sábado, 17 de enero de 2015

"EL ORDEN NATURAL" Carlos Alberto Sacheri-12. LA IGLESIA FRENTE AL LIBERALISMO-13. LA IGLESIA FRENTE AL CAPITALISMO-14. LA IGLESIA FRENTE AL COMUNISMO

"EL ORDEN NATURAL"
Carlos Alberto Sacheri
"MUERTO POR DIOS Y POR LA PATRIA"
PARTE 12, 13 y 14

LA IGLESIA FRENTE AL LIBERALISMO-  LA IGLESIA FRENTE AL CAPITALISMO-  LA IGLESIA FRENTE AL COMUNISMO
12. LA IGLESIA FRENTE AL LIBERALISMO
Una de las corrientes principales que caracterizan a la cultura moderna es el llamado liberalismo. Como su etimología lo indica, la doctrina liberal tiene por esencia propia la exaltación de la liber­tad humana.
La Iglesia siempre rechazó al liberalismo en numerosos documentos, condenando formalmente sus tesis más graves. El Pontífice Pío IX condenó 80 proposiciones o tesis heréticas en su encíclica Quanta Cura con su Syllabus anexo, el 8-12-1864, reiterando las advertencias que él mismo había formulado en 32 documentos anteriores. La casi totalidad de las tesis condenadas han sido sostenidas por diversos autores de inspiración liberal.
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La actitud de la Iglesia frente a los errores del liberalismo fue constante y reiterada en innumerables textos del Magisterio. Des­de la carta Quod Aliquantum (10-3-1791), de Pío VI, hasta la reciente Carta de Pablo VI al Cardenal Roy (14-5-1971), la coherencia doctrinal de los documentos pontificios es invariable en su conti­nuidad de dos siglos.
¿Cuáles son los motivos de tal severidad por parte de la Iglesia, frente a una doctrina que dominó a las naciones de Occidente durante casi tres siglos? Una consideración atenta de los principales aspectos de la doctrina liberal nos permitirá comprender las razones del sostenido combate que la Iglesia ha librado heroicamente, con todos los riesgos que ello supuso, con todos los mártires que contó en sus filas.
Fuentes doctrinales
La corriente liberal tuvo particular vigencia durante los siglos XVIII y XIX. A través del proceso revolucionario francés de 1789 -que constituyó la primera Revolución internacional- se extendió rápidamente en los países europeos, difundida por los ejércitos na­poleónicos, e infundió su inspiración ideológica al movimiento emancipador de los países de Hispanoamérica. Desde fines del siglo XIX, el liberalismo clásico fue adoptando posturas más matizadas, ante la tremenda evidencia del caos social y económico causado en Eu­ropa por la aplicación de sus principios fundamentales.
Las raíces doctrinales de la corriente liberal pueden sintetizarse en cuatro principales: 1) el nominalismo del siglo XIV, con su nega­ción de la universalidad del conocimiento y su énfasis en lo individua!; 2) el racionalismo del siglo XVI con su exaltación de la razón humana; 3) el iluminismo'que dio lugar al librepensamiento y a la concepción del hombre como absolutamente autónomo en lo mo­ral. A ellos debe sumarse el influjo del protestantismo, sobre todo en su versión caluinista, qüe fomentó -como lo prueban los estudios de Troelsch, Tawney, Sombart, Belloc y Max Weber- el espíritu de acumulación de riquezas.
El huimanismo liberal
Desde el punto de vista filosófico, el liberalismo considera a la libertad como la esencia misma de la persona, desconociendo que los actos humanos son libres en cuanto suponen una guía u orien­tación de la razón. El hombre es considerado como naturalmente bueno y justo, poseedor de una libertad absoluta, que no reconoce límite alguno. El “buen salvaje” rousseauniano es el arquetipo del individuo independiente y soberano, incapaz de malicia alguna. Es bueno por el simple hecho de ser hombre, sin que su perfección requiera una educación, un esfuerzo o una decisión personales.
En la medida del ejercicio pleno de su independencia, el ser humano está llamado a ún progreso indefinido y necesario, tanto intelectual como moral. En el plano de la conducta, el sujeto no puede estar sometido a regulación ética alguna que no provenga de su propia autodeterminación. Este subjetivismo moral lleva apa­rejada la negación de todo orden objetivo de valores, del derecho natural y de la ley o Providencia divina.
La economía liberal
El liberalismo económico centra todo en la iniciativa y el interés individuales. Adam Smith habla del “sano egoísmo individual” co­mo motor del dinamismo económico. La única ley fundamental es la ley de la oferta y la demanda; respetándola cabalmente se produ­cirá espontáneamente la armonía de los intereses particulares.
Esta concepción asigna al lucro, a la ganancia por la ganancia misma, el carácter de fin último de la economía. El afán de lucro no reconoce limitación de ningún tipo moral ni religioso. El derecho de propiedad es exaltado como derecho absoluto, de modo tal que el dueño puede llegar hasta la destrucción del bien que posee, en nombre de sus derechos (ver “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano” de 1791); no se asigna a la propiedad ninguna función social.
El trabajo humano -en particular, el del obrero- es asimilado a una mercancía más, objeto de compra-venta en el mercado, con olvido total de la dignidad propia del asalariado. El salario, sometido a la “ley de bronce” , sólo tiene en cuenta al individuo que trabaja y no al sostenimiento de su familia.
La sociedad y el Estado
En razón de postular que el solo respeto de la libertad absoluta de cada ciudadano asegura automáticamente la armonía de los intereses particulares, el liberalismo suprime todos los grupos e institu­ciones existentes entre los individuos y el Estado. Es así como la familia se ve gravemente afectada por la introducción del divorcio, por la total libertad de designar herederos, por la división del patri­monio familiar. Así también, la ley Le Chapelier (1791) suprimió todas las organizaciones artesanales y profesionales existentes en Francia, prohibiendo toda forma de reunión y de asociación, por considerarlas atentatorias de la libertad individual.
El Estado, definido cómo dictatorial por naturaleza, es relegado a mero custodio de la libertad y la propiedad de cada ciudadano; en virtud del "laissez faire, laissez passer” , la autoridad política ca­rece de toda función positiva.
La moral y el derecho
Dado que el individuo es autónomo, no reconoce otras normas que las que él mismo se dicte. Todos los valores morales se reducen a lo subjetivo, razón por la cual, lo que uno concibe como recto o justo no tiene por qué ser admitido por los demás.
Así como la moral se separa totalmente de la religión, el derecho se independiza de la moral (positivismo jurídico). Todo derecho es subjetivo y no reconoce otra regla que la voluntad de los sujetos que libremente acuerdan convenios, contratos, sociedades, etc.
En nombre del sufragio universal y de la soberanía popular, la democracia liberal expresa en forma de ley lo que los individuos han decidido. El derecho positivo no reconoce ninguna dependencia con relación al derecho natural y se exige en principio la separación total entre Iglesia y Estado.
Cultura y religión
Esta exaltación de los valores individuales también afecta el pla­no de la cultura, que es concebida como una actividad autónoma, desvinculada de los valores éticos. El culto del “arte por el arte” es una expresión concreta de tal actitud.
En el plano religioso, el liberalismo conduce primeramente a un indiferentismo y, luego, al ateísmo. Su naturalismo integral lo secu­lariza todo. La religión se reduce a sentimientos subjetivos, separados de las actividades diarias.
Ese ateísmo práctico se traduce en el laicismo educativo y social, que elimina toda referencia a lo trascendente y exalta la libertad de conciencia y de cultos.' El reciente Concilio ha definido claramente esta concepción: “Los que profesan este ateísmo afirman que la esencia de la libertad consiste en que el hombre es el fin de sí mismo,
el único artífice y creador de su propia historia” (Gaudium et Spes, n. 20).
Lo expuesto muestra claramente que la doctrina liberal elabora una concepción de la persona y de las relaciones sociales en abierta oposición al sentido cristiano de la vida.
13. LA IGLESIA FRENTE AL CAPITALISMO
Uno de los grandes temas que preocupan actualmente al hombre es el sistema llamado “capitalismo” o economía capitalista. Al enjui­ciar tantas injusticias, sobre todo en el plano económico, surge la cuestión relativa a la legitimidad del capitalismo y, en consecuencia, se plantea el problema de si la solución a tales desórdenes reside o no en la modificación o aún en la destrucción del actual sistema socio-económico capitalista. La gravedad de tales planteos requiere un examen atento del problema a la luz de los principales docu­mentos del Magisterio de la Iglesia. 1
Distinciones previas
En materia tan controvertida suelen deslizarse con frecuencia confusiones y equívocos respecto de los conceptos básicos. Esto ocurre constantemente en referencia al capitalismo.
En primer lugar, conviene recordar que en su significado estricto, “capital” no es mero sinónimo de “dinero” . La ciencia económica define el capital como “un bien destinado a la producción de otros bienes económicos”. Así por ejemplo, es “capital” toda la maquina­ria utilizada en la industria para la producción de diversos artículos (tejidos, automóviles, muebles, etc.). El “bien de capital” se contra­ pone al “bien de consumo”, esto es, a los bienes destinados directa­mente a satisfacer las necesidades primarias del hombre. El dinero, en este contexto, sólo es “capital” en tanto que implica la posibilidad de adquirir bienes de capital.
Pero el mayor de los equívocos reside en el concepto mismo de capitalismo. En su sentido corriente, el capitalismo designa la actual economía; al constatar muchos abusos que se dan en la vida diaria, se achacan al capitalismo esas injusticias y, en consecuencia, algunos concluyen que el capitalismo es de suyo un sistema injusto, opresor, inhumano. En esto hay una parte de verdad, pero también una confusión profunda, pues se ignora que por capitalismo pueden enten­derse dos cosas muy diferentes.
Dos significados de capitalismo
En sentido estricto, se denomina economía capitalista a “aquella economía en la cual los que aportan los medios de producción y los que aportan su trabajo para la realización común de la actividad económica, son generalmente personas distintas” (Pío XI, Quadragesimo Anno, n. 100). Esto implica asimilar la economía capitalista al régimen del asalariado. En términos generales, puede decirse que la economía anterior al siglo XVII no era “capitalista” , en cuanto que los medios de producción o capital estaban en las mismas ma­nos que ejecutaban los trabajos. Los talleres o empresas familiares, los artesanos, los pequeños comerciantes, son ejemplos de economía no-capitalista. En la actualidad, lo que predomina es la dis­tinción del sector capital y del sector trabajo, lo que configura una economía capitalista, según se ha dicho.
Pero existe otro sentido, muy difundido, de capitalismo. Por él se designa un proceso histórico determinado, el cual debería llamar­se capitalismo liberal. Podemos caracterizarlo con palabras de Pablo VI: “Pero, por desgracia, sobre estas nuevas condiciones de la socie­dad [la revolución industrial], ha sido construido un sistema que considera el provecho como motor esencial del progreso económico, la concurrencia como ley suprema de la economía, la propie­dad privada de los medios de producción como un derecho absolu­to, sin límites ni obligaciones sociales correspondientes. Este libera­lismo sin freno, que conduce a la dictadura, justamente fue denun­ciado por Pío XI como generador de “el imperialismo internacional del dinero” . No hay mejor manera de reprobar tal abuso que recor­dando solemnemente una vez más que la economía está al servicio del hombre” (Populorum Progressio, n. 26).
El texto citado sintetiza claramente la realidad de los dos últimos siglos: al sistema capitalista se agregó la ideología del liberalismo económico (ver cap. 12). Como surge claramente de su lectura, Pablo VI se refiere al liberalismo a secas, sin emplear el término ca­pitalismo salvo para hacer la distinción siguiente: “Pero si es verdad que un cierto capitalismo ha sido la causa de muchos sufrimientos, de injusticias y luchas fraticidas, cuyos efectos duran todavía, sería injusto que se atribuyera a la industrialización misma los males que son debidos al nefasto sistema que la acompaña. Por el contrario, es justo reconocer la aportación irremplazable de la organización del trabajo y del progreso industrial a la obra del desarrollo” (id., n. 261).
Del texto resulta manifiesta la distinción arriba realizada entre el sistema capitalista (división capital-trabajo) y el liberalismo económi­co que, de hecho pero no de derecho, lo acompañó históricamen­te. Esto explica por qué la Iglesia ha condenado siempre con tanto énfasis al liberalismo mientras que no ha condenado nunca al capitalismo. Mientras el liberalismo ha sido el responsable del caos socio­ económico que dio lugar a la “cuestión social” , el sistema capitalista es un tipo de economía‘que ha aumentado en forma extraordinaria la producción de bienes y servicios.
Gravedad del capitalismo libera!
Por su énfasis en el interés individual, su exaltación de la iniciativa y de la libertad, su falta de regulación moral de las relaciones econó­micas y sociales, la doctrina liberal, difundida sobre todo a partir de la Revolución Francesa, dio lugar a toda clase de abusos. Mientras favoreció la “acumulación excesiva de bienes privados” , “el abuso de las grandes riquezas, y del derecho de propiedad” (Pío XII, Menti Nostrae, 23-9-50), el capitalismo liberal destruyó el orden social y la pequeña propiedad, sumiendo a la mayor parte del cuerpo social en la miseria más espantosa (ver Pío XII, Alocución del 1-1-44).
En 1931, Pío XI denunció con excepcional vehemencia las injus­ticias del capitalismo liberal en su admirable encíclica Quadragesimo Anno: “Salta a la vistá que en nuestros tiempos no se acumulan solamente riquezas, sino también se crean enormes poderes y una prepotencia económica despótica en manos de muy pocos. Muchas veces no son éstos ni dueños siquiera, sino sólo depositarios y administradores que rigen el capital a su voluntad y arbitrio. Estos po­tentados son extraordinariamente poderosos; como dueños abso­lutos del dinero gobiernan el crédito y lo distribuyen a su gusto. Di­ríase que administran la sangre de la cual vive toda la economía, y que de tal modo tienen en su mano, por así decirlo, el alma de la vida económica, que nadie podría respirar contra su voluntad. Esta acumulación de poder y de recursos, nota casi originarla de econo­mía modernísima, es el fruto que naturalmente produjo la libertad infinita de los competidores, que sólo dejó supervivientes a los más poderosos, que es a menudo lo mismo que decir los que luchan más violentamente, los que menos cuidan su conciencia” (n. 105-107).
El espíritu de lucro, verdadero motor del capitalismo liberal, puso el acento en la acumulación de la riqueza por la riqueza misma, sin respeto alguno por la moral y los derechos fundamentales del hombre. Al reducir al Estado a mero espectador pasivo del proceso, impi­dió que éste ejerciera su función de árbitro supremo entre los distintos sectores sociales. Sólo ante la evidencia del drama por él provo­cado, el liberalismo fue cediendo paso a una concepción más justa del orden económico. Como lo sintetizó irónicamente Chesterton: “el mal del capitalismo liberal no fue el haber creado capitalistas, sino el haber creado demasiado pocos capitalistas. El remedio al abuso del capital consiste, precisamente, en facilitar el acceso de todos los grupos sociales a las diferentes formas de la propiedad (ver Ene. Mater et Magistra de Juan XXIII).
El juicio de la Iglesia siempre fue muy severo contra la usura y el liberalismo económico, por someter al hombre a la economía en vez de colocar el dinamismo productivo al servicio de la persona. La solución cristiana estriba en la difusión de la propiedad, la humanización del trabajo y la instauración de una auténtica organización profesional de la economía nacional con la participación de todos los sectores, bajo el ordenamiento jurídico del Estado.
14. LA IGLESIA FRENTE AL COMUNISMO
La posición de la Iglesia frente al comunismo es de todos cono­cida: hay una total oposición entre la doctrina y la praxis del comu­nismo internacional y el sentido cristiano de la vida. Pero con fre­cuencia se constata uría gran ignorancia respecto de las razones concretas que fundamentan dicha oposición. Esta ignorancia sue­le ser doble, tanto en relación a las principales tesis del marxismo y del comunismo, como en relación a los principios esenciales de la doctrina cristiana en materia social. Resulta por lo tanto muy nece­sario considerar en forma de sinopsis los aspectos esenciales del comunismo teórico y práctico.
Puede definirse al comunismo o marxismo-leninismo como una doctrina práctica de la acción revolucionaria.
La doctrina comunista
La doctrina comunista no es otra que el materialismo dialéctico e histórico formulado en el siglo XIX por Carlos Marx y F. Engels. Dicha doctrina se resume en tres ideas esenciales: dialéctica, aliena­ción y trabajo. El elemento dialéctico es la clave de todo lo demás.
Dialéctica: el materialismo dialéctico constituye la cosmovisión marxista. Afirma que toda la realidad no es sino materia; esta ma­teria es eterna, infinita, automotriz, esto es, se mueve a sí misma en forma dialéctica, es decir, pasando de un extremo a otro de la afir­mación a la negación, del ser al no ser, de lo inanimado a lo viviente, de lo irracional o lo racional. Mediante este postulado -que es to­talmente incoherente, aun a los ojos de comunistas militantes como Henri Lefévre, Marx pretendió justificar el escollo clásico de todo materialismo: ¿cómo de la materia surge la vida y de la vida sensible el ser humano racional?
Por el mismo mecanismo evolutivo dialéctico, la sociedad humana estaría llamada, a través de un permanente conflicto de fuerzas (clases sociales) hacia un estadio final (sociedad sin clases), verdadero paraíso terrestre.
Alienación: por alienación entiende Marx toda relación de depen­dencia entre los hombres. Nunca distingue entre dependencia jus­ta e injusta. Se dan 5 tipos: 1) económica, centrada en la propiedad; 2) social expresada por la idea de clase; 3) política, manifestada por el Estado; 4) ideológica, dada por la filosofía; y 5) religiosa, centrada en el concepto de Dios.
Trabajo: en virtud de la dialéctica, el hombre no tiene una esen­cia o naturaleza estable, sino que se transforma constantemente, se crea a sí mismo (Manuscritos de 1844). El instrumento de tal trans­formación es el trabajo. El hombre alienado, dependiente, se ve despojado sistemáticamente de su producción y ésta pasa a manos del empresario o capitalista, bajo el nombre de plusvalía. El único trabajo para Marx es el del obrero industrial; ninguna otra tarea merece el nombre de “trabajo” , ni el empresario, ni el intelectual, ni los servicios.
Esta doctrina es radicalmente atea. No hay diferencia entre ma­teria y espíritu, ni entre cuerpo y alma; tampoco existe un más allá para el alma después de la muerte. El comunismo destruye el con­cepto de persona, su libertad y su dignidad, al eliminar el principio espiritual de la conducta moral y todo lo que se oponga al instinto ciego. El individuo desaparece frente a la colectividad, no es sino un engranaje del sistema, sin que pueda invocar derecho natural alguno. La familia y los grupos intermedios son desconocidos en sus derechos; toda forma de autoridad no tiene otra fuente que la sociedad. Se niega todo derecho de propiedad privada, so pretexto de provocar la esclavitud económica.
La persona humana pierde todo carácter espiritual y sagrado. En consecuencia, el matrimonio y la familia pasan a ser instituciones puramente convencionales. Se desconoce la dignidad del amor hu­mano; se niega la estabilidad e indisolubilidad del matrimonio y el derecho de los padres a la educación de sus hijos (ejemplo de las “comunas infantiles” de Mao, en China). So pretexto de emancipar a la mujer, se la sustrae al hogar y se la lanza a la producción colec­tiva, ignorando su dignidad y vocación propias. ! Dentro de semejante perspectiva, la sociedad humana no presenta otra jerarquía que la derivada del sistema económico. Su única misión es asegurar la producción de bienes mediante el trabajo colectivo; su única finalidad, el goce de los bienes materiales. Para ello el comunismo asigna a la sociedad un poder total para someter a los individuos, mediante imposiciones coactivas y la violencia. La moral comunista fue sintetizada por Lenin cuando dijo: “Es moral todo lo que contribuye a la destrucción del capitalismo.” En otras palabras, se trata de un maquiavelismo absoluto, sin normas éticas objetivas, en el cual todo medio es lícito. Es “una humanidad sin Dios y sin ley” (Pío XI, Ene. Diuini Redemptoris).
La praxis revolucionaria
Cuando el ideal colectivista sea una realidad, desaparecerán las clases sociales y el estado definido como mero instrumento de opresión en manos de los “capitalistas”, dando lugar a una libertad sin límites (curiosa reminiscencia de Rousseau). Esa será la etapa propiamente comunista. .
Pero a la espera de la edad de oro, el comunismo en la etapa intermedia o socialista, considera al poder político como el medio más eficaz para alcanzar sus fines: es la dictadura del proletariado (ver Lenin, El estado y la Revolución, cap. 5). Primera consecuencia práctica: el comunismo consistirá ante todo en una acción revolucionaria para la toma del poder político. Una vez en el poder, desde él se realiza la “transformación liberadora” de las conciencias.
Si bien el proceso histórico obedece según Marx a un determinismo riguroso, los hombres pueden acelerar el proceso mediante la lucha de clases. Si el conflicto de clases existe en la realidad, el Partido lo agudiza y extiende. Si no se da el conflicto, la estrategia y la propaganda partidaria lo crea, para luego desarrollarlo. Segunda consecuencia práctica: el comunismo se nutre de injusticias y produ­ce necesariamente injusticias.
La razón es simple: toda medida justa, toda mejora de la situa­ción, tiende a disminuir la intensidad del conflicto social. Al disminuir la tensión social, hay menos “lucha” y el proceso revolucionario se vuelve más lento. Si la justicia se instaurara en casi todos los planos, la praxis comunista carecería del “alimento” indispensable para promover el cambio revolucionario. En consecuencia, si el comunismo buscara realmente la paz y prosperidad sociales, se aniquilaría a sí mismo.
Por esta causa, Pío XI declaró que el comunismo es “intrínseca­mente perverso” (Divini Redemtoris, n. 68), ya que es incapaz de promover el bien. Al llevar el maquiavelismo a sus últimas consecuencias, no hace sino diuidir, lo divide todo. Este proceso de divi­sión destruye al cuerpo social, favoreciendo toda clase de antagonismos y fricciones, desplazando a los grupos dirigentes sanos y anestesiando al cuerpo social, en una dialéctica que lo desmoraliza y fragmenta. Esta es la esencia de la praxis comunista.
La doctrina católica es todo lo opuesto del “odio social” . Supone una actitud integradora, armonizadora de todos los sectores en sus legítimos intereses. Parte del respeto de la persona y sus derechos esenciales, de la vitalidad de las familias, de la coordinación de los grupos intermedios y las asociaciones profesionales. Y todo ello bajo la supervisión del Estado como procurador del bien común y de la Iglesia siempre atenta al bien de las almas. La Iglesia no condena sólo al comunismo porque es ateo. Lo condena además por ser una teoría y una praxis destructora de todo orden social y económico de convivencia (Pío XII, Alocución del 13-5-50).