PARTE QUINTA
LECCIÓN XVIII
Sócrates juzga que
es preferible sufrir una injusticia antes que cometerla. No le gusta, por
cierto, padecer un mal y no quisiera ser nunca agraviado; pero si tuviese que
elegir entre ambas cosas, preferiría sin vacilación el papel de víctima.
La verdad es que nadie
ama las dificultades ni quiere el mal, al menos, no quiere que se lo hagan,
aunque no tenga reparos en hacerlo a otros si cree convenirle. De donde resulta
que hasta el hombre malo y perverso sigue queriendo el bien y el injusto quiere
todavía lo que es justo. Es que la naturaleza humana no cambia ni puede
cambiar; sus tendencias más profundas y sus exigencias fundamentales no se
alteran por más que nos empeñemos en abusar de nuestro libre albedrío y en
hacer alarde de mala voluntad. Debemos reconocer que ese empeño en malograrnos
lo hemos acusado desde los primeros pasos; de ahí las taras y las lesiones
heredadas por esa necesaria solidaridad moral y física que todos los hombres
tienen con el primer hombre; las cuales nos dificultan acaso hasta lo
imposible, el llegar a ser virtuosos y, sobre todo, el perseverar en la virtud,
como dice el poeta Simónides. Pero no cambiamos; a pesar de nuestra insistencia
en la injusticia y en el mal, no podemos dejar de ser lo que somos; no nos
queda otra alternativa que llegar a ser lo que debemos o no ser nada. La misma
naturaleza con sus misma necesidades esenciales, subsiste en nosotros y lo
grave es que las consecuencias de nuestra mala voluntad original comprometen el
recto ejercicio de las facultades; librados a las exclusivas fuerzas no podemos
existir idénticos a lo que somos; no podemos ser estables e inmóviles
ordinariamente. Seguimos deseando con toda el alma los caminos claros y el paso
firme; pero, apenas si alguna vez, conseguimos asomarnos a la luz de un
mediodía y somos capaces de decir sí y de decir no. Y ese triunfo aparente del
mal, esa aparente preponderancia de la habilidad sobre la virtud, es el
resultado en primer término, de una oscura y deficiente visión del fin que
compromete la deliberación adecuada y la correcta elección de los medios;
también de una voluntad debilitada, pusilánime y carente de energía; y, por último, de una voluntad perversa que
pretende no ser, que no quiere propiamente y se complace en destruir y
anonadar. Sócrates sabe demasiado bien a qué atenerse, pero no se rinde ni se
rendirá jamás; será fiel hasta la muerte, cabalmente en la muerte, al hombre
que debemos ser: el hombre justo más bien que el súper hombre, el tipo único y
la forma fija de la naturaleza inmutable más bien que el modelo circunstancial
y circunstanciado del progreso indefinido. Por esto es que Sócrates, este
pagano inspirado y esforzado, es el hombre de la realidad sustancial, el
verdadero realista y práctico de las esencias, la lúcida y varonil aceptación
de lo que es. Sólo podrá ser superado en adecuación a la realidad, en plenitud
humana, por el caballero cristiano, cuyo arquetipo es nuestro Don Quijote, la
más perfecta identidad del ser; la más cumplida imagen del varón sabio y justo;
la más razonable y equilibrada estructura del alma así como la más discreta y
prudente disposición del ánimo que puede manifestarse en la tierra. Don
Quijote, modelo de sensatez y la suprema cordura, parece loco en un mundo
enloquecido; parece desaforado entre las almas desquiciadas; parece un pobre
hombre, ridículo y lastimoso, en una sociedad corrompida, histriónica y
lamentable. ¿Acaso un hombre entero podría parecer tal entre hombres a medias,
frustrados, incompletos, simulacros bastardeos de dignidades, sombras de nobles
blasones? ¿Acaso la Sabiduría y la Justicia pueden brillar a los ojos de
sofistas y demagogos, de los ignorantes presuntuosos y de los aduladores de
oficio?
La urbanidad ática, el
más ceñido respeto y la más exquisita reverencia hacia la dignidad del hombre
que despliega el trato magistral y la vida de relación de Sócrates, sólo puede
ser igualada y, aún, superada por la cortesía quijotesca, esa profunda devoción
y esa piedad esencial hacia el hombre visto y ponderado desde Dios vivo; esa
justicia plena que se prodiga hasta el punto de compensar con la palabra, con
la mirada, con el gesto, con el comportamiento total hacia las otras almas
aquello que les falta para ser lo que deben ser; de reparar los defectos y
corrupciones merced al más cumplido rendimiento a la excelencia y perfección de
ser; de levantar hasta su altura verdadera a los caídos por debajo de sí mismo;
de devolver su nobleza original a las almas y a las cosas envilecidas; y de
colmar con la riqueza de su espiritualidad, el vacío de un mundo venido a
menos, indigente y vacío de realidad espiritual. Sócrates posee la verdadera y
real sabiduría, un conocimiento definido y profundo del alma y adivina aquello
que está más allá de los límites de la razón; por esto es que sabe lo que
ocurre en la intimidad de las almas cuando cometen injusticias y faltan al
pudor; sabe que se resienten de esa disminución y de ese vacío de ser; sabe que
se remuerden constantemente y que no encuentran sosiego ninguno si la culpa
queda impune, si los crímenes no tienen la reparación y purificación del
castigo proporcionado. Tanto lo sabe y lo comprende que nada significan frente
a su propio testimonio, a su íntima certidumbre, la lista abrumadora de
testigos que le oponen los aprendices de sofista, para probarle que las
injusticias y los crímenes cometidos por los poderosos y triunfadores de la
tierra no turban siquiera su ostensible felicidad:
SÓCRATES. – Eres
admirable pretendiendo refutarme con argumentos de retórica como los que creen
hacer lo mismo ante los tribunales [...] Pero esta clase de refutación no sirve
de nada para descubrir la verdad, porque algunas veces puede ser condenado un
acusado en falso por la declaración de un gran número de testigos que parecen
ser de algún peso. Y en el caso presente, casi todos los atenienses y los
extranjeros serán de tu opinión acerca de las cosas de que hablas [...] 187.
Y nada significan los
numerosos testimonios de aquellos que han preferido la habilidad a la virtud,
la vida fácil y cómoda de animales adaptados a vivir peligrosamente en el
cumplimiento de un gran deber, como cuadra a verdaderos hombres. ¿Qué valor
puede tener el testimonio de toda esa humanidad venida a menos que rodea a Don
Quijote y que declara, a cada paso, su locura? ¿Qué pueden aprobar o desaprobar
mil almas pequeñas acerca de la grandeza del alma? Sócrates no cita ni reconoce
otro testigo de su juicio fuera del propio adversario.
SÓCRATES.- En cuanto a
mí, no creo haber formulado ninguna conclusión que valga la pena acerca del
asunto de nuestra disputa, a menos que consiga que te presentes tú mismo a
rendir testimonio de la verdad de lo que digo; y creo que tú no podrás alegar
nada contra mí a menos que yo, que estoy solo, declare en tu favor y que no
asignes importancia al testimonio de los otros 188.
187 Gorgias, 471 e – 472 a. 188 Gorgias, 472 c.
He aquí planteada una
manera de refutar que se apoya en el principio interior e intransferible del
saber y de la verdad: tan sólo el alma que conoce desde sí misma, puede
declarar acerca de la verdad y del error. El testimonio de los otros que están
propiamente fuera de la cuestión, desde que no participan por sí mismos en
ella, sólo sirve para el teatro de la prueba o para la prueba teatral que los
retóricos sofistas y demagogos emplean espectacularmente en los tribunales y en
las Asambleas para convencer con pasiones más bien que con razones. Polo,
discípulo de Gorgias, le ha hecho la presentación teatral del rey Arquelao,
hijo de Perdiccas, usurpador del trono de Macedonia y que ha alcanzado el poder
después de cometer los crímenes más horrendos; sus caminos triunfales están
jalonados por las mayores injusticias –la traición artera y el asesinato de los
más próximos-, y allí está en el esplendor de su poderío y de su riqueza como
la imagen misma de la dicha.
POLO. – Estoy seguro, Sócrates, que también dirás si el
gran rey es dichoso. SÓCRATES. – Y diré la verdad, porque ignoro cuál es el
estado de su alma desde el punto de vista de la ciencia y de la justicia.
POLO. – ¿Supones acaso
que toda la felicidad consiste en esto? SÓCRATES. – A mi modo de ver, sí, Polo,
porque pretendo que cualquiera que sea probo y virtuoso, hombre o mujer, es
dichoso; y que el injusto y perverso es desgraciado. POLO. – Según tú, entonces
será desgraciado este Arquelao de quien hablo. SÓCRATES. – Sí, querido amigo,
si es injusto 189.
Polo le contesta
irónicamente que Arquelao debe ser el más desgraciado de todos los macedonios,
porque es el más fuerte, el más rico y puede hacer lo que le plazca con sus
vidas y haciendas. Sócrates no se deja impresionar lo más mínimo puesto que
sabe algo fundamental que los sofistas y demagogos ignoran; sabe que el hombre
es mucho más que un sistema de necesidades inmediatas y arbitrio puro; sabe que
es primero y principalmente un alma reflexiva y capaz de querer; y cree porque
sabe que el alma es más real que el cuerpo y que está referida en última
instancia, a Dios, el Ser realísimo. Los sofistas y los demagogos no creen en
la existencia del alma y menos todavía, en la existencia de Dios. Y la prueba
segura de que no creen en absoluto, la ofrecen cuando hacen la retórica de Dios
y del alma; entonces se trata de una habilidad más: el uso pragmático de las
grandes ilusiones que calman, resignan, confortan, edifican o exaltan a la
multitud. De este modo, la Religión y las otras palabras elevadas, se
convierten en una especie de rutina y en parte principal de la adulación de la
política que gobierna halagando, cortejando y enervando a los pueblos. Sócrates
no se cuida de las apariencias; sabe que ser dueño y señor de los bienes
exteriores sin ser dueño y señor de sí mismo, es tener las manos vacías y estar
en la miseria. No le hacen mella la burla y el escarnio a que lo someten sus
enconados adversarios; siempre repetirá lo mismo hasta en la hora de afrontar
la mayor de las injusticias y sabrá morir serenamente, confiadamente, por estas
palabras de verdad y de vida:
Sócrates.- Pues yo
pienso, Polo, que el hombre injusto y criminal es desgraciado de todas maneras,
pero aún más si no sufre ningún castigo y sus crímenes permanecen impunes, y
que lo es menos si recibe por parte de los hombres y de los dioses el justo
castigo de sus perversidades 190. 189 Gorgias, 470 e – 471 a. 190 Gorgias, 472 e.
Al aprendiz de sofista
le resulta insoportable esa insistencia; todas las habilidades retóricas que ha
aprendido de Gorgias, se estrellan contra esa
fortaleza impasible del alma de Sócrates. Pero todavía le queda un recurso
extremo, la prueba teatral irresistible, el simulacro impresionante de la gran
tragedia.
POLO.- ¿Cómo has
dicho? ¿Qué? ¿Que un hombre sorprendido al cometer un delito como el aspirar a
la tiranía, sometido enseguida a la tortura, a quien le desgarran los miembros,
le queman los ojos y después de haber sufrido en su persona tormentos sin
medida y de todas clases y de haber visto padecer otros tantos a su esposa y a
sus hijos, y por fin es crucificado y quemado vivo, que este hombre será menos
desgraciado que si escapando a estos suplicios consiguiera ser tirano y pasara
toda su vida dueño de la ciudad, haciendo lo que le pluguiera y siendo objeto
de la envidia de sus conciudadanos y de los extranjeros y considerado feliz por
todo el mundo? ¿á menos desgraciado que si escapando a estos suplicios
consiguiera ser tirano y pasara toda su vida dueño de la ciudad, haciendo lo
que le pluguiera y siendo objeto de la envidia de sus conciudadanos y de los
extranjeros y considerado feliz por todo el mundo? ¿Y pretendes que es
imposible refutar tales absurdos? 191. 191 Gorgias, 473 c-d.
Polo queda extenuado
después de la representación teatral y de la repugnante adulación en que acaba
de caer una vez más; espera, al menos, que su retórica abrumadora lo haya
asustado a Sócrates. Pero no ocurre nada de eso; más bien lo contrario, porque
el maestro de conducta se ve confirmado en su juicio ante esa apelación banal a
las declaraciones teatrales, a los testigos falsos que ya ha tachado de
nulidad. El mundo entero, hasta el mundo sin alma de las vanas apariencias y de
las adulaciones serviles, cabe en una sola alma que se conoce a sí misma; y la
grandeza del alma no cabe ni puede ser contenida por el mundo entero. El alma
es más grande y más fuerte que el mundo y está hecha para elevar al mundo y no
para ser arrastrada por el mundo. Cuando los hombres del 53, los esclarecidos
ciudadanos de la Organización Nacional se desesperaban ante el atraso argentino
y sus ojos demasiado prácticos no veían más que el desierto despoblado e
inculto, sin alfabeto ni ferrocarriles, sin mieses ni ganados, es que habían
dejado de creer en Dios y en el alma. Por esto es que organizaron la Patria
para servir al trabajo productivo, a la habilidad y a la riqueza, en lugar de
sumar todos estos bienes a la real grandeza de la Patria.
Si hubiesen sabido
ver, si hubiesen tenido ojos para ver la realidad, como el varón formidable que
acaban de echar del país, no habrían puesto jamás, en el primer plano, ni el
problema de la población, ni el de los capitales, ni el de los ferrocarriles,
ni el de los analfabetos, con ser todos ellos problemas importantes. Y su
mirada no habría recorrido un desierto vacío y salvaje; habrían visto, más
bien, a la tierra inmensa de la Patria ceñida por el alma de su héroe fundador,
colmada de poder y de riqueza, de dignidades principales y de real señorío. Y
habrían comprendido, acaso, que cuando los sofistas y demagogos le impusieron
el ostracismo al General Don José de San Martín, la Patria que se había
levantado y hecho fuerte en su alma, se alejó también de la tierra infiel, como
se aleja toda vez que se olvida que la tierra es de Dios para el alma.