Reflexiones en la fiesta de la Resurrección de Cristo
La
Resurrección representa el triunfo externo y definitivo de Nuestro
Señor Jesucristo, la derrota completa de sus adversarios y el argumento
máximo de nuestra Fe. San Pablo afirma que si Cristo no hubiese
resucitado, nuestra Fe sería vana. Es en el hecho sobrenatural de la
Resurrección que se funda todo el edificio de nuestras creencias.
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Cristo, Nuestra Señor, no fue resucitado: resucitó. Lázaro, fue
resucitado. Él estaba muerto. Jesucristo lo llamó de la muerte a la
vida. Al Divino Redentor, nadie lo resucitó. Él se resucitó a sí mismo.
No tuvo necesidad de nadie que lo llamase a la vida. Volvió a ella
cuando quiso.
Se ha hablado mucho… y se ha sonreído a respecto de la resistencia de
Santo Tomás a admitir la Resurrección. Quizá haya en esto alguna
exageración. Lo que es cierto es que tenemos ante nuestros ojos ejemplos
de una incredulidad incomparablemente más obstinada que la del Apóstol.
En efecto, Santo Tomás había dicho que necesitaría tocar con sus manos a
Nuestro Señor para creer. Pero, viéndolo, creyó inmediatamente, antes
le tocarlo. San Agustín ve en esa dificultad inicial del Apóstol una
disposición providencial. El Santo Doctor de Hipona dice que el mundo
entero quedó suspendido del dedo de Santo Tomás, y que su gran
meticulosidad para aceptar los motivos de creer, sirve de garantía a
todas las almas timoratas de todos los siglos sobre la objetividad de la
Resurrección, de que no se trató del fruto de imaginaciones en
ebullición.
* * *
Santo Tomás mete el dedo en la llaga de Nuestro Señor
Todo cuanto se refiere a Nuestro Señor tiene una aplicación por
analogía a la Santa Iglesia Católica. En la Historia de la Iglesia vemos
con frecuencia que, cuando ella parecía irremediablemente perdida, y
todos los síntomas de una próxima catástrofe parecían minar su
organismo, ocurrieron siempre acontecimientos que la han mantenido viva
contra todas las expectativas de sus adversarios.
Es algo curioso que a veces no son los amigos de la Santa Iglesia
quienes la socorren: son sus propios enemigos. En una época muy delicada
para el Catolicismo, como fue la de Napoleón, se dio el episodio mil
veces curioso de que el Cónclave para elegir a Pío VII se realizó bajo
la protección de las tropas rusas, siendo ellas cismáticas, dirigidas
por un soberano cismático. En Rusia, la práctica de la Religión católica
era impedida de mil maneras. Sin embargo, las tropas de ese país
aseguraron en Italia la libre elección de un soberano Pontífice,
precisamente en el momento en que la vacancia de la Sede de Pedro habría
acarreado para la Santa Iglesia perjuicios de los cuales -humanamente
hablando- tal vez no se hubiese levantado jamás.
Estos son medios maravillosos que la Providencia utiliza para
demostrar que ella tiene el supremo gobierno de todas las cosas. Pero no
pensemos que la Iglesia debió su salvación a Constantino, a Carlomagno,
a D. Juan de Austria o a las tropas rusas. Aún cuando ella parezca
enteramente abandonada, y aún cuando el concurso de los medios de
victoria más indispensables en el orden natural parezcan faltarle,
podemos estar seguros de que la Santa Iglesia no morirá. Y cuanto más
inexplicable sea, humanamente hablando, la aparente resurrección de la
iglesia -aparente, acentuamos, porque la muerte de la Iglesia nunca será
real- tanto más gloriosa será la victoria.
En estos turbios y tristes años en que vivimos, confiemos. Pero
confiemos no en esta o aquella potencia, no en este o aquel hombre, no
en esta o aquella corriente ideológica, para operar la restauración de
todas las cosas en el Reino de Cristo, sino en la Providencia Divina que
obligará nuevamente a los mares a abrirse de par en par, moverá
montañas y hará estremecer toda la tierra, si eso fuere necesario para
el cumplimiento de la divina promesa: “Las puertas del infierno lo
prevalecerán contra ella”.
Plinio Corrêa de Oliveira in “O Legionário”, nº 660, 1° de abril de 1945 (Trechos)