martes, 7 de abril de 2020

ENCIERRO FORZOSO


miércoles, 1 de abril de 2020

ENCIERRO FORZOSO

¿Por qué la Fuerza Aérea necesita
bombarderos caros, nuevos y mejores?
¿Acaso se han quejado las personas que
estuvimos bombardeando últimamente?
George Wallace

Mi padre murió por una mina alemana.
A todos mis demás parientes fallecidos
los perdí en los bombardeos aliados.
Jean-Marie Le Pen

Una vez que eres víctima de un bombardeo
entras en un grupo de riesgo al que
nadie le querrá vender un seguro.
Ernst Zündel

Introducción

Hace un par de días, entre correos electrónicos que van y vienen con comentarios y relatos de la situación actual con el coronavirus y su cuarentena, una gran amiga mía que vive en Europa – el país no importa – me mandó la historia de cómo vivió su abuelita durante la Segunda Guerra Mundial. 


Me hizo recordar docenas y docenas de historias que también escuché de boca de otros a lo largo de mi vida. Historias que, de alguna manera, yo también viví, solo que a las mías no las podría contar por vivencia propia. Nací en Budapest, a fines de 1943. Tenía menos de un año o apenas un año y algunos meses cuando ocurrieron. Todo lo que sucedió me lo contó después mi madre y muchas, muchas otras personas que en esa guerra participaron y sobrevivieron para contar lo que vivieron.
Recuerdo cuando tenía siete u ocho años y escuchaba conversar a mi madre con otras personas. Mencionaban cosas como, por ejemplo, que su generación, cuando miraba al cielo, buscaba aviones. También recuerdo como, seis o siete años después de la guerra y ya en la Argentina, todavía se ponía pálida y apretaba los puños cada vez que pasaba un avión. La generación de mis padres y de mis abuelos fue una generación que tuvo que protegerse del firmamento y pasó muchos años librando batallas contra el cielo. Las personas elevaban la vista y allá, en ese cielo en donde tendría que haber estado Dios solo había aviones vomitando bombas y muerte. Según una famosa frase de la época, el cielo no respondía a las plegarias;  Dios se había tomado vacaciones.


No había ángeles en el cielo. Solo aviones.
También recuerdo muy claramente conversaciones entre mi madre y mi abuela (su madre) comentando que es increíble como las situaciones de verdadero peligro hacen que la gente muestre su verdadera cara. El caballero ceremonioso, siempre excelentemente vestido, que pasaba a tu lado con la cabeza en alto como haciéndote ver que apenas si se dignaba notar tu presencia porque él estaba muy por encima de esas menudencias cotidianas, de repente se convertía en una hiena desesperada entrando al refugio antiaéreo del sótano a los codazos para asegurarse un buen sitio. La señora siempre toda emperifollada ella, con su naricita respingada y sus anillos, que baja al sótano en batón, a último momento, y grita y chilla que alguien le ceda el asiento y, cuando no aparece ningún voluntario, de repente maldice a todos con un vocabulario que superaría hasta el de un carrero borracho. El portero siempre tan amable que de repente se vuelve agresivo y violento dejando emerger su resentimiento clasista.
Pero también la señora del piso de arriba que siempre pasaba desapercibida y ahora te ayuda en todo lo que puede. O el chico de 12 o 13 años que tiene más coraje y sentido de responsabilidad que muchos mayores que le duplican y hasta cuadruplican en edad.  O el estudiante que hace lo que puede ante cualquier evento y que siempre está disponible incluso si se trata de asumir riesgos y rescatar a alguien de la calle en medio de una balacera. No hay nada como el verdadero peligro para hacer caer las máscaras.
En una escala mucho menor y en una situación muchísimo menos trágica, en cierta medida lo de ahora no es demasiado diferente a aquello. Desde el que está más preocupado por su dinero que por su propia salud y la de su familia, pasando por el que está enojado porque no puede satisfacer sus caprichitos, siguiendo por los que están tercamente concentrados en señalar culpables en lugar de aportar a las soluciones,  y terminando por el que se contagió del amarillismo periodístico y entró en pánico creyendo que ya galopan los jinetes del Apocalipsis. Las diferencias de comportamiento son solo de intensidad y de origen del miedo.
Es realmente notable ver cómo – incluso en esta situación desatada por una pandemia incomparablemente menos letal y menos peligrosa que una guerra mundial con bombardeos de saturación – las caretas se caen y la verdadera cara de sus portadores resulta francamente deplorable.
El correo electrónico de mi amiga me dejó pensando un buen rato. Quizás yo también hubiera podido contarles una historia muy parecida. Pero la de ella está tan bien contada que dudo mucho de que yo la hubiera podido escribir mejor.
Prefiero dejarla hablar a ella.
Créanme, más allá de si la cuarentena por el virus les parece insoportable o no, vale la pena leerla.

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El invierno de 1944/45

En el invierno de 1944/45 mi abuelita ni había cumplido todavía los 28 años. Era bajita, muy delgada, realmente del tipo de "caña al viento" pero con alma de acero. Con dos hijos – mi padre durante ese invierno tenía cuatro años, mi tío menos aun – tuvo que enfrentar sola los últimos atroces días de la guerra en una gran ciudad. Mi abuelo estaba combatiendo en el frente, nadie sabía si iría a volver o no (por suerte volvió); todos los demás parientes y amigos vivían en otros barrios de la ciudad; nadie podía venir a ayudarla. 
Mi abuela con sus dos hijitos se pasó prácticamente seis semanas en el refugio antiaéreo armado en el sótano del edificio. El concepto de "antiaéreo" se repite múltiples veces en sus historias: sirena antiaérea, cañones antiaéreos, jefe de brigada antiaérea, sótano antiaéreo.... La expresión "antiaéreo" quedó grabada en la memoria de toda aquella generación.
Antes de las terroríficas últimas seis semanas también sucedió que los habitantes del edificio tuvieron que bajar al sótano por algunas horas o días. En todo momento, en cualquier minuto de las 24 horas del día, mi abuela estaba lista para tomar a los dos pequeños y bajar con ellos desde el tercer piso del edificio.
Planificó y adiestró a los chicos en las tareas que debían ser ejecutadas por cada cual si afuera sonaba la sirena de alarma. En una mochila empacó los víveres, mayormente comida enlatada, las medicinas importantes y algunas otras cosas que consideraba útiles (tijeras, el costurero, jabón, toallas... siempre mencionaba todo eso cuando contaba sus recuerdos). Eligió la mochila, explicaba, porque así le quedaban las dos manos libres para atender a sus hijitos. Los pequeños también tenían su trabajo: mi papá llevaba una cartera con los papeles importantes y los documentos de identidad; mi tío a su vez era el encargado de transportar uno de los pertrechos más importantes de aquellos días: la pelela.
Durante la totalidad de las últimas seis semanas, los habitantes del edificio vivieron en el sótano. De vez en cuando, algún hombre se aventuraba a salir y echar un vistazo, pero nadie se atrevía a subir a las viviendas. Es que por sobre sus cabezas rugía la batalla.  La calle del edificio se había convertido, literalmente, en esa "tierra de nadie" que separa a dos unidades enfrentadas en constante combate. De un lado de la calle se atrincheraron los soldados de un bando, los del otro se apostaron en el lado opuesto.
Constantemente ladraban las armas. Constantemente temblaba la tierra en el sótano. A veces algún soldado bajaba al sótano gritando en un lenguaje desconocido. Con frecuencia los soldados que aparecían así estaban borrachos. Hubo un soldado que comenzó a llorar cuando vio a mi abuela abrazar fuertemente a los dos niños. Mi padre, que entonces tenía cuatro años, recordó esa escena por el resto de su vida; nunca pudo olvidar como el hombre los miró, se reclinó contra la pared y se puso a llorar sin poder parar. Mi abuela siempre opinó que el pobre tipo debió haber pensado en sus propios hijos.
Había otros niños en el sótano, pero eran pocos y todos mayores que mi padre y mi tío. El ocuparse de los dos niños pequeños fue tarea exclusivamente de mi abuela. Mucho más tarde, ya de anciana contaba que estaba avergonzada de que a veces les gritó. Una vez, hasta le dio un buen chirlo en el trasero a mi tío cuando el pequeño estuvo a punto de salir corriendo por la puerta del sótano que se había entreabierto.
Durante la mayor parte del tiempo, incluso durante las largas horas del día, el sótano quedó en la oscuridad. Después de los primeros días, el suministro de electricidad se hizo intermitente. Luego se cortó por completo y solo pudieron alumbrarse encendiendo velas. Así y todo, mi pequeña abuelita se sentó y jugó, contó cuentos, cantó constantemente, alimentó y acunó, lavó y se aseguró que los niños hicieran sus necesidades en la pelela. Solo algunas veces lloró, e incluso eso solamente de noche cuando los niños ya dormían cubiertos con sus mantas en las camitas improvisadas. Décadas después, antiguos vecinos me contaron, incluso cerca de medio siglo después de la guerra, lo mucho que la admiraron y la respetaron durante esas semanas.
El sótano recibió impactos y más de una vez. De lo primero que mi tío se acuerda ahora que tiene setenta y ocho años, lo primero que puede recordar claramente, es un impacto de ésos. En la mente del chiquilín quedó grabada a fuego la escena de cuando la bomba (o granada o lo que fuere; por fortuna mi generación no tuvo que aprender la diferencia) sacudió la pared del sótano; cuando de repente los escombros y el polvo cayeron sobre todos, cuando desapareció la luz y desapareció el aire, y todos gritaban, chillaban, se empujaban, se pisoteaban unos a otros en medio del pánico. Mi abuela no se sumó a la estampida. Se apoyó contra la pared, abrazó a mi tío y a mi papá, y solo les habló y les repitió innumerables veces: no pasará nada malo, todo está bien, aquí está mamá para cuidarlos...
Durante las últimas semanas faltó hasta el agua. Las bombas habían destruido las cañerías.
En los momentos más tranquilos, algunos se animaron a salir con cautela y recolectaron nieve en grandes ollas y sartenes. En aquél invierno la nieve resultó ser salvadora de vidas. Una vez juntada, la descongelaban en el sótano y sirvió para tener agua potable. El inodoro del sótano ya no se podía usar. Los adultos usaron baldes, los niños, todos los niños, incluso los más grandes, la pelela de mi tío. Un joven estudiante de medicina llevaba los baldes y los enjuagaba con la nieve. Pero incluso entonces, mi abuela lavaba a sus dos pequeños todos los días con nieve derretida y tibia antes de acostarlos por la noche a dormir.
Al final, la guerra terminó. Pasaron años; décadas. Pero esas semanas en el sótano, se grabaron a fuego y para siempre en la memoria de todos ellos. Abajo, en ese sótano, esas semanas forjaron y soldaron a la gente entre sí.  "Juntos sobrevivimos a la guerra": esta breve frase, incluso décadas después, fue suficiente para explicar la extraordinaria cohesión que caracterizó a los habitantes del edificio y sus alrededores.
Mi abuela hablaba mucho de aquellas semanas y meses, pero siempre de un modo simple, sin dramatismos, a veces incluso con buen humor. Durante mucho tiempo ni me di cuenta de cuanta fuerza hizo falta para sobrellevar aquellos tiempos. Solo cuando yo misma fui madre de dos hijos – y por suerte mi abuela todavía vivía – comencé a darme cuenta de lo increíblemente difícil que habrá sido para ella soportar aquellos tiempos. Comencé a preguntarle cómo pudo manejarlo, pero ella siempre se sonreía y extendía las manos.
— No había alternativa; – me decía –  había que hacerlo y mantener la esperanza.
Ahora es el coronavirus el que está obligando a muchas familias con niños a encerrarse entre cuatro paredes. Muchos ya están teniendo dificultades  con eso. Es grande la tentación de salir a la calle, ir al patio de juegos, al parque, a moverse, a correr con los niños para que "descarguen un poco sus energías". Es muy difícil resistir y perseverar.
Hoy la situación se hace difícil para padres cansados, que trabajan desde sus casas, que simultáneamente deben hacer las tareas del hogar y encima tienen que asegurarse de que sus hijos estén ocupados.
Y no sabemos cuánto tiempo más durará esto.
Mi abuelita tampoco lo sabía. Pero resistió. Y no perdió la esperanza.
Por mi parte, solo contando su historia puedo desearles mucha fuerza y  paciencia a todos.
Cuando alguien de mi generación se desesperaba, nuestros mayores solían decirnos: "ustedes no tienen experiencia histórica"....
¡.... y tenían muchísima razón....!