LA GRANDEZA DE LA MUJER, ES SER CAMINO DEL HOMBRE
El
matrimonio es un contrato divino entre hombre y mujer, un pacto que los
dos hacen ante Dios, el cual constituye un vínculo perpetuo e
indisoluble, que es lo esencial en el matrimonio. El matrimonio «en
tanto es oficio de la naturaleza, se establece por derecho natural; en
tanto es oficio de la comunidad, se establece por derecho civil; en
tanto es sacramento, se establece por derecho divino» (Sto. Tomás – Parte III, q.50 ad 4).
«El mismo Dios es el autor del matrimonio» (GS 48, 1). Luego, el matrimonio «no es una norma, que admita o no excepciones, no es un ideal hacia el cual haya que ir» (Cardenal Caffarra). El matrimonio es creado por Dios, cuando hombre y mujer fueron creados: «No es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2, 18a). Hombre y mujer han sido creados el uno para el otro. Pero, en la mujer, está la raíz del matrimonio.
La mujer es carne de la carne del hombre: «Esto sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gn 2, 23). La mujer es la otra mitad del hombre, su igual, la que es semejante al hombre, que es dada por Dios como ayuda: «voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gn 2, 18b).
La
soledad del hombre es para encontrar una ayuda para su vida. El hombre
está solo ante la creación; es decir, no ve en la Creación un ser
semejante a él, un ser con el cual compartir la vida, un ser con el cual
relacionarse y obrar el fin que Dios le ha puesto.
El hombre está puesto por Dios para regir la tierra, para administrarla: «Tomó, pues, Yavhé Dios al hombre, y le puso en el jardín de Edén para que lo cultivase y guardase»
(Gn 2, 15). Pero no puede hacer eso solo. Necesita una ayuda adecuada
para este fin. El hombre fue puesto en el Paraíso y Dios le dio un
mandato: «De todos los árboles del Paraíso puedes comer, pero
del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que
de él comieres ciertamente morirás» (Gn 2, 17).
Este
árbol no es una planta en el Paraíso. Este árbol simboliza lo que está
en la misma naturaleza humana. Hombre y mujer son vida en ellos. Son
portadores de la vida. El hombre, en su sexo, porta la vida; la mujer,
en su sexo, crea la vida. El árbol del bien y del mal es el uso del
sexo. Según se use, entonces la vida es buena o es mala; la vida tiene
un fin para una obra divina, o tiene un fin para una obra demoníaca.
El
hombre está solo ante la vida que él mismo porta en su naturaleza
humana. No puede usar su vida con ninguna criatura del Paraíso. Está
solo en su vida. No puede unirse a un animal, porque no es semejante a
su naturaleza humana. Dios le hace al hombre una ayuda, en su naturaleza
humana, que le permita obrar la vida que él porta en su sexo.
La
mujer crea la vida que el hombre le da: eso significa ser ayuda
semejante al hombre. La mujer ayuda al hombre para crear, para poner esa
vida portadora, en un fruto, en un hijo. La mujer es la que hace que
esa vida fructifique, dé fruto en la naturaleza humana: «Fue
necesaria la creación de la mujer, como dice la Escritura, para ayudar
al varón no en alguna obra cualquiera, como sostuvieron algunos, ya que
para otras obras podían prestarle mejor ayuda los otros hombres, sino
para ayudarle en la generación» (Sto. Tomás, Parte 1ª, q. 92 art. 1).
Y
sólo el amor es la obra de la vida. Sólo la mujer puede obrar esa vida
que el hombre porta. El hombre solo no puede obrar la vida que tiene.
Sólo la puede derramar y, entonces, hace un acto en contra de la vida.
Por eso, la masturbación es pecado grave. Y no sólo grave, sino que va
en contra de la misma naturaleza del hombre. El hombre, en sus ser de
hombre, es vida. El hombre, cuando se masturba, se mata a sí mismo. Mata
su vida. La vida es para darla, para obrarla, no para matarla, no para
derramarla. La vida no es para un placer, sino para una obra de vida.
Por eso, el uso de los anticonceptivos es matar la vida, es negar el
sentido de la vida.
La
mujer es la que obra esa vida cuando se une al hombre. Y, por eso, la
mujer es el amor en la naturaleza humana. Es la criatura que ayuda al
hombre a poner esa vida en movimiento. Y, entonces, el hombre encuentra
un camino para su vida, para la vida que porta en su sexo.
La
mujer es siempre camino para el hombre. Pero puede ser un camino para
ir a Dios o un camino para ir al demonio. La mujer, con el hombre, puede
obrar una vida para Dios o una vida para el demonio. Puede hacer un
hijo de Dios o un hijo del demonio.
El
hombre estaba solo, con su vida, en el Paraíso. Y, en esa soledad, el
hombre recibe el mandato de Dios: No te unas a otros seres; no uses tu
sexo con otros seres.
El hombre no encontraba un ser semejante a su naturaleza humana para poder unirse a él y crear una vida.
«Hizo,
pues, Yavhé Dios caer sobre el hombre un profundo sopor; y dormido tomó
una de sus costillas, cerrando en su lugar con carne, y de la costilla
que del hombre tomara, formó Yavhé Dios a la mujer» (Gn 2, 21). Dios crea a la mujer del hombre, de la costilla del hombre.
No fue formado el varón de la mujer, sino la mujer del varón (cf. 1 Cor 11, 8); no «fue creado el varón para la mujer, sino la mujer para el varón»
(1 Cor 11, 9). La vida que el hombre porta en su sexo no es para usar
la mujer, para encontrar en ella un placer, no es para tener a la mujer
como objeto de su sexo. No se derrama la vida por un placer que se
encuentra en el uso de la mujer.
Es
la mujer la que se crea para el varón; para que la mujer ponga un
camino al placer que el hombre encuentra en ella. Por eso, el matrimonio
es para algo más que una unión carnal. Exige un fin, un objetivo
diferente al placer. Los novios que se unen para un placer van en contra
del matrimonio. Hombre y mujer que no saben esperar al matrimonio,
hacen del sexo una obra para el demonio. Y, después, en el matrimonio
tienen muchos problemas por causa del demonio. El sexo hay que usarlo en
la Voluntad de Dios. Y, entonces, se hace una obra divina, se llega a
un fruto divino.
La
mujer es formada de la costilla del varón. Esta costilla no es un trozo
de carne en el hombre, o una parte de su anatomía. Esta costilla es el
corazón espiritual del hombre.
Dios
crea a la mujer del hombre. La naturaleza humana ya está creada. Dios
no la vuelve a crear cuando forma a la mujer. Dios pone en la mujer
aquello que está en el hombre, que puso en el hombre cuando lo creó del «polvo de la tierra» (Gn 2, 7).
«La
costilla pertenecía a la perfección de Adán, no en cuanto individuo,
sino como principio de la especie; así como el semen pertenece a la
perfección del sujeto que engendra, y se echa en una operación natural
que va acompañada de placer. Por lo tanto, mucho más con el poder divino
pudo formarse de la costilla del varón el cuerpo de la mujer sin dolor»
(Sto. Tomás, parte 1ª, q. 92 art. 3). La perfección de Adán es su
espíritu. El hombre no es sólo alma y cuerpo, sino también espíritu.
Dios toma una de las costillas de Adán. El espíritu humano es Espíritu y
corazón. En el Espíritu está lo divino, porque es el mismo Dios. En el
corazón, están los dones divinos que Dios da al hombre para que pueda
vivir espiritualmente. En el alma, está la Gracia necesaria para poder
usar esos dones divinos.
Dios
toma una de las costillas del hombre y se lo pone a la mujer. Dios no
toma Su Espíritu, porque entonces dejaría al hombre sin Espíritu. Dios
toma el corazón espiritual, que tiene el hombre, y lo pone en la mujer.
De esta manera, el hombre se queda sin corazón espiritual, pero sigue
teniendo el Espíritu y la Gracia en su alma. Dios hace eso para dar a la
mujer el sentido de su vida.
La
mujer es corazón; el hombre es placer. La mujer, porque tiene el
corazón del hombre, pone el amor en la relación sexual. El hombre sólo
pone el placer; es decir, no sabe usar su sexo para el amor; sólo sabe
usarlo para el placer. La mujer, entonces, es camino para el placer del
hombre; camino para el amor, para que el hombre encuentre en el placer,
el amor que no tiene.
Por
eso, nunca el uso del sexo es para el placer solamente. Hoy se ha
degradado el sexo. Y sólo se mira para el placer. Dios tuvo que quitar
del hombre el amor, para que buscara en la mujer aquello que no tenía.
El hombre tiene, en su sexo, el placer; pero no tiene el amor. La mujer
tiene, en su sexo, el amor, y recibe del hombre, el placer.
Si
Dios no hubiera hecho esto, entonces la mujer no tendría sentido en la
Creación. La mujer sería un ser más, en el cual el hombre se uniría
pero sin buscar un fin, una verdad, un amor, una camino.
Dios
forma a la mujer como camino para el hombre. Esta es la grandeza de
toda mujer, que los hombres no saben ver, no saben discernir, no saben
entender.
Dios creando al hombre y a la mujer, de esta manera, está creando su Iglesia.
«Fue
conveniente que la mujer fuera formada de la costilla del varón.
Primero, para dar a entender que entre ambos debe haber una unión
social. Pues la mujer no debe dominar al varón (1 Tim 2,12); por lo cual
no fue formada de la cabeza. Tampoco debe el varón despreciarla como si
le estuviera sometida servilmente; por eso no fue formada de los pies.
En segundo lugar, por razón sacramental. Pues del costado de Cristo
muerto en la cruz brotaron los sacramentos, esto es, la sangre y el
agua, por los que la Iglesia fue instituida» (Sto. Tomás, parte 1ª, q. 92 art. 3). El misterio de la creación del hombre y de la mujer es el misterio de la Iglesia: «Gran misterio es éste. Yo lo entiendo de Cristo y de la Iglesia» (Ef 5, 32).
Dios
al crear al hombre y a la mujer quiere crear hijos de Dios. Los hijos
de Dios son los que forman la Iglesia. Por eso, le pone al hombre el
mandato de no usar su sexo con nada del Paraíso. Sólo puede usar su sexo
con la mujer que Dios le ponga. No puede usarlo con otra criatura.
El
hombre estaba solo en el Paraíso cuando recibió ese mandato. Luego, en
el Paraíso había una criatura a la cual el hombre podía unirse para usar
el sexo. Cuando recibió ese mandato, la mujer todavía no estaba creada.
No se da un mandato sin una razón. No se prohíbe algo si el hombre ve
que hay un camino para hacerlo. Existía en el Paraíso una criatura, que
no era la mujer, a la cual el hombre podía unirse. Y esa fue la
prohibición de Dios al hombre, a Adán. Y el pecado original viene porque
Adán se saltó esa prohibición, fue en contra de la Voluntad de Dios.
Dios hace el matrimonio indisoluble: «Lo que Dios ha unido que no los separe el hombre» (Mt 19, 3). Toda matrimonio natural es indisoluble. No se puede romper: «Nada de lo que sobreviene al matrimonio puede disolverle… el vínculo conyugal subsiste entre los esposos mientras viven»
(Sto. Tomás). El matrimonio natural es de suyo perfecto. El problema
viene por el pecado original. Y, por eso, Moisés tuvo que permitir el
líbelo de repudio, que no es una ley de divorcio, sino dispensar del
vínculo por autoridad divina. Dios puede, en algunos casos, romper el
vínculo por una razón mayor, por un bien mayor, más perfecto, para el
hombre y la mujer. Por eso, en algunos casos se da la anulación del
matrimonio. Pero esto es sólo por el pecado original. El matrimonio, en
el principio, cuando fue creado en el Paraíso, es indisoluble. La
maldad del pecado original hace que Dios tenga que dispensar este
vínculo, para poder poner un camino de salvación al hombre o a la mujer.
Hoy se da la plaga del divorcio: «Deseo
atraer hoy vuestra atención hacia la plaga del divorcio, por desgracia
tan difundida. Aunque en muchos casos está legalizada, no deja de
constituir una de las grandes derrotas de la civilización humana».
(Juan Pablo II, Meditación del Angelus, 10 de julio de 1994). Sólo se
puede romper un vínculo por autoridad divina, no por autoridad civil. El
poder civil sólo tiene autoridad sobre las cosas sociales, materiales,
del matrimonio, pero no sobre lo moral entre un hombre y una mujer. La
gente que se divorcia queda con el vínculo en muchos casos, porque el
matrimonio es un contrato natural, que hombre y mujer hacen ante Dios. Y
eso es indisoluble. Jesús elevó ese contrato natural a Sacramento para
hacer hijos de Dios.
Si
un divorciado se volviera a casar, en realidad no está contrayendo un
nuevo vínculo conyugal, al permanecer el anterior. Y ese nuevo
casamiento es pecaminoso, puesto que el vínculo anterior permanece.
Estaría en estado de adulterio: «El divorcio es una ofensa grave
a la ley natural… El hecho de contraer una nueva unión, aunque
reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el
cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio
público y permanente» (Catecismo de la Iglesia Católica
n.2384). Son pocos los que ponen de relieve este mal fundamental del
divorcio, que es causa de numerosos adulterios públicos y permanentes.
Por
eso, la propuesta de Kasper es una locura. Y la llamada de Francisco a
esa mujer malcasada es el principio del cisma en la Iglesia. Nadie cuida
hoy el matrimonio, la familia. Ya no se ve como Dios la ve, como Cristo
lo quiere en Su Iglesia. Y, por tanto, la Iglesia es sólo un conjunto
de hombres que viven en sus pecados y que ya no atienden a la verdad de
sus vidas.