EN EL CAMINO A DAMASCO
La liturgia y
la memoria de la Iglesia acostumbran asociar en sus celebraciones las figuras
egregias de los apóstoles Pedro y Pablo. El caso de la fiesta del día, en este
sentido, es bastante peculiar, como peculiar es el hecho que conmemora, toda
vez que se trata de un acontecimiento que, pese a su trascendencia única para
la historia de la Iglesia, reviste asimismo un carácter íntimo y personal.
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El relato de
la conversión de San Pablo, el “Apóstol de las Gentes”, o más simplemente el “Apóstol”,
es de sobra conocido. Se lo puede encontrar tanto en el capítulo 9 como en el
22 del libro de los Hechos de los
Apóstoles; en el segundo caso es el mismo Pablo quien narra su versión de
lo acaecido, como protagonista que fue del suceso en cuestión. Tanto en una
como en otra variante del relato, sin embargo, queda claro que se trata de algo
verdaderamente extraordinario, como lo atestigua el desarrollo posterior de los
acontecimientos, que muestran al feroz perseguidor de cristianos convertido
pronto en el más ferviente de ellos.
Por clara que
pueda resultar la narración de los Hechos,
con todo, el texto que quizá ilustra más profundamente la naturaleza del
fenómeno en cuestión es aquel otro en que el mismo Apóstol revela, en un lenguaje
ardiente y conmovedor, el tenor espiritual de la transformación en él obrada.
Lo encontramos en el capítulo 3 de la Carta
a los Filipenses, a quienes Pablo dice sin ambages: “Si alguno piensa que tiene
de qué confiar en la carne, yo más: circuncidado al octavo día, del
linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; en cuanto a la ley,
fariseo; en cuanto a celo,
perseguidor de la iglesia; en
cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible. Pero cuantas cosas eran
para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun
estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de
Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por
basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es
por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por
la fe” (vv.4-9).
La experiencia
cotidiana no nos brinda ejemplos muy frecuentes de conversiones tan radicales y
repentinas, si bien ha sido muy numeroso el conjunto de las mismas a lo largo
de toda la historia de la Iglesia. La esencia de la conversión, sin embargo, se
halla exactamente reflejada en las palabras del Apóstol, sin perjuicio de las
distintas formas en que la acción de la gracia se manifiesta, de ordinario más
gradual y silenciosamente.
Si bien no
está dirigido a ilustrar el caso particular de San Pablo, un texto del Papa
emérito Benedicto XVI puede ayudarnos a profundizar en la comprensión del
asunto, además de a extraer aplicaciones prácticas para la realidad de nuestra
vida: “Hemos creído en el amor de Dios:”,
dice el Pontífice, citando al apóstol San Juan (cf. I Jn. 4, 16), “así puede
expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser
cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con
ello, una orientación decisiva (…) La fe cristiana, poniendo el amor en el
centro, ha asumido lo que era el núcleo de la fe de Israel, dándole al mismo
tiempo una nueva profundidad y amplitud” (Deus Caritas est, n. 1).
La alusión
final a la “fe de Israel” nos hace pensar, como es justo hacerlo, que la
conversión del Apóstol no supuso sino un alcanzar la plenitud de la religión
revelada. Por lo demás, así es como él siempre lo entendió, vale decir, como
una exigencia de fidelidad al Único Dios que se reveló a sus padres, si bien
ello supuso una auténtica ruptura con el Israel “según la carne”; de ahí que
hablemos de “conversión”, que muchos han querido negar basados en sofismas de
inspiración “interreligiosa”.
En la cercanía
de la Cuaresma, que el ejemplo de la gracia que obró en Saulo de Tarso,
haciendo de él el glorioso apóstol San Pablo, nos mueva a dejarnos transformar
y moldear interiormente por la acción vivificadora del Espíritu Santo.