Diálogo con el Islam: no al baile de máscaras (I)
Un baile de máscaras (o bal masqué) es un evento en el cual los participantes asisten en disfraces utilizando una máscara. La mascarada
era una forma de entretenimiento cortesano festivo que floreció en
Europa entre el siglo XVI y principios del XVIII. Implicaba el uso de la
música y la danza, del canto y de la interpretación, dentro de una
elaborada escenografía, en la cual el marco arquitectónico y el
vestuario podían estar diseñados por un arquitecto renombrado, para
representar una alegoría diferente que halagara al patrón. Los actores
profesionales y los músicos se contrataban para los aspectos hablados y
cantados de la mascarada.
La comparación del diálogo interreligioso con el Islam con un baile de máscaras es un acierto del jesuita de cuyo libro tomamos esta entrada. Y la comparación sería más fecunda, pensamos nosotros, si se hiciese con una mascarada, porque hay toda una puesta en escena en la que abundan, además de las máscaras, cortesanos, escenografía, actores profesionales, músicos...
101. Hasta ahora hemos visto cómo se relaciona el islam con las religiones monoteístas y cómo se considera la figura de Jesús en el Corán. Pasemos ahora a considerar el valor y los límites del diálogo entre cristianos y musulmanes. Se trata de un tema debatido y controvertido, un tema del que se ofrecen lecturas e interpretaciones muy diferentes. En primer lugar, ¿qué se entiende por diálogo? ¿Cuál es la posición más auténtica y realista por parte cristiana en un encuentro con el interlocutor musulmán?
Más que una
actividad reservada a los teólogos o un lujo sólo al alcance de pocos
intelectuales, me parece que, en nuestra época, el diálogo representa a
partir de ahora un desafío al que millones de personas están llamadas a
hacer frente en una dimensión cotidiana también en Europa. Es la
realidad lo que hace encontrarse cada día a cristianos y musulmanes en
las más diversas circunstancias, y estos encuentros —en la escuela, en
los lugares de trabajo, en el barrio o en el edificio en que habitan—
representan el terreno adecuado para comprobar la posibilidad de entrar
en comunicación, de hacer brotar las diferencias y de intercambiar las
recíprocas riquezas, lo que cada uno considera importante para él y para
el otro. Ahora bien, estoy igualmente convencido de que es preciso
limpiar el campo de algunos equívocos que durante estos años se han
sedimentado en la palabra «diálogo».
La condición
preliminar para dialogar es que haya dos voces, y que ambas sigan siendo
distintas, que cada una sea expresión de un sujeto con un rostro y una
identidad definidos. Hoy en cambio, especialmente en el campo cristiano,
está de moda el «baile de máscaras», en el que parece necesario
camuflarse y cubrir el propio rostro para estar frente al otro: es el
diálogo del mínimo común denominador, de los así llamados valores
comunes buscados a cualquier precio como punto de partida antes que como
posible resultado de un camino. Esta posición está animada a menudo
por buenos sentimientos y por un deseo auténtico de encuentro, pero no
lleva muy lejos, y me parece que ni siquiera ayuda a comprenderse más,
ni pone las premisas para una mejor convivencia. Si miro sólo lo que
tenemos en común, corro el riesgo de acabar pensando que, en resumidas
cuentas, mi interlocutor y yo somos del mismo parecer, tal vez con
algunas pequeñas diferencias que pueden ser dejadas de lado. Ahora bien,
el día en que uno de los dos descubra que no es así, podría disminuir
o perder del todo su credibilidad en lo que, hasta ese momento,
habíamos dicho y hecho: sería como despertarse de un hermoso sueño
y descubrir de repente que la realidad es muy distinta. Insisto: el
diálogo no consiste en decir lo que le gusta al interlocutor que tenemos
enfrente, eso pertenece más bien a la diplomacia. El diálogo auténtico
requiere amor a la verdad a cualquier precio y respeto al otro en su integridad, no es minimalista, sino exigente.
Si la primera
condición que deben exigirse por ambas partes los interlocutores es la
conciencia de sí, de su propia identidad, la segunda es el deseo de dar a
conocer al otro la propia posición de una manera integral (no sólo en
aquellas partes que no le molestan o no suscitan interrogantes) y
conocer la del otro en toda su complejidad, a fin de aprender a
discernir y comprender a la persona que tenemos enfrente. Para los
cristianos eso significa, por ejemplo, no poner entre paréntesis los
aspectos que constituyen el núcleo central de su fe como la encarnación,
la muerte y resurrección de Jesús, verdadero hombre y verdadero Dios,
la dimensión trinitaria de Dios. Y significa asimismo no «contentarse»
con la proclamación común del monoteísmo (que también es una dimensión
muy importante), o con la admiración que siente el Corán por la figura
de Jesús, que, no obstante, como ya hemos visto, queda reducido al papel
de un gran profeta sin más, ignorando de hecho su característica más
importante: la de ser el autor de la salvación para todos los hombres.
Por parte
cristiana, no se debe olvidar que presentar sólo una parte de la propia
fe o reducir su densidad por miedo a ofender, decepcionar o provocar
escándalo, no hace más que confirmar al interlocutor musulmán en la
convicción (muy difundida en los países islámicos, aunque también en la
emigración) de que el cristiano es un creyente que no ha completado aún
su camino para llegar a la plenitud de la verdad, que sólo estaría
revelada en el Corán. Cada vez que voy a Inglaterra me quedo
sorprendido cuando veo escrito con grandes letras en la pared de la
mezquita de Birminghan, que se encuentra en el camino hacia el
aeropuerto: «Read the Koran, the Last Testament» (Lee el Corán, el
Último Testamento).
Igualmente
equívocos, y a menudo perjudiciales para una recíproca claridad, se han
revelado algunos comportamientos prácticos adoptados en estos últimos
años, casi siempre de buena fe, aunque también con una fuerte dosis de ingenuidad o escasa conciencia de lo que se estaba haciendo. En
nombre de la solidaridad, de la fraternidad o de la «fe en el único
Dios», se han cedido locales parroquiales o incluso espacios en las
iglesias a las comunidades musulmanas para la oración, olvidando que,
para los seguidores de Mahoma, esto puede significar, más que un favor,
una rendición, una especie de abdicación de la propia fe y un
reconocimiento implícito de la superioridad del islam. No hemos de
olvidar que, según el pensamiento islámico, un lugar que ha sido hecho
sagrado para el islam no se puede ya secularizar y es
considerado, aunque sea de una manera implícita y sin una
formalización de tipo jurídico, como una especie de propiedad islámica.
Tomado de:
Samir, K. Cien preguntas sobre el Islam. Ed. Encuentro, 2001, ps. 163-165.


