EL PUEBLO (sive mundum, vel homo),
AUREOLADO A LA SAZÓN
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En esta lenta pero segura transición de siete siglos, poco más o menos, desde la diáfana luz alcanzada en Occidente en los días de su apogeo espiritual (con la Summa y las catedrales, con el influjo eficaz del monasticismo y la presencia de reyes santos en sus respectivos tronos, tales Luis IX de Francia y Fernando III de Castilla y León, o de Isabel de Hungría y su homónima de Portugal), cumplido el paso de aquel esplendor cenital al cerrado eclipse de los días que vivimos, viene a verificarse en nuestros días un curioso fenómeno que podía no haber estado en la proyección de nadies en sus pormenores, pero que se presenta inocultable a nuestra vista.
Se sabe que la política decididamente anticlerical que cundió en todas las latitudes del mundo cristiano luego de la Revolución Francesa (la Joven Europa y el Kulturkampf, y la epidemia liberal todo a lo largo de las naciones hispanoamericanas, entre otros extravíos) se vio acompañada por aquel que podría decirse el "quintacolumnismo" en el interior de la Iglesia. Si otrora los desvíos doctrinales provocaban cismas y escisiones, los tiempos nuevos, por el contrario, vieron medrar en el seno mismo de la Iglesia la más amplia y difusa heterodoxia sin que los reos de tal crimen, descubiertos y aun excomulgados en innúmeras ocasiones, se avinieran a separarse de la misma por propia voluntad. Ni faltaron casos de obediencia fingida a las reconvenciones manadas por varios sucesivos papas o el propio Santo Oficio, como ocurrió casi sistemáticamente durante la crisis modernista que debió combatir san Pío X. Incluso un intelectual ajeno a la Iglesia como Benedetto Croce supo señalar cómo, en el llamado «catolicismo liberal», la cualidad sustantiva se había trasladado al adjetivo: lacónica constatación de la artera sustitución que estaba en trance de operarse, y de cómo ese elemento enemigo del nombre católico ya avanzaba una sutil usurpación de los ajenos títulos. Otra vez aparece confirmado, en el orden del espíritu, ese proceso que podría compararse al «degradado» del color, por el que de un color inicial se llega a otro a través de transiciones cromáticas apenas perceptibles. Aplicado a la vida de la Iglesia de estos últimos siglos, equivale a lo que Bakunin dijo de Lamennais con ánimo de exaltarlo: «si hubiese vivido más, se habría vuelto ateo».
El llamativo fenómeno, después de varias generaciones de asedio ora frontal ora insidioso en el que el enemigo no dudó en valerse de todo género de artimañas para obtener el desprestigio y la irrisión de la Iglesia, es ahora el de querer ser admitido en su seno sin el presupuesto de la fe; el de exigir la comunión sin renunciar al escándalo, al pecado público; el de reclamar como un derecho civil lo que de suyo es don sobrenatural. Y este sorprendente interés por verse integrado en la Vilipendiada (o en "la Infame" de Voltaire) es correspondido como nunca antes por una vasta constelación de jerarcas que -y más notoriamente después de la elección de Francisco- se han quitado la máscara para exhibir triunfales sus vergüenzas. Como mandriles, a traste descubierto, ahí las tenemos a esas Eminencias galas capaces de integrar una tribuna con la progresía más recalcitrante, manifestantes por escrito que «ninguna doctrina, ninguna religión, ninguna ideología, ninguna ciencia, ninguna cultura, puede reivindicar para ella sola la propiedad de la verdad». Ahí está el cardenal Baldisseri, anticipando la ya conocida línea directriz del próximo sínodo de los obispos, en el que se promoverá la «pastoral de misericordia» para con los divorciados y "casados" del mismo sexo, cosa por lo demás ya bastante apuntada en la encuesta girada a todas las diócesis del mundo y en el Instrumentum laboris de cara al sínodo, de reciente publicación. En éste, por tomar un botón de muestra, allí cuando se propone sin sonrojos el demencialísimo problema de «la transmisión de la fe a los niños en uniones de personas del mismo sexo» se lee, v.g., que «es evidente que la Iglesia tiene el deber de verificar las condiciones reales para la transmisión de la fe al niño. En el caso de que se nutran dudas razonables sobre la capacidad efectiva de educar cristianamente al niño de parte de personas del mismo sexo (sic!), hay que garantizar el adecuado sostén, como por lo demás se requiere a cualquier otra pareja que pida el bautismo para sus hijos. Una ayuda, en ese sentido, podría venir también de otras personas presentes en su ambiente familiar y social». Rendidos a los hechos o patrocinadores de los mismos, como en el clásico problema de la primacía del huevo o la gallina, la indecorosa actuación de nuestros pastores es ya un índice suficiente de la perversión francamente insuperable de la inteligencia católica, que ya no tiene nada de católica ni de inteligencia.
La asimilación de las más tornadizas máximas mundanas por parte de los hombres de Iglesia -incluso de aquellas inmediatamente reñidas con los principios inmutables del ser-, casi digno objeto de la llamada «epidemiología psiquiátrica», señala el punto en el que Iglesia y mundo, muy a diferencia de cuanta lección escriturística verse sobre el particular (Jn 16,33; St 4,4, passim) ya no se distinguen. El mundo acaba por volverse iglesia, y el testimonio de la Iglesia se esfuma, se evapora en atención a complacer al mundo. Es el término final del degradé, aquel en que la luz, ya ennegrecida, no retiene el menor recuerdo de sí. Es muy de creer que si por ventura estos bandidos mitrados aún rezan el Oficio divino, tendrán por fuerza que mutilar aquel salmo que empieza «Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam», o bien reinterpretarlo en senso opuesto al de la letra. Si cabe la analogía animal en esta fábula cruel que se han resuelto a encarnar, ese "cristianismo sin distinción de credos" que predican con infatigable insistencia se parecería al eloquio que pronuncia el zorro al pie del árbol en el que el cuervo se ha posado con su porción de queso.
Esta tragedia de la paulatina disolución de la Iglesia, y de la sociedad en ella fundada, la hemos visto expresada adecuadamente en forma de cuadro en el sitio Traditio liturgica, como el paso de las sociedades tradicionales a las transicionales y de éstas a las ateas: el primer tipo es el de aquellas sociedades en que el orden legislativo se inspira en las leyes espirituales. En ellas, quien guía a la sociedad -el rey- reconoce un cometido de alcance espiritual y es aconsejado por monjes o sacerdotes. En las sociedades del segundo tipo, vigentes en Occidente hasta hace unas pocas décadas, el ámbito civil aparece netamente separado del espiritual, que, con todo, permanece como a su lado. Si las leyes civiles ya no son directamente inspiradas por las religiosas, al menos no excluyen la realidad espiritual, ya bastante replegada al ámbito privado, a la conciencia personal. El tercer caso es aquel que nos concierne en toda su crudeza: incluso en la mentalidad religiosa ha penetrado la mentalidad secular, habiéndose evacuado el hecho espiritual para convertirlo en puro hecho humano. «La espiritualidad deviene sociología: hacer el bien material al pueblo».
Ilustran inmejorablemente este último estado de cosas algunas de las significativas afirmaciones de Francisco, jalón señero en este proceso que describíamos. «'Los hombres son superiores a los ángeles' (homilía de Francisco en la Domus Sanctae Martae, 21/05/14) se dice, o bien recientemente: 'los monjes están lejos de los hombres; hay que estar con Cristo, que estaba entre la gente' (homilía de Francisco, ídem, 25/06/14). Esta segunda observación desciende lógicamente de la primera, pero es incluso peor, porque arranca de Cristo su identidad como maestro auténticamente espiritual (que ayuna, se aísla en el desierto, reza, se aparta con los discípulos, asciende con algunos de ellos al Tabor...) y lo extiende al nivel de uno que se mezcla y se achata en el pueblo, asumiendo sentimientos tan populares que el pueblo, siguiéndolo, en realidad se sigue a sí mismo. Cristo como prototipo del monje -como se hubiera dicho hasta hace no mucho tiempo, y como permanece claro aún hoy en el mundo cristiano oriental- es cosa absolutamente rechazada porque... ¡"lejana" al pueblo! Quien dice esto ignora la historia medieval y bizantina, y ni siquiera se halla en grado de oír las verdaderas exigencias espirituales de nobles almas entre el pueblo de hoy».
Bergoglio, cebado desde los días de su militancia juvenil en ese conglomerado de chantapufis que debió ser la Guardia de Hierro peronista (que con su homónima y heroica rumana no debió convenir sino en la homonimia), pasando por la deformación doctrinal que debieron escanciarle los ideólogos de la llamada «Teología del pueblo», ávido siempre más bien de la plaza pública que de la intimidad con Aquel que se vela tras del Tabernáculo, iba a ser el actor más acreditado para arrojar al papado a esta marcha postrera en la escala declinante. Sigue la fuente antes citada, a propósito de aquellas expresiones tomadas de sendas homilías: «tales expresiones indican claramente una orientación anti-monástica, y por lo tanto anti-espiritual, en nombre de... ¡Cristo! [...] "El pueblo no seguía a los monjes, que sentía lejanos", así afirma Bergoglio. "Los contemplativos son personas buenas, sí, pero no están en condiciones de hacer latir el corazón del pueblo". Sorprende que el Papa no sepa que los esenios, los monjes del tiempo de Cristo, no eran exactamente una élite religiosa, lejana del pueblo, ya que estaban compuestos por familias enteras, con mujeres e hijos, y la espiritualidad esenia no era de hecho impopular, al punto de atraer a no pocos. Según algún estudioso, el propio san Juan Bautista habría sido influenciado por los esenios. ¡Y todos corrían a recibir el bautismo de penitencia del Bautista! [...] Algunos padres atónitos que he escuchado recientemente tienen razón: este papa es absolutamente mediocre. Yo diría: de a ratos incluso ignorante, ya que no se puede hacer "corta y pega" de la Escritura, omitiendo cuanto no resulta cómodo. Me disgusta herir a quien le extiende aún confianza, pero me temo que Bergoglio, seguramente sin saberlo, tenga una orientación más bien anticrística». Sí: y tanto por vulgar como por antropocéntrica y lisonjera.