domingo, 8 de marzo de 2020

SÉPTIMA PARTE LECCIÓN XXV


SÉPTIMA PARTE
LECCIÓN XXV

Los fundamentos del realismo político que expone el Fedón: la inmaterialidad del alma y la inmortalidad personal. Clasicismo y bolcheviquismo.
La oposición entre la jerarquía social y la masa urbana, entre la tradición y el bolcheviquismo, entre las condiciones superiores de unos pocos y el trabajo manual inferior de la masa o como quiera llamársele, es lo único presente. No hay en absoluto tercer término.
OSWALD SPENGLER


Enseña Santo Tomás, siguiendo a Platón y a Aristóteles, que el hombre participa con su misma esencia de la comunidad política, aunque no quede comprometido con todas las potencias de su ser; más estrictamente, el alma no debe comprometerse jamás hasta el extremo de quedar absorbida como si todo el horizonte de sus posibilidades estuviera ceñido por el Estado. La vida de la inteligencia culmina en la Verdad trascendente al mundo y al siglo pero válida para todos los mundos y para todos los siglos. Platón nos sugiere en imágenes maravillosas el cielo radiante, inmóvil e incorruptible de las Ideas, la tierra de origen, la verdadera Patria de todos los seres y de todos los nombres que son antes en la mente divina que en las criaturas existentes. Pero es con su alma y su cuerpo que el hombre forma parte de la República y la virtud política le es inherente a su normal existencia de persona. El alma –la subjetividad de la conciencia y la disposición del ánimo-  se exterioriza y objetiva en el mundo ético de la Sociedad y del Estado. La gran filosofía idealista –Fichte y Hegel-, a pesar del error fundamental que importa su incurable inmanentismo, retoma la tradición del pensamiento político que inicia Platón en La República y en Las Leyes. Hegel reconoce en la propiedad, el contrato, la familia, el estatuto corporativo, el Estado y la Historia Universal, las formas de la existencia real, concreta y objetiva de la voluntad; la manifestación externa del espíritu que se sabe a sí mismo y quiere lo que sabe de sí: “es el concepto de la libertad que ha llegado a ser mundo existente y esencia del espíritu que se sabe a sí mismo...” El Estado es la realidad de la idea ética, el espíritu ético en cuanto voluntad manifiesta, evidente a sí misma, sustancial, que se piensa y se conoce; y cumple lo que sabe en cuanto lo sabe. 243  Se trata fundamentalmente de la idea de Platón que hemos expuesto en clases anteriores y que Jaeger nos precisa en un pasaje de Paideia: “Toda disquisición sobre el Estado perfecto, incluyendo la vasta investigación sobre las formas de degeneración del Estado, no son realmente como el mismo Platón lo proclama, más que un medio para poner de relieve la estructura moral del alma y la cooperación entre sus partes, proyectándolas sobre el espejo de la ampliación del Estado 244.” 243 Cf. GEORG WILHELM FRIEDRICH HEGEL, Grundlimien der Philosophie..., o. c., Tercera Parte, n. 142 y 257. 244 Cf. WERNER JAEGER, Paideia. Los ideales…, o. c., Tomo II, Libro III, IX, página 243. 
Nos hemos referido, con marcada insistencia, a este enfoque social y político de los problemas del alma, por lo mismo que la Política es principalmente una cuestión del alma; una cuestión del alma antes que del cuerpo, de sus necesidades espirituales antes que de las necesidades materiales, de teología antes que de zoología, de educación antes que de economía. De ahí que las cualidades y perfecciones del alma que se denominan virtudes, también se proyectan en las costumbres y en las instituciones del Derecho. Lo mismo corresponde decir de los defectos y corrupciones del alma, las cuales se reconocen tanto en el carácter vicioso de los individuos como en el desorden de la República.
                                                 La preeminencia que nuestra época le concede, en forma cada vez más exclusiva, a los problemas económico-sociales y a la preparación científica y técnica del ciudadano, en detrimento progresivo de los problemas espirituales y de la educación filosófica, señala una declinación aberrante hacia la zoología, o mejor, hacia el zoologismo en política. Incluso cuando se invoca a Dios y a la Fe de la tradición, no se consigue disimular la falta de convicción y la fingida unción. La hoz y el martillo son más convincentes que la Cruz y la Espada; hasta allí donde se intenta restaurar el principio teológico y humanista, se recae inevitablemente en el culto de las manualidades y de las artes útiles, encomiándose su alto valor educativo y su eficacia como “mejoradores” del alma, a la par de la Religión, de la lengua y de la historia. La vida contemplativa se retira, cada vez más, de los pueblos occidentales y es notorio el menosprecio público por las formas más elevadas y más puras de la inteligencia y de la devoción: la teoría y la plegaria. Un activismo frenético y arrollador lo invade todo; la vida sólo se reconoce como tal, en el cambio, en el acrecentamiento y en la expansión continuos. Vivir es producir y acumular sin descanso; reservarse enteramente para sí y rehusarse a toda donación, a todo servicio abnegado, a todo sacrificio de la tranquilidad burguesa que se apetece universalmente en este Occidente de las grandes y heroicas milicias. Aristóteles enseña justamente que la vida es lo contrario de lo que creemos nosotros, modernos empedernidos: “La vida es el uso y no la producción de las cosas. 245
245 Política I, 2, 1254 a.
  La hoz y el martillo son los símbolos altamente representativos de la época, más todavía en las grandes democracias occidentales que en la propia Rusia. Su significado es claro, preciso e inequívoco: se debe vivir para producir y preservar; para la subsistencia material, fácil y cómoda, de todos los hombres; para la seguridad universal de la existencia. No hay otro sentido de la redención, de la restauración del hombre; quieras que no, la Cruz y la Espada son desplazadas y rechazadas a menos que se pongan al servicio de ese ideal de seguridad. La Cruz y la Espada son los símbolos propios del hombre y de los pueblos de la Tradición; se refieren al empleo y al gasto de la vida; significan, ante todo, razones para morir, para consagrar la vida generosamente. La pedagogía contemporánea reclama una escuela que prepare para la vida; la pedagogía clásica exige que la escuela que forma al ciudadano, al hombre libre, prepare principalmente para saber morir. La mejor y más adecuada habilitación para los oficios, las artes manuales y el dominio de la técnica de producción que reclama la economía de la República, es absolutamente extraña a la educación del hombre, al cuidado de su alma espiritual y libre.                                                 
La Cruz y la Espada tienen que ver con la muerte; hablan de querer perderlo todo para ganar realmente, de querer morir para alcanzar la vida sin muerte o la inmortalidad de la gloria. Le recuerdan al hombre que tiene que morir y que no es de hombres buscar expedientes para olvidar el “memento” primero y principal de la vida reflexiva. Sus buenas razones tuvo el democrático Rousseau, para insistir en su famosísimo Discurso sobre la desigualdad de los hombres: “[...] que la mayor parte de nuestros males son nuestra propia obra y que los habríamos evitado casi todos, conservando la manera de vivir sencilla, uniforme y solitaria que nos estaba prescripta por la naturaleza. Si ésta nos ha destinado a vivir sanos; me atrevo casi a asegurar que el estado de reflexión es un estado contra natura y que el hombre que medita es un animal depravado 246.”                                                 246 Cf. J. J. ROUSSEAU, Discurso sobre el origen de la desigualdad…, o. c. 
He aquí una verdadera confesión del espíritu burgués-plutocrático o proletario-; la gran mayoría de los afines no se atreve declararlo pero piensa como Rousseau. La primera meditación de la vida es necesariamente su muerte inevitable y con esto queda estropeado el programa de vivir a gusto; apenas si se tolera la meditación acerca del partido que se puede sacar de todas las cosas. La meditación esencial, la reflexión sobre el fin último, la especulación teórica pura, son intolerables y aborrecibles; manifestaciones típicas del “animal depravado”. La Cruz y la Espada no se avienen con la retórica de Rousseau, que la gran Revolución Francesa expandió e impuso al mundo entero. La hoz y el martillo, en cambio, son los nuevos símbolos consagrados y se avienen a la perfección, con ese lenguaje que no habla ni quiere hablar más que de la vida y que no tiene más calificación para medir las almas y los pueblos que divertido o aburrido. La hoz y el martillo tienen que ver con la vida; hablan de vivir cómodos y seguros, algo así como el ambiente victoriano que se respira en las novelas de Dickens, donde todos los contrastes y negaciones se atenúan casi hasta desaparecer; para que todos los hombres disfruten por igual, sin odiosas exclusiones y en una paz perpetua. Se trata, en definitiva, de producir valores de uso hasta no poder más, hasta quedar asegurado el abastecimiento y la abundancia para todo el género humano; disfrutar esos bienes hasta morirse un buen día, en la cama, con la tranquilidad de dejar a los hijos en un mundo de animales satisfechos y divertidos.  Acabamos de exponer el programa político de la democracia socialista, cuyas etapas de desarrollo venimos cumpliendo inexorablemente en nuestras almas y en las cosas; es el legado del siglo XIX, de su profusión de redentores y legisladores, burgueses o proletarios, liberales o conservadores, monárquicos o republicanos; pero todos irremediablemente socialistas, marxistas, bolcheviques. Y hoy como entonces, hasta los que más se espantan ante el triunfo posible de esa democracia socialista que es el nombre atenuado del comunismo, contribuyen a su advenimiento como si fuese verdad la hipótesis marxista, según la cual es un resultado necesario de la dialéctica histórica.
Ha llegado el momento de preguntarnos: ¿cuál es la razón última que nos permite comprender esta sobreestimación de la hoz y del martillo, frente a la progresiva desestimación de la Cruz y de la Espada? ¿Cuál es la verdadera causa que nos precipita, aún a pesar nuestro, por la pendiente del bolcheviquismo, de la socialización de las personas y de los bienes, de la servidumbre irremediable? La respuesta adecuada no la encontraríamos nunca fuera de nosotros; sería una necedad buscarla en las condiciones de vida, en el escenario donde se representan los conflictos sociales y políticos, así como en las soluciones momentáneas que se van produciendo. La raíz de las cuestiones políticas y sociales está en el alma antes que en las circunstancias; es en la tensión de las partes constitutivas del alma individual donde se juega realmente el destino de la República. Si el régimen moral del alma está subvertido, si la parte sensual y pasional no está contenida y dirigida por la parte reflexiva y capaz de querer, entonces es el caos interior y la pasión determina el juicio y arrastra a la voluntad. Ya no hay preferencias ni exclusiones, mejor ni peor, superior ni inferior, bueno ni malo, justo ni injusto, verdadero ni falso; cada una de las pasiones que prevalece y domina arbitraria y momentáneamente a las demás, reclama la justificación de la razón y ser satisfecha con exclusividad. Esta subversión del alma, esta reivindicación de derechos, de todos los derechos por parte de los inferiores, se nutre en un gran resentimiento, en la pasión nihilista que satura el alma de “esa casta de animales fracasados, incapaces del sí e incapaces del no (Claudel) 247” y cuya máxima ya conocemos: diferencia engendra odio. Los que son incapaces de ser señores de sí mismos y no se resignan a obedecer a los que saben mandar porque se mandan a sí mismos, se rebelan contra los verdaderos señores, contra todo lo que es superior y está destinado al mando. 247 Cf. PAUL CLAUDEL, Écoute, ma fille, París, Gallimard, 1934, página 14. Ver, además, PAUL CLAUDEL, Oeuvre póetique, París, 1967, página 383. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. 
Acaso disimulan su íntima disposición de ánimo, haciendo ver que su odio se dirige tan sólo a los privilegios de sangre, de casta, de fortuna o de poderío exterior; y hasta son capaces de acompañar su abstracta, genérica y vacía Declaración de los Derechos del Hombre, con una aclaración sobre la sagrada igualdad que diga: “no habrá otros motivos de preferencia fuera del talento y de la virtud”. Pero, en verdad, las almas resentidas soportan menos las desigualdades naturales que las desigualdades sociales; entre todas las diferencias la que más indignación y furor provoca, es la superior inteligencia. La mediocridad ensoberbecida clama al cielo ante la presencia del real talento o de la inteligencia genial; igualmente insoportable le resulta el caudillo de raza, un verdadero conductor y hombre de mando. Se comprende que así sea, puesto que las desigualdades heredadas socialmente o adquiridas en orden a bienes exteriores, pueden ser abolidas, siempre queda la esperanza, al menos, de que serán suprimidas alguna vez; pero los mentores democráticos, igualitarios y socialistas, saben que la superioridad o el privilegio del talento y del carácter subsiste indeleble como la naturaleza de las cosas y que ninguna reforma                                                  política podrá impedir, por más arbitrariedad y violencia que pretenda instaurar en contra de lo que es, que Dios siga teniendo sus preferencias y mantenga una aristocrática distribución de dones y de talentos, a fin de proveer las más adecuadas condiciones para el imperio del orden y de la justicia entre los hombres y los pueblos. El socialismo en cualquiera de sus programas de democratización mínima, moderada o extrema, está invariablemente animado por el propósito de corregir a Dios, poniendo coto a sus inclinaciones aristocráticas y tratando de nivelar, uniformar y “estandardizar” todo lo que Dios ha dispuesto que sea jerárquico, distinto, calificado. La pasión que nos entrega, quieras que no, al bolcheviquismo triunfante, es nuestro resentimiento igualitario que nos incita a cortar todas las espigas al nivel de la más pequeña, ya que no es posible hacer que las menores alcancen el nivel de las más altas. Nos devora la pasión de la igualdad real, absoluta, total, entre todos los seres; por esto es que la diferencia engendra odio en nuestras almas y todos nuestros esfuerzos están dirigidos a democratizar y a socializar la política.