QUINTA PARTE
LECCIÓN XVII
La Política se dice
prudencia en cuanto es la recta razón de las cosas que se obran en vista del
Bien Común; cuando no se identifica con la virtud prudencial, se corrompe,
degrada y acaba por ser nada más que adulación.
De ahí dos
significados contradictorios del término prudencia que suelen confundirse
deliberadamente, a pesar de contraponerse y excluirse entre sí; entre ambos
significados se da una situación análoga a la que existe entre una moneda
legítima y una moneda falsa del mismo valor aparente. La prudencia que se acuña
en metal noble, es virtud principal e imprescindible para vivir bien, según
enseña Santo Tomás, quien nos explica que “respecto de los medios convenientes
en vista del fin, el hombre debe estar dispuesto por un hábito de la razón,
porque la deliberación y la elección que se refieren a los medios, son actos de
la razón. Por lo tanto debe haber en la razón una virtud intelectiva para la
mejor y más conveniente selección de los medios: es la prudencia” 181. 181 Summa
Theologiae I-IIae, q 57, a 5, corpus.
Quiere decir, pues,
que la prudencia es una sabiduría de la vida, una sabiduría del mando que
combina y concierta las voluntades en vista de lo mejor para todos, dirigentes
y dirigidos: el Bien Común. La prudencia que se acuña en vil metal, es una
rutina del alma, un temor constante por la propia seguridad y un horror al
riesgo que se manifiesta como cautela, obsequiosidad o crueldad extremas. No
sabe decir sí, ni tampoco sabe decir no. No divide jamás el bien del mal ni lo
justo de lo injusto; prefiere acomodar y conciliar prácticamente los términos
opuestos que se separan y excluyen de suyo. La prudencia así entendida y
aplicada no tiene razón ni fuerza de mando; más bien, es un reflejo servil de
las pasiones y de los intereses que realmente mandan, sean los de una multitud
despótica o los de una casta privilegiada. Sólo se propone agradar y halagar;
no es otra cosa que una adulación. Platón nos ha dejado un cuadro con los
lineamientos esenciales de esa política del poder, fundada en la adulación,
cuyos empresarios típicos son los sofistas y demagogos que prosperan, sobre
todo, en los regímenes democráticos.
Cuando un Estado
democrático, devorado por la sed de libertad, tiene a su cabeza escanciadores
que no se miden y el pueblo bebe el vino de la libertad enteramente puro hasta
embriagarse, sucede que si los gobernantes no llevan su complacencia hasta el
punto de conceder al pueblo toda la libertad que desea, se les acusa de
traidores que aspiran a la oligarquía... En público y en privado, la democracia
alaba y rinde honores a los gobernantes que tienen aire de gobernantes182.
Aristóteles, como
siempre, da un toque definitivo a este cuadro de la política que no es más que
una adulación de la multitud, convertida en el soberano como ahora se dice:
“Tan pronto como el pueblo es soberano pretende obrar como tal; sacude el yugo
de la ley y se hace déspota; y desde entonces los aduladores del pueblo tienen
gran predicamento. Esta democracia es en su género, lo que la tiranía es en el
reinado. En ambos casos, encontramos los mismos vicios, la misma opresión de
los buenos ciudadanos [...] Además, el adulón y el demagogo tienen una
manifiesta semejanza. Ambos tienen un crédito ilimitado: el uno cerca del
tirano y el otro cerca del pueblo corrompido” 183. 182 República VIII, 562 d. 183 Política IV, 1292 a 27 – 29.
La Retórica o el arte
de los discursos es, quieras que no, el instrumento más eficaz de la Política,
lo mismo hogaño que antaño; y tanto en la Política que es una prudencia cuanto
en la que no es más que una adulación. La palabra es más activa y más
productiva políticamente, que la economía y que la fuerza. La prosopopeya de
los hombres práctico-prácticos acerca de la primacía de los factores materiales
de la existencia y su insoportable aforismo Primero vivir, después filosofar,
es todavía pura jactancia retórica, un abuso de palabras para descalificar y
postergar a la palabra. La verdad es que debemos decir: primero es pensar y
después es comer o primero es hablar y después es hacer, si interpretamos
primero en el sentido de principal, de lo más alto, de lo mejor. Claro está que
si primero se dice en el sentido de lo que está antes en el tiempo o de la
necesidad inmediata y materialmente perentoria, comer es primero que pensar,
hacer por la vida es primero que filosofar acerca de la vida. Lo último es
siempre lo primero cuando se trata del ser y del valor. Filosofar, que es el
más aquilatado y el más remontado hablar, es la actividad propia del hombre, su
verdadera proporción y su real aristocracia. Comer y retozar, en cambio, son
actividades que tiene en común con los animales que no son hombre; no lo
distinguen y, más bien, lo confunden en una común felicidad de potrero verde:
estar a gusto y disfrutar la vida tranquilos y seguros. ¡Seguridad ante todo!
Pero las necesidades más apremiantes, las que tienen un límite angustioso para
ser satisfechas y un límite de hartura o de hastío en la satisfacción, no son
las mejores, las más nobles necesidades del hombre, aquellas para las cuales se
vive y por las cuales se muere. No es razonable ni decoroso suponer que el hombre es
esencialmente un productor y un consumidor de medios de subsistencia, como
pretenden los economistas burgueses y socialistas. La conclusión razonable y
decorosa es la que tiene en cuenta que el hombre es hombre y, en consecuencia,
es orador antes que productor o político antes que trabajador. La biología
humana es una parte de la zoología, pero la retórica hasta en sus formas
viciosas y corrompidas, es una parte de la metafísica y de la teología. Saber
pensar o saber hablar es la tarea principal del hombre, la que hace que el
hombre sea hombre. Es notorio que se requieren muchas más palabras para
condenar a la palabra que para hacer su apología; el mayor gasto y derroche de
mala retórica está siempre a cargo de los enemigos de la retórica. La palabra
tiene tanta autoridad, tanta fuerza persuasiva que hasta es capaz de convencer
sobre su falta de autoridad y sobre su impotencia persuasiva. Repárese en que,
en ninguna otra época de la Historia Universal, se han prodigado tanto las
palabras como la presente: torrentes inagotables de palabras por medio de la
prensa, del libro, de la radiotelefonía, de la cátedra, de la tribuna, en una
proporción jamás soportada antes, invaden, penetran y cubren la vida entera de
los hombres y de los pueblos... ¡Y eso
que estamos en una época eminentemente práctica, activista, enemiga del verbo y
glorificadora del trabajo socialmente productivo! Convengamos que tenemos aquí
la prueba más segura, el testimonio irrecusable, de que el hombre vive más de
la palabra que del pan; y muere más a menudo por las palabras que por el pan de
cada día. No puede sernos difícil, a nosotros occidentales, comprender estas
razones, desde que procedemos del linaje de los oradores. Griegos y romanos del
tiempo clásico fueron principalmente retóricos y de ellos aprenden sus
descendientes la virtud de la palabra, propia del filósofo y del político; o,
en su defecto, la habilidad de la palabra, propia del sofista y del demagogo.
Saber hablar de las cosas, es saber pensarlas; es saberlas del modo más acabado
y perfecto; es su real y verdadera posesión que es poseerlas en ellas mismas,
idealmente, platónicamente, con el puro amor del conocimiento, de la
contemplación alada que discurre, que habla, que dialoga a través del tiempo
mudable, siempre con el mismo lenguaje. Es como si las almas que van llegando,
fueran contemporáneas de aquellas iniciadoras del diálogo que no se
interrumpirá jamás. La palabra es magistral. No hay otro magisterio propiamente
dicho, fuera de la palabra. La enseñanza de las humanidades clásicas no es otra
cosa que el magisterio de las palabras esenciales, de las palabras eternas que
dicen lo eterno de las cosas. Hablar de algo determinado es mucho más difícil
que hacerlo; sólo sabe enseñar el que sabe hablar de la cosa determinada que
enseña. La palabra verdadera es la cosa misma que se sabe, se comprende, se
entiende; por eso la palabra lo puede casi todo; en ella s recoge y se concita
el poder de todas las cosas conocidas. Las sustancias, las cualidades, las
cantidades, las acciones, las pasiones, los estados, todas las propiedades, calidades
y eficacias que se distribuyen en las cosas y en las almas, existen de nuevo en
la palabra, asumen una idea, viva y cálida presencia en la palabra. Y por esta
virtud ecuménica, soberana e imperial, la palabra esclarece y confunde, une y
divide, exalta y deprime, acaricia y golpea, hiere y cicatriza, despierta y
adormece, nos guía y nos extravía, nos salva y nos pierde. ¡Sobre un soplo
fugacísimo todo el poder de la tierra! El alma es la que sopla ese formidable
poder en la palabra; toda la energía del mundo se contiene en el alma
invisible, imponderable, inmaterial que impera sobre todas las cosas visibles,
ponderables y materiales. La palabra del hombre es el reflejo de la palabra
creadora de Dios. “Dios ha creado los seres vivientes a su imagen y semejanza.
Como es creador los ha hecho creadores. Ha depositado en lo más profundo de su
naturaleza una delegación particular de su virtud, de su poder de llamar a la
existencia un ser semejante. Como es el Verbo Creador, corresponde dominar a
este poder delegado, un nombre. Es profiriendo el nombre que se llama a
alguien, en el doble sentido de la palabra, es decir, que se lo designa para
distinguirlo de todos los demás seres y se lo hace venir, se lo convoca. El
germen viviente es, pues, comparable a una palabra, a un nombre, que llama a
todos los elementos propios para realizarlo; es el elemento activo y formador
y, por esta razón, los filósofos le dan el nombre de forma. “Este llamado no
resuena en vano y en el seno de otro ser semejante, encuentra la respuesta
necesaria [...] algo viene a nutrir maravillosamente a la forma para
realizarla, analizarla y responder con una sabia disposición, con un arreglo
delicioso, a cada una de sus proposiciones. He aquí un nuevo nombre, un nuevo
ser que se realiza. 184” 184 PAUL CLAUDEL, Cinq lettres à Madame A. E. M. Incluido
en Toi qui es-tu?, París, Gallimard, 1936. Ver: Bibliographie des Oeuvres de
Paul Claudel, Annales Littéraires de l’Université de Besançon, Les Belles
Lettres, París, 1973, página 54. Sin datos respecto de la versión utilizada por
el autor.
La Retórica es un gran
poder, un poder formidable; y los retóricos, los oradores, son tan poderosos
hogaño como antaño. Pero hay que distinguir siempre con sumo cuidado, sin temor
en la insistencia, entre la retórica de los filósofos y la retórica de los
sofistas; entre el discurso que eleva y el discurso que adula; entre el
político virtuoso y el hábil demagogo. Polo, joven discípulo de Gorgias, sale
en defensa de la retórica de los sofistas y de los demagogos, sosteniendo que
su habilidad los convierte en los ciudadanos más fuertes y más poderosos de la
República. Sócrates le replica que esos oradores sólo revisten la apariencia
del poder, pero que no tienen ningún poder real; son débiles y los que menos
autoridad poseen.
POLO. – ¿Qué?
¿Semejantes a los tiranos no hacen morir a quienes quieren?, ¿no despojan de
sus bienes y destierran de las ciudades a quienes les place? SÓCRATES. – [...]
Sostengo, Polo, que los oradores como los tiranos, tienen muy poco poder en las
ciudades, como hace poco dije, y que no hacen casi
nada de lo que quieren, aunque hagan lo que les parece ser más
ventajoso. POLO. – ¿Y no es esto un gran poder? 185.
Sócrates rechaza que
sea siquiera poder, puesto que si bien tales oradores, al igual que los
tiranos, hacen lo que consideran más ventajoso, para ellos, desde que suelen
obrar sin razón, en vista de lo que les parece pero que no es lo más ventajoso,
no hacen realmente nada de lo que quieren. Es imprescindible aclarar que las
cosas que hacemos no son, en general, las que propiamente queremos.
SÓCRATES. – ¿Juzgas
que quieren lo que hacen habitualmente o la cosa por la cual hacen esas
acciones? Así, por ejemplo, los que toman de mano del médico una poción, ¿crees
que quieren lo que hacen, es decir, tragarse la pócima y sentir dolor, o
quieren recobrar la salud y por eso toman la medicina? POLO. – Es evidente que
quieren recobrar la salud y por eso toman la medicina 186. 185 Gorgias, 466 c e. 186 Gorgias, 467 c.
De donde Sócrates
concluye necesariamente que toda vez que hacemos una cosa en vista de otra, no
queremos la cosa misma que hacemos, sino aquella por la cual hacemos la
primera. Incluso cuando ejecutamos acciones que son moralmente indiferentes
consideradas en sí mismas –caminar, correr, navegar, estar sentado, etc.–,
tenemos en cuenta el bien que queremos. Se trate del bien que es y vale por sí
mismo o del que sólo nos parece que es tal, la verdad es que todo lo que
ejecutamos es con miras al bien. Claro está que la medida de nuestro poder es
diferente si las cosas que deliberamos y elegimos hacer son las que convienen
al verdadero bien que queremos o si hacemos cosas que deliberamos en vista de
lo que nuestra ignorancia o insuficiente apreciación nos hace ver y querer como
nuestro bien. De ahí que si un orador, al igual que un tirano, hace morir,
desterrar o despojar a los ciudadanos que estima conveniente, creyendo hacer lo
más ventajoso para él, (pero en verdad perjudicándose porque las acciones
deliberadas llevan al mal que no quiere y en vista del cual –pareciéndole el
bien a su falta de sentido– hizo lo que hizo), esto significa que un sofista o
un demagogo, pueden hacer y deshacer cuanto se les ocurra en la ciudad que los
soporta, sin disfrutar con ello de un gran poder y sin hacer lo que quieren. Es
lo que pasa toda vez que cometemos una injusticia, es decir, cuando obramos el
mayor de los males en nosotros mismos; no hacemos en absoluto lo que queremos
sino lo contrario. El mayor de todos los males, el peor y más insoportable mal
que un alma puede sufrir, sostiene Sócrates, es cometer una injusticia y quedar
impune. Y es también el estado de enfermedad más grave y sin esperanza que el
alma puede padecer, la corrupción más repugnante y la más extrema debilidad.
Polo no acepta el punto de vista de Sócrates y afirma, por el contrario, que el
peor de los males es sufrir una injusticia. Opina, además, que es un bien para
el injusto no ser castigado o evitar el castigo que merece por sus
crímenes.