UN VACIAMIENTO QUE DUELE
Andan excitadas las izquierdas con ocasión del cuarto de
siglo del desdeñable Proceso. Y en
las calenturas de seseras o de trasterías, que no caben aquí mayores distingos,
sólo atinan —como el marrano en la porqueriza— a hozar la tierra confundiéndola
con sus heces. Nada diferente a lo que siempre han hecho. Y aunque el montaje
fraudulento debiera resultar saturante por multimediático, y de credibilidad
nula, lo cierto es que ocupan un espacio vital del poder político y desde allí
manipulan la realidad a su arbitrio.
Preocupan en cambio las actitudes y respuestas de los
hombres de armas. Acorralados, acomplejados y sometidos por aquellos a quienes
no supieron vencer, oscilan entre la pusilanimidad y el desatino, entre envíos
de clemencias que el enemigo no quiere recibir, puesto que sigue en
operaciones, llamados a una reconciliación vacua de la que se ríen los
protervos, y profesiones de credos democratistas, a cual más indignante. Que a
un confeso agente terrorista se lo considere hoy fuente lícita de
incriminaciones e interlocutor válido de las cuestiones castrenses, es triste
ejemplo de la declinación que retratamos. Que a un juez oportunista y
condescendiente con el reclamo de las células subversivas, se le dispense un trato
amical y lisonjero, también lo es. Que al ministro de Defensa se le acepte
ahora la división dialéctica entre el viejo Ejército culpable y el nuevo
políticamente correcto, corrobora y ratifica la inconsistencia alcanzada.
Porque aquel subversivo cínico y fatuo no merece el tratamiento de fiscal de la
República, sino la cárcel estrecha y dura. Y el magistrado acomodaticio no
merece convites especiales a celebraciones sanmartinianas, sino lecciones de
probidad. Y el alguacil mentado no merece aplausos aprobatorios, sino que se le
exhiba el orgullo actual de la milicia por sus gloriosos combatientes del
pasado, caídos en la guerra justa contra los rojos, y sin voces que los
recuerden. Puesto que guerreros hubo que bien lucharon, sin manchar sus
uniformes ni sus almas.
El vaciamiento de las Fuerzas Armadas es un hecho. Basta ver
las guarniciones desmembradas, los presupuestos escuálidos, los sistemas
defensivos deteriorados, las fronteras raleadas, los proyectos misilísticos
abandonados, el envejecimiento del material bélico, la inanidad frente a las
agresiones internas y externas. Basta ver las misiones de paz al servicio del
Nuevo Orden, la pleitesía para con los saqueadores de nuestras propiedades
australes, los programas de estudio en los institutos de formación superior,
inficionados de liberalismo y de modernismo, la supresión de la obligación
juvenil de servir bajo bandera. Basta
ver —y esto es lo más trascendente— la ausencia de una mística épica y
cristiana en la formación de la tropa, la supresión de toda doctrina
contrarrevolucionaria en la instrucción de los oficiales, el despojo
intencional y deliberado de cualquier sesgo tradicional y nacionalista, de todo
código de honor, de reconquista y victoria. Porque el plan vaciador y
destructor que se viene ejecutando, no apunta primero a la inmovilización
física, sino a la desmovilización espiritual. No al desarme corpóreo, sino
antes el de las mentes y los corazones. No al proverbial paredón popular, sino
al suicidio inducido, como en los Demonios
de Dostoievsky.
Sería tuerto que en esta visión de tamaños males que estamos
reseñando recayeran las culpas, en exclusiva, en los tres últimos presidentes
civiles, marionetas visibles y despreciables de la plutocracia y del
gramscismo. Hay que ir más atrás: al menos hasta el “profesionalismo aséptico” de la Revolución Argentina, y la falacia
procesista de “la democracia moderna,
eficiente y estable”, como non plus
ultra de las Fuerzas Armadas. Hay que ir hasta los que prefirieron la
fidelidad a Yalta a los muertos del Belgrano. Hasta los que consintieron en
tomar prisioneros a sus propios camaradas que reclamaron la dignidad perdida en
cien vejaciones. Hay que ir hasta el rostro desencajado de traiciones de Balza,
y las declaraciones de Brinzoni del 26 de noviembre de 2000, regocijándose de
que pareciera “más un economista que un
general”, y de que en el futuro, pueda ser general “un profesor de bellas artes o un licenciado en psicología, sin haber
pasado por el Colegio Militar”. Hay que ir hasta este hoy luctuoso, en el
cual, el aberrante modelo económico —que ha hecho todo lo necesario para
justificar una escalada guerrillera— nada hace para reconstituir el brazo
armado que debería reprimirla, sin que tal situación parezca incomodar a los
jefes castrenses.
Era común que la guerrilla de los setenta, al intentar el
copamiento de una unidad militar, cometiera la hipocresía de gritarles a los
conscriptos que se rindieran, que se quedaran quietos, pues con ellos “no era la cosa”. Este criterio indigno
para desinvolucrar y desarraigar al tropero de su Arma y enfrentarlo a sus
superiores, recibió una vez la memorable respuesta de un criollo de ley, apenas
veinte años, en Formosa y el uniforme raso. Para más señas, Hermindo Luna
llamado: “¡Aquí no se rinde nadie!, le
contestó al marxista, y a poco la muerte recibida como un sacramento
inesperado.
Te dicen lo mismo ahora, soldado. Te dicen que contigo no es
el problema, pues has lavado las culpas en las nuevas Fuerzas, democráticas,
mixtas, internacionalistas, y pacíficas. Te dicen que nada de epopeyas, ni de
extremos que pudieran apasionarte, ni de arquetipos que te instalaran al
testimonio de la Fe y de la Patria. Y te lo dicen, no sólo quienes desde sus
actuales cargos bien rentados, asesinaron antaño a sus camaradas, sino quienes
debieras ver en la vanguardia de la defensa altiva del honor conculcado. Y te
lo dicen además, mientras el escarnio no cesa, ni la calumnia arredra, ni la
mentira acaba, ni el vaciamiento termina, y el vasallaje ofende y las izquierdas
desbordan. Y bien: contigo es la cosa.
Porque es con la Patria, y le pertenecemos. Y si ya no la sientes propia, será
la señal de tu anonadamiento y flaqueza.
Ha de llegar el día de batirse por lo Permanente. Los campos
ya están trazados, los contingentes divididos, las expectativas tensas. No
equivoques la bandera y la divisa. No olvides la respuesta: “aquí no se rinde nadie”. Ni todavía la
Cruz, el rosario y el escapulario, como querían San Martín y Belgrano. No
olvides la plegaria y la memoria alerta. Y no olvides, soldado, de llevar
encima, en esa cicatriz del hombro fusilero, una copla de amor, por si nunca
regresas.
Antonio Caponnetto
Nota: Este editorial pertenece a “Cabildo”, tercera época, Año II, Nº 14, de marzo de 2001.