PADRE CASTELLANI: SIEMPRE ACTUAL
Conservando los restos
EL SÁBELOTODÍSIMO
Apenas hubo
el rubicundo Apolo despabilado su luz cenicienta y subconsciente sobre
la ciudad lluviosa, cuando se lavó la cara el nuevo Gobernador y tras
cuatro estirones y bostezos multiplicados y de perseguir hasta la muerte
a un grano de tabaco con resorte —como se llamaban entonces las
pulgas—, ingresó en la Sala de las Oportunas Ocurrencias a resolver los
asuntos del día.
No bien se
hubo sentado, cuando entró el doctor Pedro Recio con un señor bajito,
gordito, pelo gomoso, bien peinado y con sutiles bigotitos paréntesis,
como cejas de chino japón, el cual no venía caminando en cristiano, sino
a lo indio, en cuatro patas y poniendo el oído a tierra de vez en
cuando, mientras daba unos gruñiditos que decían: «Hola, hola!».
Espeluznóse Sancho al verlo y preguntó al Real Mayordomo:
— ¿Quién es eso?
— Es el Sábelotodísimo.
— ¿De qué se ocupa?
— De dar conferencias al Magisterio.
— ¿Y qué pretende?
— Ser nombrado Director General de Instrucción Gratuita y Jefe de la sección En el Dominio de los Conocimientos Generales de la Prensa de la Ínsula.
— ¿Y por qué gatea?
— Esplendencia, no gatea; está tomando el pulso de los rumores del mundo. Es el gran aguaitador del mundo moderno.
— Entonces que me hable de la guerra -dijo Sancho resuelto-, que es una cosa que aquí nadie se entiende.
— Perfecto -dijo Pedro Recio, y tomando una manivela de automóvil la encajó en un buraco que tenía el interfecto en
el occipucio, dándole cuatro vueltas. Brincó el Sábelotodísimo, púsose
en dos remos, dio cuatro o cinco zapatetas en el aire y volvió a
cuadrúpeda estación, poniendo la oreja sobre el piso para escuchar el
tronar de los cañones, el brumbir de los eroplanos y las
concitadas voces de mando de los mariscales. Hizo silencio todo el mundo
y el Sábelotodísimo empezó a captar con pausados manotones de los dedos
en gancho, a manera de mesmerismo, las ondas etéreas de todo el
universo, después de lo cual empezó a decir con palabras posadas y
sonorosas como si vinieran de un antro:
— De fuentes
fidedignas… -y volvió la oreja al suelo por un largo rato- me llegan
versiones autorizadas… -y otra vez escuchó largamente, como pachón tras
un rastro- de que los círculos generalmente bien informados… -y vuelta a
escuchar la madre tierra- inducen al desmentido del almirantazgo nazi
-y aquí empezó a escuchar con la otra oreja- sobre la conferencia del führer inglés -con grandes muestras de agitación- y el gauleiter italiano
-pleno alborozo- que no se ha de creer absolutamente nada de lo que por
Unite Presa propaló el otro, por ser un truco de la propaganda enemiga;
sino que al contrario, los otros fueron los que tiraron las bombas en
el hospital de niños de teta, mientras ellos no hacían sino tirarlas en
el agua y en unos grandes recipientes con algodón adentro, que estaban
preparados para el caso.
— Eso ya lo sabíamos -dijo Sancho- desde que empezó esta guerra. Lo que aquí se desea es saber cómo va a acabar.
Puso la oreja otra vez el interfecto sobre
la baldosa, y luego con toda precisión anunció quién iba a ganar la
guerra y por qué causa, a partir de la ideología de las partes
contrayentes y del tratado de Westfalia, detallando quién tenía razón,
quién era el criminal, quién había previsto todo hacía treinta años, por
qué razón estratégica y cinegética tenían que vencer siempre los amigos
de la democracia, cómo se había de arreglar Europa después de la
victoria y cómo se podría afianzar con toda seguridad por tres siglos y
medio la Paz Perpetua de Kant, el Desarme Universal de Wilson y el
Progreso Indefinido de Augusto Comte, proponiendo de paso un nuevo
Reglamento para la Sociedad de las Naciones.
Escuchó
Sancho todo ello con visible seriedad y reverencia, aunque por dentro
con las más serias dudas; por lo cual todos los Cortesanos escucharon
también con visible seriedad y reverencia, aunque por dentro pensando
todos en farras, bebidas y en citas con mujeres bonitas y divertidas.
Después de lo cual, preguntó Sancho bruscamente:
— ¿Está seguro?
— Esplendencia, soy el Sábelotodísimo.
— ¿Y qué más sabe, además de esto de la guerra? Para un caso de probar a ver si es seguro… usté comprende.
— Lo que usté quiera, Esplendencia.
— Por ejemplo…
— Por
ejemplo, digamos, así de pronto: «El viático de la Pedagogía», «San
Pablo joven-viejo y viejo-joven», «El enfoque binocular panorámico»,
«Pilatos, la Iglesia de las Iglesias», «Lord Bacón y Séneca», «Bajo el
signo de Artemisa», «La envidia, como procedimiento pedagógico de los
jesuitas», «Saberlo todo y no saber nada», «Réplica prepóstera de
Sócrates a Renán», «El chico precoz de Reconquista», «Moisés, Licurgo y
Solón como pedagogos», «La educación de la mujer», «Jenofonte, primer
antifeminista», «Castellanidad y andalucismo».
— ¡Alto!
-dijo Sancho-. Esa castellanidad ¿se refiere por ventura a mi amigo el
padre Castellani, un cura de la Quinta Columna, que anda suelto por ahí
con permiso de los superiores?
— De ninguna manera, Esplendencia. Se refiere a Séneca que, por ser andaluz, no pudo ser castellano.
— Pero entonces éstos parecen títulos de novelas policiales… -meditó Sancho.
— ¡Cualquier
día! Es pedagogía pura, Esplendencia. Pedagogía importada. Con esta
pedagogía estuve yo educando a España durante veinte años; y acabó en
una revolución que por milagro de Dios no salí muerto.
— Me parecen demasiadas cosas -dijo Sancho meditabundo.
— Sé muchísimas más, sin comparación, Esplendencia, como puede ver usted en La Nación del
21 de septiembre de 1940, una columna entera en cuerpo 8, solamente el
resumen de los títulos de los puntos que voy a tocar en mis conferencias
al magistral magisterio argentino.
— ¿Y de Hipólito Yrigoyen, qué opina usté?
— ¿Yrigoyen?
No lo conozco. Pero si usted me dice quién fue, lo puedo comparar con
Hipólito Taine o con San Isidoro de Sevilla, el cual fue precursor de
D’Alembert y el primer enciclopedista.
— ¿Cómo dice? -dijo Sancho algo inquieto.
— Enciclopedista.
— Mire; a mí los pedagongos y los ensiclonpedistas no
me hacen muy feliz, sacando cuando uno anda farreando en un boliche
entre amigos; porque hay que respetar a las personas cuando uno anda
entre gente seria…
— Y, sin embargo, son necesarios -dijo el interfecto-, y yo mismo soy un enciclopedista, y no de los peores.
— Y dejando
esta materia, que tiene sus bemoles, ¿qué otras cosas sabe usté, así de
cosas prácticas para el buen gobierno de las ínsulas?
— Pues señor
-dijo el Sábelotodísimo-, en materia que roce la Filosofía Natural, el
Derecho Positivo, las Bellas Letras, el Teatro, Troteras y Lanzaderas y
materias afines, yo puedo hablarle sencillamente de todo, lo que se
dice de todo.
Levantóse al
oír esto Sancho pausadamente y después de hojear unos papeles y hablar
al oído a un policía secreto que tenía al lado, espetó al hombrecito de
la gomina el siguiente valecuatro:
— Y dígame,
señor, sabiéndolo usté todo, ¿cómo es que no sabe que en este momento su
mujer está en el hotel agradablemente entretenida con un aprendiz de
peluquero?
Dio un salto al oír esto el interfecto cuadrupedante,
y dando un bramido espantoso de marcado acento español viró, picó y
salió castigando para la puerta, derribando a este doctor Pedro Recio
que quiso atajarlo, y gritando despavorido: «¡Lo pensé! ¡Lo pensé! ¡El
médico de su honra! ¡El médico a palos! ¡La mejor venganza, el cielo!
¡Ya me parecía a mí que algo de eso había, la mosquita muerta!».
De lo cual
no poco rio Sancho, viendo que sin tener él la menor idea de si la mujer
del Sábelotodísimo ni siquiera existía, le había dado justo en la mitad
de la tetilla izquierda, guiándose por ese axioma general de lógica que
el hombre que lo sabe todo no sabe ordinariamente lo que interesa a su
vida, ni siquiera a su vida eterna, como hizo notar el Capellán del
Reino en un erudito y elegante sermón subsiguiente, cuya memoria se
conservó largo tiempo dentro la circunvalación de aquella pacífica y
comedida Ínsula.
Después de
lo cual, dio su feliz Gobernador la señal de los festejos, los cuales
consistieron aquel día exclusivamente en el masculino singular y el
femenino plural de la palabra tilingo.