SEPTIMA PARTE
LECCIÓN XXVI
Platón culmina en el
Fedón, el conocimiento que el alma es capaz de alcanzar sobre sí misma, sobre
su propia esencia; nos revela, además, a través de la muerte heroica de
Sócrates, la perfecta coincidencia entre la idea y la vida que debe realizar un
verdadero destino de hombre. A los que
pretenden disimular su odio a la inteligencia, confundiéndola expresa o
implícitamente con sus formas viciosas, o mejor, con sus deformaciones
intelectualistas o verbalistas, les sería muy saludable remedio leer y volver a
leer las páginas inmortales de este Diálogo, a fin de aliviar el alma del
resentimiento que la agobia y restituirle a la capacidad de admiración
comprensiva y de entusiasmo lúcido hacia lo que es superior y más excelente en
cada cosa.
La promoción y
dirección hacia lo mejor, la intencionalidad hacia lo que distingue y
constituye la dignidad propia de cada ser, es la vida natural de la
inteligencia. El alma manifiesta lo mejor de sí misma en la manifestación de lo
mejor de las otras cosas; sus cualidades distintivas se perfilan con nitidez en
la reflexión sobre la esencia de lo que existe fuera de ella. Buscando lo
mejor, aquello que distingue y jerarquiza a los otros seres, el alma
inteligente trasparece a sí misma en su mejor ser, en su distinción yen su
lugar propio. La tendencia radical del alma es el saber; en la medida en que la
actividad de la inteligencia racional se desprende de las necesidades
inmediatas, de las impresiones sensibles y de las pasiones corporales; en la
medida que llega a identificarse con su fin especulativo y opera en el elemento
puro del pensamiento hasta alcanzar la objetividad, la universalidad y la
necesidad del concepto, el alma se revela a sí misma su naturaleza inmaterial,
simple, inmutable, personal e intransferible. Saber, es decir ser en la verdad;
llevar en el alma que comprende – transparencia dirigida-, lo que es, la
realidad palpitante de las cosas que existen fuera de nosotros; devenir
idealmente, intencionalmente, mentalmente, todas las cosas en tanto que son
otras, en esto consiste el mejor ser del alma, la conformidad con su esencia,
la identidad consigo misma. La verdad es la real perfección del alma racional y
el síntoma claro e inconfundible de su inmaterialidad: estar en la verdad es
llevar en el alma el ser mismo de las cosas conocidas; nada material tolera que
lo otro se encuentre en uno y, más bien, cada uno está inexorablemente fuera
del otro y fuera de sí. La materia, se dice, es impenetrable y donde está una
cosa no puede estar otra al mismo tiempo; la individuación material es
exclusiva y excluyente, rechaza de sí y de su límite exterior, todo lo demás.
El alma, en cambio, si de veras conoce, y en la medida que posee la verdad de
los otros seres, llega a ser todos ellos y es más ella misma; su individualidad
crece y se dilata, se universaliza y llega a ser idealmente el universo
existente. El saber y la verdad son cualidades inmateriales del alma, por
cuanto si el sujeto del conocimiento como tal, estuviera ceñido por la materia,
no podría universalizar al individuo, no podría sacarlo de su estricta clausura
y exterior limitación. Una soledad desolada, un total y absoluto abandono es el
carácter de la materialidad. El alma, por el contrario, hasta en soledad está
acompañada por ella misma, porque se sabe y se posee interiormente; todavía
está consigo misma cuando se siente en el extremo abandono y padece la angustia
de la nada. El saber y la verdad, cualidades del alma inteligente, constituyen
el principio de toda real coincidencia y solidaridad reflexiva entre las almas,
el fundamento de toda comunidad y comunión entre hombres. Por esto es que hemos
insistido tanto en que la República se levanta y se sostiene principalmente en
el alma. La política es el espejo del alma, el reflejo exterior y objetivo de
su estructura moral. La fuerza irresistible y la vitalidad perenne de los
argumentos que expone Sócrates, en favor de la inmortalidad personal, radican
en la validez del principio demostrativo: la esencia inmaterial del alma que
manifiesta su actividad cognoscitiva. Si el acto de pensar y de imaginar, de
recordar y de esperar; si el acto de entender no trascendiera la vida animal
del hombre y estuviera enteramente determinado por sus necesidades materiales,
no tendría sentido alguno meditar sobre la muerte ni aprender a morir, ni
preocuparse por una buena o mala muerte. Lo único sensato, razonable y práctico
sería que toda actividad, incluso el conocimiento, se ocupara de necesidades e
intereses materiales, de preparar para vivir a gusto, para que cada uno pueda
vivir su vida sin restricciones que la malogren o le hagan perder un tiempo
precioso e irrevocable. Pensar y
trabajar para la vida, en lugar de la estéril y ridícula preocupación de
Sócrates por la filosofía que es una meditación constante sobre la muerte para
aprender a vivir y -cuando llega la hora, que no puede adelantarse ni
postergarse, saber morir. Para quienes sólo piensan y trabajan en función de la
biología, la especulación metafísica, el espíritu teórico, la contemplación
filosófica, es una fábrica de sueños y de ficciones inútiles. Buscar lo que es
sustancial en las cosas, es decir, la esencia y el fin último, es extender la
curiosidad más allá de su faz exterior, material y aprovechable; salirse de una
“correcta” apreciación para la vida y entrar en relaciones con la eternidad.
Quiere decir, pues, que si el alma desea naturalmente conocer la sustancia de
las cosas; si su intención primera y
principal está dirigida a las esencias de los seres existentes en procura de
aquella que es su misma existencia, es que opera desligada de los sentidos y
necesidades corporales y funciona como “un principio separado e impasible”,
según la expresión de Aristóteles en el Tratado del Alma 248. 248 De anima III, 430
a, 17-18.
Hasta el propio Kant,
que limita el valor objetivo y científico de la razón teórica al plano de la
experiencia sensible, reconoce esa tendencia metafísica de la razón que la
lleva al planteo necesario del problema de Dios, de la inmortalidad del alma y
de la libertad. Acaso nos sea posible comprender ahora que la ocupación más
razonable, más sensata y hasta más práctica de la vida, sea prepararse para
saber morir; y mucho mejor hemos de comprender las palabras de Sócrates en el
trance de su muerte envidiable.
[...] No creo que
exista ocupación más oportuna para un hombre que muy pronto va a partir de este
mundo, que la de examinar bien y procurar conocer a fondo el itinerario del
viaje que emprenderá. ¿Qué otra cosa mejor podríamos hacer mientras esperamos
la puesta del sol? 249.
Cabe preguntarse cómo
puede discernirse, con algún fundamento, cual sea el término de un viaje que
nadie nos ha referido jamás. Nadie ha regresado para informarnos y, sin
embargo, Sócrates nos habla con seguridad, con serena e imperturbable confianza,
con íntima certidumbre, tal como puede hacerlo un testigo directo y fidelísimo,
acerca del camino a recorrer y de la suerte que le espera. Por lo pronto, sabe
que el alma no viene de sí misma; ni hemos sido consultados para ser lo que
somos y menos para ser puestos en la existencia. Tampoco es discreto opinar que
venimos del acaso, puesto que un ser destinado a la vida razonable y que
necesita justificarse no puede tener su origen en la sinrazón ni en el
injustificado azar. Sócrates pone de manifiesto, una vez más, su discreción y
su aquilatado juicio, comentando a sus discípulos que si bien puede sorprender
y hasta parecer irracional que incluso aquellos para quienes la muerte es
preferible a la vida, no deben procurarse a sí mismos este bien y están obligados
a esperar otro libertador. Claro está que el hombre, buscador de la razón en
todo, tiene que encontrar la razón por la cual está en la existencia y según
enseña la antigua máxima… [...] Estamos en este mundo como los centinelas en su
puesto y nos está prohibido abandonarlo sin contraorden 250.
Mejor todavía diremos,
continúa Sócrates,
[...] que los dioses tienen cuidado de
nosotros, y que los hombres pertenecen a los dioses [...] No hay razón para
suicidarse, y es preciso que Dios nos envié una orden formal para morir, como
la que me envía a mí en este día 251. 249 Fedón, 61 e. 250 Fedón, 62 b c. 251 Ibidem.
Salir de la vida, tanto como entrar en ella, no es competencia de
nuestra voluntad sino de la voluntad de Dios. Y no es esto negar la libertad,
por la razón que dice Lucio Anneo Séneca, “todo lo que por ley universal se
debe sufrir, se ha de recibir con gallardía del ánimo; pues al asentarnos en
esta milicia, fue para sufrir todo lo mortal, sin que nos turbe aquello que el
evitarlo no pende de nuestra voluntad. En reino nacimos, y el obedecer a Dios
es libertad. 252” Y Dios que ha puesto en
el alma la apetencia de lo eterno, la curiosidad de lo eterno y esta conciencia
profunda de que debemos esperar sus órdenes, no ha de tener seguramente el
propósito de engañarnos y de burlarse de nosotros, tal como nos dice Descartes.
Sócrates, que sabe que Dios no hace fraude, tiene las mejores razones para
morir en la plenitud de la confianza.
Dejadme que diga,
repuso Sócrates; ya es tiempo de que explique delante de vosotros, que sois mis
jueces, las razones que tengo para probar que un hombre, que ha consagrado toda
su vida a la filosofía, debe morir con mucho valor, y con la firme esperanza de
que gozará después de la muerte bienes infinitos. Voy a daros las pruebas [...]
Los hombres ignoran que los verdaderos filósofos no trabajan durante su vida
sino para prepararse a la muerte; y siendo esto así, sería ridículo que después
de haber perseguido sin tregua este único fin, recelasen y temiesen, cuando se
les presenta la muerte 253.
La filosofía es una
preparación para la muerte, por cuanto es un conocimiento puro, una
demostración de lo que es y del fin de la existencia, una actividad del alma
inteligente que opera separada del cuerpo y que es propia y exclusiva del alma
misma.
[...] todos los cuidados de un filósofo no
tienen por objeto el cuerpo y, por el contrario, no trabaja más que para
prescindir de éste todo lo posible a fin de no ocuparse más que de su alma 254. 252 LUCIO ANNEO
SÉNECA, De la vida bienaventurada, XV.
253 Fedón, 63 e – 64 a. 254
Fedón, 64 e – 65 a.
Esto no quiere decir
que se desentienda del cuerpo y de sus apremiantes necesidades; sería una
extravagancia impropia del más razonable y realista de los hombres; pero el
alma que se lleva a la vida del pensamiento puro, de la especulación
filosófica, opera como si no existiera en un cuerpo al que está sustancialmente
unida; en otros términos, opera como un alma separada y sin comercio alguno con
el cuerpo.
[...] es evidente que
lo propio y peculiar del filósofo es trabajar más particularmente que los otros
hombres en desprender su alma del comercio del cuerpo 255.
La adquisición de la
sabiduría y de la verdad no la realiza el alma con el cuerpo, aunque sea por
medio del cuerpo que entra en contacto inmediato con las demás cosas y con ella
misma; ligada al cuerpo en toda su actividad quedaría sujeta a sus mudables
impresiones y a sus necesidades relativas y, por lo tanto, aprisionada en una
subjetividad irremediable. Es por medio del razonamiento que el alma descubre
la verdad, y Sócrates pregunta:
¿No razona mejor que
nunca cuando no se ve turbada por la vista, ni por el oído, ni por el dolor, ni
por el placer; y cuando, encerrada en sí misma, abandona el cuerpo, sin
mantener con él relación alguna, en cuanto esto es posible, fijándose en el
objeto de sus indagaciones para conocerlo 256? 255 Fedón, 65 a. 256 Fedón, 65 c.
Como decíamos al comienzo
de esta clase, es en la vida del pensamiento filosófico, en la demostración
pura y en la abstracción conceptual, que el alma trasparece a sí misma en la
inmaterialidad de su ser, en su naturaleza espiritual.