domingo, 8 de marzo de 2020

CUARTA PARTE LECCIÓN XV


CUARTA PARTE
LECCIÓN XV

La importancia filosófica y pedagógica de la impropiamente llamada teoría de la reminiscencia, nos impone demorarnos en su examen. Hemos aclarado debidamente que enseñar no es trasmitir un determinado saber al discípulo, sino ponerlo en situación de encontrarlo por sí mismo. La misión del maestro consiste en procurarle la perspectiva más adecuada y favorable para que haga el descubrimiento; su gravitación no puede ir más allá de mostrar el camino recto y de hacer que vuelva sobre sus pasos toda vez que se extravía, tal como hemos visto obrar a Sócrates con el esclavo Menón.


SÓCRATES. - De esta manera sabrá, sin haber aprendido de nadie, por medio de simples interrogaciones y sacando la ciencia de su propio fondo 153. 153 Menón, 85 d.    
Nadie puede sustituirnos en la tarea de aprender; nos es preciso hacer el camino en el interior del alma; por esto es que la verdad y el error nos pertenecen como cosa propia, como una responsabilidad nuestra, hasta el punto de padecer el error como si fuera una culpa. Si llamamos la atención de un niño, con la debida insistencia y la gradación necesaria, acerca de las propiedades de los números y de su manera de relacionarse entre sí, llegará a descubrir por sí mismo, cómo se suma, se resta, se multiplica y se divide, sin que le enseñemos propiamente ninguna de las operaciones elementales. Si nos dirigimos a un hombre inculto pero despierto y pretendemos negarle en un asunto que le interesa personalmente que la liebre es liebre y el gato es gato; o que el todo es mayor que la parte; o que uno puede estar y no estar al mismo tiempo en el mismo lugar; o que dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí; si pretendemos negar, repetimos, la validez de cualquiera de estos saberes universales, de estas verdades primordiales, le veremos reaccionar vivamente y poner las cosas en orden. Quiere decir que poseía en su alma los principios más importantes y que nos ha bastado contrariarlos para que hiciera gala de un saber principal que nadie le enseñó jamás y que además, nadie podría enseñarle si no lo poseyera de antemano en su alma. Y puesto que los otros saberes proceden y derivan de este primero y universal que traemos al nacer, parece evidente que el alma existía antes de unirse al cuerpo que vivifica y cuya forma es. 
                                                
Se habría explicado de este modo, el misterio del alma inteligente y comprensiva, que sin haber aprendido, despierta de su sueño animal solicitado por simples interrogaciones y saca la ciencia de su propio fondo. De donde resulta para Sócrates, la inmortalidad del alma. 
SÓCRATES. - Si la verdad de los objetos ha estado siempre en el alma, nuestra alma es inmortal 154. 154 Menón, 86 b. 155 ERNESTO DANIEL ANDÍA, Clínica Psiquiátrica, Buenos Aires, 1944.  156 ERNESTO DANIEL ANDÍA, Clínica…, o. c. 
No sería razonable interpretar literalmente el texto que Platón ha recogido de una oda de Píndaro, cuyo texto expone nuestro nacimiento como un retorno a la vida, como una nueva reencarnación del alma. Aparte de que el origen del saber quedaría simplemente transferido, se trataría de una inmortalidad poco decorosa y nada apetecible; una inmortalidad colacionada, sin respeto alguno hacia la personalidad individual y que hace caso omiso del cuerpo, como si fuera un simple agregado, un vestido que se lleva una temporada y luego se cambia por otro. Como se ve, la inmortalidad del alma así imaginada, es verdaderamente insoportable y se parece mucho a ese grotesco simulacro de inmortalidad que cultiva el materialismo cientificista, según el cual: “nada se crea, nada se pierde, todo se transforma”; o como dice el señor E. Lluria en una cita que transcribimos de la Clínica Psiquiátrica del Dr. Ernesto Daniel Andía: “El hombre nace, vive y muere, en una porción limitada del tiempo y del espacio, porque representa sólo una vibración y como los demás ritmos, destinados a vibrar y a extinguirse, reintegrándose luego a la energía universal 155.” Creemos del mayor interés para la cuestión del alma y como síntoma de los tiempos actuales, tomar conocimiento de un pasaje del primer capítulo de esta obra científica. Nos enfrentamos con una curiosa seudo teoría de la personalidad múltiple del mismo sujeto, muy explotada por la literatura, el teatro y el cine a la moda: “Estos conocimientos incuestionables, adquieren un valor extraordinario desde el punto de vista de la psiquiatría jurídica, como lo establece Bosch, por el sólo hecho de que al instituir una pena de varios años a un sujeto que haya delinquido a los 22 años de edad, por ejemplo –ante la ley un recién mayor de edad- pragmáticamente se castiga por la misma infracción a varios sujetos sucesivos. Es decir, se ha castigado a un hombre de 22 años de edad, a otro de 23, a otro de 24, a otro de 25, y así como años de pena se le hayan instituido. El mismo hombre, en las distintas etapas de su vida es, desde el punto de vista psicobiológico, un hombre distinto en cada una de ellas 156.” Ocurre que a las gentes ilustradas de nuestros días les cuesta infinitamente creer en la Santísima Trinidad; pero son capaces de admitir con aplomo, un pretendido resultado científico como el que se acaba de citar, celebrando, jubilosos, los progresos de la civilización. En estos tiempos de férvida veneración hacia el delincuente y de transformación de las cárceles en confortables hoteles y en casas de reposo, acaso tengamos el privilegio de asistir a una nueva reforma del Código Penal, ajustada a las circunstancias psiquiátrico-legales, donde la calificación del delito y el cálculo de la pena se haga en función de una escala de responsabilidades periódicas. Se habrá conseguido de este modo, una justicia científica que salve al hombre de 40 años de las culpas del hombre de 30 años, que era otro aunque se identifique con la misma libreta de enrolamiento y con las mismas impresiones digitales; los delitos cometidos en un período determinado de la vida por el hombre de turno, no serán imputables a los hombres distintos de los períodos subsiguientes. Es justo reconocer que la profusa e intrincada mitología griega era mucho más discreta y menos audaz que esta mitomanía científica de los tiempos que corren. Claro está que el tipo de inmortalidad del alma que canta la oda de Píndaro, resulta una ironía extremadamente cruel puesto que nos asegura una rigurosa muerte personal, una muerte sin apelación, completa, absoluta. Tiene importancia decisiva no olvidar que Platón, vencedor de los sofistas, no puede ser un simple epígono y editor de la antigua mitología griega u oriental. Una mente construida sobre los cimientos de la duda socrática y que se eleva hasta la más atrevida especulación sobre las esencias, no puede ser tributaria de una fantasía estragada y sin contralor. Nos parece más razonable juzgar que el divino Platón es un real señor del pensamiento, un reflexivo e impasible dominador de la arrebatada y febril fantasía mítica. Y aunque Platón haya pagado el necesario tributo a su tiempo y a sus circunstancias, su mirada es profunda y penetra hasta la más recóndita intimidad del ser, hasta sus últimas intenciones. Una mirada, a la vez, adivinadora y reflexiva, profética y crítica, que ha inspirado el discurso de Sócrates condenado a muerte y en trance de beber la cicuta, en el diálogo Fedón. Allí se revela Platón como el insuperable abogado de la inmortalidad personal; ninguna criatura mortal ha podido jamás, con la sola fuerza de sus razones, igualar siquiera el alegato de Sócrates en favor de la inmortalidad del alma individual, exclusiva e intransferible. En el Fedón platónico no se habla, como veremos, de un alma del universo o de un alma común de la humanidad o de un alma en condominio de varias personas sucesivas. El alma de Sócrates sólo habla de sí misma, de lo que sabe y de lo que espera con serena confianza; y en ella contemplan las otras almas, el cumplimiento de un grande y envidiable destino personal. El alma repugna del comunismo en cualquiera de sus formas; y el aristócrata Platón incurrió en un lamentable desatino y en una inexcusable falta, con las soluciones comunistas para la clase dirigente de su utópica República. Un alma común de la humanidad o de una serie de reencarnaciones, es una imposibilidad real y lógica, un evidente contrasentido, por cuanto un alma de la especie o de un grupo es un alma de nadie; y el alma de nadie es una pura ausencia de alma. Esto quiere decir que no debemos interpretar al pie de la letra, las imágenes míticas de que se vale Platón; tenemos que esforzarnos en una explicación ponderada y apoyar sobre fundadas razones sus revelaciones profundas.
“Lo mejor, nos enseña Platón en La República, es lo que está más conforme con la naturaleza 157.” El alma mejor, el alma óptima, es la más conforme con su naturaleza racional, la que sabe más y mejor. La conquista de la sabiduría es la conquista de sí misma para el alma; en la medida que posee el saber, se posee a sí misma y es conforme con su propia esencia. A pesar de las limitaciones, riesgos y debilidades de la inteligencia racional que Sócrates se empeña en subrayar irónicamente en los otros y en sí mismo, se comprende que prefiera la búsqueda de la verdad a todas las demás actividades humanas. 
SÓCRATES. – [...] estoy dispuesto a sostener con palabras y con hechos, si soy capaz de ello, que la indagación de lo que no sabemos, nos hace incomparablemente mejores, más resueltos y menos perezosos que si juzgara imposible descubrir lo que ignoramos o que es inútil buscarlo 158. 
Aprender a pensar, pensar rectamente por sí mismo, es la tarea primordial del hombre, su vida más humana y la mejor entre todas, la existencia más libre y más perfecta. Por esto es que toda cualidad propia del alma, toda forma definida y estable de ser, todo hábito esencial o virtud del alma es una especie de sabiduría; no pura y exclusivamente sabiduría pero sí, principalmente, una sabiduría. Tiene sobrada razón Sócrates cuando insiste ante Menón, discurriendo acerca de la naturaleza de la virtud para averiguar si puede o no ser enseñada. 
SÓCRATES. – [...] en todo lo que el alma obra o soporta, si la sabiduría preside, obtiene su propio bien; y se desgracia si aquella falta 159. 
La sabiduría, pues, debe tener primacía en la vida entera del hombre; su principio debe informar todas las actividades y el contenido de la existencia. El hombre es hombre en la medida que se conoce a sí mismo y conoce lo que él no es. 
SÓCRATES. – ¿No puede decirse, en general, que si se ha de consultar el bien, todo lo que está en poder del hombre debe someterse al alma, y todo lo que pertenece al alma someterse a la sabiduría? De esta manera es como la sabiduría es útil. Porque ya estamos conforme en que la virtud es igualmente útil 160.  157 La República IX, 586 e.  158 Menón, 86 b c.  159 Menón, 88 c.  160 Menón, 88 e – 89 a. 
 De donde resulta necesariamente que la sabiduría es la virtud entera o, al menos, parte esencial y principal de la virtud. Y habría que agregar todavía que siendo la virtud un saber de razón, un saber fundado, puede enseñarse. Pero he aquí que el burlador incorregible – ¿cuándo no?–, desconcierta una vez más a Menón y a todos nosotros: 
SÓCRATES. – Quizá, ¡por Zeus!, pero temo que no hayamos tenido razón para conceder esto 161. 
Si bien estamos acostumbrados a este continuo revolverse contra sí mismo que distingue al espíritu de contradicción, debemos confesar nuestro fastidio por esta inquietud que no cesa, por este espejismo de la proximidad de una meta que cuando nos parece estar sobre ella, se nos escapa como de la mano y se muestra lejana y fuera de nuestro alcance. Pero es que el argumento de Sócrates parece tener una fuerza incontrastable: no existen maestros que enseñen la virtud ni, por consiguiente, discípulos que aprendan la virtud. 
SÓCRATES. – [...] he procurado muchas veces averiguar si los había; y, después de todas las pesquisas posibles, no he podido encontrar ninguno. Sin embargo, hago esta indagación con otros muchos; sobre todo con aquellos que creo más enterados en la materia 162. 
Más adelante, incorporado a la conversación Anito, joven ateniense de familia principal y opulenta, muy bien educado y siempre elegido para los primeros cargos públicos, se pasa revista a los más ilustres ciudadanos de Atenas y Sócrates precisa la finalidad de esa revisión. 
SÓCRATES. - Creo, Anito, que en esta ciudad hay grandes hombres de Estado, y que los ha habido siempre. ¿Pero han sido los maestros de su propia virtud? Porque esto es lo que tratamos de averiguar, y no si hay o no hay hombres virtuosos, ni si los ha habido en otros tiempos. Lo que hace rato examinamos es si la virtud puede ser enseñada; y este examen nos lleva a indagar si los hombres grandes de ahora y de los tiempos pasados han tenido el talento de comunicar a otros la virtud en la que ellos sobresalían; o si esta virtud no puede trasmitirse a nadie, ni pasar, por vía de enseñanza, de un hombre a otro 163.  161 Menón, 89 c.  162 Menón, 89 e.  163 Menón, 93 a b. 
De acuerdo con este planteo de la cuestión, se comienza por recordar a Temístocles y todos convienen en que es un hombre cabal, todo cuanto se puede ser en excelencia de virtud. Pero igualmente coinciden en que así como enseñó a su hijo Cleofanto a ser un buen jinete y sumamente diestro en el lanzamiento de dardos, no le trasmitió su virtud de estadista y hombre de mando. 
SÓCRATES. – ¿Podemos creer que haya querido que su hijo aprendiese todo lo demás, y que no se hiciese mejor que sus conciudadanos en la ciencia que él poseía, si la virtud pudiese por su naturaleza ser enseñada? ANITO. – No, ¡por Zeus! 164. 
Y lo mismo puede decirse de Arístides, Pericles o Tucídides, respecto de sus hijos. Tampoco los sofistas que se pretenden maestros de virtud, incluido Gorgias de Leoncio, enseñan otra cosa que habilidades y destrezas; pero no virtudes. De todo lo cual se concluye que una cosa, que no tiene maestros, ni discípulos, no puede enseñarse. 
SÓCRATES. – Por consiguiente, la virtud no puede enseñarse 165. 
Y Menón no puede menos que exponerle su asombro acerca de la procedencia de la virtud en aquellos que la poseen realmente y la documentan con sus hechos. 
MENÓN. – [...] Sin embargo, Sócrates, yo no comprendo que no haya hombres virtuosos; o si los hay, no entiendo de qué manera se han hecho tales 166. 164 Menón, 93 e.  165 Menón, 96 d.  166 Menón, 96 d. 
Claro está que no es lo mismo adquirir una habilidad o una destreza, que llegar a ser virtuoso. Por lo pronto, las habilidades y las destrezas se fundan en ciencias y artes extrañas a la sabiduría, al real y verdadero saber que posee la esencia y el fin último de todo cuanto hay. Hemos aclarado en clases anteriores, que el saber que se constituye en habilidad, sólo se interesa por las cosas en vista del uso determinado que quiere hacer; no las considera en sí mismas, sino con relación al partido que se propone sacar de sus cualidades y disposiciones. Es relativamente fácil provocar en quien tiene alguna aptitud, el desarrollo de una habilidad, por ejemplo, que llegue a ser un jinete muy diestro y avezado. Ni siquiera la habilidad se trasmite de maestro a discípulo y también se podría decir que no se enseña, si enseñar es trasmitir desde fuera un contenido; el                                                  maestro incita, guía y dirige el adiestramiento que el aprendiz hace por sí mismo. Ocurre que una incurable tendencia hacia lo exterior y material, determinada por nuestra vida corporal y el trato constante con las cosas exteriores, nos lleva a traducir los procesos interiores, espirituales e inmanentes en la forma de la acción externa, material y transitiva que consiste siempre en pasar de uno a otro. De ahí que se suele interpretar el acto de enseñar y de aprender, que tiene lugar entre almas, como si fuera una transmisión de energía de maestro a discípulo. Llegar a ser virtuoso, ser capaz de mandarse y de mandar a otros, es mucho más raro y difícil que adquirir una habilidad o destreza. A menos que se sea un predestinado, un caudillo de raza, poseedor por instinto o por adivinación de la virtud de mando –situación parecida a la del artista inspirado, se trata de adquirir la sabiduría, de aprender a través de una larga y rigurosa disciplina para alcanzar un saber profundo, viviente y total del alma y del mundo, considerados en sí mismos y no meramente en función del uso. Una cosa es la virtud política y otra muy distinta e inferior es la habilidad política; el ejercicio del mando para el mejor ser y el ejercicio del mando para usar. Obrar con justicia, con prudencia, con firmeza, con moderación, con circunspección o con lúcida audacia, exige normalmente haber alcanzado por sí mismo la real y verdadera sabiduría. Y para ser maestro de virtud, no basta ser prácticamente virtuosos –como, acaso, lo fueron Temístocles, Arístides y Pericles-, sino serlo desde la sabiduría reflexiva y esforzada. El maestro de virtud civil o política es Sócrates; en vano buscaremos ante de él y también será vano buscar después de él y al margen suyo, otro magisterio de humanas virtudes. No olvidemos que es la inteligencia desprendida y soberana del concepto, el instrumento necesario de la sabiduría humana. Hasta Sócrates y después de Sócrates cuando se ignora o desconoce su presencia dominadora, la virtud del mando (justicia, prudencia, coraje y sobriedad), no apoya en el pleno conocimiento del alma que es su objeto propio, sino en una simple opinión, en una conjetura verdadera. 
SÓCRATES. – Por consiguiente, la conjetura verdadera dirige tan bien como la sabiduría, en cuanto a la rectitud de una acción. Y he aquí lo que hemos omitido en nuestra indagación relativa a las propiedades de la virtud; pues que hemos dicho que sólo la sabiduría enseña a obrar bien, cuando la conjetura verdadera produce el mismo efecto 167. 167 Menón, 97 b c.   
Corresponde precisar que produce prácticamente el mismo efecto, en modo análogo al simple manual o empírico que produce prácticamente el mismo efecto o resultado del que, además, posee el arte. La superioridad del que se ha elevado al arte es que no sólo sabe hacer, sino que sabe el por qué, la razón de lo que hace; de ahí que enseñe a otros. Es notorio que no pueden ser maestros de virtud, que no pueden enseñar las virtudes del mando, esos caudillos de raza, esos políticos genialmente virtuosos      
SÓCRATES. – [...] que debemos mirar como hombres llenos de entusiasmo, inspirados y animados por la divinidad, cuando triunfan en los grandes negocios, sin tener ninguna ciencia acerca de lo que dicen 168. 
No vacilaremos en llamar con Sócrates, divinos a los verdaderos caudillos y hombres de mando, lo mismo que a los profetas y a los genios poéticos; pero tendremos muy en cuenta la advertencia que el mismo Sócrates nos hace en el Fedón: 
Muchos llevan el tirso pero pocos son los poseídos del dios 169. 
Han pasado más de veinte siglos desde entonces y ningún espectáculo humano de la historia universal, supera en magnificencia y en gloria triunfal al de Sócrates, el sólo y único maestro de conducta civil que volvemos a encontrar siempre de nuevo. La virtud entera fue sabiduría en este varón fuerte y toda su conducta fue la vida de esa sabiduría; por eso es que su cátedra de virtud no interrumpirá jamás sus lecciones acerca de una política más poderosa y más eficaz que la más pujante y más arrolladora política del poder: el alma es el principio de esa política; sobre sus cimientos invisibles y sin peso apoya el edificio visible y abrumador de la República mejor y más duradera. 
SÓCRATES. – [...] Semejante hombre es, respecto de los demás, en cuanto a la virtud, lo que la realidad es a la sombra 170. 168 Menón, 99 d.  169 Fedón, 69 c – d.  170 Menón, 100 b.