Tuvo la sensación de que, después de tantas horas
de viaje, estaba festejando en un lugar equivocado. Inquieto, le preguntó a
Claudio Ferreira dónde estaba la laguna. Ferreira debió explicarle lo
sucedido: la laguna que había visto en las fotos cuando compró el terreno, ese
espejismo pegado al muelle de los pescadores era, en realidad, terreno anegado
luego de una intensa temporada de lluvias. No formaba parte de la laguna Aguas
Claras, como él había supuesto en el momento de la adquisición. Después, bueno,
el Departamento Nacional de Obras y Saneamiento hizo los drenajes y la pequeña
laguna pluvial de su playa desapareció. López Rega no quiso amargarse por el
percance y salió a caminar con Ferreira, descalzo por la arena, acompañados por
el vuelo de gaviotas cansadas, mientras sus dos custodios, Almirón y Rovira, en
bermudas y ojotas, provistos dewalkie-talkies y ametralladoras, conversaban
dentro del Ford Galaxy con Osmar Rustirola, el chofer brasileño que contrataron
en Porto Alegre.
Habían tenido una mañana de mierda. En el amanecer de ese 25 de enero de
1975, ocho policías de la comisaría del balneario de Torres irrumpieron en sus
habitaciones del Sao Paulo Palace para interrogarlos y les rompieron el sueño. La aparatosa
presencia de esos hombres armados, la cantidad de dinero que dejaron en el
cofre de seguridad y la llegada de tres brasileños en plena madrugada habían
asustado al gerente del hotel, que dio el alerta a las autoridades, creyendo
que sus huéspedes componían una banda de delincuentes que se preparaba para
asestar un golpe. Todo el grupo fue esposado y conducido a la comisaría: López
Rega, Rovira, Almirón, Ferreira y sus dos amigos, y también el chofer del
remise. López Rega intentó preservar su identidad y mostró su cédula brasileña
que lo identificaba como José López. Almirón y Rovira se presentaron,
respectivamente, como coronel y mayor del Ejército argentino y mostraron sus
credenciales. Pero las autoridades desconfiaron de la autenticidad delos
documentos. El grupo permaneció detenido durante cinco horas, hasta que López
Rega admitió que era ministro del Estado argentino, que esos señores eran sus
custodios y los otros sus amigos, y que estaban de viaje hacia Sombrío,
cincuenta kilómetros al norte, donde había comprado unas playas y quería
conocerlas. A partir de entonces las cosas quedaron más claras. En señal de
urbanidad, y para dejar una buena imagen de su paso por Torres, el ministro les
regaló a los policías unas postales que promocionaban la realización del
Mundial 78en la Argentina, que firmó y rubricó con los tres puntos, el reflejo
oculto de su identidad masónica. Los brasileños quedaron agradecidos.
Cuando López Rega volvió a la Argentina a fines de enero de 1975, todos
sus conflictos con Massera se exacerbaron. Antes de partir, había paseado junto
a Isabel y amplia comitiva por la Rambla de Mar del Plata y la calle peatonal
San Martín. La había dejado en la residencia presidencial de Chapadmalal al
cuidado de Jorge Conti y del peluquero Bruno Porto.
Luego de visitar las playas de Sombrío, de regreso a Porto Alegre, el
ministro y sus custodios no encontraron alojamiento en ningún hotel de la
ciudad de Osorio y debieron dormir en un prostíbulo pegado a la estación de
trenes. Según el testimonio que luego brindara el chofer Osmar Rustirola a un
diario, López Rega se tomó cinco caipirinhas y daba muestras permanentes de
amabilidad. A él le dejó una fuerte suma de dinero y le autografió una
fotografía personal, como recuerdo afectuoso por los cuatro días en que lo
había acompañado. También le aseguró que si la situación le exigía irse de la
Argentina, viviría en Porto Alegre. Por otra parte, un diario reprodujo otro
comentario del chofer: "Durante el viaje, a un brasileño que le dijo que
'todos los guerrilleros deberían ser muertos', López Rega respondió: '¿Y qué se
piensa el señor que hacemos allá? En Argentina matamos todos los guerrilleros
que podemos matar'". Véase O Estado de Sao Paulo del 11 y el 23 de julio
de 1975. López Rega había adquirido las playas de Sombrío por medio su hermano
umbanda Claudio Ferreira, luego de que el intento de compra precedente se
frustrara por el accidente aéreo. El 5 de julio de 1974, Ferreira pagó 250.000
cruzeiros por el terreno y lo colocó a nombre de su pareja, Eloá Copetti
Vianna. Tres meses después, ella se las transfirió a López Rega a través de la
identidad brasileña que utilizaba en ese país, y que lo acreditaba como
"José López, argentino, cédula modelo 19 número 326.624, de profesión
comerciante y morador de Uruguayana". Esa cédula la había conseguido en
1963 por gestión de Dalton Rosa, el vice prefecto y banquero rosacruz. A través
de Ferreira, López Rega también había comprado lotes en las playas del estado
de Santa Catarina, donde proyectaba construir un complejo hotelero, para aprovechar
el boom turístico de los argentinos que se vislumbraba en esa región del sur de
Brasil. Véase causa judicial de fondos reservados, archivada en el Juzgado
Federal N° 3.
Pero a su regreso se encontró con la noticia de que, durante los cuatro
días que duró su ausencia, el almirante había acogido a la presidenta en la
calidez de la Escuela de Suboficia- les de Infantería de Marina de Punta
Mogotes, le refaccionó un cuarto para que estudiara la convocatoria a las
convenciones colectivas de trabajo y recibiera a gremialistas y ministros, le
dispuso otro para que hiciera gimnasia, y también se dio tiempo para departir
con ella en sus momentos de ocio. A López Rega, ese traslado no le pareció
correcto: era un claro intento de Massera por tener a Isabel bajo control dela
Armada. La tensión pareció tocar un punto extremo cuando el ministro se acercó
a la base naval para reunirse con la presidenta y le negaron el paso. Desde
hacía varios meses, López Rega desconfiaba de las muestras de afecto de
Massera.
Con el retorno del peronismo al poder, el almirante había tendido a
borrar la imagen de histórica enemistad de la Marina con el movimiento
justicialista, surgida desde que en 1955 los aviones de esa fuerza bombardearon
la Plaza de Mayo y mataron a trescientas sesenta y cinco personas. Massera
intentaba mostrarse como alguien distanciado de ese pasado. Al calor de las
reuniones en el Apostadero Naval, había tendido lazos políticos y también
afectivos con Raúl Lastiri, Antonio Cafiero, Ángel Federico Robledo, José
Rucci, Lorenzo Miguel y tantos otros. Para ellos, el almirante era una suerte
de vedette dentro de la rígida coreografía delas Fuerzas Armadas. Le gustaban
los burros, el whisky, las mujeres. Tenía costumbres más peronistas que
castrenses. La política de seducción de Massera también había alcanzado a
Perón. En diciembre de 1973 el General había aceptado su ascenso a comandante
en Jefe de la Armada, tomando como referencia un coro de susurros dentro del
Movimiento Justicialista. Incluso él mismo, el 17 de mayo de1974, se había
expuesto de manera estoica al viento y el frío en la base naval de Puerto
Belgrano, con Massera como anfitrión, como gesto de reconciliación histórica.
Con Perón vivo, las relaciones entre López Rega y Massera eran más que
cordiales. Cada uno en su área, los dos construían poder. Había un dato que los
hermanaba: como miembros de la P2, ambos contaban con la protección de Licio
Gelli.
Pero la relación había empezado a deteriorarse cuando Massera, en su
estrategia de aproximación al peronismo, y para ir recortando la influencia de
López Rega, se dedicó a atenuar la soledad de la viuda de Perón con gestos de
caballerosidad y elegancia, y también de familiaridad, e incorporó a su esposa
al núcleo de relaciones amistosas de la presidenta. Hacia diciembre de 1974,
esta estrategia ya había generado una situación de enfrentamien-to difícil de
disimular entre el ministro y el almirante. López Rega entendió que Massera
había traspasado la línea de la intimidad presidencial, a la que hasta entonces
sólo él tenía acceso. Además, el almirante le había entregado a Balbín un
informe de inteligencia redac-tado por su arma que revelaba el accionar de la
Triple A bajo el ala del ministro, con el objetivo de que el dirigente radical
se lo entregara a Isabel. Como respuesta, el 22 de diciembre, en un cónclave en
el departamento del hermano masón Guillermo de la Plaza, con la fuerza que le
daba el cognac, López Rega inició una rueda de reproches contra diferentes
funcionarios: a Vignes le dijo "viejo verde"; a Lastiri lo humilló
diciéndole que "no hubiera llegado a nada sin él" y también insultó a
Massera porque no se decidía a apoyarlo en el gobierno y le dijo que no tenía
el honor suficiente para vestir el uniforme de la Armada. Massera respondió los
insultos, le criticó que estuviera rodeado de "alcahuetes" y se
retiró de la cena, indignado. Tiempo atrás, López Rega había ordenado
matarlo.
La cena fue descripta en: Heriberto Kahn, Doy fe, (ob. cit., págs.
61-63), escrito en 1976. Consultado por el autor, el ex yerno de López Rega,
Jorge Conti, consideró que a partir de esa cena las Fuerzas Armadas decidieron
la caída de López Rega. En cuanto a la orden de matar al almirante, el mismo
Massera, en su declaración judicial del 20 de agosto de 1983 en la causa de la
Triple A, dijo que "uno de sus miembros (de la Triple A) intentó atentar
contra la vida del deponente y la de su familia en ocasión de estar comiendo en
el Hostal del Lago; el mismo fue detenido, entregado a la Justicia y
lamentablemente desapareció". En Doy fe se indica que dos hombres armados fueron detenidos a la entrada
de ese restaurante. Con ese antecedente, el jefe de la Armada pidió una
entrevista conjunta con la presidenta y López Rega y relató el incidente en el
Hostal del Lago. Massera informó que la investigación había permitido
establecer que los hombres armados estaban vinculados a López Rega. En ese
acto, el ministro hizo una rápida defensa de sí mismo. Como si no lo hubiese
escuchado, Massera le informó a la presidenta que si algo le sucedía el Consejo
de Almirantes "sabrá quién es el culpable". La reconstrucción del
diálogo en las págs. 63-64 de Doy fe continúa así: "La respuesta del
titular de Bienestar Social fue inmediata. -Almirante, yo le ofrezco mi
custodia para que usted tenga la más absoluta de las garantías; Vea, López, yo
prefiero mi propia custodia, que es de marinos, a que me mate la suya, que es
de asesinos". Otra información recogida por el autor indica que gente
armada que respondía a López Rega llegó a balear la oficina particular de
Massera en el centro de Buenos Aires, cuando éste se hallaba en su interior.
Apenas perpetrado el atentado, con el almirante todavía debajo del escritorio y
los vidrios rotos, sonó el teléfono. Era el ministro de Bienestar Social que
llamaba para solidarizarse. (Entrevista a Raúl Lastiri (h).) Massera no habría
permanecido indiferente a estos ataques: según el relato publicado en la página
79 de Almirante Cero, una biografía de Massera escrita por el periodista
Claudio Uriarte, se indica que aquél habría preparado dos grupos de tareas de
la Marina para que rodearan a la misma hora a dos autos Falcon de la fuerza
parapolicial, desarmaran a sus ocupantes, dieran vuelta los vehículos y les
prendieran fuego, como una advertencia a López Rega. Otro testimonio recogido
por el autor indica que el ministro atesoraba doscientas horas de grabaciones
de sus diálogos con Massera que comprometían al jefe de la Armada y que habrían
quedado en posesión de su hija Norma. (Entrevista a Mario Rotundo.) Por otra parte,
el radical Ricardo Balbín, quien tuvo en sus manos la carpeta sobre la AAA
(aunque ensu declaración judicial lo negaría. Véase capítulo 18), no logró
permanecer ajeno a los conflictos entre López Rega y Massera. Según declaró su
colaborador Enrique Vanoli, Balbín sufrió un atentado perpetrado por hombres
del ministro en un viaje hacia la ciudad de La Plata: "El coche custodia
que le habíamos puesto a Balbín contra su voluntad vio en el espejo retrovisor
uno de los famosos Falcon y comienza a hacer un zigzag para que no pasaran. Se
tirotearon. El coche de los asaltantes se retiró con el parabrisas roto. El
sargento Gentile, que lamentablemente ha fallecido, me informó que esa noche se
presentó en el Hospital Churruca un sargento de la custodia de López Rega
herido de un balazo en un hombro y que luego se cruzó en el Departamento (de
Policía) con un hombre de apellido Rovira, también de ese grupo, que le dijo:
'la otra noche no lo matamos porque ustedes son nuestros compañeros'. También
(a Balbín) le dispararon con una Itaka sin dar en el blanco. Eso lo informó la
custodia, pero Balbín no quiso que se diera la noticia para no provocar mayores
situaciones". Véase testimonio de Vanoli en revista Gente del 19 de enero
de 1984. Por otra parte, el 9 de enero de 1975, en un intento de reforzar el
control de Isabel Perón en la Casa de Gobierno, López Rega institucionalizó sus
tareas de secretario privado al rango de secretario de Estado. Pasó a
"coordinar" toda el área presidencial: la Secretaría General de
Gobierno, la Secretaría Legal y Técnica, la Secretaría de Prensa y Difusión, la
Secretaría de Informaciones del Estado y, además, la Casa Militar. También
obtuvo el manejo de todos los edecanes de las tres armas que respondían a la
presidenta. La casa de los edecanes de la Marina, ubicada en la calle Austria,
por ejemplo, fue ocupada por la custodia de López Rega. (Entrevista al ex
edecán naval Carlos Martínez.) Por último, en la tercera semana de enero de
1975, cuando López Rega estaba en el Brasil, la Secretaría de Prensa y Difusión
no podía dar cuenta del paradero del ministro en forma oficial. La prensa
murmuraba que la presidenta no quería recibir a su secretario privado y que ya
estaba muerto "políticamente". Para contrarrestar estos rumores, el
secretario de Prensa y Difusión José María Villone mandó hacer un "truco
fotográfico" que permitiera mostrar juntos en Mar del Plata a López Rega,
la presidenta y otros gremialistas. Pese a que hizo distribuir esa foto a
los medios gráficos, Villone no paró de criticar a los empleados a quienes
les había encomendado el trabajo: en la fotografía, la figura de López Rega
aparecía totalmente desproporcionada, de mayores dimensiones que el resto.
"¡Mire la clase de incapaces con los que hay que manejarse aquí!",
comentó, indignado. Véase Heriberto Kahn, Doy fe, ob.cit., págs. 68-69.
El repliegue de la presidenta en la Escuela de Suboficiales de la Armada
(que luego, durante la dictadura militar, se utilizaría como campo de
concentración), fue la metáfora que anticipó el despliegue de las Fuerzas
Armadas para actuar en forma institucional en la "lucha
antisubversiva". Mientras el poder civil se debilitaba, los militares
continuaban su avance. El almirante ya se perfilaba como gestor y garante de la
nueva política, mientras López Rega seguía enfrascado en su aventura por el sur
del Brasil.
En su escritorio prestado por la Armada, la presidenta se reunió con el
comandante general del Ejército, Leandro N. Anaya. Le notificó que autorizaría
a su fuerza a intervenir militarmente en las zonas rurales de la provincia de
Tucumán para "ejecutar las opera-ciones necesarias para neutralizar y/o
aniquilar el accionar de los elementos subversivos".
El 5 de febrero de 1975 se pasa de una situación legal a una situación
que ocurría de hecho: el Ejército salió oficialmente a la calle luego de su
bochornosa retirada del poder de casi dos años atrás y puso en marcha el
"Operativo Independencia" al mando del general Acxel Vilas. Las
tropas se encontraron en libertad de acción para combatir a la guerrilla. En el
mismo Comando Táctico de Operaciones donde instalaron su base, en la zona
cañera de Famaillá, prepararon un centro de torturas.
Los centros de torturas habían sido instalados en
la primavera de 1974 para apoyar las primeras acciones de represión ilegal del
Ejército contra la guerrilla rural del ERP. En febrero de 1975 fueron creados
otros campos de concentración en la jefatura central de policía, en una
dependencia de la Universidad Nacional de Tucumán y en la Compañía de Arsenales
Miguel Azcuénaga. Durante la dictadura militar llegaron a funcionar diecisiete
centros clandestinos en esa provincia. El general Acxel Vilas explicó con
transparencia y franqueza sus tareas al frente del Operativo Independencia:
“Mii ntención fue la de suplantar, aun utilizando métodos que me estuvieran
vedados, a la autoridad de la provincia de Tucumán, tratando de superar,
aunando los esfuerzos civiles y militares, el brote guerrillero marxista que
tenía en vilo a los tucumanos y amenazaba expandirse a otras provincias. [...]
De todo lo actuado pude concluir que no tenía sentido combatir a la subversión
con un Código de Procedimientos en lo Criminal [...] Decidí prescindir de la
Justicia, no sin declarar una guerra a muerte a los abogados y jueces cómplices
con la subversión [...] Fue entonces cuando di órdenes expresas de clasificar a
los prisioneros del ERP según su importancia y peligrosidad, de forma tal que
sólo llegaran al juez los inofensivos, vale decir, aquellos que carecían de
identidad dentro de los cuadros del enemigo [...] Desde antiguo venía prestando
atención a los trabajos editados en Francia por los oficiales de la OAS y del
ejército francés que luchó en Indochina y Argelia [...] en base a estos
clásicos y al análisis de la situación argentina, comencé a impartir órdenes
tratando, siempre, de preparar a mis subordinados. Porque muchas veces las
órdenes recibidas no se correspondían con lo que durante años aprendimos en el
Colegio Militar y en la Escuela Superior de Guerra”. El reemplazante del general
Vilas en el Operativo Independencia fue el general Antonio Bussi. Para una
descripción detallada de los campos de concentración en la Argentina, véase
Alipio Paoletti, Como los nazis, como en Vietnam, Buenos Aires, Contrapunto,
1987.
La incorporación de las Fuerzas Armadas como instrumento oficial para
aniquilar a la guerrilla en Tucumán no implicó que la Triple A relegara sus
posiciones en la represión ilegal. Desde comienzos de 1975, el líder gremial
Lorenzo Miguel venía reclamando al ministro del Interior, Rocamora, la
destitución de Sylvestre Begnis, el gobernador de la provincia de Santa Fe.
Pedía que lo reemplazara por Eduardo Cuello, el vicegobernador, un hombre de la
UOM. Pero, como Rocamora demoraba el recambio, Lorenzo Miguel elevó el pedido de
intervención al presidente de la Cámara de Diputados, Raúl Lastiri. La
ortodoxia peronista consideraba peligroso que la denominada "serpiente
roja", con sus comporta-mientos huelguísticos y reivindicatorios, se
extendiera por el cordón industrial, siguiendo el curso del río Paraná, desde
el norte de Santa Fe hasta San Nicolás, en la provincia de Buenos Aires. En esa
franja el aparato de la UOM estaba perdiendo posiciones. En la siderúrgica
Acindar, ubicada en Villa Constitución, por ejemplo, una fábrica que empleaba a
más de 4000 trabajadores, una lista pluralista con predominio de socialistas,
marxistas, radicales y peronistas, encabezada por Alberto Piccinini, había
ganado la conducción interna de la fábrica a expensas de la lista peronista
ortodoxa. La amenaza no terminó allí. Los miembros de la lista pluralista
presionaron por obtener una recomposición salarial en el marco de las
negociaciones en las comisiones paritarias. La empresa, cuyo director era José
Alfredo Martínez de Hoz, un apellido de genuina tradición oligárquica en la
Argentina, se negó a conceder el aumento, pese a que reconocía el fenomenal
incremento de la pro-ducción y de las ganancias en los balances de su último
año.
Los trabajadores de Acindar iniciaron una huelga. Cumplido el primer mes
de lucha gremial, la "Patria Metalúrgica", en alianza con la empresa,
presionó a la presidenta para que declarara ilegal la huelga y aprobara la
intervención del Estado en el conflicto para reprimir el supuesto "complot
subversivo". Entonces, camuflada entre las fuerzas legales, la Triple A,
con su cruel pedagogía, realizó una excursión a Santa Fe para dar su lección. A
partir de la intervención, hubo trescientos detenidos, treinta y cinco muertos
y veinte desaparecidos. El ministro del Interior, Alberto Rocamora, avaló la
operación porque sirvió para desarticular "el complot rojo contra la
industria pesada del país". El radical Ricardo Balbín también la apoyó:
"Los sucesos de Villa Constitución fueron necesarios para erradicar la
subversión industrial". A partir de entonces, Acindar se militarizó y
transformó el albergue de solteros de la fábrica en un centro clandestino de
detenciones.
La excursión de la Triple A porteña fue compuesta por 105 vehículos
Falcon que, alineados sobre la ruta, formaron una hilera de casi dos
kilómetros. Se calcula que en el esquema de represión actuaron 4.000 hombres,
provistos de armas cortas y largas, muchos de ellos con la cara cubierta. La
acción de represión fue emprendida por el Batallón 601 del Ejército, la Policía
Federal y provincial, bandas armadas de la Juventud Sindical Peronista y grupos
parapoliciales y paramilitares. Instalaron su base de operaciones en
dependencias de la siderúrgica Acindar. Sin una orden judicial que los
autorizara, los represores, además de encarcelar a los activistas de Acindar y
de otras fábricas, allanaron casas de obreros, estudiantes, profesionales y
arrestaron a más de trescientas personas. La mayoría quedó detenida a
disposición del Poder Ejecutivo y, luego del golpe militar, muchos de ellos
resultaron desaparecidos. El delegado Alberto Piccinini permaneció preso
durante cinco años, hasta 1980. Por su parte, durante la ocupación en el
bimestre abril-mayo, fueron muertos 35 trabajadores. Según publicar el diario
La Opinión en junio de 1975, "Además de los cientos de detenidos que sin
causa judicial han pasado a disposición del Poder Ejecutivo, ya son más de
setecientos los obreros despedidos y las 'listas negras' son cada vez
mayores". Véase Alipio Paoletti, Como los nazis, como en Vietnam, ob.
cit., págs.43-48. También, para un completo relato de la intervención a Villa
Constitución y la acción de la Triple A en establecimientos fabriles
litoraleños, véase Carlos Del Frade, El litoral, 30 años después. Sangre,
dinero y dignidad, Rosario, Amalevi, 2006. Véase también para un estudio de
crímenes, detenciones y desapariciones de activistas obreros en fábricas del
conurbano bonaerense durante el período constitucional, Héctor Löbbe, La
guerrilla fabril. Clase obrera e izquierda en la Coordinadora de Zona Norte del
Gran Buenos Aires (1975/1976), Buenos Aires, Ediciones RyR; y Alejandro Schneider, Los Compañeros.
Trabajadores, izquierda y peronismo. 1955-1973, Buenos Aires, Imago Mundi,
2006. Por su parte, José Alfredo Martínez de Hoz, que sería designado ministro
de Economía durante la dictadura militar, tributó un cálido reconocimiento a
Lorenzo Miguel por su actuación en el conflicto. Luego del golpe de Estado de
1976, cuando el líder sindical fue encarcelado por los militares, el ministro intercedió
para que se le diera buen trato. Véase Ricardo Cárpena y Claudio Jacquelín, El
intocable. La historia secreta de Lorenzo Miguel, el último mandamás de la
Argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 1994,págs. 168-169.
Tanto la represión en Tucumán como el ajuste ideológico de Villa
Constitución, aunque resultaban convergentes con el propósito de López Rega de
eliminar a "los infiltrados" del Movimiento y a los marxistas del
país, comenzaron a minar su poder. Los militares y los gremios ortodoxos, cada uno
por su senda, obtuvieron oxígeno político para consumar iniciativas propias
dentro del círculo dela presidenta y fueron erosionando su influencia.
López Rega no se mostraba inactivo: en abril de 1975 usó la estructura
del Ministerio del Bienestar Social (y envió a Demetrio Vázquez de interventor
provincial) para apoyar al Frejuli en las elecciones a la gobernación de
Misiones, en las que venció con el 46 por ciento delos votos. Frente a esa
perspectiva electoral, la izquierda peronista inició un tímido in-tento de
recuperación política luego del aislamiento en que la sumiera la conducción
monto-nera con el llamado a la clandestinidad, sumando a los cuadros políticos
de la Tendencia. A través del Partido Auténtico, obtuvo un festejado 9% de los
votos, que le permitió alcanzar dos bancas en la legislatura provincial sobre
un total de treinta y dos. Con esta estrategia, Montoneros (que financió la
campaña e instrumentó la línea política) logró reconstruir dos líneas de acción
para enfrentar al gobierno de Isabel Perón: una legal (a través de un partido
autorizado, el Auténtico) y otra estructura clandestina (la guerrilla, para las
acciones armadas). Era un método que, en su exilio, ya había recomendado el
general Perón en sus instrucciones a los activistas de la resistencia.
Sin embargo, para abril de 1975, la bomba que haría volar a López Rega
del poder y lo arrojaría al ostracismo ya había sido activada. Se trataba de un
pedido de investigación oficial sobre la Triple A. El pedido surgió a
instancias del teniente coronel Jorge Felipe Sosa Molina, jefe del Regimiento
de Granaderos del Ejército, con lazos familiares que cruzaban a esa fuerza con
la génesis del peronismo.
Isabel Perón ilegalizaría al Partido Auténtico a fines de diciembre de
1975 bajo el pretexto de que había participado en el ataque al Batallón de
Arsenales 601 de Monte Chingolo. En realidad, la acción había sido organizada
por el ERP. En sus últimos números, el periódico El Auténtico, órgano de prensa de ese partido, había publicado una lista
con los trescientos muertos atribuidos a la Triple A y los nombres de los
cuatro mil "prisioneros políticos" encarcelados en el gobierno de
Isabel Perón.
Como responsable de la custodia de la residencia de Olivos, Sosa Molina
era testigo privilegiado de lo que pasaba allí. Hasta ese momento, ningún
político (con excepción de los que ya estaban muertos) o fuerza de la oposición (excepto la izquierda
peronista o la guerrilla) se había animado a denunciar la relación del ministro
con la Triple A. Sosa Molina contaba con el respaldo del coronel Vicente
Damasco, responsable de la Secretaría de Gobierno de la Presidencia. Ambos
integraban la línea "legalista" del Ejército, comprometida con el
proyecto político de Perón y en franca oposición a la facción encabe-zada por
Jorge Rafael Videla y Roberto Viola, que, bajo la máscara del
"profesionalismo prescindente" y de la supuesta simpatía política del
almirante Massera hacia el peronismo, tenía por objetivo deponer a la
presidenta con un golpe de Estado y tomar el control del país.
La investigación, al mismo tiempo que intentaba erradicar del gobierno a
todas las fac- ciones de la Triple A, tenía como objetivo último un pronto
llamado a elecciones para termi- nar con el vacío de poder y defender la
continuidad institucional. Sin embargo, sólo alcanzó para lanzar al ministro al
vacío. El hecho que dio origen a la investigación estaba fundado en propósitos
claramente determinados y no en la obra de la casualidad, aunque fue presentada
bajo este último aspecto. El 15 de abril de 1975, pasado el mediodía, el
oficial de inteligencia del Cuerpo de Granaderos teniente primero Juan Segura
se acercó a una vieja casona de avenida Figueroa Alcorta casi esquina Ocampo,
que hasta poco tiempo atrás había sido sede de la embajada de la República
Democrática Alemana. Pero el interés del oficial no estaba centrado en
desarrollar una acción de espionaje en el marco de la Guerra Fría, sino en dar
inicio legal a una investigación sobre la Triple A. La casona era la sede de El
Puntal, la revista que sucedió a El Caudillo, y que también dirigía Felipe
Romeo. El argumento que utilizó Segura para entrar a la residencia (según el
informe que elevara a su superior inmediato, teniente coronel Jorge Sosa
Molina) era que, luego de acompañar en misión de seguridad a los embajadores de
Gran Bretaña y la República de Quad a presentar sus cartas credenciales, había
debido bajarse de su auto, que sufría desperfectos mecá-nicos. Necesitado de
auxilio, fue en busca de un teléfono y golpeó la puerta de la vieja casona. En
su informe posterior, escrito a mano, Segura relata que lo atendió una mujer
rubia, que se presentó como la secretaria privada del ministro López Rega, que
luego se le acercaron un grupo de policías y un civil, Julio César Casanova Ferro,
quienes le informaron que había entrado a una base de la Triple A y que ellos
eran autores de innumerables "hechos de sangre". Le comentaron que a
la organización pertenecían más de cien hombres, la mayoría oficiales en
actividad dela Fuerza Aérea, el Ejército y la Armada. Luego de semejante
confesión, los miembros del grupo lo invitaron a almorzar. Segura no aceptó el
convite y se marchó de la redacción con cinco ejemplares de El Puntal.
Aunque el relato de los hechos luego fue parcialmente desmentido por
miembros de la revista, su presencia en ese lugar alcanzó para que Sosa Molina
obtuviera la excusa necesaria para que el Poder Ejecutivo se sintiera obligado
a dar curso a una investigación oficial sobre la AAA. Felipe Romeo, quien había
expresado mejor que nadie de qué calibre eran sus sentimientos nacionalistas,
era apenas la punta del ovillo que pensaba desmadejar el jefe de
Granaderos.
La investigación sobre la AAA tenía su razón de ser. En sus tareas en la
residencia de Olivos, Sosa Molina había obtenido una suma de indicios que lo
llevaron a concluir que la custodia de López Rega era parte de una célula
activa de la derecha terrorista: decenas de ellos entraban a la residencia
llevando y trayendo al ministro, y durante el día muchos se quedaban en el
parque, descansado y desplegando sus armas, comentando con sorna la muerte de
izquierdistas, hasta que las comunicaciones que recibían en sus autos Torino
Grand Routier negros los impulsaban otra vez a salir en tres o cuatro móviles,
y regresaban algunas horas más tarde. Ese era el elemento más sólido de su
sospecha: los operativos se ejecutaban desde la misma residencia de
Olivos.
Con el informe de Segura, la denuncia de Sosa Molina fue elevada a su
superior, el tercer jefe del Estado Mayor, el general Francisco Rosas. Rosas la
derivó al jefe del Estado Mayor General del Ejército, general Jorge Rafael
Videla, y Videla citó a Sosa Molina y le preguntó si estaba seguro de lo que
estaba haciendo. Sosa Molina le dijo que sí. Videla le preguntó si era consciente
del riesgo que podía correr. Sosa Molina le respondió que él asumía la
responsabilidad. "Imagínese, le explicó, usted está tocando la posible
intervención de oficiales de las tres fuerzas. Esto yo lo tengo que elevar al
ministro de Defensa Savino, que está muy relacionado con López Rega."
Cuando Sosa Molina le aseguró que la ratificaba, Videla se puso colorado y lo
felicitó: "No esperaba otra cosa de usted", le dijo. Luego, Videla
trasladó la denuncia al comandante en jefe del Ejército, Leandro Anaya y, con
la firma de éste, Videla se la entregó al ministro de Defensa, Adolfo Savino.
Savino la derivó al Ministerio del Interior conducido por Alberto Rocamora.
Allí comenzó la investigación sobre El Puntal y la Triple A. En su primer informe, el mayor Luis Lage,
director de Asuntos Policiales e Informaciones, indicó que El Puntal se publicó
entre abril y mayo, que su director era Romeo, el gerente Enrique Saglio
Ambrosio, el jefe de redacción Héctor Simeoni y el secretario de redacción,
Luis Saavedra. Luego de detallar los antecedentes de los dos primeros, Lage
tomó declaración al oficial de policía Nelson Carlos Recanatini, quien admitió
ser amigo de Romeo y visitar con frecuencia la revista. Recanatini relató que
hizo entrar a Segura a la redacción, que le cedió el teléfono, que el oficial
se interesó por su Magnum .357 y también por la ideología de El Puntal. Cuando
se le dijo que era "nacionalista", Segura comentó que él había
militado en Tacuara y recordó al líder de esa agrupación, Joe Baxter; luego de
una conversación de veinte minutos, se retiró. Recanatini negó que le hubiese
confesado que la redacción era una base de la Triple A, aceptando en cambio que
había mencionado en forma elogiosa la represión del Ejército a la guerrilla en
el monte tucumano. En su declaración al Ministerio del Interior, Romeo acusó a
la investigación de ser coincidente en sus motivaciones con la prensa de
"extrema izquierda". En términos similares se expresó Casanova Ferro:
desmintió que El Puntal fuera una base de la AAA y agregó que, cuando Segura
habló de su pasado en Tacuara, conversaron sobre Emilio Berra Alemán, que era
amigo del declarante, y trabajaba en la Secretaría de Prensa y Difusión. Para
la denuncia del oficial Segura y actuaciones del Ministerio del Interior, véanse
fojas 159-175, cuerpo I, causa AAA archivada en el Juzgado Federal N° 5. En
entrevista con el autor, el periodista Héctor Simeoni, que fue amigo personal
de Miguel Ángel Tarquini y frecuentaba las redacciones de El Caudillo y El
Puntal, comentó que era habitual que Recanatini hiciera referencia a sus
"proezas" como policía en la represión, y que solía mostrar un
depósito de armas instalado en la redacción de la revista como pertenecientes a
la AAA y a matones de la UOM. Simeoni negó que "la secretaria del ministro
López Rega" que se encontraba en El Puntal fuese la socióloga Graciela
Rommer, como trascendió en un primer momento. Dijo que ella visitaba la
redacción de la revista, que colaboraba en algunas tareas, y era considerada un
personaje distinguido del Ministerio de Bienestar Social, donde era conocida
como "la rubia dorada". Consultada en forma personal, la socióloga
admitió que entre 1973 y 1976 había formado parte de la Secretaría del Menor y
la Familia del Ministerio de Bienestar Social, bajo las órdenes del doctor De
la Vega, pero sin tomar contacto con la Unidad Ministerio. Aseguró que no fue
secretaria de López Rega y, con una mezcla de indignación y tristeza, negó que
hubiera trabajado junto a Felipe Romeo en El Caudillo. En la actualidad, Rommer
es consultora de marketing político.
Al día siguiente, Sosa Molina se enteraba por los diarios de que la
Triple A había provocado un atentado. Haciendo los cálculos de tiempo, era
notable la coincidencia entre el momento de salida de los autos, la distancia
entre Olivos y el lugar del atentado, y la hora en que regresaban los
custodios, lo cual le permitía albergar la suposición de que eran éstos los
autores materiales de los crímenes. Al informe de Segura y la actuación de los
custodios de López Rega, Sosa Molina agregó sus sospechas acerca de la posible
participación de servicios de inteligencia paramilitares y comandos
"sueltos" de las tres armas, y especialmente de la Marina, dentro de
la organización criminal. El jefe de Granade-ros tenía la certeza de que el
pedido de investigación oficial provocaría un reguero de pólvora que se
esparciría por el gobierno y las Fuerzas Armadas, a pesar de que la información
no iba a ser una novedad para los servicios de inteligencia de las tres armas.
Pero lo que diferenciaba su denuncia de las averiguaciones previas era que él
había atinado a darle un carácter institucional, que no podía ser desoído por
los mandos. Sosa Molina no ignoraba que existía un riesgo puntual para su
denuncia. El Ejército ya acumulaba dos muertes por una investigación similar.
El 28 de marzo de 1975, el coronel Martín Rico había aparecido con un disparo
de Itaka en la cabeza en un sector de depósitos de Avellaneda. El mismo día
desapareció el coronel Jorge Oscar Montiel. Los dos desempeñaban tareas en la
Jefatura II (de Inteligencia) del Estado Mayor General del Ejército y estaban
investigando a la Triple A.
El 28 de marzo de 1975, el mismo día en que Rico
fue hallado muerto en Avellaneda, desapareció el coronel Montiel. Según
declarara el 19 de octubre de 1983 su hermano, el coronel (RE) Hugo Montiel, ni
Videla ni el general Harguindeguy le aportaron jamás ningún dato concreto sobre
su desaparición. Luego, agentes de la Secretaría de Informaciones del Estado le
ofrecieron información a cambio de dinero, pero una vez que logró préstamos de
familiares y amigos y los entregó a la SIDE, fue llevado a un sitio de la
provincia de Entre Ríos. Allí, después de varias horas de espera, advirtió que
había sido engañado. Según dos fuentes militares consultadas por el autor, Rico
y Montiel habían iniciado una investigación sobre la Triple A, sin apoyo
oficial. Desde hacía varios meses se hallaban indagando sobre la supuesta
relación de militares en actividad con esa organización criminal, en la certeza
de que este tipo de acciones "empañaban el prestigio del arma". Según
dos fuentes judiciales entrevistadas por el autor, tanto la muerte de Rico como
la desaparición de Montiel habrían sido perpetradas "desde la misma
fuerza". Un dato significativo, en ese sentido, es que ni uno ni otro
fueron ascendidos post mortem, como es tradición en el Ejército con los caídos
en servicio. Por otra parte, otro elemento de interés es que el responsable de
la Jefatura II de Inteligencia del Ejército en el momento de la muerte y
desaparición de Rico y Montiel era el general Carlos Guillermo Suárez Mason.
Dos días después de conocidos los hechos, el 30 de marzo de 1975, el comandante
en jefe del Ejército, Leandro Anaya, relevó a Suárez Masón como titular de la
Jefatura II de Inteligencia. En el sepelio de Rico, su compañero de promoción,
el coronel Saverio Salvatti, dijo: "Amaste la verdad y para llegar a ella
no aceptaste fronteras". El cuerpo del coronel Montiel jamás fue hallado.
Una versión asentada en la causa judicial dela AAA indica que fue enterrado en
Chascomús. Para información sobre Rico y Montiel, véanse fojas2.380 y 2.386 del
cuerpo 12, causa AAA.
La primera consecuencia de la denuncia de Sosa Molina fue la caída de
Anaya. Apenas tuvo entre manos esa brasa caliente, el comandante del Ejército
dejó que Videla se la cur-sara al ministro de Defensa, Savino, y partió a
Bolivia enviaje oficial. A su regreso, Anaya, a quien, por formación
profesional, no entusiasmaba la idea de encabezar la represión ilegal contra la
guerrilla y prefería mantenerse en equilibrio entre las internas del Ejército,
sería el primero que pagaría el costo político de la nota impulsada por Sosa
Molina. Las causas, y también los pormenores de su relevo, son materias de
diferentes versiones, pero lo cierto es que López Rega influyó sobre Isabel
para que precipitara su caída e incidió en forma directa para el nombramiento
del sucesor, el general Alberto Numa Laplane.
Ese mes de mayo de 1975, con un pie puesto en el Comando en Jefe del
Ejército, López Rega reafirmó su pretensión de alcanzar la suma del poder
público de la Argentina. Sus enemigos internos no entendían dónde estaba la
magia de un hombre que sin aparato parti- dario alguno que lo respaldara, e
impulsado a la política por saberes no racionales, había sido capaz de mantener
bajo su control a la presidenta, manejar los medios oficiales del Estado,
ejercer la censura sobre la prensa, dominar la Policía Federal e imponerse
sobre los ministros del Ejecutivo que, por temor o conveniencia personal, le
respondían. Además participaba en acciones de beneficencia tanto a través de la
Cruzada de la Solidaridad, de la que era vicepresidente, como por medio del
Ministerio de Bienestar Social. Desde allí era responsable de la atención
hospitalaria, el deporte, el sistema previsional, los juegos de azar, el
cooperativismo, el turismo y la vivienda, e incluso hizo distribuir querosene
ante la falta de gas en ese crudo invierno, y también daba lugar a que sus
subordinados pudieran ocuparse, entre tantas acciones oficiales, de otras
subterráneas.
Una de las versiones indica que el ministro de Defensa Adolfo Savino lo
increpó de modo deshonroso por haber dado curso a la investigación sobre la AAA
y no haberla neutralizado. Véase Clarín del 28 de junio de 1998.
Posteriormente, en un pedido de aclaración, Anaya admitió la reunión con Savino
pero negó que se hubiera desarrollado en los términos a los que se refería el
diario (Clarín 12 de julio de1998). Otro hecho, planteado como determinan-te
para la caída de Anaya, se habría motivado cuando la presidenta comunicó al
comandan-te del Ejército su intención de reemplazar a Savino y le requirió una
opinión sobre el probable reemplazante. Anaya se mantuvo prescindente, con el
argumento de que no le correspondía opinar sobre un superior. Luego sería
Savino el que le reprocharía a Anaya no haberlo respaldado ante la consulta
presidencial, y lo habría relevado en virtud de su presunta deslealtad. Véase
Heriberto Kahn, Doy fe, ob. cit., págs. 96-100. Por último, la caída de Anaya
puede ser interpretada como un avance de López Rega en el frente militar. La
elección del general Alberto Numa Laplane como comandante en jefe del Ejército
se realizó a instancias de José María Villone, luego de que un grupo de
militares le propusiera su nombre y éste lo aceptara y lo trasladara a López
Rega para que a su vez Isabel lo designara. Este grupo de militares
(encabezados por el general Guillermo Ezcurra y el mayor Roberto Bauzá) había
comprometido a Numa Laplane para que, apenas asumiera, enviara a retiro a
Videla y a Viola. Incluso, el mayor Bauzá ya había redactado los relevos. Pero
luego, ya como comandante en jefe del Ejército, Numa Laplane declinó el
compromiso porque no quería despedir "a mis compañeros de promoción".
En ese momento, el Ejército estaba surcado por tres líneas internas bien
diferenciadas: los golpistas (Videla-Viola), los legalistas (Damasco-Sosa
Molina) y los "peronistas-lopezrreguistas" (Bauzá-Ezcurra). En su
confrontación con la línea de Videla-Viola, el mayor Bauzá, por ejemplo, se
había convertido en un activo aliado de López Rega. La confianza entre ambos
era mutua. El ministro lo había designado al frente de la Agrupación de
Seguridad e Inteligencia de la Casa de Gobierno, que se ocupaba de registrar
todos los movimientos, reuniones, etc., que sucedieran en su interior, para
luego reportárselos. Sin embargo, poco tiempo más tarde, cuando Videla fue
puesto en disponibilidad por Numa Laplane, sería el mismo López Rega quien
insistiría ante el general Francisco Rosas para que lo pusiera en funciones
como jefe del Estado Mayor Conjunto del Ejército. (Entrevista del autor con un
teniente coronel retirado que prefirió permanecer anónimo.) En el tiempo en que
estuvo "congelado", Videla, junto con Viola y otros comandantes y con
acuerdo de Massera (que seguíac ortejando a la presidenta con flores y
bombones), comenzaron a erosionar la conducción de Numa Laplane y a tramar el
golpe. Véase María Seoane y Vicente Muleiro, El dictador, Buenos Aires,
Sudamericana, 2001, págs. 36-37. Por otra parte, en el área de Seguridad e
Inteligencia de la Casa de Gobierno que dirigía el mayor Bauzá, se había
"infiltrado" un suboficial mayor (RE) que respondía al Conasub. Era
Marcelino Sánchez, que había sido condecorado con la orden al mérito militar en
el grado de caballero por Perón el 17 de octubre del 1951, por haber conjurado
el levantamiento del general (RE)Benjamín Menéndez del 28 de septiembre de ese
año. Luego de ser expulsado del Ejército con la irrupción de la Revolución
Libertadora en 1955, en la tercera presidencia de Perón el suboficial Sánchez
fue contratado para tareas de custodia en Olivos y la Casa Rosada. Por la
noche, aprovechando que los empleados de limpieza dejaban las oficinas abiertas
mientras realizaban sus tareas, el suboficial Sánchezs olía revisar papeles y
expedientes de las secretarías de Estado para reportar informaciones al
Conasub. En una oportunidad, encontró una lista, que, según entendió, era gente
"para liquidar". Entre tantos nombres encontró el del suboficial
mayor Héctor Sampayo, del Conasub. Era una prueba que demostraba que la Triple
A también operaba desde la sede del gobierno. Sánchez informó la novedad a
Sampayo, quien rápidamente huyó de Buenos Aires y estuvo recluido varios meses
en Mar del Plata. A su regreso, supo que dos hombres habían ido a buscarlo a su
casa de la ciudad de Buenos Aires. (Entrevistas del autor a los suboficiales
Marcelino Sánchez (85) y Héctor Sampayo.)
Pero en tanto López Rega sumaba poder, las fuerzas que lo derrocarían se
iban reaco- modando, a la espera del momento adecuado para desatar la
confrontación. El ministro, en el vértigo con que vivía cada día, perdía de
vista que su inmenso poder individual, que le permitía dominar buena parte de
las fuerzas públicas y ocultas del Estado, estaba afincado sólo en su dominio
sobre la voluntad de la presidenta. Todo el andamiaje que lo había sostenido
(su sistema de alianzas con el peronismo ortodoxo, los sindicatos y militares,
quienes habían aplaudido y compartido su decisión de encabezar la represión
ilegal a la guerrilla y la izquierda) se desplomaría apenas Isabel Perón
hiciera un gesto para despren- derse de él. En la base de su fortaleza anidaba
su propia debilidad. Aquellos que le habían dado la bienvenida en 1973, dos
años después eran sus enemigos más o menos declarados. Lo habían dejado hacer,
lo vieron volar muy alto, pero hacia 1975 ni los sindicalistas ni los militares
sabían cómo bajarlo sin que su caída afectara a la presidenta. Debían
preservarla a ella: nadie estaba preparado, todavía, para afrontar su sucesión,
ni en términos constitucionales ni a través de un golpe de Estado.
Para esa época, Julio Yessi había dejado la conducción de la JPRA para
asumir como titular del Instituto Nacional de Acción Cooperativa (INAC),
designado por Carlos Villone. Entre sus tareas, entregaba subsidios a muchas
cooperativas del interior del país. Sin embargo, según la posterior acusación
de la Fiscalía en la causa de la AAA, Yessi habría intervenido en la
importación de armas de guerra (siete ametralladoras Sterling M.X.5 y tres
M.K.4 calibre 9 mm, con silenciador) acondicionadas en dos bultos con la
leyenda "Material secreto de Seguridad- Ministerio de Bienestar Social,
Instituto de Acción Cooperativa, Buenos Aires-Argentina". La compra de las
armas (ratificada en su declaración judicial por el representante de la firma
Sterling Armament Company, Hugo Binstok) llegó con número de guía aérea
044-15.843.520 en febrero de 1975. Pero, cuando estaba en los depósitos del
aeropuerto de Ezeiza, fue sustraída por dos personas que dijeron ser
funcionarios del Ministerio de Bienestar Social, sin que fueran registradas en
la Aduana. Véanse fojas 810-812 del cuerpo V y fojas 6.583-85 del cuerpo
XXXIII. Véase también diario Clarín del 4 de agosto de 1977. Yessi, en su
descargo, indicó que las armas eran para la seguridad del edificio del INAC,
pero nunca tomó contacto con ellas porque la compra se frustró por su
desaparición. Véanse fojas 813-815, cuerpo V. Yessi renunció al INAC el 25 de
julio de1975. Luego del golpe de Estado, estuvo detenido un tiempo en una nave
del Apostadero Naval y en la cárcel de Villa Devoto, a disposición del Poder
Ejecutivo Nacional. Con el paso de los años, se retiró de la actividad política
y abrió una panadería. Por otra parte, el 3 de abril de 1975, el jefe de la
custodia de López Rega, comisario Juan Ramón Morales, resultó ileso de una
emboscada montonera en el barrio de Palermo, en el que murió el teniente
coronel Horacio Colombo, quien, vestido de civil, había intentado repeler el
ataque.
López Rega percibió algún movimiento interno en su contra cuando el
pedido de investí gación de Sosa Molina sobre la Triple A comenzó a serpentear
por las esferas oficiales. Por esa razón, el 19 de mayo de 1975 envió un
memorándum a su par de Defensa, el peduista Adolfo Savino. Atento a las
investigaciones del Ministerio del Interior, y respondiendo puntualmente al
informe del oficial Segura, López Rega aseguró que jamás había tenido una
secretaria privada. Por este motivo entendió que la investigación iniciada
(sobre la AAA) arroja graves dudas sobre el fin perseguido o la personalidad
del denunciante. Pese a que, desde el punto de vista legal, nada me incrimina,
subsiste en mí el profundo deseo de que nada quede en un cono de sombra. Por lo
tanto, mucho estimaré que V.E. disponga que los señores Comandantes tomen
conocimiento de todo lo investigado, tal como fueron impues- tos de la
información original. Pero la nota no bastó para calmar su estupor ante la
posibilidad de ser investigado. En la primera oportunidad que tuvo,
aprovechando que lo encontró en la Casa de Gobierno, convocó a su escritorio al
jefe del Regimiento de Granaderos para recriminarle su acción.
Simultáneamente, con los "infiltrados" en el Movimiento en
proceso de extinción, el "ajuste ideológico" y el terror habían
comenzado a extenderse en la prensa. Por un lado, la publicación o no de avisos
publicitarios del Estado (una potestad que ostentaba la Secretaría de Prensa y
Difusión) permitía premiar o castigar a los medios según cómo se compor-taran
en relación con el gobierno. Pero también las bombas y las balas cayeron sobre
los diarios La Tarde, El Atlántico, La Voz del Interior, El Día, La Gaceta y El
Intransigente.
"¿Cómo hace una cosa así, Sosa? ¿Cómo puede ser que sospeche de
mí?", le preguntó el ministro, compungido. Sosa Molina se sintió incómodo.
A sus espaldas se habían ubicado dos custodios. Uno de ellos era Almirón. Se lo
hizo notar al ministro y éste les ordenó que se retiraran. "Es un pedido
de investigación. No lo involucra directamente. Si usted quiere deslindar su
responsabilidad, puede aportar elementos de juicio sobre el tema", le
aclaró el jefe del Regimiento de Granaderos. Entonces López Regale explicó que
deseaba lo mejor para el país, y se internó en un monólogo con consideraciones
de índole patriótica que lo dejaron a las puertas del llanto, según dijo, por
la incomprensión de distintos sectores sobre la naturaleza de su misión en la
Argentina. Cuando lo vio actuar, Sosa Molina pensó que López Rega era un
artista. A esas alturas, el teniente coronel ya había sufrido algunas
vicisitudes a partir de su denuncia a la AAA. Las amenazas telefónicas que
recibía en su domicilio eran constantes. Y como solía desplazarse en el
colectivo 60 y no aceptaba custodia para no comprometer la vida de sus
subordinados ante un posible atentado, éstos habían decidido seguirlo vestidos
con ropas de mujer, para que su jefe no los reconociera. Pero el peor
padecimiento tuvo lugar en una oportunidad en que la esposa de Sosa Molina
recibió un llamado telefónico de la Triple A: creyendo que hablaban con la
mucama de la casa, le anunciaron que habían secuestrado a "sus
patrones". La esposa de Sosa Molina les indicó que estaban perfectamente
bien, tanto ella como su marido. Luego se enteraron de que, en realidad, la
Triple A había secuestrado al matrimonio del piso de arriba del edificio. Al
tomar conocimiento del error, los secuestradores lo liberaron.
La Triple A anunciaba las listas de futuras muertes con bombas lanza
panfletos que hacía explotar cerca delas redacciones o con comunicados que
dejaba en los baños de los bares. A esas alturas, ya había enviado al exilio a
los escritores Mario Benedetti, Tomás Eloy Martínez y Osvaldo Bayer. Varios
periodistas sufrieron el allanamiento de sus casas, otros fueron secuestrados y
luego liberados, previo simulacro de fusilamiento. Los medios locales tenían
prohibido reproducir informaciones sobre la Argentina que publicaban los
diarios extranjeros. Incluso el corresponsal francés de L’Express, Edouard
Baibly (que había publicado una declaración de López Rega en la que informaba
que el espíritu de Perón ya estaba completamente transferido a su persona),
sería detenido y luego expulsado del país. Pero la política de aterrorizar a la
prensa alcanzó su punto máximo cuando la Secretaría de Prensa y Difusión
comenzó a difundir en la televisión estatal un corto publicitario en el que
involucraba a los diarios El Cronista Comercial y La Opinión como
"protectores" de la guerrilla y los ponía en el mismo nivel de
"responsabilidad" de los ya clausurados El Mundo (del ERP) y Noticias
(de Montoneros). En forma simultánea con la difusión oficial, apareció
acribillado en los bosques de Ezeiza Jorge Money, periodista de la sección
Economía de La Opinión, que antes había sido secuestrado tres días. El cuerpo
de Money tenía quemaduras de cigarrillos y le faltaban las uñas de los pies y
de las manos. Distintos sectores de la sociedad quedaron conmocionados con el
crimen. El diario llamó a los poderes públicos, los partidos políticos, el
Congreso y la CGT para que se pronunciaran por la investigación de la muerte y
el castigo a los culpables. El asesinato de Money fue condenado por la embajada
norteamericana, Montoneros y el conjunto de la clase política.
La excepción fue el secretario de Prensa y Difusión, José María Villone,
quien omitió enviar su pésame y tampoco condenó el crimen. Cuando la Triple A
mató al periodista Jorge Money, la prensa realizó una huelga de dos días, y la
presión fue tan fuerte que el ministro del Interior, Alberto Rocamora, decidió
dar una conferencia de prensa sobre el asunto. Pensaba comunicar la
investigación que estaba llevando a cabo su cartera sobre la AAA, pero a último
momento decidió que no correspondía. El temor que existía en el sector
"dialo-guista" del gobierno (del que Rocamora podría ser considerado
único representante) frente a López Rega era más fuerte que la intención de
erosionar su poder o la voluntad de poner un freno a las fuerzas ilegales, que
objetivamente le complicaban la gestión en un ministerio que debía velar por la
seguridad pública. Rocamora pidió la colaboración del periodismo para que
ayudara al Estado a investigar pistas sobre la Triple A; si alguno tenía alguna
sugerencia, dijo, si alguien pensaba que alguna medida debía tomarse, que se la
comunicaran.
Por su parte, él no tenía una idea clara sobre quién había matado a
Money, ni siquiera sabía si se trataba de un "hecho terrorista".
Apenas había indicios.
-Vea (explicó en conferencia de prensa), aparecen unas famosas Tres A.
Según estudios, no se trata de una organización sino de grupos diferentes que
usan esa sigla. No sé quién la alienta, pero es una organización que aparece
esporádicamente. La guerrilla de izquierda es la que está actuando permanentemente
y en todo el país.
Rocamora era el reflejo del temor y la impotencia de los ministros
frente al secretario privado, que también, a esta altura, habían llegado a
extenderse a la sociedad. El 29 de mayo de 1975, un grupo de artistas afiliados
a la Asociación Argentina de Actores (AAA) pidió audiencia con el ministro de
Bienestar Social, para plantearle la situación que vivían cada día: censuras en
televisión, bombas colocadas en sus teatros y amenazas de muerte. Todo ese
imaginario del terror empezaba a dibujarse como una máscara que calzaba justo
sobre el rostro de López Rega. Su nuevo secretario de Prensa, Juan Carlos
Rousselot (que pocos días antes, en un reportaje en Las Bases, lo había
calificado como "una bellísima persona"), programó la audiencia del
ministro con los actores.
Luego de una conversación privada, dieron una conferencia de prensa
conjunta. Uno de los actores, Alfredo Alcón, relató que el ministro no sólo se
había inquietado por las intimi- daciones a los artistas e intelectuales, sino
que además les había encargado un plan para "elevar el tono de la
cultura". Comentó también que, además de un funcionario, "habían
encontrado a un amigo". Por otra parte, López Rega se comprometió a
investigar a las Tres A. Citó a Rocamora: dijo que al parecer lo componían
diferentes grupos. Era evidente que el peso del monstruo se le estaba viniendo
encima.
En medio de la conmoción social por los crímenes, el 2 de junio de 1975
López Rega tomó el control de la economía de la Argentina. Si en los meses precedentes
había logrado coincidencias con el aparato político, los gremios ortodoxos y
los militares para eliminar a "los infiltrados", cuando se propuso
dominar la economía se alió con los neoliberales. A la idea del ajuste
ideológico les siguió la del ajuste económico. Frente a la renuncia del
ministro Alfredo Gómez Morales, López Rega hizo designar como sucesor a un
hombre de su propia tropa, Celestino Rodrigo.
Véase La Nación del 29 de mayo de 1975. Rocamora, por su espíritu
"dialoguista", era un sutil enemigo de López Rega. Había conformado
un equipo de prensa que tenía por función transmitir informaciones hilarantes
sobre el ministro, en estricto off the record, para perjudicarlo. Una vez había
hecho difundir que en una reunión de gabinete, López Rega, ofuscado con el
ministro de Trabajo, Ricardo Otero, había empezado a correrlo alrededor de la
mesa frente a la mirada azorada del resto delos ministros. Pero no era cierto.
(En entrevista con el autor, el periodista Pedro Olgo Ochoa dijo haber formado parte
de ese equipo de "desinformación".
Su plan implicaba el fin del Estado de bienestar, la armonización de
intereses y la negó- ciación permanente entre los sectores, que había marcado
una tradición en la historia peronista. El principal estratega del plan de
Rodrigo fue Ricardo Massueto Zinn. La dupla Rodrigo-Zinn fue el alimento
ideológico del que se sirvió López Rega para desafiar al sindicalismo.
Significó la irrupción de los mesiánicos de la economía, llamados a salvar la
República. Como López Rega, los economistas también tenían una tradición
esotérica.
Fue así como Rodrigo se instaló en la Casa Rosada y desde allí anunció
su plan. De un día para el otro, todos los precios relativos se dispararon: la
devaluación del peso frente al dólar llegó al ciento por ciento, la nafta subió
el 175%, los aumentos en las tarifas de los servicios públicos tocaron el 200%.
Las góndolas de los supermercados se vaciaron debido al acaparamiento de
productos. Todos los contratos comerciales se rompieron a sangre y fuego.
Muchas empresas fueron a la bancarrota. El plan conducía irremediablemente a la
fractura social y política de la Argentina. Los sindicalistas, que esperaban la
homologación de un aumento del 38 porciento como ajuste a los retrasos
salariales de los tiempos de Gelbard y Gómez Morales, quedaron desconcertados.
Y cuando salieron a rechazar las medidas económicas del "Rodrigazo",
López Rega partió de incógnito a Río de Janeiro, en visita no oficial, para
buscar energías. Estuvo nueve días hospedado en tres departamentos del hotel
Copacabana Palace, acompañado por diez custodios, desayunando trozos de melón
con jugo de naranja, paseando por la playa, cenando en churrascarías del barrio
de Botafogo, tramitando una inversión en un complejo turístico del estado de
Santa Catarina, y con la permanente compañía de Claudio Ferreira.
La irrupción del neoliberalismo en la Argentina se instrumentó en una
época en que los economistas locales dejaron de atender a las teorías del
desarrollo económico y pasaron a estudiar la teoría monetaria, que
intentaba ajustar el déficit público como freno a la inflación. El nuevo gurú
de la economía ya no era Keynes sino Milton Friedman y, con él, la Escuela de
Chicago. Ricardo Massueto Zinn estaba formado en esa visión, y con las debidas
consultas al Consejo Empresario Argentino (CEA) comenzó a armar un plan shock
para la Argentina. Zinn tenía conceptos muy categóricos tanto en la economía
como en sus cuestiones personales. A su secretaria Marta, si el sol le caía
sobre algún papel de su escritorio, le pedía que se parara delante de la
ventana. Era un conductor, un manager, con ideas simples, que no admitían
ambigüedades. Celestino Rodrigo en cambio, si bien era un experto en vaciar
empresas antes de presentarlas a la quiebra, parecía casi un obispo. Agradable,
sumiso, se había pasado treinta años viajando en la misma línea de subte para
ir al trabajo. A su vez, tanto Rodrigo como Zinn estaban influidos por la orden
masónica-espiritualista "Caballeros Americanos del Fuego" (CAFH), a
la que pertenecían. La orden había sido fundada en la Argentina por el italiano
Santiago Bovisio, en 1937.Bajo los postulados de "expandir la conciencia,
alcanzar la unión con Dios y la presencia divina en el interior de cada
persona, como ventana a la eternidad", esta orden logró nuclear a médicos,
jueces y funcionarios. Para ingresar a CAFH, cada integrante debe hacer un
juramento de silencio. Al momen todel "Rodrigazo", CAFH contaba entre
sus filas al economista Pedro Pou, egresado de la Escuela de Chicago, y a
Alberto Cátena, empresario mendocino, quienes asesoraron a la dupla
Rodrigo-Zinn.Además, Jorge Waxemberg, "Caballero Gran Maestre" de la
Orden (que había sucedido a Bovisio), en1973 había ingresado como funcionario
jerárquico en la estructura del Instituto de Servicios Sociales para Jubilados
(PAMl), junto a otros miembros de la orden. Para CAFH, véase www.cafh.org
ywww.oscurosol.com.ar/caballerosdefuego.htm.
A su regreso, el 20 de junio, la presidenta lo recibió en el aeroparque
y le organizó un té en Olivos para que los ministros lo interiorizaran de
"diversos aspectos del quehacer nacional". López Rega parecía
rejuvenecido. Dijo:
-Mi salud está bien. He retornado con ánimo y fuerza renovadora para
darles duro a quienes no quieren colaborar con la Patria; y a los que tengan la
cabeza dura les vamos a encontrar una maza adecuada a su dureza: el quebracho
de la Argentina es muy bueno...
Pero la presión del sindicalismo continuó. Con Isabel sintiéndose
desprotegida por la momentánea ausencia de su secretario privado y tratando de
no dar el brazo a torcer, casi quinientas comisiones paritarias habían
concluido las discusiones entre patrones y obreros para la fijación de nuevos
convenios colectivos de trabajo. Quedaron lejos de la estampida de los precios,
y el que más se acercó fue Lorenzo Miguel: los metalúrgicos consiguieron una
homologación del 160%. Pero a su regreso, López Rega se opuso a las paritarias,
Rodrigo exigió que se anularan y se expandió el rumor de que la presidenta
otorgaría sólo un aumento fijo, que dejaría a los salarios muy por debajo del
alza de los precios.
Entonces los gremios convocaron para el viernes 24 de junio a una
movilización a Plaza de Mayo en "apoyo" a la presidenta, una muestra
de cortesía popular que en realidad buscaba presionarla para que homologara los
convenios. Ese mediodía, en un clima de tensión, rumores e incertidumbre, bajo
el incesante tronar de los bombos y de los gritos ("Isabel, coraje, al
brujo dale el raje"), López Rega le pidió a la presidenta que saliera al
balcón y frenara el aumento. Ella no quiso. Se puso terca, el rostro pálido,
los ojos virados, hasta que el ministro, quizá para que saliera de ese estado,
quizá para que reaccionara, entendiera o lo que fuera, le pegó una cachetada.
Enseguida sintió un frío, el caño de una pistola apoyándose en su cabeza.
Isabel volvió a la racionalidad.
-Por favor, déjelo, dijo. Daniel lo hace para devolverme a la realidad.
Es para ayudarme. Yo a veces me confundo.
La presidenta tomó fuerzas y salió al balcón. Agradeció a los gremios, y
dejó en suspenso los convenios. Dos días más tarde, Celestino Rodrigo anunció
que no serían homologados. Simultáneamente, las bases obreras ya desbordaban la
negociación y realizaban paros espontáneos en las fábricas de los cordones industriales.
Al respecto, tres testimonios recogidos por el
autor arrojan diferentes nombres acerca de la persona que le puso la pistola a
López Rega en la cabeza. Uno indica que fue el edecán naval Pedro Fernández
Sanjurjo. Otro, que fue el comisario (RE) Héctor García Rey, entonces
subsecretario de Seguridad Interior y, el último, el coronel Vicente Damasco.
Según éste hizo trascender a sus allegados, la firme oposición de López Rega a
la homologación de los convenios estuvo fundada en que habría recibido la
promesa de una importante comisión por parte de los empresarios si lograba
evitarla. (Entrevista con exsecretario de la agrupación 17 de Octubre del
Ministerio de Bienestar Social.
Las regionales de la CGT del interior del país también se sumaron a la medida.
Los sindicalistas organizaron otra movilización a la Plaza de Mayo para el
viernes 27 de junio. Ese día Isabel se quedó en Olivos. Trascendió que López
Regale había aconsejado intervenir la CGT. Esa tarde de lluvia, la presidenta
recibió una delegación cegetista encabezada por Adalberto Wimer, sindicalista
de Luz y Fuerza. Wimer había quedado al frente del reclamo obrero cuando
Lorenzo Miguel y Casildo Herreras, a la espera de que López Rega cayera por sí
solo, partieron a un encuentro sindical en Ginebra.
Isabel hizo con la CGT lo que Perón había hecho con la JP: los recibió
con las cámaras de televisión encendidas, flanqueada por su secretario privado,
y diciendo que quería escu- charlos. Les preguntó qué pretendían. Wimer habló
de la homologación de los convenios. Isabel hizo silencio hasta que cerró la
reunión: anticipó que al día siguiente daría su respuesta a todo el país. Eso
era todo.
El sábado 28 de junio de 1975, en un mensaje por televisión, Isabel
anunció dos decretos en los que derogaba las paritarias, fijaba el aumento en
el 50% del salario básico fijado en los últimos convenios laborales, prometía
un ajuste del 15 por ciento en sucesivos trimes-tres y advertía:
"Pareciera que la situación de emergencia nacional la debe sufrir solamente
el gobierno. Que los dirigentes políticos y gremiales no han comprendido bien
la gravedad de la situación. Si el gobierno homologara esas solicitudes que
benefician a algunos gremios y dejan sumergidos a otros cometería un error que
llevaría a la Nación aun nuevo estado de desequilibrio". Isabel recordó
que, después de dieciocho años de exilio, el General había vuelto por
"nuestro propio esfuerzo" y añadió que, tras su muerte, "con los
pocos amigos dispuestos al sacrificio de darlo todo por la Patria", se había
entregado a la tarea de proseguir la línea trazada por Perón.
Fue su modo de echar mano a las raíces del poder doméstico, para que se
rescatara la importancia de su secretario privado. Con su discurso, y la
defensa elíptica a López Rega, la presidenta había entrado en un callejón sin
salida. Esa misma noche el ministro de Trabajo, Ricardo Otero, renunció. Lo
sucedió Cecilio Conditi, que asumió con el acuerdo de la CGT. Mientras tanto,
en medio de la batalla, el sindicalismo llamó a un cuarto intermedio para armar
una contraofensiva: convocó a un plenario. Parecía una tregua, pero no lo era.
El golpea López Rega empezaba a programarse desde otro sector. Asociado con
Lorenzo Miguel en la cruzada de destronar al ministro, entró en acción Massera.
La bomba que había puesto Sosa Molina contra la Triple A fue utilizada por el almirante y la línea
militar golpista. Massera filtró la denuncia a la prensa. La estrategia tenía
un doble beneficio. Por un lado, sacarse la bomba de encima. Por el otro,
hacerla detonar sobre el ministro de Bienestar Social.
Ese 6 de julio, a un año de la muerte de Perón, López Rega ingresaba en
su etapa final como funcionario público. Durante un año había gobernado la
Argentina. El artículo publicado por Heriberto Kahn en La Opinión comenzaba
así: El Comando General del Ejér-cito elevó al Poder Ejecutivo una denuncia
concreta sobre la actividad de la organización terrorista de ultraderecha que
se identifica como Triple A, en la que se hace referencia al ministro de
Bienestar Social, José López Rega. El documento fue elevado a fines de abril
del año en curso al Ministerio de Defensa, según fuentes responsables, con el
objeto de contribuir al esclarecimiento de tales actividades terroristas y
promover el deslinde de responsabilidades por parte de los funcionarios
aludidos en la denuncia a quienes habrían involucrado personas vinculadas a la
revista El Puntal. Esta publicación, sucesora de El Caudillo, funciónaba bajo
la dirección del señor Felipe Romeo en el local de la avenida Figueroa Alcorta
3297 de esta capital, lugar que aparentemente encubría las operaciones de la
organización terrorista.
Mientras la CGT deliberaba, los paros continuaron en todo el país.
Lorenzo Miguel y Casildo Herreras regresaron a la Argentina. Ratificaron el apoyo
a Isabel, pero decretaron una huelga nacional de 48 horas, para el 7 y el 8 de
julio. El país se paralizó. Finalmente, Isabel cedió y homologó los convenios.
Fue un triunfo de la UOM y el inicio de la nueva hegemonía política del
sindicalismo.
El 11 de julio López Rega decidió renunciar al Ministerio de Bienestar
Social. El cargo lo heredó Carlos Villone. También renunciaron Rocamora y
Savino. Pocos días después caería Rodrigo, aplastado por su plan. Sin embargo,
los economistas neoliberales tendrían su nueva oportunidad con los militares:
trabajarían en el equipo de Martínez deHoz.
Los problemas de López Rega no terminaron con su renuncia. El mismo 11de
julio, el abogado Ángel Radrizzani Goñi, tomando como base la información
publicada por Kahn en La Opinión, inició una causa por "asociación
ilícita" que apuntaba contra él y sus custodios Morales y Almirón, pedía
al Ejército que presentara a la Justicia la carpeta sobre la Triple A elevada
al Ministerio de Defensa y reclamaba a la Policía Federal y a los servicios de
informaciones de las tres armas que aportaran elementos para la investigación.
Esos fueron días difíciles para López Rega.
Los sindicalistas y los militares le estaban ganando la pulseada.
Entonces, decidió concentrar su poder en la residencia presidencial. Reagrupó a
toda su custodia (sumaban casi cincuenta) y se dispuso a dar combate desde
allí. No quería rendirse. Su mejor arma era Isabel: la recluyó junto a él en
Olivos. La presidenta, por su parte, anunció que no iba a recibir a nadie. La
explicación oficial era que padecía una gripe (el mismo diagnóstico que se
difundía sobre Perón cada vez que le daba un infarto), y López Rega anticipó
que no se movería de su lado porque "se tenía que ocupar de cuidarla salud
de la Señora".
La imagen que permitían componer estos hechos mostraba a una presidenta
secuestra-da, tomada como rehén por su secretario privado, que libraba su
última batalla para aferrarse al poder. Isabel era su instrumento de presión o
de negociación. La prensa especulaba con que la presidenta se tomaría una
licencia por tiempo indeterminado. Ante esa posibilidad, desde hacía diez días,
el Congreso (debido a la renuncia de José Antonio Allende a la presidencia del
Senado) había tomado el recaudo de colocar al senador Ítalo Luder en la primera
línea de
sucesión presidencial y de correrlo a Lastiri, pero el potencial
vicepresidente ni siquiera había logrado presentar sus saludos a la presidenta.
Isabel lo acusaba de estar vinculado a un proyecto "golpista" para
destituirla.
La situación estaba trabada. Con el cerco impuesto por López Rega a la
presidenta, el país marchaba del vacío de poder hacia la debacle institucional.
Fue entonces cuando el coronel Damasco pidió al jefe del Cuerpo de Granaderos
Sosa Molina que preparara un plan político- militar de emergencia que no
alterara la legalidad y asegurara la vida de la presi-denta. Sosa Molina le
propuso detener a López Rega y su custodia, develar la información sobre la
carpeta de la Triple A, denunciar los destinos ilícitos de los cheques de la
Cruzada de Solidaridad y acordar con ministros del gabinete, militares y otras
fuerzas políticas un llamado a elecciones anticipadas.
Tres ministros de Estado intentaron llegar a la residencia presidencial
para presentarle el plan a Isabel Perón, pero la custodia de López Rega les
impidió el ingreso. La orden de su jefe era la misma: la presidenta no iba a
recibir a nadie. Entonces, tras un acuerdo del coronel Damasco con los
comandantes de las Fuerzas Armadas, se puso en marcha el "Operativo
Desarme", que quedó a cargo de Sosa Molina.
Al amanecer del 19 de julio de 1975, tres escuadrones de Granaderos que
sumaban más de cien integrantes y contaban con el apoyo de cuatro vehículos
blindados comenzaron a rodear a la custodia de López Rega; la desarmaron y
formaron una montaña con las escopetas, Itakas y pistolas automáticas. Finalemente
llegaron hasta Isabes. -¿Estoy presa?, preguntó la presidenta.
-No, señora, Rovira y Almirón no son su custodia. En estos momentos
estamos asegurando su vida. Tenga la seguridad de que la estamos
defendiendo.
A partir de ese momento, los ministros de gabinete pudieron ingresar a
Olivos y se reunie- ron en la Sala de Acuerdo con los comandantes de las
Fuerzas Armadas. Ya no había más margen para que López Rega continuara en la
Argentina. El nuevo ministro de Defensa, el escribano Jorge Garrido, hizo de
nexo entre el gabinete, la presidenta y las Fuerzas Arma-das. Finalmente le
comunicó a Isabel la exigencia de los comandantes. Después de muchas horas de
lágrimas y tensión, Isabel lo entendió. López Rega estaba encerrado en su
dormitorio con el Gordo Vanni cuando entró el nuevo ministro Carlos
Villone.
-Isabel pidió tu renuncia, le dijo. Vanni estalló en una carcajada. -Te
dieron salidera, petiso. -Prepará las valijas. López lo fulminó con la
mirada.
-No, pará, trató de contemporizar Villone. Pese a su visión mágica de la
realidad, siempre se mostraba el más racional en los momentos difíciles.
-La situación es muy delicada.
Tenemos que rajar todos, concluyó.
-Pero yo no me puedo ir como un delincuente, se inquietó López
Rega.
Entonces surgió la idea de que fuera nombrado embajador plenipotenciario
y tuviera una misión en Europa. El ex ministro preparó doce baúles con sus
pertenencias y dejó una carta a Isabel en la que le manifestaba que aceptaba su
designación "como un aporte patriótico tendiente a lograr la unificación
de los espíritus perturbados".
La noche en que su secretario privado partió, Isabel no paró de llorar.
Se dio cuenta de que se había quedado definitivamente sola con el control de la
Argentina.
-Él entendía mucho de todo esto. Sabía gobernar diez veces mejor que y,
le confió a su mucama, que intentaba consolarla.
Isabel sentía que algo negro la cercaba. Podía ser el futuro de su
gobierno. O los brazos de Massera.
FUENTES DE ESTE CAPÍTULO
Para el viaje de López Rega al Brasil se utilizó como fuente el diario O
Estado de Sao Paulo en sus ediciones del 11 y el 23 de julio de 1975.
También fueron entrevistados un coronel (R) y un ex colaborador de López Rega
que prefirieron permanecer anónimos, los suboficiales Héctor Sampayo y
Marcelino Sánchez, el ex edecán naval Carlos Martínez, el economista Carlos
Leyba, el ex ministro del Interior Alberto Rocamora, el periodista Pedro Olgo
Ochoa, el teniente coronel Jorge Felipe Sosa Molina y la mucama Rosario Álvarez
Espinosa. También fueron consultados los libros Almirante Cero, de Claudio
Uriarte; Doy fe, de Heriberto Kahn, Economía y política en el tercer
gobierno de Perón, de Carlos Leyba;
Como los nazis, como en Vietnam, de Alipio Paoletti; Las palabras son
acciones. Historia política y profesional de La Opinión de Jacobo Timerman
(1971-1977), de Fernando Ruiz; el ensayo "La Opinión y la libertad de
expresión: desde el fin de la protección al alivio, 1974- 1975", de César
Díaz, Mario Jiménez y María Passaro, de la Universidad Nacional de La Plata; el
libro ¿Quiénes derrocaron a Isabel Perón?, de José Deheza, y "El miedo de
los argentinos", artículo de Tomás Eloy Martínez publicado en Las Memorias
del general.