domingo, 3 de diciembre de 2017

“Las neuronas de Dios. III


Leído para Ud.: “Las neuronas de Dios. Una neurociencia de la religión, la espiritualidad y la luz al final del túnel”. Por el Dr. Jordán Abud (3-3)

3- OTRA VEZ EL MATERIALISMO PRESOCRÁTICO
Por todo lo expuesto diremos que, efectivamente, el libro unifica. Pero explicando lo más por lo menos, y no lo menos por lo más. Es decir, más allá de los avances tecnológicos y de las novedades de laboratorio, no ha sabido sobreponerse a la fuerza del materialismo y terminó siendo otro exponente de lo que Mario Caponnetto llama el  retorno de los presocráticos.
Decimos que unifica porque la obra pareciera una recusación del dualismo cartesiano, lo cual es plenamente válido. Pero, paradójicamente, los fenómenos que avalan tal recusación son interpretados a la luz del monismo materialista que aparece como el rasgo común y más sobresaliente de las neurociencias.


Citemos entonces, por última vez, a quien hemos recurrido en este tramo de la crítica. Resulta ineludible, por tanto, un fuerte cuestionamiento crítico frente a lo que a todas luces es, cuanto menos implícitamente, una muestra evidente de  materialismo ingenuo y acrítico que, en definitiva no es sino una aporía. Es lícito, por tanto, desde el hilemorfismo objetar que sin la presencia de un principio formal no pueden  explicarse los fenómenos en cuestión; y resulta plenamente lícito, también, sostener que ese principio formal no puede ser corpóreo. La argumentación de Santo Tomás tiene, a nuestro entender, plena vigencia[1].
Todo el hilo argumental de Golombek consiste en deducir de la materia el obrar y padecer humano. No ya el correlato corporal como condición necesaria ni la distinción entre órgano corporal y potencia del alma. Explicación crasamente organicista del ser total del hombre, con un remozado barniz de recientes investigaciones. Por eso dice sin rodeos que si la religión y la creencia en lo sobrenatural son tan universales como parece, entonces no sólo deben tener un sentido evolutivo, sino que seguramente existe una base genética y hasta hereditaria para explicarlas[2].
Aquel insoslayable bache en su idea de “naturaleza” aparece reinventado una y otra vez. Aquí, en la incapacidad de concebir algo de carácter universal que transite por otros rieles que el de la genética o la simple y pura base orgánica.
Traducido en lenguaje un tanto más llano pero conservando intacto el sentido, este francotirador de lo invisible estaría diciendo: la fe y todas esas cosas espirituales, además de tener una clara teleología adaptacionista, es decir, de existir por una cuestión de utilidad a la supervivencia del más apto, de prevención de inclemencias climáticas, sociales, y de ahorro de inminentes castigos, además de eso -decimos- detallaremos en breve en qué lugar del cerebro reside esta peculiar inquietud y qué neurotransmisores lo provocan. ¿Parece que exageramos? Confirma nuestro descubridor que lo sobrenatural, entonces, es un subproducto de esa construcción que permanentemente realiza nuestro cerebro[3] (porque) está claro, entonces, que nuestra biología trae implícita la tendencia a buscar causas, a ver lo que no necesariamente está allí, a creer sin reventar[4].
Hemos descubierto por fin la explicación, hemos resuelto el misterio, hemos sondeado los abismos y afortunadamente la neurona y los neurólogos han traído la luz que se nos ocultó durante tantos siglos de infantiles esfuerzos. Qué tanto los padres de la Iglesia, qué tanto con la mística, qué San Agustín, ni la Suma, qué el Magisterio de la Iglesia ni las Sagradas Escrituras; qué incluso los perennes clásicos griegos ni los perdurables filósofos de todos los tiempos.
Por aquí pasa la llave de acceso al misterio del alma humana: el Eclesiastés mismo afirma que “Dios ha puesto la eternidad en el corazón de los hombres”… ¿Y si la hubiera puesto en los genes?[5]
En fin, vamos llegando al final de nuestra crítica y es una pena que no podamos estar presentando un aporte original. Una vez más, el materialismo de siempre: explicar lo más por lo menos, y hacerlo ideológicamente.
Todo va cerrando con los dilemas de siempre, se trate del conductismo, el determinismo o la neurobiología. Todo, desde luego, con la impronta distintiva de la amnesia del descubridor, de la cual se reía el reconocido Pitirim Sorokin en su capítulo primero de “Achaques y manías…”[6] Nada nuevo entonces en esto: Muchos experimentos indican que la idea de libertad de elección no es tan cierta como parece, sino que nuestro cerebro nos engaña para que nos dé la impresión de que somos verdaderamente libres cuando elegimos algo[7]. Y así, cómo podía faltar, claro, la perspectiva del dogma evolucionista.
Las ideologías -y el cientificismo lo es- tienen la falta de rigor y de razonabilidad que, con incurable hipocresía,  le endilgan a la fe.
¿Qué es sino este increíble salto cualitativo que Golombek pretende dar en una simple oración picaresca?: Una de esas especies -ustedes, yo mismo- experimentó un crecimiento cerebral y cognitivo tal que la hizo reflexionar sobre sí misma: hoy estamos, mañana no…[8]
Al final, tenía razón Chesterton cuando decía que la teoría evolucionista no acaba con la religión, como vulgarmente se cree, acaba con el racionalismo
Seamos realistas, es decir, respetemos la realidad y partamos de ella. Con razón dice Leguizamón  que
son los científicos que sostienen lo contrario, esto es, que alguna vez los monos engendraron hombres, o se transformaron en tales, los que llevan el peso de la prueba. Es decir, los que deberían llevarla, claro, si este tema fuese tratado con un mínimo de rigor y de honestidad científica. Como no lo es, resulta que paradójicamente- se acepta como un dogma de fe (¡en nombre de la ciencia, rediez!) que el hombre desciende del mono, y a partir de este dogma se interpretan y manipulan descaradamente los datos científicos[9].

4-            LA ETERNA CEGUERA DE LAS IDEOLOGIAS
Vayamos terminando. Sin ninguna duda, si algo tenemos para agradecer a este libro es que  promovió en nosotros la ratificación de un puñado de certezas. Entre otras, la falacia del positivismo, más cuando va acompañado de una seudoneutralidad moral. Y es que la raíz vuelve a ser el eterno problema de las ideologías. De espaldas a la verdad no se puede crecer en la fe, pero tampoco hacer ciencia. Ni ser humilde, y  ni siquiera ser honesto. No creo en la neutralidad frente a la verdad, ni en la pretendida objetividad a-moral de los técnicos de laboratorio. Y después de leer este libro, menos. Por el contrario, acuso a esta obra y a su autor de tomar en vano el Santo Nombre de Dios y al patrimonio de la Fe. Lo curioso es que este tipo de autores lo saben y así lo entienden (porque, al fin de cuentas, en ellos se trata de ganarle la guerra a Dios), pero es más adaptativo pasar por pacifista. Como tampoco creo que la vida sea esencialmente adaptación al medio prefiero los sobresaltos y las incomodidades que conllevan las exigencias de la hidalguía a la diplomacia cínica de los blasfemos.
Este libro no demuestra la repulsión de la fe que hace la razón, a lo suma muestra la repulsión que el autor hace de la fe, y de la razón. Porque en definitiva de eso se trata: de un neurólogo materialista queriendo hacer ciencia, y de un escéptico esgrimiendo afirmaciones categóricas. Claro, el escepticismo sienta bien al mencionado pacifismo, pero ambos son insostenibles. Lógica y moralmente insostenibles.
Por eso recordaba el genio inglés, en su Ortodoxia, que el hombre está hecho para dudar de sí mismo, no para dudar de la verdad, y hoy se han invertido los términos[10].
¿No se percatan los apologetas del relativismo que “corremos el riesgo de concebir una raza humana de tanta modestia intelectual, que no se atreva a creer ni en las tablas de aritmética”[11]?
El hombre necesita creer en algo. Ni Golombek aguanta demasiado el enmascaramiento, y aun volviendo otra vez a insistir en su inmaculada falta de prejuicios, necesita al menos el ensayado desliz de un paréntesis: (…) posiciones religiosas personales -ni siquiera las del autor (aunque ya se ha dejado vislumbrar en varios párrafos su alejamiento de toda creencia en cualquier hecho sobrenatural)-(…)[12]
Está bien, porque es indudable que el escepticismo no se sostiene. Y  que ciencia y  fe se vinculan. Este, por ejemplo, es un trabajo de alguien sin fe, que pretenden igualmente opinar de todo, incluyendo las verdades de fe. Por eso, eructa por enésima vez: Los sacrificios personales (desde los más pequeños como los donativos hasta los complicados como la castidad o los inexplicables como el martirio) son parte del contrato entre las instituciones y los acólitos, una pertenencia al grupo que, a veces, incluye prácticas quirúrgicas[13].
Nos volvemos a preguntar: ¿Cuál es la neutralidad y la objetividad de los ateos? Si a cada paso, es tal el odio que hasta se delata la ignorancia en temas de elemental información y fácil acceso?¿Cómo puede ser que nadie desenmascare la  necedad disfrazada con diplomas de alguien que dice: … el historiador James Hannan (2011) afirma que la ciencia le debe mucho al cristianismo y, más temerariamente, a la Edad Media[14] (¡Qué ignorancia!,  no sólo Hannan, también los más serios pensadores de los últimos 500 años y, por si fuera poco, hasta en los países ajenos al desarrollo filosófico de los primeros siglos, tendríamos ejemplos a mansalva. Desconocer obras como la de Fernand Van Steenberghen, Filosofía medieval, o la de Josef Pieper, Filosofía medieval y mundo moderno, o la de F.C. Copleston,  La filosofía medieval; o estar absolutamente ajeno al dato de que norteamericanos contemporáneos como Thomas Woods están interesados en la defensa de la civilización cristiana como un mojón referencial y fundante de la vida universitaria, es no tener los datos mínimos y necesarios para poder opinar seriamente del tema).
Reformulemos la pregunta: ¿cuál es la licencia de precisión e imparcialidad que obtienen los ateos, por encima de quienes creen, para garantizar rigor científico?
El capítulo 4, (Las drogas de Dios), ya muestra directamente y sin pudor toda la pobreza del hilo argumental, y es realmente una coronación patente del sesgo ideológico del que hablamos. Lo dejamos para el final porque es emblemático el modo como aborda este tema.
Se pregunta nuestro investigador, adalid de la razón y cruzado contra ataduras y prejuicios: ¿qué tienen en común Dostoievski… Sócrates, Juana de Arco… y San Pablo? No busquen razones creativas, o de genialidad: lo cierto es que todos ellos -y muchos otros- sufrían de lo que los griegos llamaban “la enfermedad sagrada”: la epilepsia”[15].
Asombroso hallazgo que remata con una especie de soliloquio ignaciano: (…) cómo un desorden de las charlas entre las neuronas puede a veces manifestarse como una señal divina.  A lo cual agrega en una nota al pie: Señal que, por otro lado, puede tener una tremenda influencia sobre el curso de la historia. Antes de la batalla del Puente Milvio, en el año 312 d.C., el emperador Constantino sufrió unos temblores y tuvo la visión de una cruz en el cielo, con la inscripción (en latín) “Con este símbolo vencerás”. Visionado y hecho: ganó la batalla e hizo del cristianismo la religión oficial del imperio[16].
Realmente hemos llegado, ahora sí, al culmen de nuestro asombro. Pero, antes de tres comentarios breves que se imponen ante una reflexión de semejante tenor y osadía, dejemos asentadas dos observaciones correctivas que no conviene omitir. Porque si el autor yerra en lo suyo, era esperable que desnude su ignorancia en lo ajeno. Primero, hasta donde sabemos, la epilepsia no se vinculaba a algún beneficio de los dioses ni a ningún don venido de lo alto. Más bien al contrario, se lo emparentaba con un castigo o cierta posesión diabólica (es decir -y a esta altura ya preferimos aclarar todo- a una carencia o sufrimiento, no a un bien). Segundo: Constantino no “hizo del cristianismo la religión oficial del imperio”. Esto se hizo por medio del Edicto de Tesalónica, decretado por el emperador romano Teodosio, el 27 de febrero del año 380 (de manera que si se quiere salvar el hilo argumental, habrá que promover la tesis de que en aquel entonces la epilepsia era contagiosa).
Vamos, ahora sí, a los tres comentarios breves:
1-      Es una pena que desconozca, al parecer, los requisitos científicos que ha planteado la misma Iglesia, para abordar biografías y milagros. Evidentemente, la ceguera ideológica le hizo creer, a priori y sin motivos, que la Iglesia tiene una metodología y un proceso, para corroborar milagros, más o menos así: aparece un desquiciado en el Vaticano, con una cadenita colgada de su cuello y anunciando su último truco; entonces los monjes que allí se encuentran dejan al instante sus ocupaciones, encienden velas al advenedizo prestidigitador y comienzan las plegarias. No Golombek, sería bueno que sepa que todas estas cosas tienen condiciones, exigencias, pruebas y documentación cuidadosamente establecidas.
2-      Es radicalmente falsa y tendenciosa la afirmación que hemos citado, pero aún si no lo fuera, al menos Constantino -y todos los demás supuestos epilépticos- utilizaron esta disfunción neurológica para provecho de la comunidad. Tomemos los recaudos ante los visionarios que capitalizan su falta de logical en dosis indicadas para engrosar sus cuentas bancarias y para obtener cargos altisonantes y bien pagos.
3-      Debería explicar (si conociera los hechos y no solo sus ideas) qué extraño efecto sigue haciendo la epilepsia para provocar la curación de un enfermo al tocar la Santa Cruz o para cristianizar un pueblo y una época (para lo cual sería bueno remitirse a las actas y las pruebas históricas).
Por todo esto, el libro es una afirmación del tenor y la vigencia de lo primero que el autor quiso despreciar: la relación entre razón y fe.
Es permanente el sesgo religioso de Golombek, de hecho se nota su judaísmo siempre tan emparentado con la masonería. Empezando por la tapa donde no hay un símbolo de Dios sino del demonio. Encriptado, por supuesto, como corresponde a estos históricos enemigos de la Fe.
Pregunto, ¿por qué el lector debe soportar permanentemente frases irónicas contra Dios tales como ésta?: En todo caso, no hay “un lugar de Dios en el cerebro”, sino que, como corresponde, Dios está en todos lados, o al menos en varios: diversas áreas se activan o inhiben en forma simultánea durante una experiencia divina[17].
Claro, ¿quién tomaría del Inadi nuestra denuncia por mofarse de la omnipresencia divina?; diferente sería si denunciáramos alguno de los dogmas de la modernidad, montados todos sobre la subversión y la mentira.
Ya lo sabemos, las ironías se permiten mientras estén dirigidas al Verdadero Dios, o a la Santa Iglesia Católica. Con lo demás… no se juega. Es llamativa la ligereza con que alude a la liturgia católica, que contrasta con el aplomo con el cual describe rituales judíos.
¿Por qué no saca un segundo volumen dedicado a la figura de Víctor  Frankl aludiendo a  su “voluntad de sentido” y trabajando sobre la hipótesis de que tantas especulaciones sobre el espíritu y la libertad, finalmente surgieron por algún golpe en el cráneo de parte del ejército nazi?
No le creo a un científico que escribe por indicación de sus circuitos neuronales o por un determinismo químico, ni a alguien que me  habla (y me pretende enseñar) por un automatismo.
Es que en todo esto hay un problema metacientífico. No son las neuronas sino Dios lo que inquieta a Golombek. Pero, contra la ideología, que no es ni religión ni ciencia, no hay nada que hacerle. Uno podría desearle al autor un descubrimiento o una conversión espiritual, libre, pero le daría una explicación biológica o “sugestiva”. O un milagro, pero buscaría un justificativo del tenor anterior.
Ahora bien, es indudable el instinto de supervivencia de Golombek  (tenga una explicación en algún núcleo neuronal o en un centro espiritual irreductible), porque se mofa de la fe católica y no de Mahoma ni de los musulmanes.
No creo en el pacifismo, creo en la verdadera paz, y este libro me ha ayudado a radicalizarme. Cuando se trata del rutinario panfleto de la no violencia, están siempre prestos a acusar, incluso a los glóbulos blancos -si fuera menester- por su abierta toma de posición y su irreductible tendencia combativa. Pero cuando, por un fortuito sinceramiento o una simple desconcentración, muestran sus reales pensamientos frente a la vida, no trepidan en presentar armas, en mostrar los dientes y en arremeter contra quien se muestre abierto objetor de sus creencias más firmes.
Prueba suplementaria de lo que decimos es, por ejemplo, un libro dirigido por el mismo autor (Demoliendo papers. La trastienda de las publicaciones científicas. Siglo veintiuno editores. Segunda edición. Año 2012). En este libro, el sarcasmo al nombre de Dios y a los bienes de la Fe es permanente, pero claro, todo en nombre de la ciencia. Valgan estas extracciones textuales a modo de ejemplo (que citamos con enorme disgusto pero lo hacemos a fin de que se tome cabal conciencia de lo que hemos querido demostrar):
Luego de haber facultado al ADN para que se replique a sí mismo, Dios se maquilló con un color magenta intenso y recordó, no sin cierto dejo de satisfacción: “¡ja! ¡Nietzche ha muerto!”, palabras tras las cuales hizo tornar una formidable flatulencia para escarmiento de los incrédulos -que nunca faltan- y luego de tan magnánima labor se retiró a reposar merecidamente en los turgentes senos de una monja que por allí pasaba, y que para algo habrían de servir (data not shown). P. 99  O. Esto fortalece y da sustento científico al bellísimo mito que se ha convertido en uno de los pilares de la civilización occidental: el mito de la Sagrada Familia; vale decir, la idea de una virgen fecundada por un violador anónimo y fugitivo que es, además, su propio hijo. P. 100. En El ADN se autorreplica, gracias a Dios. Pablo Pellegrini.
¿A este autor debo tomarlo con carácter científico o como enemigo de Dios y de la Iglesia? Había dicho -y lo mantengo- que ofrecía quebrar lanzas en esta disputa. Pero ante estos agravios, prefiero no tener adelante al ofensor. Se han burlado de María Santísima y del Santo Nombre del Señor, por lo tanto, son mis enemigos personales.
En fin, y ahora sí terminamos, es una pena que cargue sobre sus hombros una afrenta a Dios y que, a la postre, pasado el primer impacto de las citas, los términos extranjeros y los papers, quede en claro una preocupante flojera científica.
Pero es nomás como decía C. Lewis, que cualquier pensamiento particular (tanto si es un juicio de hecho como un juicio de valor) es desestimado siempre y por todos los hombres en el momento en que creen que se puede explicar, sin residuos, como el resultado, de causas irracionales. Siempre que sabemos que lo que dice otro hombre se debe enteramente a sus complejos, o a un trozo de hueso que presiona sobre su cerebro, dejamos de concederle importancia[18].
Después de todo, si tenemos que ser coherentes con esta ideología, no deberíamos preguntarnos por las neuronas de Dios (en definitiva -según el autor- no más que ingenuidad, sugestión y relato) sino por las neuronas de Diego.

Jordán Abud
Doctor en Psicología


  • Quienes estén interesados en obtener el libro que lleva este ensayo, contactarse con Editorial Katejon: katejon@outlook.com


[1] M. Caponnetto, op cit.
[2] Golombek, p. 14
[3] Golombek, p. 47
[4] Ibídem, p. 51
[5] Ibídem, p. 154
[6] P. Sorokin (1957) Achaques y manías de la sociología moderna y ciencias afines. Madrid: Aguilar
[7] Golombek, p. 71
[8] Ibídem, p. 26
[9] R. Leguizamón (2001) La Ciencia contra la Fe. Reflexiones no académicas, heterodoxas, incrédulas y blasfemas sobre la relación entre la Verdadera Ciencia y la Fe Evolucionista. Buenos Aires: Ediciones Nueva Hispanidad. p. 11.
[10] G. Chesterton, Ortodoxia, p. 32
[11] Ibídem, p. 33
[12] Golombek, p. 204
[13] Ibídem, p. 53
[14] Ibídem, p. 76
[15] Golombek, p. 85
[16] Ibídem, p. 86-87
[17] Golombek, p. 113
[18] C. Lewis (2008) Lo eterno sin disimulo. Madrid: Rialp. p. 111.