La verdadera “calidad de vida”
Al
terminar un año más, se impone la vieja y casi diríamos gastada
costumbre del análisis retrospectivo, seguido de una mirada ansiosamente
interrogativa sobre lo que nos deparará el año venidero.
Sería inútil tratar de huir de esa práctica, por más rutinaria que
parezca. Ella nace de la propia profundidad del orden natural de las
cosas. Dios fue quien creó el tiempo para el hombre y quiso que fuese
dividido en años. Esta duración anual, unidad siempre igual a sí misma,
está admirablemente proporcionada a la extensión de la existencia humana
y al ritmo de los acontecimientos terrenos.
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La Providencia quiso que la inexorable cadencia de los años
proporcionase a los hombres, en los días que sirven de puente entre el
año viejo y el nuevo, una ocasión para un examen atento de todo cuanto
en ellos y en torno de ellos fue cambiado, para un análisis sereno y
objetivo de esos cambios, para una crítica de los métodos y rumbos
viejos, para la fijación de métodos y rumbos nuevos, para una
reafirmación de los métodos y de los rumbos que no pueden ni deben
cambiar.
De algún modo, pues, cada fin de año se parece a un Juicio, en que
todo debe ser medido, contado y pesado, para rechazar lo que fue malo,
confirmar lo que fue bueno, e ingresar a una nueva etapa.
Quizás lo más difícil será que veamos lo que fue malo porque el
concepto de la finalidad de la vida del hombre ha sido olvidado, y
también lo que sea la felicidad en esta tierra.
Es necesario restablecer el íntimo significado de la vida, cultivando
un arraigado sentido de la vocación cristiana. El error fundamental del
hombre de hoy es que olvidó el por qué de su presencia en el mundo, el
por qué Dios lo creó. Pertenecemos a Dios en el más absoluto sentido de
la palabra y estamos en este mundo para servirlo, aún en las más
insignificantes ocupaciones de la vida cotidiana.
La vida se tornó tan infeliz para el hombre moderno precisamente
porque actúa contra las más íntimas y vehementes fuerzas que lo impelen
hacia Dios. El trata de encontrar la paz, despreciando el plan divino,
que está en su propia naturaleza.
Debemos volver a ver la vida a la luz de su finalidad última, de modo
que encontremos lo divino en lo material, lo eterno en lo temporal, la
santidad en todo, excepto en el pecado. El gran empeño de nuestra hora
presente es la penetración de todas las actividades de la vida por la
luz y el poder de nuestra fe: el abismo que creó nuestra era entre la fe
y la vida debe ser eliminado, y la gracia divina debe operar como un
fermento para elevar nuestra existencia a un nivel mejor.