Esto no es Justicia.
Una parte importante de la sociedad parece estar exultante y satisfecha
con la secuencia de hechos que derivaron en la aprehensión de una larga
nómina de indeseables personajes de la política nacional contemporánea.
Esto antes no había ocurrido de modo alguno. Salvo casos aislados, la
dinámica natural era garantizar una impunidad a prueba de todo, esa que
permitía que los corruptos pudieran caminar por las calles sin ningún
pudor.
Dice un viejo refrán que “el que las hace las paga” y esta vez parece
que muchos de los que cometieron delitos en el pasado reciente tendrán
que enfrentar las más duras consecuencias directas de sus flagrantes
actos.
En el contexto actual, esto es muy positivo porque asoma tímidamente un
cambio que termina con la inercia habitual de un país que no tiene
justicia. La historia dice que en el pasado cualquier hecho podía quedar
en el olvido.
Pero no hay que engañarse. Esta señal es absolutamente incompleta y
groseramente sesgada. Esa burda característica y ciertas circunstancias
la convierten en un engendro que no merece ser identificado como
“justicia”.
Ese concepto debe ser sagrado. No es bueno confundirlo con el denominado
“poder judicial”. Ese espacio está plagado de funcionarios estatales en
el que se entremezclan los más honrados con los más perversos.
Una cosa es el principio moral que asigna a cada uno lo que le
corresponde y otra, bien diferente, es el accionar de un conjunto de
personas, que se atribuyen la potestad de aplicar normas de un modo
selectivo, siempre en sintonía con sus eventuales y cuestionables
conveniencias coyunturales.
Los que cometen delitos deben responder ante la sociedad por sus
decisiones, pero no solo algunos, sino todos, sin excepción. Cuando los
encarcelados pertenecen a una única “banda” es inevitable pensar mal y
concluir en que algo no está funcionando adecuadamente.
Es difícil imaginar que un grupo político ostente el monopolio de las
ilegalidades y se convierta en símbolo inequívoco de la corrupción,
siendo este un fenómeno presente, estructural y transversal a todos los
gobiernos.
No es que ahora deba darse marcha atrás y liberar a los inmorales
criminales que se apropiaron sin escrúpulos del dinero de la gente, sino
más bien de no hacerse los distraídos con el resto de la infinita lista
de bandidos que se burlan a diario de todos habiendo cometido idénticos
atropellos.
Por momentos, la sociedad puede parecer ignorante. Es posible que sea
demasiado mansa, pero sabe a ciencia cierta que el “sistema judicial” es
tan objetable como los mafiosos que ha detenido en esta nueva etapa.
En cualquier encuesta sería el “Poder Judicial” aparece al final de la
grilla en el ranking de credibilidad de las instituciones, inclusive
bastante por debajo de los sindicatos y el Congreso, lo que es un record
nada fácil de superar.
No es que no existan jueces probos y funcionarios honestos.
Probablemente sean los más. Pero también es inocultable que muchos de
ellos manipulan los tiempos procesales en función de como soplan los
vientos políticos.
Cierta actitud conservadora, sospechosamente prudente y hasta cobarde
sobrevuela en ese tipo de decisiones que involucran a dirigentes de
peso. En esos casos parece que la venda de la “justicia” se corre para
dar paso a las arbitrariedades y discrecionales inaceptables en hombres
de bien.
Para que el sistema recupere alguna dosis de confianza necesita mostrar
otras actitudes. Ocuparse con ensañamiento de los que cayeron en
desgracia y perdieron el poder no habla muy bien de sus protagonistas.
Si realmente creyeran que lo que están haciendo ahora es lo correcto
deberían explicar entonces porque muchas de estas mismas resonantes
causas estaban con “freno de mano” en tiempos del apogeo del régimen.
Seguramente explicitar los argumentos reales en profundidad sería muy
inconveniente y totalmente incómodo para los que ahora pretenden
convertirse en modernos paladines y valientes salvadores de la patria.
Hay que advertirle a estas supuestas celebridades que el heroísmo es
otra cosa. Requiere de mucho coraje y osadía. Enfrentar a los poderosos
es una hazaña. Hacerlo cuando ya están en decadencia tiene otro nombre.
La ética profesional no sabe de oportunismos. Los defensores seriales de
posturas como esas dicen que en aquel tiempo era imposible intentarlo.
En realidad no era inviable, sino en todo caso riesgoso para quienes
decidieran encarar esa embestida, pero eso merece ser blanqueado sin
eufemismos.
En esta nación habrá justicia el día que los tres poderes puedan
funcionar de un modo ecuánime, siendo contrapesos unos de otros. Lo será
cuando las instituciones de la sociedad civil puedan ocuparse de
liderar los procesos políticos fijando límites a los desmanes y
despropósitos tan habituales.
Mientras existan gobernadores y legisladores, intendentes y concejales,
jueces y fiscales, funcionarios de todas las jurisdicciones y niveles
que admitan con tanta naturalidad las eternas reglas de la corrupción,
no habrá nada que se parezca a la justicia, sino una mera parodia de
ella.
Aplaudir el hecho de que algunos corruptos vayan a la cárcel no está del
todo mal, en la medida que la ciudadanía no se estafe a sí misma y
entienda que esto es solo un hito en este largo camino hacia lo
correcto.
La bendita grieta no se cierra encerrando a unos y dejando sueltos al
resto sino depurando el sistema, procesando y condenando a los que
saquean cotidianamente a la gente sin descaro, sin importar si gobiernan
ahora o antes, sin tener en cuenta colores partidarios ni intereses
sectoriales.
Para recibirse de país hace falta mucho más que esta andanada de
espectaculares operativos repletos de bravuconadas que intentan simular
la vigencia de una república y del manoseado estado de derecho.
Por ahora solo se ha logrado esto. Tal vez sea mucho más de lo
imaginable. Pero cuidado que conformarse puede ser un error letal que
solo lleve a repetir errores indefinidamente. Es momento de apretar el
acelerador y exigir mucho más. Mientras tanto habrá que asumir que esto
no es justicia.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com