La Iglesia romana no jugó un papel significante en el desarrollo del pensamiento cristiano durante este período. No contó con una escuela semejante a los famosos centros científicos del Oriente, a pesar de las frecuentes intervenciones de los papas en las controversias alejandrinas y su solicitud, reflejada en sus cartas, por todo lo que interesaba al mundo cristiano. Durante este período, Roma produjo tan sólo una apología, el Octavius de Minucio Félix. Mas ésta, con ser una elocuente defensa de la fe, apenas alude al aspecto positivo de la fe. Tuvo solamente dos teólogos dignos de mención, Hipólito y Novaciano, ambos antipapas. Sin embargo, en el primero de estos dos podía gloriarse de tener un sabio de la talla de Orígenes por su vasto saber y por la variedad de sus preocupaciones científicas. El otro fue el primer teólogo romano que escribió en latín. Fue también en la Ciudad Eterna donde salieron a luz dos documentos de suma importancia, el Fragmento Muratoriano, el primer catálogo que se conoce de los libros auténticos del Nuevo Testamento, y la Tradición Apostólica de Hipólito, que es la fuente más rica que poseemos para el estudio de la primitiva liturgia del centro de la cristiandad y de la vida interior de la Iglesia antigua.