QUINTA PARTE
LECCIÓN XVI
La sabiduría y la
habilidad: retórica de mando y adulación demagógica
Coriolano a los
senadores romanos: [...]cuando nobleza, títulos, sapiencia, no pueden concluir
nada sin el sí y el no de la ignorancia general, las necesidades serias deben
evidentemente quedar sin solución y tal estado de cosas dar nacimiento a una
inestabilidad frívola... arrancad inmediatamente la lengua a la multitud; no la
dejéis lamer la adulación que es su veneno; vuestro envilecimiento mutila todo
buen sentido y priva al Estado de esa unidad que le es necesaria, quitándole el
poder de hacer el bien que quisiera, por la libertad que deja al mal de
mantenerle en el fracaso.
W. SHAKESPEARE,
Coriolano, Acto III, Escena I.
Gorgias de Leoncio ha
vuelto nuevamente a Atenas. La juventud más brillante lo rodea con su ansiedad
y con su apremio por escalar fácil y pronto las alturas del poder; llega
impaciente por aprender el secreto de mandar sin haber obedecido, de ser el
dominador de los otros hombres sin tener el dominio de sí mismo. Llegar a ser
señor de los demás sin el señorío de sí; prevalecer sobre las otras almas sin
ningún poder sobre la propia. ¿Qué no darían esos jóvenes de las principales
familias atenienses, por encubrir su alma de esclavos con la apariencia de los
señores? Es una juventud que pertenece a la clase dirigente, a la más selecta
oligarquía de la República; pero debilitada, ablandada, enervada por la molicie
y los placeres. No quiere saber nada de duras disciplinas ni de penosos
ascetismos; sólo admite que le hablen de caminos breves y sin obstáculos para
mantener su privilegio sin responsabilidad. He aquí el señuelo irresistible que
representa para esa juventud decadente, la magia de la palabra y del poder que
poseen los sofistas. Se trata de seguir pareciendo poderoso, no importa cómo;
el poder tiene siempre razón y finalmente nadie es capaz de resistirlo. Un
éxito continuado en los negocios es la mejor y más completa justificación;
hasta nos impresiona como elección del mismo Dios. Parecer fuerte resulta
prácticamente lo mismo que ser fuerte, al menos en muchos casos. Un historiador
de la Grecia clásica nos recuerda que “para los fuertes la única regla es
mandar como para los débiles es obedecer. Pensemos esto de acuerdo con las
tradiciones divinas y la evidencia humana, que en todas partes donde hay poder,
una necesidad fatal quiere que haya también dominación. Nosotros no hemos
establecido esta ley [...] la hemos encontrado instituida y la trasmitiremos
después de nosotros porque es eterna 171”. 171 Sin datos respecto de la fuente citada.
La verdad es que se ha
venido trasmitiendo hasta el día de hoy y se repite toda vez que un poderoso de
la tierra o alguien que cree serlo, nos descubre lo que realmente piensa. Así,
por ejemplo, el Jefe de Estado Mayor del Ejército de una gran potencia
democrática, declara en un informe reciente: “La naturaleza aborrece lo débil.
Es un hecho notorio la supervivencia de los más aptos [...] El mundo no tiene
contemplaciones frente al débil. La debilidad constituye un gran aliciente para el
fuerte, particularmente para los réprobos que codician riqueza y poder 172.” A
pesar de que no nos convence la última frase, poco coherente con el resto y una
simple adulación de tipo democrático, la verdad es que estamos en presencia de
una versión actual del texto antiguo. Si se mira la realidad con ojos demasiado
humanos, se comprende que incluso los jóvenes, en la edad dorada del heroísmo,
se aparten de Sócrates, tan débil y tan expuesto aparentemente, cuyos caminos
sólo prometen dificultades y fracasos y, acaso, terminar condenados a muerte o
al exilio. Y, en cambio, lo prefieran a Gorgias de Leoncio empresario del éxito
y de la vanagloria; por esto es que acuden presurosos para comprarle su
habilidad retórica, el más eficaz instrumento del poder. Pero Sócrates no se da
por vencido, acaso sea capaz de demostrarnos que él es un hombre fuerte, un
verdadero señor de la tierra; y que Gorgias, por el contrario, no es más que la
apariencia del poder y de la fuerza. Si llegáramos a saber lo que realmente
somos y para qué existimos; si ese saber fuera nuestra vida verdadera, ¿quién
sería el fuerte y quién el débil? Sócrates le pregunta a Gorgias acerca de la
naturaleza y de la finalidad del arte que profesa:
SÓCRATES. - [...]
mejor aún, decías tú mismo, Gorgias, qué calificativo hay que darte y qué
habilidad profesas 173.
El célebre sofista le
contesta que se glorifica de ser un buen retórico, es decir, un experto en
discursos sobre los más grandes e importantes negocios humanos, cuyo efecto es
producir el mayor de los bienes.
GORGIAS. - Es, en
efecto, el mayor de todos los bienes, aquel a quien los hombres deben su
libertad y hasta en cada ciudad, su autoridad sobre los demás ciudadanos [...]
la aptitud para persuadir con sus discursos a los Jueces en los tribunales, a
los senadores en el Senado, al pueblo en las Asambleas, en una palabra, a todos
los que componen toda clase de reuniones políticas. Este talento pondrá a tus
pies al médico, al maestro de gimnasia [...] y se verá que el economista se ha
enriquecido no con sus recursos propios, sino por ti, que posees el arte de
hablar y de ganar la voluntad de las multitudes 174.
172
Probable referencia al General Dwight David Eisenhower quien se desempeñaba
como Jefe del Estado Mayor del Ejército de Estados Unidos en la época en que
fueron redactadas estas lecciones. 173 Gorgias, 449 a. 174 Gorgias, 452 d e.
Pero Sócrates no queda
satisfecho con la explicación de Gorgias, e insiste en la misma pregunta
inicial acerca de la naturaleza y de la finalidad de esa retórica persuasiva,
puesto que todas las otras artes y ciencias procuran igualmente persuadir. Esta
insistencia socrática en la misma pregunta, no es ociosa ni es un mero juego
dialéctico; persigue un objetivo preciso que quedará aclarado definitivamente
en el Teetetes, donde se trata el problema del concepto y de la definición. Por
lo pronto, subrayemos que esa misma pregunta reclama siempre lo mismo, la esencia
de la cosa, su naturaleza definida, aquello que la identifica consigo misma y
la diferencia de todas las otras cosas. No es un capricho de Sócrates su falta
de conformidad y su fastidio retorno a la misma pregunta; debemos reconocer,
más bien, que las respuestas no son satisfactorias porque omiten esa última
diferencia, esa distinción final que nos pone delante de la cosa misma y la
destaca de todas las demás. Hay mucho de común entre los seres existentes; en
cada ser hay siempre poco o mucho de algunos o de todos los otros; así, por
ejemplo, en la planta hay mucho de mineral y en el animal mucho de planta y de
mineral, etc. Si atendemos principalmente a lo común entre las cosas resultará
que todas quedarán mezcladas y confundidas, como pretende Anaxágoras. El
filósofo quiere distinguir en todo; el sofista, en cambio, necesita confundir
todo con todo, cualquier cosa con cualquier otra. El espíritu filosófico es
eminentemente aristocrático; el espíritu sofístico y demagógico
irremediablemente democrático. Sócrates vuelve implacable sobre la misma
pregunta:
SÓCRATES. - Por
consiguiente, puesto que no es la única arte que produce la persuasión y que
las otras consiguen lo mismo, tenemos derecho a preguntar, además, de qué
persuasión es arte la retórica y de qué persuade esta persuasión, ¿no juzgas
que esta pregunta está muy en su lugar? GORGIAS. – Desde luego, sí. SÓCRATES. –
Ya que piensas así, respóndeme. GORGIAS. – Hablo, Sócrates, de la persuasión
que tiene lugar en los tribunales y en las asambleas públicas, como decía ha
muy poco, y en lo referente a las cosas justas e injustas 175. 175 Gorgias,
454 a b.
Ahora que Sócrates ha
conseguido de su adversario la necesaria precisión acerca de los objetos de su
retórica sofística, lo lleva a la fundamental distinción entre la creencia y la
ciencia. Como se ve, siempre se trata de distinguir para Sócrates. La tarea
principal de la inteligencia discursiva es separar lo que está confundido o
mezclado, pero no para aislar sino para unir verdaderamente poniendo cada cosa
en su lugar. Declarar la verdad es, en rigor, hacer justicia que repugna de la
confusión y exige dividir el bien del
mal, lo honesto de lo deshonesto, lo igual de lo desigual. Hay creencias
verdaderas y creencias erróneas; no hay, en cambio, saberes verdaderos y
saberes erróneos; si el saber o la ciencia no son verdaderos, no son ni saber
ni ciencias. Luego se concluye necesariamente que el saber o la ciencia no es
lo mismo que la creencia. Quiere decir que habrá, también dos especies de
persuasión, una que produce la creencia sin la ciencia, y otra que produce la
ciencia 176.
Aquí se ha llegado al punto álgido de esta parte de la discusión; Sócrates
apoyado en la distinción fundamental que acaban de concluir, le hace a Gorgias
esta pregunta decisiva:
SÓCRATES. - De estas
dos persuasiones, ¿cuál es la que la Retórica produce en los tribunales y en
las demás asambleas a propósito de lo justo y de lo injusto? ¿Aquella de la que
nace la creencia sin la ciencia, o la que engendra la ciencia? 177.
Gorgias reconoce que
su retórica obra la persuasión que hace creer simplemente, y no la que hace
saber, acerca de lo justo y de lo injusto. De ahí que la retórica sofística
pueda sustituirse indiferentemente a todas las demás artes y ciencias,
simulando la más completa posesión de las mismas en virtud de su poder
persuasivo y convincente. La juventud liberada de Atenas ha comprendido que el
camino más corto y más fácil para llegar al poder y jalonar la marcha con los
triunfos más sorprendentes en las asambleas públicas, es adquirir esa habilidad
retórica que Gorgias vende a muy elevado precio pero ajustado a los beneficios
que procura.
SÓCRATES. – [...]
¿Dices que te consideras capaz de instruir y formar un hombre en el arte
oratorio, si toma tus lecciones? GORGIAS. – Sí. SÓCRATES. – Es decir, a lo que
me parece, que le harás capaz de hablar sobre cualquier negocio de una manera
plausible delante de la multitud, no para enseñarla sino para persuadirla 178. 176 Cf. Gorgias, 454 e. 177 Gorgias, 454 e. 178 Gorgias, 458 e.
Esto significa que en
cuestiones relativas a la salud física, por ejemplo, este tipo de orador será
más persuasivo que el médico; siempre, claro está, que se trate de la multitud
o de gentes ignorantes. De donde resulta que en cualesquiera asuntos, el
ignorante será más eficaz que el sabio, para persuadir a los ignorantes; y
mucho más, pero mucho más, para persuadir a los semianalfabetos o a los
alfabetos de medio pelo en que tanto se prodigan nuestras
democracias burguesas o proletarias, tan urbanas, científicas, industriosas y
progresistas. La retórica de los sofistas tiene el más profundo desdén hacia la
metafísica y nada le parece tan vano como el estudio de la esencia o naturaleza
de las cosas; le basta con inventar un recurso cualquiera de persuasión y
aparecerá más sabio que los que realmente saben, a los ojos de los ignorantes
comunes o ilustrados. Se comprende que las cuestiones del alma merezcan una
especial preferencia a los retóricos de esta especie, puesto que la palabra
tiene imperio casi exclusivo en materia política o moral. Es con relación a lo
justo y a lo injusto, a lo bueno y a lo malo, a lo honesto y a lo deshonesto, a
lo útil y a lo perjudicial, donde la habilidad retórica hace sus mejores gastos
y donde obtiene sus más brillantes victorias. La ignorancia del asunto que
tratan es el requisito primordial que deben llenar estos obreros de la
persuasión, para convencer a la multitud; el saber, aunque sea en mínima
proporción, es siempre un obstáculo y una amenaza para el orador porque puede
comprometer su aplomo expresivo y echarlo todo a perder. La República que
declina hacia la democracia pura y que, por lo tanto, va extendiendo el culto de
la incompetencia y la predilección por la ignorancia en toda su vida, se
entrega a la dominación de los sofistas y demagogos, eternos discípulos de
Gorgias y de Protágoras y aprendices de tirano. Sócrates sostiene que la
retórica de la ignorancia persuasiva no es un arte, puesto que el arte es un
saber y un saber de razón y de por qué; más bien, es una especie de rutina que
procura agradar y recrear. Esta retórica es como una habilidad culinaria para
el alma, convencer por medio del halago de los sentidos; lo cual quiere decir
que es propiamente una adulación. Es notorio que la adulación, en cualquiera de
sus especies, no se cuida en absoluto del bien y tiende exclusivamente al
placer; tal es la razón de su formidable poder sobre las almas del mayor número
y el prestigio multitudinario de que goza siempre. La adulación es un fraude,
la simulación de un saber y de una virtud; por esto toma la apariencia de un
verdadero arte y de una excelencia del ánimo. El sofista es con relación al
filósofo, lo que el cocinero es con relación al médico. Es como si la cocina
hábilmente disfrazada de medicina, se atribuyera el discernimiento de los
alimentos más saludables; de tal modo que si un médico eminente y un hábil
cocinero disputaran delante de niños o de hombres tan poco razonables como los
niños, acerca de quién conoce mejor la calidad de los alimentos, el cocinero
prevalecería absolutamente y el médico se moriría de hambre rechazado por los
necios y los ignorantes. Los discursos de los aduladores están en la misma relación
respecto de la salud del alma y de la República, que la alquimia culinaria
respecto de la salud del cuerpo; no son obras de arte sino mera rutina, por
cuanto no siguen principio alguno ni dan razón de nada de lo que hacen.
Sócrates insiste en
otra analogía de este simulacro de la prudencia política que constituyen las
adulaciones de los retóricos sofistas:
SÓCRATES. – [...] A la sombra de la gimnasia se desliza igualmente la
habilidad del tocador, práctica falaz, engañosa, innoble y cobarde que para
seducir emplea las farsas, los colores, el refinamiento y los adornos, de
manera que sustituye con el gusto de una belleza prestada, al de la belleza
natural que produce la gimnasia 179.
Si el alma no fuera
capaz de mandar al cuerpo y de mandarse a sí misma por el dominio de las
pasiones sensuales; y, en consecuencia, no examinase por sí propia las cosas
para discernir entre la realidad y la sombra, entre el original y el simulacro,
entre lo que busca mejorar y lo que sólo se propone halagar, entre la medicina
y la cocina, la gimnasia y el tocador o entre la política y la adulación del
sofista y del demagogo, resultaría aquella situación de ignorancia suma que
hemos comentado antes:
SÓCRATES. – [...]
todas las cosas estarían mezcladas y confundidas, y no se podrían distinguir ni
los alimentos sanos de los nocivos, ni los que presenta el médico de los que
prepara el cocinero 180.179 Gorgias, 465 b. 180 Gorgias, 465 d.
Es el caso de
preguntarnos ahora si estos aduladores públicos que son capaces de hacer
condenar a muerte a Sócrates, que al igual que los tiranos son capaces de hacer
difamar, despojar y arrojar de la ciudad a quienes les place; es el caso de
preguntarnos: ¿tienen esos personajes un real poder y hacen de veras lo que
ellos quieren?