los animales que no son hombre; no lo distinguen y, más bien, lo confunden en una común felicidad de potrero verde: estar a gusto y disfrutar la vida tranquilos y seguros. ¡Seguridad ante todo! Pero las necesidades más apremiantes, las que tienen un límite angustioso para ser satisfechas y un límite de hartura o de hastío en la satisfacción, no son las mejores, las más nobles necesidades del hombre, aquellas para las cuales se vive y por las cuales se muere. No es razonable ni decoroso suponer que el                                                  hombre es esencialmente un productor y un consumidor de medios de subsistencia, como pretenden los economistas burgueses y socialistas. La conclusión razonable y decorosa es la que tiene en cuenta que el hombre es hombre y, en consecuencia, es orador antes que productor o político antes que trabajador. La biología humana es una parte de la zoología, pero la retórica hasta en sus formas viciosas y corrompidas, es una parte de la metafísica y de la teología. Saber pensar o saber hablar es la tarea principal del hombre, la que hace que el hombre sea hombre. Es notorio que se requieren muchas más palabras para condenar a la palabra que para hacer su apología; el mayor gasto y derroche de mala retórica está siempre a cargo de los enemigos de la retórica. La palabra tiene tanta autoridad, tanta fuerza persuasiva que hasta es capaz de convencer sobre su falta de autoridad y sobre su impotencia persuasiva. Repárese en que, en ninguna otra época de la Historia Universal, se han prodigado tanto las palabras como la presente: torrentes inagotables de palabras por medio de la prensa, del libro, de la radiotelefonía, de la cátedra, de la tribuna, en una proporción jamás soportada antes, invaden, penetran y cubren la vida entera de los hombres y de los pueblos...  ¡Y eso que estamos en una época eminentemente práctica, activista, enemiga del verbo y glorificadora del trabajo socialmente productivo! Convengamos que tenemos aquí la prueba más segura, el testimonio irrecusable, de que el hombre vive más de la palabra que del pan; y muere más a menudo por las palabras que por el pan de cada día. No puede sernos difícil, a nosotros occidentales, comprender estas razones, desde que procedemos del linaje de los oradores. Griegos y romanos del tiempo clásico fueron principalmente retóricos y de ellos aprenden sus descendientes la virtud de la palabra, propia del filósofo y del político; o, en su defecto, la habilidad de la palabra, propia del sofista y del demagogo. Saber hablar de las cosas, es saber pensarlas; es saberlas del modo más acabado y perfecto; es su real y verdadera posesión que es poseerlas en ellas mismas, idealmente, platónicamente, con el puro amor del conocimiento, de la contemplación alada que discurre, que habla, que dialoga a través del tiempo mudable, siempre con el mismo lenguaje. Es como si las almas que van llegando, fueran contemporáneas de aquellas iniciadoras del diálogo que no se interrumpirá jamás. La palabra es magistral. No hay otro magisterio propiamente dicho, fuera de la palabra. La enseñanza de las humanidades clásicas no es otra cosa que el magisterio de las palabras esenciales, de las palabras eternas que dicen lo eterno de las cosas. Hablar de algo determinado es mucho más difícil que hacerlo; sólo sabe enseñar el que sabe hablar de la cosa determinada que enseña. La palabra verdadera es la cosa misma que se sabe, se comprende, se entiende; por eso la palabra lo puede casi todo; en ella s recoge y se concita el poder de todas las cosas conocidas. Las sustancias, las cualidades, las cantidades, las acciones, las pasiones, los estados, todas las propiedades, calidades y eficacias que se distribuyen en las cosas y en las almas, existen de nuevo en la palabra, asumen una idea, viva y cálida presencia en la palabra. Y por esta virtud ecuménica, soberana e imperial, la palabra esclarece y confunde, une y divide, exalta y deprime, acaricia y golpea, hiere y cicatriza, despierta y adormece, nos guía y nos extravía, nos salva y nos pierde. ¡Sobre un soplo fugacísimo todo el poder de la tierra! El alma es la que sopla ese formidable poder en la palabra; toda la energía del mundo se contiene en el alma invisible, imponderable, inmaterial que impera sobre todas las cosas visibles, ponderables y materiales. La palabra del hombre es el reflejo de la palabra creadora de Dios. “Dios ha creado los seres vivientes a su imagen y semejanza. Como es creador los ha hecho creadores. Ha depositado en lo más profundo de su naturaleza una delegación particular de su virtud, de su poder de llamar a la existencia un ser semejante. Como es el Verbo Creador, corresponde dominar a este poder delegado, un nombre. Es profiriendo el nombre que se llama a alguien, en el doble sentido de la palabra, es decir, que se lo designa para distinguirlo de todos los demás seres y se lo hace venir, se lo convoca. El germen viviente es, pues, comparable a una palabra, a un nombre, que llama a todos los elementos propios para realizarlo; es el elemento activo y formador y, por esta razón, los filósofos le dan el nombre de forma. “Este llamado no resuena en vano y en el seno de otro ser semejante, encuentra la respuesta necesaria [...] algo viene a nutrir maravillosamente a la forma para realizarla, analizarla y responder con una sabia disposición, con un arreglo delicioso, a cada una de sus proposiciones. He aquí un nuevo nombre, un nuevo ser que se realiza. 184184 PAUL CLAUDEL, Cinq lettres à Madame A. E. M. Incluido en Toi qui es-tu?, París, Gallimard, 1936. Ver: Bibliographie des Oeuvres de Paul Claudel, Annales Littéraires de l’Université de Besançon, Les Belles Lettres, París, 1973, página 54. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor.
La Retórica es un gran poder, un poder formidable; y los retóricos, los oradores, son tan poderosos hogaño como antaño. Pero hay que distinguir siempre con sumo cuidado, sin temor en la insistencia, entre la retórica de los filósofos y la retórica de los sofistas; entre el discurso que eleva y el discurso que adula; entre el político virtuoso y el hábil demagogo. Polo, joven discípulo de Gorgias, sale en defensa de la retórica de los sofistas y de los demagogos, sosteniendo que su habilidad los convierte en los ciudadanos más fuertes y más poderosos de la República. Sócrates le replica que esos oradores sólo revisten la apariencia del poder, pero que no tienen ningún poder real; son débiles y los que menos autoridad poseen. 
POLO. – ¿Qué? ¿Semejantes a los tiranos no hacen morir a quienes quieren?, ¿no despojan de sus bienes y destierran de las ciudades a quienes les place? SÓCRATES. – [...] Sostengo, Polo, que los oradores como los tiranos, tienen muy poco poder en las ciudades, como hace poco dije, y que no hacen casi                                                  nada de lo que quieren, aunque hagan lo que les parece ser más ventajoso. POLO. – ¿Y no es esto un gran poder? 185. 
Sócrates rechaza que sea siquiera poder, puesto que si bien tales oradores, al igual que los tiranos, hacen lo que consideran más ventajoso, para ellos, desde que suelen obrar sin razón, en vista de lo que les parece pero que no es lo más ventajoso, no hacen realmente nada de lo que quieren. Es imprescindible aclarar que las cosas que hacemos no son, en general, las que propiamente queremos. 
SÓCRATES. – ¿Juzgas que quieren lo que hacen habitualmente o la cosa por la cual hacen esas acciones? Así, por ejemplo, los que toman de mano del médico una poción, ¿crees que quieren lo que hacen, es decir, tragarse la pócima y sentir dolor, o quieren recobrar la salud y por eso toman la medicina? POLO. – Es evidente que quieren recobrar la salud y por eso toman la medicina 186. 185 Gorgias, 466 c e.  186 Gorgias, 467 c.   
De donde Sócrates concluye necesariamente que toda vez que hacemos una cosa en vista de otra, no queremos la cosa misma que hacemos, sino aquella por la cual hacemos la primera. Incluso cuando ejecutamos acciones que son moralmente indiferentes consideradas en sí mismas –caminar, correr, navegar, estar sentado, etc.–, tenemos en cuenta el bien que queremos. Se trate del bien que es y vale por sí mismo o del que sólo nos parece que es tal, la verdad es que todo lo que ejecutamos es con miras al bien. Claro está que la medida de nuestro poder es diferente si las cosas que deliberamos y elegimos hacer son las que convienen al verdadero bien que queremos o si hacemos cosas que deliberamos en vista de lo que nuestra ignorancia o insuficiente apreciación nos hace ver y querer como nuestro bien. De ahí que si un orador, al igual que un tirano, hace morir, desterrar o despojar a los ciudadanos que estima conveniente, creyendo hacer lo más ventajoso para él, (pero en verdad perjudicándose porque las acciones deliberadas llevan al mal que no quiere y en vista del cual –pareciéndole el bien a su falta de sentido– hizo lo que hizo), esto significa que un sofista o un demagogo, pueden hacer y deshacer cuanto se les ocurra en la ciudad que los soporta, sin disfrutar con ello de un gran poder y sin hacer lo que quieren. Es lo que pasa toda vez que cometemos una injusticia, es decir, cuando obramos el mayor de los males en nosotros mismos; no hacemos en absoluto lo que queremos sino lo contrario. El mayor de todos los males, el peor y más insoportable mal que un alma puede sufrir, sostiene Sócrates, es cometer una injusticia y quedar impune. Y es también el estado de enfermedad más grave y sin esperanza que el alma puede padecer, la corrupción más repugnante y la más extrema debilidad. Polo no acepta el punto de vista de Sócrates y afirma, por el contrario, que el peor de los males es sufrir una injusticia. Opina, además, que es un bien para el injusto no ser castigado o evitar el castigo que merece por sus crímenes.