SÉPTIMA PARTE
LECCIÓN XXV
Los fundamentos del
realismo político que expone el Fedón: la inmaterialidad del alma y la
inmortalidad personal. Clasicismo y bolcheviquismo.
La oposición entre
la jerarquía social y la masa urbana, entre la tradición y el bolcheviquismo,
entre las condiciones superiores de unos pocos y el trabajo manual inferior de
la masa o como quiera llamársele, es lo único presente. No hay en absoluto tercer
término.
OSWALD SPENGLER
Enseña Santo Tomás,
siguiendo a Platón y a Aristóteles, que el hombre participa con su misma
esencia de la comunidad política, aunque no quede comprometido con todas las
potencias de su ser; más estrictamente, el alma no debe comprometerse jamás
hasta el extremo de quedar absorbida como si todo el horizonte de sus
posibilidades estuviera ceñido por el Estado. La vida de la inteligencia
culmina en la Verdad trascendente al mundo y al siglo pero válida para todos los
mundos y para todos los siglos. Platón nos sugiere en imágenes maravillosas el
cielo radiante, inmóvil e incorruptible de las Ideas, la tierra de origen, la
verdadera Patria de todos los seres y de todos los nombres que son antes en la
mente divina que en las criaturas existentes. Pero es con su alma y su cuerpo
que el hombre forma parte de la República y la virtud política le es inherente
a su normal existencia de persona. El alma –la subjetividad de la conciencia y
la disposición del ánimo- se exterioriza
y objetiva en el mundo ético de la Sociedad y del Estado. La gran filosofía
idealista –Fichte y Hegel-, a pesar del error fundamental que importa su
incurable inmanentismo, retoma la tradición del pensamiento político que inicia
Platón en La República y en Las Leyes. Hegel reconoce en la propiedad, el
contrato, la familia, el estatuto corporativo, el Estado y la Historia
Universal, las formas de la existencia real, concreta y objetiva de la
voluntad; la manifestación externa del espíritu que se sabe a sí mismo y quiere
lo que sabe de sí: “es el concepto de la libertad que ha llegado a ser mundo
existente y esencia del espíritu que se sabe a sí mismo...” El Estado es la
realidad de la idea ética, el espíritu ético en cuanto voluntad manifiesta,
evidente a sí misma, sustancial, que se piensa y se conoce; y cumple lo que
sabe en cuanto lo sabe. 243” Se trata
fundamentalmente de la idea de Platón que hemos expuesto en clases anteriores y
que Jaeger nos precisa en un pasaje de Paideia: “Toda disquisición sobre el
Estado perfecto, incluyendo la vasta investigación sobre las formas de
degeneración del Estado, no son realmente como el mismo Platón lo proclama, más
que un medio para poner de relieve la estructura moral del alma y la
cooperación entre sus partes, proyectándolas sobre el espejo de la ampliación
del Estado 244.” 243 Cf. GEORG WILHELM FRIEDRICH HEGEL, Grundlimien der Philosophie..., o.
c., Tercera Parte, n. 142 y 257. 244 Cf. WERNER JAEGER, Paideia. Los ideales…,
o. c., Tomo II, Libro III, IX, página 243.
Nos hemos referido,
con marcada insistencia, a este enfoque social y político de los problemas del
alma, por lo mismo que la Política es principalmente una cuestión del alma; una
cuestión del alma antes que del cuerpo, de sus necesidades espirituales antes
que de las necesidades materiales, de teología antes que de zoología, de
educación antes que de economía. De ahí que las cualidades y perfecciones del
alma que se denominan virtudes, también se proyectan en las costumbres y en las
instituciones del Derecho. Lo mismo corresponde decir de los defectos y
corrupciones del alma, las cuales se reconocen tanto en el carácter vicioso de
los individuos como en el desorden de la República.
La preeminencia que nuestra época le concede, en forma cada vez más
exclusiva, a los problemas económico-sociales y a la preparación científica y
técnica del ciudadano, en detrimento progresivo de los problemas espirituales y
de la educación filosófica, señala una declinación aberrante hacia la zoología,
o mejor, hacia el zoologismo en política. Incluso cuando se invoca a Dios y a
la Fe de la tradición, no se consigue disimular la falta de convicción y la
fingida unción. La hoz y el martillo son más convincentes que la Cruz y la
Espada; hasta allí donde se intenta restaurar el principio teológico y
humanista, se recae inevitablemente en el culto de las manualidades y de las
artes útiles, encomiándose su alto valor educativo y su eficacia como
“mejoradores” del alma, a la par de la Religión, de la lengua y de la historia.
La vida contemplativa se retira, cada vez más, de los pueblos occidentales y es
notorio el menosprecio público por las formas más elevadas y más puras de la
inteligencia y de la devoción: la teoría y la plegaria. Un activismo frenético
y arrollador lo invade todo; la vida sólo se reconoce como tal, en el cambio,
en el acrecentamiento y en la expansión continuos. Vivir es producir y acumular
sin descanso; reservarse enteramente para sí y rehusarse a toda donación, a
todo servicio abnegado, a todo sacrificio de la tranquilidad burguesa que se
apetece universalmente en este Occidente de las grandes y heroicas milicias.
Aristóteles enseña justamente que la vida es lo contrario de lo que creemos
nosotros, modernos empedernidos: “La vida es el uso y no la producción de las
cosas. 245”
245 Política I, 2, 1254 a.
La hoz y el martillo son los símbolos
altamente representativos de la época, más todavía en las grandes democracias
occidentales que en la propia Rusia. Su significado es claro, preciso e
inequívoco: se debe vivir para producir y preservar; para la subsistencia
material, fácil y cómoda, de todos los hombres; para la seguridad universal de
la existencia. No hay otro sentido de la redención, de la restauración del hombre;
quieras que no, la Cruz y la Espada son desplazadas y rechazadas a menos que se
pongan al servicio de ese ideal de seguridad. La Cruz y la Espada son los
símbolos propios del hombre y de los pueblos de la Tradición; se refieren al
empleo y al gasto de la vida; significan, ante todo, razones para morir, para
consagrar la vida generosamente. La pedagogía contemporánea reclama una escuela
que prepare para la vida; la pedagogía clásica exige que la escuela que forma
al ciudadano, al hombre libre, prepare principalmente para saber morir. La
mejor y más adecuada habilitación para los oficios, las artes manuales y el
dominio de la técnica de producción que reclama la economía de la República, es
absolutamente extraña a la educación del hombre, al cuidado de su alma
espiritual y libre.
La Cruz y la Espada
tienen que ver con la muerte; hablan de querer perderlo todo para ganar
realmente, de querer morir para alcanzar la vida sin muerte o la inmortalidad
de la gloria. Le recuerdan al hombre que tiene que morir y que no es de hombres
buscar expedientes para olvidar el “memento” primero y principal de la vida
reflexiva. Sus buenas razones tuvo el democrático Rousseau, para insistir en su
famosísimo Discurso sobre la desigualdad de los hombres: “[...] que la mayor
parte de nuestros males son nuestra propia obra y que los habríamos evitado
casi todos, conservando la manera de vivir sencilla, uniforme y solitaria que
nos estaba prescripta por la naturaleza. Si ésta nos ha destinado a vivir
sanos; me atrevo casi a asegurar que el estado de reflexión es un estado contra
natura y que el hombre que medita es un animal depravado 246.”
246
Cf. J. J. ROUSSEAU, Discurso sobre el origen de la desigualdad…, o. c.
He aquí una verdadera
confesión del espíritu burgués-plutocrático o proletario-; la gran mayoría de
los afines no se atreve declararlo pero piensa como Rousseau. La primera
meditación de la vida es necesariamente su muerte inevitable y con esto queda
estropeado el programa de vivir a gusto; apenas si se tolera la meditación
acerca del partido que se puede sacar de todas las cosas. La meditación
esencial, la reflexión sobre el fin último, la especulación teórica pura, son intolerables
y aborrecibles; manifestaciones típicas del “animal depravado”. La Cruz y la
Espada no se avienen con la retórica de Rousseau, que la gran Revolución
Francesa expandió e impuso al mundo entero. La hoz y el martillo, en cambio,
son los nuevos símbolos consagrados y se avienen a la perfección, con ese
lenguaje que no habla ni quiere hablar más que de la vida y que no tiene más
calificación para medir las almas y los pueblos que divertido o aburrido. La
hoz y el martillo tienen que ver con la vida; hablan de vivir cómodos y
seguros, algo así como el ambiente victoriano que se respira en las novelas de
Dickens, donde todos los contrastes y negaciones se atenúan casi hasta
desaparecer; para que todos los hombres disfruten por igual, sin odiosas exclusiones
y en una paz perpetua. Se trata, en definitiva, de producir valores de uso
hasta no poder más, hasta quedar asegurado el abastecimiento y la abundancia
para todo el género humano; disfrutar esos bienes hasta morirse un buen día, en
la cama, con la tranquilidad de dejar a los hijos en un mundo de animales
satisfechos y divertidos. Acabamos de
exponer el programa político de la democracia socialista, cuyas etapas de
desarrollo venimos cumpliendo inexorablemente en nuestras almas y en las cosas;
es el legado del siglo XIX, de su profusión de redentores y legisladores,
burgueses o proletarios, liberales o conservadores, monárquicos o republicanos;
pero todos irremediablemente socialistas, marxistas, bolcheviques. Y hoy como
entonces, hasta los que más se espantan ante el triunfo posible de esa
democracia socialista que es el nombre atenuado del comunismo, contribuyen a su
advenimiento como si fuese verdad la hipótesis marxista, según la cual es un
resultado necesario de la dialéctica histórica.
Ha llegado el momento
de preguntarnos: ¿cuál es la razón última que nos permite comprender esta
sobreestimación de la hoz y del martillo, frente a la progresiva desestimación
de la Cruz y de la Espada? ¿Cuál es la verdadera causa que nos precipita, aún a
pesar nuestro, por la pendiente del bolcheviquismo, de la socialización de las
personas y de los bienes, de la servidumbre irremediable? La respuesta adecuada
no la encontraríamos nunca fuera de nosotros; sería una necedad buscarla en las
condiciones de vida, en el escenario donde se representan los conflictos
sociales y políticos, así como en las soluciones momentáneas que se van
produciendo. La raíz de las cuestiones políticas y sociales está en el alma
antes que en las circunstancias; es en la tensión de las partes constitutivas
del alma individual donde se juega realmente el destino de la República. Si el
régimen moral del alma está subvertido, si la parte sensual y pasional no está
contenida y dirigida por la parte reflexiva y capaz de querer, entonces es el
caos interior y la pasión determina el juicio y arrastra a la voluntad. Ya no
hay preferencias ni exclusiones, mejor ni peor, superior ni inferior, bueno ni
malo, justo ni injusto, verdadero ni falso; cada una de las pasiones que
prevalece y domina arbitraria y momentáneamente a las demás, reclama la
justificación de la razón y ser satisfecha con exclusividad. Esta subversión
del alma, esta reivindicación de derechos, de todos los derechos por parte de
los inferiores, se nutre en un gran resentimiento, en la pasión nihilista que
satura el alma de “esa casta de animales fracasados, incapaces del sí e
incapaces del no (Claudel) 247” y cuya máxima ya conocemos: diferencia engendra
odio. Los que son incapaces de ser señores de sí mismos y no se resignan a
obedecer a los que saben mandar porque se mandan a sí mismos, se rebelan contra
los verdaderos señores, contra todo lo que es superior y está destinado al
mando. 247
Cf. PAUL CLAUDEL, Écoute, ma fille, París, Gallimard, 1934, página 14. Ver,
además, PAUL CLAUDEL, Oeuvre póetique, París, 1967, página 383. Sin datos
respecto de la versión utilizada por el autor.
Acaso disimulan su íntima
disposición de ánimo, haciendo ver que su odio se dirige tan sólo a los
privilegios de sangre, de casta, de fortuna o de poderío exterior; y hasta son
capaces de acompañar su abstracta, genérica y vacía Declaración de los Derechos
del Hombre, con una aclaración sobre la sagrada igualdad que diga: “no habrá
otros motivos de preferencia fuera del talento y de la virtud”. Pero, en
verdad, las almas resentidas soportan menos las desigualdades naturales que las
desigualdades sociales; entre todas las diferencias la que más indignación y
furor provoca, es la superior inteligencia. La mediocridad ensoberbecida clama
al cielo ante la presencia del real talento o de la inteligencia genial;
igualmente insoportable le resulta el caudillo de raza, un verdadero conductor
y hombre de mando. Se comprende que así sea, puesto que las desigualdades
heredadas socialmente o adquiridas en orden a bienes exteriores, pueden ser
abolidas, siempre queda la esperanza, al menos, de que serán suprimidas alguna
vez; pero los mentores democráticos, igualitarios y socialistas, saben que la
superioridad o el privilegio del talento y del carácter subsiste indeleble como
la naturaleza de las cosas y que ninguna reforma
política podrá impedir, por más arbitrariedad y violencia que pretenda
instaurar en contra de lo que es, que Dios siga teniendo sus preferencias y
mantenga una aristocrática distribución de dones y de talentos, a fin de
proveer las más adecuadas condiciones para el imperio del orden y de la
justicia entre los hombres y los pueblos. El socialismo en cualquiera de sus
programas de democratización mínima, moderada o extrema, está invariablemente
animado por el propósito de corregir a Dios, poniendo coto a sus inclinaciones
aristocráticas y tratando de nivelar, uniformar y “estandardizar” todo lo que
Dios ha dispuesto que sea jerárquico, distinto, calificado. La pasión que nos
entrega, quieras que no, al bolcheviquismo triunfante, es nuestro resentimiento
igualitario que nos incita a cortar todas las espigas al nivel de la más
pequeña, ya que no es posible hacer que las menores alcancen el nivel de las
más altas. Nos devora la pasión de la igualdad real, absoluta, total, entre
todos los seres; por esto es que la diferencia engendra odio en nuestras almas
y todos nuestros esfuerzos están dirigidos a democratizar y a socializar la
política.