En los momentos de
intimidad de la pareja, Isabel y el General esperaban la madrugada sentados en
el porche de la casa; a ella le agradaba escuchar los relatos de su hombre
sobre las campañas militares de Alejandro Magno; su voz ronca, tabacal, la
acunaba, se perdía en el rumor sordo de las olas que rompían en los
acantilados. La esgrima fue otro gran entretenimiento. Perón, que durante
varios años había sido campeón de espada en los torneos internos del Ejército,
alentó a Isabel para que tomara clases. Compró dos caretas y dos floretes, y
ambos se pusieron a las órdenes de un profesor puertorriqueño que los proveyó
de pectorales. Pasaron casi dos meses haciendo de cada clase un argumento
sólido para sostener los días. Incluso, Isabel realizaba movimientos de una
elegancia que estimulaban al General. Pero imprevistamente todo terminó: el
profesor debió regresar a su país. Durante varias semanas esperaron su retorno,
pero, cuando finalmente volvió, Isabel ya no tenía ganas de retomar las clases.
En República Dominicana, todo lo que concernía a Perón como conductor del
Movimiento se había reducido: las visitas de dirigentes en busca de
instrucciones, el flujo de envíos y la recepción de cartas; pero la ausencia
más notable era la de su entorno, limitado a la presencia de Américo Barrios,
un periodista al que Perón envió a Egipto en 1953 a entregar una réplica del
sable corvo de San Martín al rey Naguid. Barrios había intentado montar una
agencia de publicidad en Caracas, proyecto abortado por la revolución contra
Pérez Jiménez. El motivo determinante para que acompañara a la pareja a
República Dominicana, donde se convirtió en fiel testigo de su aburrimiento,
era que le caía en gracia a Isabel. En términos formales, era el secretario de
Perón, aunque no tenía más
funciones oficiales que la de distribuir en
la Argentina miles de fotografías de su jefe o mandar a imprenta una selección
de estrofas del Martín Fierro, que Perón siempre citaba con tono
aleccionador.
Cada vez que Trujillo
tenía ganas de contar con la presencia de Perón, recurría a Barrios para que se
lo trajera, o lo hacía venir mediante los dos edecanes de turno que había
colocado a su lado. A veces llevaba a Perón a la inauguración de una obra
pública o lo invitaba a almorzar al Palacio Nacional. De los muchos encuentros,
Perón no olvidaría el de aquel sábado en que el Benefactor de la Patria lo
obligó a permanecer cinco horas en el palco oficial observando un interminable
desfile de trabajadores que se atropellaban para besar las manos de Trujillo.
Luego al mismo Perón le tocó descender a la calle y desfilar junto a los
ministros del gabinete nacional bajo un sol perturbador.
Cuando comenzó a sembrar
semillas de césped en la casa de Ramfis Trujillo, Perón ya sentía un
incontenible deseo de irse de la isla. Se sentía un prisionero colmado de
atenciones: ninguna gestión realizada ante las embajadas en busca de otro
refugio había dado resultado positivo. Debía conformarse con seguir en manos de
su demandante protector local.
Con el correr de los meses
la forzada calma de la República Dominicana se volvió amenazadora. Las
relaciones entre los Estados Unidos y Trujillo se tensaron le impusieron
sanciones económicas y dejaron de proveer al país caribeño de armamento pesado.
Luego de treinta años de armonía entre ambos países, la moral media
norteamericana se sentía algo inquieta por las denuncias sobre las violaciones
a los derechos humanos a las que eran sometidos los opositores al régimen de
Trujillo. En consecuencia, la economía dominicana, que se sostenía con los
monopolios del azúcar, el aceite, la sal y otros productos primarios en manos
de la familia gobernante y de sus allegados, empezó a dar muestras de
decaimiento. El enfrentamiento entre países tomó un carácter más familiar
cuando se conoció la conducta del hijo mayor de Trujillo, que corría a las
actrices de Hollywood a bordo de su Mercedes Benz y las seducía con tapados de
visón más que con la calidad de su labia.
Ramfis, que revistaba en
el ejército norteamericano con el grado de coronel, debió volver a su país
antes de que el gobierno de los Estados Unidos lo expulsara. Su padre tomó este
hecho como una afrenta personal. En revancha, poco tiempo después echaría de la
isla al embajador norteamericano.
Fidel Castro fue el otro
problema. El triunfo de la Revolución Cubana del 1 de enero de 1959 produjo un
efecto desestabilizador sobre las dictaduras caribeñas, y el régimen de
Trujillo no fue una excepción. Desde su radio portátil, Perón escuchaba con preocupación
las transmisiones clandestinas de proclamas revolucionarias. También estaba al
corriente de la represión a los rebeldes que preparaba el régimen, porque uno
de los que estaba a cargo de implementarla era una vieja relación suya, nacida
en el tiempo en que España vivía acuciada por el hambre y bloqueada por la
Unión Soviética, los Estados Unidos y las Naciones Unidas. Se trataba del
coronel español Enrique Herrera Marín. Perón lo había conocido durante su
primera presidencia, cuando el militar español llegó a Buenos Aires con una
carta de Franco en la que éste le reclamaba que intensificara el envío de carne
y trigo. De inmediato, Perón decidió cambiar el destino de cuatro barcos
mercantes que transportaban toneladas de trigo a Inglaterra, y les ordenó que
se dirigieran a los puertos de Cádiz, Barcelona y Vigo.
En 1948 el pacto entre
Perón y Franco estaba en su luna de miel, pero una década más tarde, y debido a
las estruendosas desavenencias entre el ex presidente argentino y la Iglesia
Católica, el dictador español se negaba a acoger a un excomulgado. Como
agregado militar español en Dominicana, en términos oficiales, Herrera Marín
asesoró a Ramfis Trujillo en la creación de una academia militar para el
régimen, pero su misión más reservada fue la de participar en el armado de una
legión anticomunista internacional, que dirigía el agente de inteligencia
español Luis González Mata, "El Cisne". Para tal objetivo, y teniendo
a su disposición cuatro millones de dólares depositados en un banco suizo, González
Mata reclu- tó a 1200mercenarios franceses, españoles, griegos y alemanes,
entre ellos el aviador nazi Hans Ulrich Muller, que había armado la red de
protección del criminal médico Josef Mengele en la Argentina, y que en las
tertulias nocturnas del comedor del hotel Pazle relataba a Perón sus proezas
contra los acorazados rusos.
Otro integrante de la
Legión Anticomunista era el criminal croata Milo Bogetich, que años más tarde
le brindaría su amistad a Isabel. Los mercenarios que llegaban a la isla fueron
contratados como técnicos de la Sociedad Azucarera del Río Haina, y quedaron a
la espera del arribo de las fuerzas revolucionarias que se entrenaban en Cuba y
Venezuela. No tardarían en ponerse en acción: cuando sesenta cubanos, a bordo
de un DC 3, aterrizaron en un aeródromo cercano al lago Constanza, con el fin
de crear un foco guerrillero, la Legión Anticomunista les tendió una emboscada
y los eliminó. Otro grupo más numeroso desembarcó en la costa norte, y logró
infiltrarse en las montañas, aunque correría la misma suerte. Los mercenarios,
estimulados por la oferta de Trujillo de entregarles mil dólares por la cabeza
de cada invasor, completaron sufaena a las pocas semanas. De todos modos,
aunque el régimen dominicano logró aplastar la rebelión, sus brutales métodos
de represión contra el pueblo, más la presión política de los Estados Unidos,
hacían prever que el final era inminente. A Perón le incomodaba verse incluido
en el lote de dictadores refugiados. A la del venezolano Pérez Jiménez se había
sumado la llegada de Fulgencio Batista, el depuesto dictador cubano. En
términos morales, lo único que tranquilizaba a Perón frente a la posible
debacle de Trujillo era que había manifestado su deseo de irse antes de que el
régimen empezara a peligrar: no quería que el Generalísimo imaginara que estaba
huyendo.
La esperanza de Perón era
radicarse en Suiza. A ese efecto, Américo Barrios viajó en dos oportunidades a
Ginebra, pero no consiguió el permiso de residencia. Al margen de las bondades
que podía ofrecerle la paz helvética, distintos biógrafos suponen que Perón
intentaba recuperar un dinero que supuestamente estaba depositado en una cuenta
a nombre de Evita o de su hermano Juan Duarte, el mítico "tesoro" del
cual todos hablaban. Las críticas realizadas por Perón a Suiza en esa época
constituyen un indicio que refuerza, aunque no confirma, esa hipótesis. El
último intento de radicación lo haría Isabel, quien viajaría en febrero de 1960
a encontrarse con Silvio Tricerri. El comerciante de granos, en previsión de
una respuesta positiva por parte del gobierno helvético, ya había conseguido
una residencia para alojar al ex presidente. Sin embargo, cuando ya todo
parecía estar en orden, le negaron el permiso a Perón por enésima vez.
Silvio Tricerri había conseguido la
residencia de Les Charmettes, en la localidad de Gland, cantón deVaud, para
recibir a Perón y a su concubina. Pero el Consejo Federal suizo anuló el
contrato de locación.
Pero si las gestiones para
ser acogido en Suiza fueron infructuosas, mayores beneficios, en cambio, le
rindió el trabajo del canciller argentino Carlos Florit, que intercedió ante
España y consiguió una respuesta favorable a su solicitud, contentando de ese
modo a los militares argentinos, que consideraban beneficiosa cualquier alternativa
de alojamiento de Perón, si se excluía la de su regreso a Buenos Aires. Florit
y el embajador español en República Dominicana, Alfredo Sánchez Bella,
acordaron que Perón se trasladaría a Portugal y, luego de un tiempo prudencial,
entre cuatro o seis meses, entraría a España como turista. Su presenciase
restringiría al territorio de Málaga. Pero cuando el General obtuvo la visa
para emigrar, ninguna compañía aérea quiso tomar el compromiso de llevarlo a
Europa. En el cable que la embajada norteamericana envió a Washington, el 15 de
enero de1960, se informaba que "Perón no pudo alquilar charter esta
semana, lo que pone en dudas su propia explicación acerca de cuándo dejará el
país. La embajada sugiere que se vigile debidamente su partida, porque puede
buscar rutas alternativas y hay que restringirle las visas por razones de
seguridad."
Finalmente, Barrios
consiguió que Varig cediera un Super Constellation-G. Los gastos los afrontó el
Generalísimo Trujillo. La CIA, en tanto, colocó a un agente propio en el avión,
John del Re, que viajó a Europa como un turista accidental. Sin embargo, en
pleno vuelo, a la altura
de las islas Azores, y desconociendo el
acuerdo previo, Perón ordenó al piloto que tomara la ruta hacia el aeropuerto
de Madrid. El Generalísimo Francisco Franco, indignado, ordenó a la Fuerza
Aérea que lo obligaran a aterrizar en Sevilla, y de allí partió a su
confina-miento en Torremolinos, que por entonces era un pueblo de pescadores.
En ese lugar, dos guardias civiles lo vigilaban permanentemente. Perón se alojó
en una casita dependiente del hotel El Pinar, con vista al mar, y con gastos a
cargo del empresario Jorge Antonio. Y comunicó a los puestos fronterizos la
prohibición del ingreso de Perón. Véase el diario Le Courrier (Suiza) del 4 de
febrero de 2003. Por otra parte, según el testimonio de la actriz española Niní
Montiam, Perón le pidió que acompañara a Isabel a Suiza para que la ayudara a
ubicar los depósitos bancarios de Evita, de quien la actriz había sido muy
amiga. En un relato autobiográfico de esos años, Perón dijo que" Suiza es
el país en que se juntan todos los bandidos, porque es el país 'reducidor'.
Reducidor le decimosl os argentinos a ese que compra las cosas robadas. Suiza
es el lugar donde esconden todo lo que roban a los demás". Pese a que en
esa misma grabación Perón no se consideraba un bandido, por el tono que
empleaba, aparentemente se sentía damnificado por Suiza. Para la confesión de
Niní Montiam, véaseJoseph Page, Perón, una biografía, Buenos Aires, Grijalbo,
1999, pág. 444. Para la referencia a Suiza,véase Juan Domingo Perón, Yo, Juan
Domingo Perón. Relato autobiográfico, Buenos Aires,Sudamericana/Planeta, 1976,
pág. 107. Casi un año y medio después de la partida de Perón, Trujillo moriría
asesinado a tiros en una emboscada, cuando salía de paseo nocturno en su
Chevrolet. Su cadáver sería puesto en el maletero del automóvil. Para un relato
novelado sobre su vida y el régimen dominicano, véase Mario Vargas Llosa, La
fiesta del Chivo, Buenos Aires, Alfaguara, 2000. El hijo del Generalísimo
Trujillo, Ramfis, moriría pocos años más tarde en un accidente automovilístico
en Madrid. Perón participaría del oficio religioso junto al hermano del
difunto, Radamés. Por su parte, luego de la muerte del Generalísimo Trujillo, el
dictador venezolano Pérez Jiménez se exiliaría en Madrid y moriría en
septiembre de 2001, a los 86 años. El presidente Hugo Chávez envió condolencias
a los deudos en nombre de "Venezuela entera", publicó una solicitada
en su memoria y comparó el gobierno de Pérez Jiménez con la gesta del general
Bolívar.
Durante su estadía en
Ciudad Trujillo (actual Santo Domingo), el General se desembarazó de John
William Cooke. El ex diputado había sido funcional a su estrategia de guerra
revolucionaria durante más de dos años, ocupándose del armado de la "línea
dura" del peronismo con activistas de la Resistencia Peronista. Pero luego
de la firma del pacto con Frondizi, Perón comenzó a erosionar su liderazgo y lo
puso en pie de igualdad con aquellos que habían buscado acomodarse primero con
la Revolución Libertadora, y luego con la política "integracionista"
de la UCRI, seducidos por las mieles del Estado y el calor oficial. La
influencia de Cooke dentro del Movimiento se vio reducida con la creación del
Consejo Coordinador y Supervisor Peronista, un nuevo organismo de
representación, "brazo táctico" de Perón, que integraban múltiples
dirigentes, la mayoría de ellos pertenecientes a "la línea blanda".
Todos ellos se vigilaban entre sí y reportaban directamente al General. Con
esta estrategia Perón lograba un efecto doble: por un lado, socavaba el poder
interno de Cooke; por el otro, al integrar a la "capa blanda" a la
conducción del Movimiento, evitaba la diáspora interna, aunque, según sus
cartas, Perón confiaba en su propio poder de aniquilación.
En enero de 1959, la
huelga obrera que resistió la privatización del frigorífico Lisandro de la
Torre bastó para que el nuevo Consejo Peronista entrara en colisión con la
línea revolú- cionaria de Cooke. Bajo la calificación de "loquito y
terrorista", lo acusaron de promover una alianza entre obreros peronistas
y comunistas en el conflicto, que fue reprimido por Frondizi, como un ejercicio
previo a la implementación del Plan Conintes: cientos de líderes gremiales
fueron encarcelados.
En una carta que escribió a Juanita Larrauri,
dirigente de la rama femenina, Perón indica: "Yo no creoen la fábula de la
'integración' y menos en la 'fagocitación' del peronismo por la UCRI, como
algunos temen. Si Frondizi llegara a 'comprarse' algunos dirigentes peronistas
o algunos dirigentes peronistas quisieran 'recostarse' o 'cabrestiar' para el
lado de Frondizi, me bastaría una sola palabra para aniquilara todos los que se
prestaran para un acto tan indigno. El peronismo, por su mística, su doctrina y
la politización de la masa está en condiciones de expulsar a la mitad de sus
dirigentes sin que pierda un solo voto. Nosotros no tenemos caudillos".
Véase Perón-Cooke. Correspondencia, ob. cit., tomo I, págs.61-62. La aplicación
del Plan Conintes ("Conmoción interna del Estado") en 1960 llevó a
los obreros rebeldes a ser juzgados por la justicia militar acusados de
"terrorismo". El plan fue elaborado con asesoramiento de una misión
francesa, algunos de cuyos integrantes se habían desempeñado en la represión y
el asesinato de los combatientes del pueblo argelino. Para la influencia de los
métodos de la guerra sucia en los militares argentinos, véase revista Todo es
Historia, septiembre de 2002, y Página/12,31 de agosto y 3 de septiembre de
2003. A poco de haber iniciado su gobierno, Perón denunció a Frondizi por haber
incumplido el pacto electoral que lo había llevado a la presidencia. Frondizi,
a su vez, negó la auten-ticidad de su firma en el pacto. Luego, Frigerio
admitió que lo firmó, pero dijo que el contenido del pacto había sido
adulterado. La controversia fue debatida por periodistas e historiadores
durante varios años. Lo conclusión final demuestra que Frondizi, pese a recibir
el apoyo electoral del peronismo, no tenía la fuerza política necesaria para
levantar la proscripción a Perón y autorizar su participación electoral, como
indicaba una de las cláusulas del pacto. Según el empresario Jorge Antonio,
Perón recibió 85.000 dólares de parte de Frigerio como contraprestación por el
apoyo electoral a Frondizi. Véase reportaje en revista Tres Puntos, 29 de enero
de 2003.
Cooke imaginaba que Perón
saldría a respaldarlo. Le escribió que se sentía agraviado por el organismo, y
le informó que el Partido Justicialista, que había sido legalizado en algunas
provincias, se estaba contaminando de "corruptos" que negociaban por
dinero el fin de una huelga o su integración con Frondizi. Bajo la fachada de
la "unidad" y la devoción al Líder, le advirtió. se estaban
cometiendo las peores estafas. Después de recibir esa carta, y durante mucho
tiempo, Perón dejó de escribirle y designó a Alberto Manuel Campos en su
reemplazo.
Cooke, perseguido por el
gobierno de Frondizi, pasó a la clandestinidad, fue marginado del Movimiento, y
decidió asilarse en Cuba, donde quedó embelesado por los discursos de Fidel
Castro y el clamor de las multitudes. En la isla recordaba con nostalgia, pero
también con aspiración de futuro, a Perón en el balcón de la Plaza de Mayo.
Cooke intentó convencer a los cubanos del carácter revolucionario del peronismo
y retomó la correspondencia con el General desde La Habana, en su afán de
proyectarlo como un líder de la liberación latinoamericana y diferenciarlo del
resto de los dictadores refugiados por Trujillo. Pero en sus cartas al General,
Cooke no dejaba de anotar sus advertencias: el peronismo, afirmaba, debía
definir una ideología, que para Cooke era luchar por la liberación del
proletariado a través de la guerra de guerrillas. Para la mayoría de los
dirigentes peronistas, en cambio, la ideología se definía en la lealtad al
General. Durante varios años, Cooke apeló al fervor revolucionario de Perón y
lo invitó a residir en La Habana. Contaba con el apoyo de Fidel Castro. Pero el
Líder permaneció inmune a sus apasionadas imploraciones, y a Cooke le llevó
bastante tiempo comprender lo estéril que resultaba esa correspondencia cada
vez más unilateral.
Recién llegado a España,
en 1960, Perón recogió las simpatías de los falangistas, quienes lo
consideraban un líder nacionalista, continuador de las ideas de José Antonio
Primo de Rivera. Sin embargo, Franco ordenó a los suyos que no se le diera más
trascendencia a su persona de la que (obligada cortesía) se merecía por haber
enviado trigo y carne cuando el pueblo español lo había necesitado. La
respuesta de Perón a la invitación de residir en la isla fue breve y retórica.
Ponderó a Fidel Castro por enfrentar a los Estados Unidos y le ratificó que “la
fuerza de Cuba, como la de
todos los que luchamos por la liberación,
radica en que la línea intransigente que sostenemos coincide con el desarrollo
histórico y la evolución”. Sin embargo, simultáneamente, luego de una visita a
España, el neoperonista Juan Bramuglia habló en nombre del Líder y dijo que el
peronismo defendía “los valores de Occidente” y no los del comunismo. Según
expresaba en sus cartas, Perón se sentía un Padre Eterno que bendecía a todos
los que deseaban unirse bajo su conducción. Para la relación Perón-Cooke, véase
Perón-Cooke. Correspondencia, ob. Cit., tomos I y II.
El intercambio epistolar
fue editado por primera vez a inicios de la década de los setenta. Tuvo mucha
influencia en los jóvenes que desde la izquierda se integraban al peronismo,
porque mostraban a un Perón a la vez permeable y propulsor de las ideas
revolucionarias, especialmente en el tomo I. Para la trayectoria de Cooke —que
murió de cáncer en1968, a los 48 años—, véase Richard Gillespie, John William
Cooke, el peronismo alternativo, Buenos Aires, Cántaro, 1989.
Luego de hacerlo pasar
tres meses en el agreste retiro en Torremolinos, el Generalísimo aceptó que
Perón residiera en una modesta casa del norte de Madrid, en el barrio El
Plantío, que el empresario Jorge Antonio se ocupó de alquilar y amoblar. En
este caso, las condiciones puestas por Franco fueron dos: que se abstuviera de
intervenir en la política argentina, y que no hiciera mención alguna a la
coyuntura española. Como Perón ignoró en forma sistemática la primera de las
prohibiciones, el Generalísimo lo enviaría "a veranear" en media
docena de oportunidades a Galicia o a la costa del mar Mediterráneo. El primero
de esos obligados viajes de placer sucedió el 7 de julio de 1960: cuando el
presidente Frondizi fue recibido por el Generalísimo, Perón debió alejarse de
Madrid. Desde su nuevo hogar, el General estrechó su contacto con Emilio
Romero, director del diario Pueblo, y por su intermedio accedió a algunas
relaciones culturales e intelectuales del ambiente falangista. También continuó
su amistad con el teniente coronel Enrique Herrera Marín, ya vuelto de su misión
en República Dominicana. Fue precisamente el militar español quien acercó a
Perón a su vecino, el teniente coronel médico endocrinólogo Francisco Florez
Tascón, director del Hospital Militar, un médico de culto que escribía libros
de historia y estaba muy bien consi- derado dentro del franquismo, al igual que
su esposa María Dolores Sixto Sanz de Florez Tascón, que oficiaba de secretaria
del obispo de Madrid y patriarca de las Indias, monseñor Leopoldo Eijo Garay,
cerrado defensor del régimen de Franco.
Si se tiene en cuenta que
desde hacía algunos años Perón intentaba dilucidar si había sido excomulgado o
no por el papa Pío XII (por violar el canon 2334 de la ley canónica al expulsar
de la Argentina a los obispos auxiliares Tato y Novoa en 1955), y, también, que
enviaba emisarios para apaciguar los rencores de la Iglesia Católica, se puede
deducir que ese núcleo de relaciones sociales le interesaba. Perón también
debía entregar algo para ser aceptado: Florez Tascón podía presentarlo entre su
círculo de amistades como un ex presi-dente en desgracia, pero lo incomodaba
aceptar que convivía con su secretaria (tal como la presentaba) sin legalizar
la relación. Naturalmente, eso era un pecado, y el devoto militar médico no
dejaba de recordárselo.
Durante casi dos años del
exilio en España, Perón intentó escapar al compromiso matrimonial con Isabel
Martínez. Siempre ponía como obstáculo el cadáver de Evita. Le explicaba a
Florez Tascón que, mientras el cuerpo de su esposa continuara desaparecido, no
le haría un favor a su memoria contrayendo nuevo matrimonio. Pero el médico se
mantenía firme en su creencia:
-Tú te tienes que casar con Isabelita y Evita
aparecerá cuando llegue el momento. Perón creía que la Iglesia Católica no le
iba a conceder el sacramento luego de cinco años de convivencia. No obstante, a
pesar de todos los impedimentos y las argucias, deseaba recomponer las
relaciones con la Iglesia porque creía que jamás podría volver al poder si no
lograba saldar los rencores con Roma. "Quien come curas, come
veneno", dice el refrán. Durante su exilio, siempre lo recordaba. Quizá la
posibilidad de ser absuelto por el Vaticano era lo que más inclinaba su
ánimo en la dirección del matrimonio. En España, el General retomó su
vinculación con la Orden de la Merced. Afines de la década de los treinta,
cuando era agregado militar en Roma, había frecuentado a los frailes para
mitigar sus desfallecimientos espirituales, y los mercedarios le brindaron
protección y paz. La relación continuó hasta el punto de que el padre Moya fue
asesor religioso durante su gobierno, aunque llegado el momento nada pudo hacer
para evitar el enfrentamiento de Perón con la Iglesia. El hombre que retomó la
confesión en Madrid en 1960 estaba menos animado por las turbulencias políticas
que por las sentimentales.
Cuando Perón visitó la
parroquia mercedaria de la calle Silva, le confió al fraile prior Elías Gómez y
Domínguez que se sentía muy solo. No encontraba su lugar ni a nadie que lo
comprendiera.
-He tenido muchas mujeres,
pero de ninguna he recibido el cariño que esperaba. ¡De ninguna!, le
dijo.
El fraile vio en ese
hombre público genial a un ser desangelado, sumido en una profunda soledad. Un
Quijote perdido, sin voluntad ni carácter, que siempre era mandado por quien
estuviera a su lado. Perón vivía desengañado. Gómez y Domínguez le dijo lo que
ningún obispo hasta ahora se había animado: si no se casaba con Isabel, tenía a
cualquier orden para servirle, pero no a la de los mercedarios.
-Usted vive junto a esa mujer en concubinato,
y como sacerdote no puedo admitírselo. El fraile intuía que Perón no quería a
Isabel, y tampoco ella a él. Pero si no había un compromiso emocional entre
ambos y no deseaban casarse, tampoco podían seguir viviendo juntos. La orden no
podía aceptarlo en esa condición.
-Yo soy su confesor, y no
puedo adularlo como lo hicieron tantos otros. A usted le faltaron asesores que
le dijeran la verdad. El problema de ser una montaña es que hasta la cima no
llega más que el humo. ¿Cómo explica usted a un hombre que vive con una mujer
durante tantos años cuando no es su esposa?, preguntó.
Perón comenzó a llorar: -Usted es el único
que me ha puesto de rodillas, padre, le dijo. Impulsada por la amistad y la
religiosidad de Lola Florez Tascón, y acompañada por ella misma en el convento,
Isabel ofrendó a la Virgen de la Merced un manto que le habían enviado mujeres
peronistas de La Rioja, la tierra donde había nacido. La publicación de la foto
de ese sencillo acto en la revista interna de la orden desató el escándalo.
¿Cómo una revista religiosa podía dar publicidad a una mujer que hacía vida
marital con un hombre excomulgado? El nuncio Antoniutti, que estaba convencido
de la vigencia de la excomunión de Perón y que se irritaba al verlo en los
oficios religiosos desempeñándose como padrino de bautismo, puso el grito en el
cielo.
La presión conjunta de su
círculo de amistades y de la orden de los mercedarios fue torciendo la voluntad
de Perón. Y tanto los Florez Tascón como el mismo padre Gómez impulsaron al
obispo de Madrid, Eijo Garay, a buscar un resquicio en la interpretación de las
leyes canónicas que permitiera redimir al cautivo y llevar adelante la boda.
Era el único que podía subsanar el problema, y el que mayor respaldo
eclesiástico y político tenía para asumir las consecuencias. Eijo Garay
recomendó la única solución que consideraba posible: un casamiento en secreto.
La ceremonia debía celebrarse con la mayor reserva, lo que permitiría a la
pareja llevar ante la sociedad la idea de que se había celebrado años atrás. De
allí en adelante se debía informar que Perón e Isabel estaban casados. Ni una
palabra más. El dato de que antes de la boda vivían en concubinato los
desprestigiaba a todos. En términos eclesiásticos, el matrimonio no sería
inscripto en ningún registro parroquial de Madrid, pero sería canónicamente
válido. Y además tendría plena efectividad, por lo que la novia no perdería los
derechos sucesorios de su marido.
El 15 de noviembre de
1961, Perón e Isabel se casaron en la casa de Florez Tascón, en Cea Bermúdez 55,
en una ceremonia oficiada por el cura Elías Gómez y Domínguez. A partir de ese
día, Perón fue legitimado socialmente por su círculo de relaciones e Isabel le
pidió a Rosario
Álvarez Espinosa, la mucama que había traído
del hotel de Torremolinos, y también a Amparo, la cocinera, que la llamaran
"señora". Para esa misma Navidad, los cónyuges enviaron con orgullo a
sus más íntimas amistades una tarjeta de salutación firmada con los nombres de
Juan D.Perón y María Estela Martínez Cartas de Perón.
Pero el secreto duraría
poco: el periodista Armando Puente, de la agencia France Press de Madrid,
revelaría pocas semanas más tarde los detalles de la boda, y lograría
desquiciar al arzobispo Eijo Garay, quien había realizado colosales esfuerzos
para que el sacramento permaneciera en la nebulosa. Poco más tarde, Perón
lograría la absolución del Vaticano y quedaría en paz con la Iglesia. Para
lograrlo, había sido imprescindible su matrimonio con Isabel. El canon 2263
prohíbe a los excomulgados participar de actos eclesiásticos. A pesar de ello,
Perón fue padrino de Juan Cernuda, hijo del poeta Amancio Cernuda, en un oficio
celebrado en la iglesia Nuestra Señora de las Angustias de Madrid. También
apadrinó a la hija de Héctor Villalón, quien financió la formación de grupos
juveniles de izquierda peronista a inicios de 1960, y luego se volcó, en forma
turbia e intrigante, a la interrelación de los negocios y la política.
En términos
institucionales, con el Líder en el exilio, la Argentina se encontraba atascada
por la imposibilidad de construir un orden político democrático. El presidente
Frondizi, que había prometido un programa de desarrollo nacional, con un
proyecto de integración del peronismo a la vida política, pronto tuvo que
desandar ese camino y pasó a gobernar bajo constante vigilancia militar. Cuando
intentó rehabilitar al peronismo en el proceso electoral, y la fórmula
Framini-Anglada ganó la gobernación de Buenos Aires en marzo de 1962, las
Fuerzas Armadas aplicaron su poder de veto: anularon la elección, lo depusieron
y lo con- finaron en la isla Martín García, en el Río de la Plata. Pero
proscribir al peronismo, anular sus triunfos y condenar a su Líder al exilio no
equivalía a eliminarlo de la vida política.
Después de derrocar a
Perón en 1955, las Fuerzas Armadas probaron con la represión, la persuasión y
la fragmentación, pero el peronismo se resistía a desaparecer; sobrevivía. No
tanto por las acciones erráticas de sus dirigentes, sometidos a las ambiguas
instrucciones del General ante cada coyuntura, sino por el peso de los gremios,
que se constituyeron como su aparato mejor organizado y más eficaz. De sus
filas surgiría, en los albores de la década de los sesenta, un líder poco
carismático, sin discurso doctrinario ni ideología precisa, pero con un talento
indiscutible para la negociación con el gobierno y los empre-sarios. Por su
manifiesta autonomía de acción, Augusto Timoteo Vandor, un ex obrero de Philips
de ascendencia holandesa, comenzó a representar un peligro para la conducción
de Perón. En repetidas oportunidades, el General lo invitó aponerse al frente
del Movimiento, pero Vandor rechazó la propuesta porque sabía que su jefe no
buscaba honrarlo sino enfrentarlo con distintos sectores, desgastarlo en áridas
internas hasta que su estrella se apagase; luego Perón, para "armonizar
los conflictos", designaría a otro en su lugar. Para lograr que el
Vaticano levantara su excomunión, Perón envió sucesivamente a Jorge Antonio y
al dirigente peronista Raúl Matera a Roma en 1962, como portadores de una carta
al papa Juan XXIII que decía: "Beatísimo Padre: el que suscribe, Juan
Domingo Perón, temiendo haber incurrido en la excomunión speciali modi,
reservada, conforme a la declara-ción de la Santa Congregación Consistorial,
del 16 de junio de 1955, sinceramente arre-pentido, pide ad cautelam la
absolución". El obispo de La Plata Antonio Plaza intentó también indagar
sobre la excomunión de Perón cuando participó de las sesiones del Concilio
Vaticano II en Roma. Por último, a fines de 1962, Eijo Garay le entregó a Perón
un documento que decía que si había incurrido en la excomunión latae
sententiae, la Santa Sede se había dignado absolverlo de dicha censura. El 13
de febrero de 1963, el mismo obispo de Madrid, revestido con los ornamentos, le
daba la absolución. En un relato posterior Eijo Garay indicó que "Perón,
de rodillas, manifestó sus dolorosos sentimientos por los sucesos ocurridos;
repitió su creencia de que no le había alcanzado a él la censura
de referencia pero que tenía el temor de que pudiese haber incurrido en ella:
expresó su agradecimiento sin límites a la Santa Sede por la gracia
paternalmente concedida que le devolvía la deseada tranquilidad de conciencia y
proclamó sus sentimientos cristianos". Eijo Garay moriría seis meses más
tarde. Para la boda y la excomunión de Perón, véase diario Pueblo de Madrid, 15
y 29 de octubre de 1976.
Pero Vandor no necesitaba
que le confirieran una autoridad dentro del Movimiento. Podía parar el país
cuando lo decidiera. Cualquier estamento corporativo debía golpear su puerta si
quería alcanzar algún tipo de acuerdo con el peronismo. Con el control del
dinero de las obras sociales sindicales, una capacidad de acción y negociación
que le permitía respaldar cualquier proyecto político, y una fuerza de choque
que intimidaba y eliminaba el accionar de la oposición gremial, el poder de la
Argentina fluía hacia él, al margen de las directivas del Líder. Era el poder
real, la nueva identidad del peronismo. Su liderazgo era tan hegemónico que el
mismo Vandor comenzó a encariñarse con la idea que hacían zumbar en sus oídos
gremialistas, militares, empresarios, políticos e incluso la embajada
norteamericana: crear un partido legal que sacara al peronismo de la trampa de
la exclusión, abandonando a su suerte al Líder en el exilio, pero respetando su
historia, su recuerdo y sus banderas.
Durante los años 1962 y
1963, el General continuó designando delegados y creando nuevos organismos de
conducción del Movimiento a fin de contrapesar la influencia de Vandor. Incluso
realizó un sorpresivo "giro a la izquierda", al apoyar el programa de
Huerta Grande, que tenía como propósitos la nacionalización de empresas, el
control obrero de la producción y la expropiación de tierras, y sería
reivindicado por la izquierda del peronismo en la década de los setenta. Pero,
visto que nada de esto alcanzaba para correr a Vandor del centro del poder, el
General empezó a hipnotizar al peronismo con un nuevo pase de magia: su
inminente retorno. Mantuvo al Movimiento en vilo durante un año con esa pro-mesa.
Entonces, gobernaba la Argentina un radical, Arturo Illia, que había llegado al
gobierno con menos del 25 por ciento de los votos, y al que Vandor jaqueaba con
huelgas y tomas de fábrica. El sistema democrático, deslegitimado por la
proscripción de la fuerza mayoritaria, y con los militares obligándose a
ejercer el rol de árbitro ante las distorsiones de la práctica política, no
podía escapar de su círculo vicioso. Lo mismo sucedía dentro del peronismo: los
dirigentes estaban obligados a disciplinarse ante las decisiones del Líder
proscripto. Esta situación le impedía al Movimiento integrarse en forma plena
al sistema político, y colocaba a los dirigentes frente a la encrucijada de
seguir leales al General o sumarse al vandorismo. Para romper esa trampa, Perón
prometió que en 1964, estuvieran o no dadas las condiciones, volvería a la
Argentina. Más allá de sus debilidades políticas, lo que más empezó a preocupar
al General ese año fue su salud. Por entonces ya circulaban rumores de que le
quedaba poco tiempo de vida. Su proyección política, entonces, sería nula. A
Perón lo preocupaban un quiste en el hígado, que temía que se expandiese, y sus
frecuentes pérdidas de memoria, que posiblemente constituían la señal de una
incipiente aterosclerosis.
En enero de 1964, fue
sometido a una intervención quirúrgica a cargo del urólogo Antonio Puigvert
para extirparle unos tumores benignos de la próstata. A su lado, en el
quirófano, estaban Isabel y Jorge Antonio. De esa operación, a Perón le
quedaría una prostatitis crónica, que se le manifestaba bajo la forma de una
recurrente infección en la próstata que le provocaba frecuentes dolores en los
testículos, la vejiga y el bajo vientre. Tenía dificultad para controlar sus
esfínteres y el placer que suponían las eyaculaciones se transformaba en
descargas dolorosas. La próstata de Perón, debido a su pobre vascularización,
se convirtió en un santuario de bacterias. Ante esta circunstancia, Isabel
llenó de velas el toilette de la casa y comenzó a orar por la salud del General.
Era su manera de protegerlo.
Si de verdad Perón deseaba
volver a la Argentina, Vandor quería saberlo. No podía ni quería lanzarse a la
aventura de un proyecto político independiente de su Líder, si éste decidía
regresar. El líder sindical creyó que la manera más inteligente para romper con
el suspenso de Perón era fogonear ese hipotético regreso, pensando en que la
debilidad política de Illia facilitaba las condiciones para efectuarlo. De
ese modo, a mitad de 1964 comenzó a reunirse con el círculo de dirigentes que
respondía a Madrid: el delegado Alberto Iturbe, el ex canciller Jerónimo
Remorino, el sindicalista Andrés Framini (que había ganado las elecciones de
1962 y debió soportar un año y medio de prisión en castigo por ese triunfo) y
la dirigente de la rama femenina Delia Parodi.
Las primeras propuestas
eran disparatadas: contratarían el avión de un contrabandista, Perón lo
abordaría en las islas Canarias y llegaría clandestinamente a la Argentina.
Otra idea era embarcarlo desde África, y aterrizar en Asunción o Montevideo.
Nadie sabía de qué modo volvería Perón al país, pero el fervor popular crecía
en forma simultánea a la intriga. Vandor se ocupó de romper el misterio. El 17
de octubre de 1964, en un acto público en Once, reveló que Perón aterrizaría en
un avión de línea, y luego viajó a Madrid con los integrantes de la comisión
que patrocinaba su retorno. Si Perón todavía tenía un margen de duda sobre el
éxito de su regreso, con su discurso Vandor las aplastaba, presionándolo para
no dar marcha atrás. Según Jorge Antonio, en una de las incursiones en el
quirófano, sumido en un profundo letargo, Perón exclamó: "Por favor, Eva,
no me dejés solo, quedate conmigo, te necesito más que nunca". VéaseRobert
Crassweller, Perón y los enigmas de la Argentina,
Buenos Aires, Emecé, 1988, pág. 370. La salud
de Perón era motivo de especulaciones políticas. Puigvert narró que en 1970 el
embajador norteamericano en España le preguntó qué perspectivas de vida tenía
Perón, y el médico le indicó que viviría tres o cuatro años más, si se cuidaba.
Ídem, pág. 345. Por último, Puigvert relató también que un médico, enviado por
el gobierno militar argentino, le preguntó si Perón tenía cáncer y cuánto
tiempo viviría. Puigvert, en este caso, consultó a Perón antes de dar la respuesta:
"Vamos a en loquecerlos, doctor. La primera vez dígale que sí tengo
cáncer, luego dígales que no, y así sucesivamente", le aconsejó su
paciente. Véase Pedro Michelini, Anecdotario de Perón, tomo I, Buenos Aires,
Corregidor,1995, pág. 78.
Jorge Antonio se ocupó de
los preparativos. Alquiló un avión DC 8 de la empresa Iberia y colmó de
atenciones a la Aeronáutica local para que mantuviera en secreto la lista de
pasajeros. Como sospechaba de su secretario José Algarbe, en la tarde previa a
su partida Perón tomó un té con él y lo despidió hasta el día siguiente.
También engañó a la guardia de su residencia de Puerta de Hierro: puso el
televisor de su cuarto a volumen alto y se lanzó con su valija al baúl del
Mercedes Benz de Antonio, quien lo condujo camino al aeropuerto. En la
madrugada, el vuelo partió hacia Montevideo. En la escala de Río de Janeiro,
los militares brasileños, por orden del gobierno argentino, detuvieron a Perón
y a su comitiva y lo mandaron de regreso a España. Como consecuencia de la
aventura, Antonio fue expulsado temporariamente de la península y Franco
confinó a Perón otra vez en Torremolinos durante varios meses.
El General responsabilizó
por el fracaso del operativo a Vandor. Este le había prometido que las masas
saldrían a la calle apenas el avión despegara de Madrid; se produciría otro 17
de octubre, y el gobierno se vería forzado a aceptar su llegada. Esto no
sucedió: apenas hubo incidentes aislados. En grabaciones enviadas a los
dirigentes, Perón descargó furibundas críticas hacia Vandor. Días más tarde,
cuando el jefe sindical descendió en el aeropuerto de Ezeiza, debió esquivar
algunas piedras. Los más exacerbados se tiraron encima de su auto. Fue un
disgusto momentáneo. Luego de ese traspié, Vandor continuó manteniendo su poder
y armó la lista de diputados peronistas para las elecciones legislativas de
marzo de 1965, en las que obtuvo más votos que el oficialismo. El neoperonismo
(que no respetaba las órdenes del Movimiento) sumó una respetable cantidad de
votos. El resultado electoral dejaba en claro que, sin Perón, el peronismo
podía participar de la vida institucional de la Argentina y podía proyectar su
acceso al poder en las futuras elecciones de 1967.Después de su frustrado
retorno, el mito de Perón pareció estrellarse definitivamente. Para el General,
el responsable
de su caída, quien lo había empujado al
abismo, no era otro que Vandor. No se lo perdonaría. Se propuso "cortarle
la cabeza a la víbora". Pero a la hora de buscar dirigentes leales,
capaces de responder a tamaño desafío, se dio cuenta de que no tenía ninguno.
La persona adecuada no estaba en Buenos Aires. Estaba a su lado. Era Isabel. Respecto
del Operativo Retorno, véase el relato de José Algarbe en: Tomás Eloy Martínez
Lasmemorias del General, Buenos Aires, Planeta, 1996, págs. 120-126. Algarbe
había sido jugador de fútbol, conoció a Perón en Venezuela en 1955 y luego fue
su secretario privado en los primeros años de su estadía en Madrid. Algarbe
muestra a un Perón débil y dubitativo ante la perspectiva del regreso. "Se
comportaba como un paquete. No hablaba como un jefe", comentó. Perón y los
miembros de la Comisión del Retorno sospechaban que Algarbe tenía contactos con
la embajada argentina. Por esa razón no le informaron la fecha precisa del
viaje. Desengañado, Algarbe dejó de trabajar con Perón apenas supo que abordó
el avión. Una versión que muestra a un Perón un poco más firme en su decisión
de regresar puede encontrarse en Jorge Antonio, ¿Y ahora qué? , Buenos Aires,
Verum et Militia, 1966.