Contra la risa inmoderada – San Juan Cristóstomo
Jesús lloró, pero no se cuenta que riera
Si así lloras también tú, serás imitador de
tu divino dueño, que también lloró. Lloró sobre Lázaro y sobre Jerusalén y se
turbó por la perdición de Judas. Muchas veces le vemos llorar, pero nunca reír,
ni siquiera sonreír suavemente. Por lo menos, ninguno de los evangelistas nos
lo cuenta. Por eso también Pablo nos dice de sí mismo, y otros lo confirman,
que lloró, y hasta que lloró día y noche durante tres años (Hechos 20,31); pero
que riera, ni él nos lo cuenta de sí mismo en parte alguna ni otro santo alguno
nos lo atestigua de él. Y como él, esos mismos santos. Sólo de Sara nos dice la
Escritura que rió cuando fue reprendida; y del hijo de Noé, cuando pasó de
libre a esclavo. No digo esto porque intente yo suprimir toda risa; sí, para
que se evite su desmesura. ¿Cómo — dime por favor— puedes romper en carcajadas
y divertirte disipadamente, cuando tienes que dar tan larga cuenta, cuando has
de parecer ante aquel temeroso tribunal en que se te pedirá puntualmente razón
de cuanto aquí hubieres hecho? Y es así que tendremos que dar cuenta de cuánto
hayamos pecado voluntaria e involuntariamente: El que me negare —dice el Señor—
delante de los hombres, también yo le negaré a él delante de mi Padre, que está
en los cielos (Mt 10,35)...
Provecho sacaremos de la tristeza
— ¿Y qué provecho —me replicas— sacaré de no
reír y ponerme triste? —El mayor provecho —te contesto—; y tan grande, que no es
posible explicarlo con palabras. En los tribunales del mundo, dada la
sentencia, por más que llores, no escaparás a la pena; pero en el tribunal de
Dios, con sólo que te pongas triste, anulas la sentencia y alcanzas el perdón.
De ahí que tantas veces nos hable Cristo de la tristeza y que llame
bienaventurados a los que lloran, y desgraciados a los que ríen. No es este
mundo un teatro de risa, ni nos hemos juntado en él para soltar la carcajada,
sino para gemir y ganar con nuestros gemidos la herencia del reino de los
cielos. Si tuvieras que parecer delante del emperador, no tendrías valor ni para
sonreírte; ¿y, teniendo dentro de ti al Soberano de los ángeles, no estás
temblando ni con el debido acatamiento? Le has irritado muchas veces, ¿y aún te
ríes? ¿No comprendes que con eso le ofendes más que con los mismos pecados? Y,
en efecto, más que a los que pecan, suele Dios detestar a los que después del
pecado no sienten el menor remordimiento.
Sin embargo, hay gentes tan estúpidas, que
cuando nosotros les decimos esto, nos replican: “Pues a mí, que no me dé Dios
llorar jamás, sino reír y divertirme durante toda la vida.” ¿Puede haber algo
más pueril que semejante idea? Porque no es Dios quien da las diversiones, sino
el diablo. Oye, si no, lo que pasó a quienes se divertían: Se sentó el pueblo
—dice la Escritura— (Ex 32,6). Tales fueron los sodomitas, tales los contemporáneos
del diluvio. De aquéllos dice la Escritura: En soberbia, en abundancia y en
hartura de pan lozaneaban (Ez 16,49). Y los contemporáneos de Noé, no obstante
ver durante tanto tiempo la construcción del arca, se divertían en plena
inconsciencia, sin preocuparse rara nada de lo por venir. Por eso el diluvio,
sobreviniendo de pronto, se los tragó a todos, y aquél fue el naufragio de toda
la tierra.
La vida del cristiano es de combate y lucha, no de
diversión y placer
No le pidáis, pues, a Dios lo que habéis de
recibir del diablo. A
Dios
le toca daros un corazón contrito y humillado, un corazón sobrio y casto y
recogido, arrepentido y compungido. Éstos son dones de Dios, éstos son los que
nosotros señaladamente necesitamos. Un duro combate tenemos delante; nuestra
lucha es contra las potencias invisibles; nuestra batalla, contra los espíritus
del mal; contra los principados y potestades es nuestra guerra (Ef 6,12).
Mucho será si, viviendo fervorosos,
vigilantes y alerta, podemos sostener su feroz acometida. Pero, si reímos y
jugamos, si vivimos flojamente, antes de venir a las manos caeremos bajo el
peso de nuestra propia indolencia. No es, pues, cosa nuestra reír continuamente
y entregarnos a la molicie y al placer. Quédese eso para los farsantes de la
escena, para las mujeres perdidas, para los hombres que con ese fin se han
inventado: los parásitos y aduladores. Nada de eso dice con quienes son
herederos del cielo, con quienes están inscritos en la ciudad de allá arriba,
con los que llevan armadura espiritual; sí con los que se han consagrado al diablo.
Él es el que ha hecho de eso una profesión para arrastrar a los soldados de
Cristo y enervar los aceros de su fervor. A este fin ha construido teatros en
las ciudades y ha amaestrado a sus bufones, y, tras perderlos a ellos, por su
medio a la ciudad entera.
SAN JUAN CRISOSTOMO – “Homilías sobre el Evangelio de San
Mateo”
Nacionalismo Católico San Juan Bautista