Introducción
Hacia
el final de nuestro artículo anterior, redactado con motivo de la
celebración de la Pascua, aludíamos al hecho de que la secuencia
litúrgica se refiriera a Cristo como “Esperanza” (“Spes mea” decía, en
efecto, la Magdalena), dando pie con semejante referencia a la idea de
que es quizá esta la virtud que refleja mejor que ninguna otra el
carácter de este tiempo, que se inicia en el domingo de Pascua, pero que
se extiende durante cincuenta días, hasta Pentecostés. Parece oportuno,
pues, dedicar nuestras reflexiones semanales de la cincuentena pascual a
la profundización del conocimiento de esta “niña muy pequeña”, como ha
sido llamada por Charles Péguy.
Ante
todo, es menester destacar el lugar que la virtud de la esperanza ocupa
en el cuadro general de las virtudes. A este respecto, la tradición
cristiana, apoyada en el dato revelado (cfr. Eclo. 2, 8ss; I Cor. 13,
13), ha reconocido a la esperanza como una de las tres virtudes
teologales, así llamadas por un triple motivo, a saber: su existencia
nos es revelada por el mismo Dios, que es quien a su vez las infunde en
nosotros, y a quien ellas, finalmente, tienen por objeto (cfr. SANTO
TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 62, a. 1). La esperanza, en este
contexto, lejos de ser una mera pasión, constituye el hábito
sobrenatural por el cual tendemos eficazmente a la unión plena con Dios
en la vida eterna, dada por la caridad.
En
su magnífico libro “Las virtudes fundamentales”, el filósofo alemán
Josef Pieper nos brinda una profunda interpretación de la esperanza
cristiana: “La esperanza cristiana es principalmente y ante todo la
dirección de la existencia del hombre a la perfección de su naturaleza, a
la saciedad de su esencia, a su última realización, a la plenitud del
ser, a la que corresponde, por tanto, también la plenitud de la suerte,
o, mejor dicho, de la felicidad” (Ediciones Rialp, Madrid (España),
2010, p. 26). Por otra parte, afirma asimismo Pieper que “la única
respuesta que corresponde a la situación real de la existencia humana es
la esperanza. La virtud de la esperanza es la virtud primaria
correspondiente al status viatoris; es la auténtica virtud del «aún no».
En la virtud de la esperanza se entiende y afirma el hombre ante todo
como ser creado, como criatura de Dios” (Ibid., p. 361).
Es
importante volver sobre la naturaleza sobrenatural (valga el juego de
palabras) de la virtud de la esperanza, máxime tratándose de un término
análogo, que sirve para designar realidades que, si bien pueden resultar
semejantes, guardan una radical diferencia entre sí. En efecto, existe
también la pasión de la esperanza, y su manifestación a nivel meramente
natural, como deseosa expectación de algo que es aprehendido como un
bien. Pieper destaca con gran agudeza la irreductible diferencia que
separa a ambos tipos de esperanza, a la vez que percibe una no menos
profunda continuidad: “El hombre natural nunca podría, por mucha
grandeza de ánimo que tuviera, esperar la vida eterna, consistente en la
visión bienaventurada de Dios, sin caer con ello en la soberbia (y
cesando, por tanto, de tener grandeza de ánimo). Y, no obstante, en toda
esperanza natural se alude implícitamente a esta sobrenatural plenitud
de ser, a la que se dirige la virtud teologal de la esperanza. Todas
nuestras esperanzas naturales aspiran a realizaciones que son como
reflejos y sombras confusas de la vida eterna, como sus inconscientes
preludios. La virtud de la esperanza trae también, en un sentido
concreto, ordenación y dirección a la esperanza natural del hombre, la
cual por ella queda vinculada a su propio y último «aún no»” (Ibid., pp.
373-374).
Ahora
bien, el carácter específicamente cristiano de la esperanza a que aquí
nos referimos no obedece solamente al hecho de tratarse de una virtud
teologal, vale decir, sobrenatural, sino también, y sobre todo, a su
intrínseca referencia a Cristo Jesús. “Cristo es el fundamento real de
la esperanza. En una insondable frase de la Epístola a los Hebreos se
habla de la «esperanza que tenemos como segura y firme áncora de nuestra
alma y que penetra hasta detrás del velo adonde entró por nosotros como
precursor Jesús» (6, 19-20) (…) Cristo es al mismo tiempo el
cumplimiento real de nuestra esperanza (...) San Pablo no ha dicho
«seremos salvados», sino «estamos ya ahora salvados» (Rm. 8, 24); pero
todavía no en realidad (re), sino en esperanza; dice «en la esperanza
somos salvos» (...) Esta vinculación entitativa de nuestra esperanza a
Cristo es tan decisiva que no puede esperar nada quien no está en
Cristo” (JOSEF PIEPER, op. cit., pp. 371-372).
La
otra cara de esta última afirmación del filósofo tomista alemán, que
nos ha guiado a través de estas reflexiones sobre la esperanza, es que,
por el contrario, todo lo puede esperar quien sí está en él, vale decir,
en Cristo Jesús, la memoria de cuya gloriosa resurrección llena los
días de la cincuentena pascual. La Virgen Madre, “vida, dulzura y
esperanza nuestra”, nos ayude a ejercitar esta hermosa virtud y lleve
hacia su Hijo.