domingo, 27 de abril de 2014

FRANCISCO Y EL TELÉFONO

FRANCISCO Y EL TELÉFONO

¡Mirad cómo un fuego tan pequeño es capaz de incendiar un tan grande bosque!, clama el apóstol (Santiago 3,5). Dígase lo mismo de un invento tan extendido como el de Graham Bell, que por estas horas está revelando una virtualidad insospechada. En efecto, nadie creería posible abatir a una ciudad no con bombas, sino con guijarros. Queda demostrado, sin embargo, que los humildes guijarros concentran un amplio poder detonador, disponible a la mano, a la mira, a la persona de quien los lanza.
Una jugada maestra -dicho sea sin ironías- para ir condicionando las conclusiones del próximo sínodo de los obispos, para remachar la persuasión de que los resultados de la vasta asamblea episcopal son del todo obvios. Al fin de cuentas el cardenal Kasper, favorito de Bergoglio, ya había proferido su ultimátum: «si repetimos sólo las respuestas que siempre se han dado [i.e.: la no admisión de los divorciados en nueva unión a la comunión eucarística], esto llevaría a una terrible decepción. Los testigos de la esperanza no podemos dejarnos guiar por una hermenéutica de miedo. Se necesita coraje y sobre todo la confianza (parresía) bíblica. Si no lo queremos, más bien, entonces no deberíamos tener ningún sínodo sobre nuestro tema».
La táctica es prolijísima, tanto que no deja de sorprender cuántas connotaciones resultan de un acto en apariencia tan irrelevante como una llamada telefónica, no menos que del elocuente silencio posterior, cuando el alud de las repercusiones hubiera hecho esperar una pronta desmentida oficial. Así, los que pujan por cambios en la disciplina de los sacramentos se ven alentados por ese silencio, que no niega la veracidad de la versión; por contrarias razones, los beatos que entierran sus sesos en la arena se ven fortalecidos en su confianza, porque el silencio no alcanza a confirmar lo que se rumorea. Y Francisco resulta incólume, y aun queda como un gran tipo: se interesa personalmente por la suerte del más remoto morador de provincias, siempre superior al protocolo y a las normas que rigen su estado, y alienta una reforma radical de la Iglesia en el sentido de la misericordia, de cuya existencia podría considerárselo el redescubridor. Su desdeñoso silencio tras de los tiquismiquis desatados por su paso es la porción olímpica, señera, que le corresponde como licencia a su notoria humildad. Él no tiene por qué andar dando explicaciones: aunque haya depuesto casi todo signo de su dignidad pontificia, aunque haya trocado los apartamentos papales por un sencillo residencial compartido, y vista zapatos raídos y lleve consigo a todos lados el bolso con sus pertenencias, es el Papa, ¡qué tanto!, y se le concede lucir -según su justo arbitrio y cuando así le plazca- la placidez de yeso de las demás estatuas.
Se tienen abundantes pruebas del daño monstruoso que afecta al psiquismo de los sujetos ungidos por el star system. Esa publicidad continua, la vivencia artificial de las alturas y el vértigo de la popularidad suelen confirmar a sus desdichados experimentadores en la ilusión de que su voluntad es ley. Es la misma hybris que otrora inspiró la conocida bravata de los Beatles ("somos más populares que Jesucristo") la que viene ahora a enseñorearse del pontífice para persuadirlo de que puede revocar la enseñanza explícita de nuestro Señor acerca del adulterio. La invariable propensión patológica de las masas a ser engañadas y la habilidad para suscitar golpes de efecto harán el resto en la consecución de esta pesadilla.
Marshall McLuhan supo describir al príncipe de este mundo como a «un diestro ingeniero electrónico». ¿A quién le cabe alguna duda de que es no menos perito en las comunicaciones de masas?