domingo, 18 de enero de 2015

"EL ORDEN NATURAL" -Carlos Alberto Sacheri-15- LA IGLESIA FRENTE AL NAZISMO Y AL FASCISMO, 16-LA IGLESIA FRENTE AL SOCIALISMO 17-¿UNA IGLESIA REVOLUCIONARIA?

"EL ORDEN NATURAL"
Carlos Alberto Sacheri
"MUERTO POR DIOS Y POR LA PATRIA"
PARTES
 15- LA IGLESIA FRENTE AL NAZISMO Y AL FASCISMO,
16-LA IGLESIA FRENTE AL SOCIALISMO
17-¿UNA IGLESIA REVOLUCIONARIA?
15. LA IGLESIA FRENTE AL NAZISMO Y AL FASCISMO
Dentro de las reacciones provocadas por la crisis de la ideología liberal y sus lamentables repercusiones en el orden socio-económi­co, surgen dos corrientes ideológicas en la primera mitad del siglo XX: el nazismo o nacionalsocialismo y el fascismo. Ambas proceden de una circunstancia histórica común: la crisis europea que siguió a la guerra de 1914-18 y la crisis financiera internacional de 1929. En Italia surge Benito Mussolini, adalid del fascismo; en Alemania, Adolfo Hitler es el líder del nazismo.
Ante el carácter que cada uno de estos movimientos políticos fue adquiriendo, la Iglesia Católica condenó en dos encíclicas del Papa Pío XI: Non abbiamo bisogno (1921) contra el fascismo, y Mit brennender Sorge (1937) contra el nacional-socialismo.
Caracteres comunes
Antes de pasar a considerar los matices distintivos de ambas co­rrientes, conviene señalar sus características comunes.
En primer lugar, las dos ideologías son expresión del pensamien­to socialista. Tanto Hitler como Mussolini militaron en el socialismo antes de formar sus respectivos partidos. Sus tesis principales reflejan claramente la inspiración socialista. De ahí que resulte un gran con­trasentido el oponer -como se hace con frecuencia- el comunismo al nazismo y al fascismo, como ideologías contrarias, puesto que la raíz filosófica es común a todas ellas: una concepción naturalista y materialista del hombre y de la sociedad, una hostilidad abierta con­tra la religión y la Iglesia, una exaltación del Estado y una limitación drástica de las libertades esenciales del hombre.
El nazismo y el fascismo fueron dos movimientos de reacción surgidos de la clase media, víctima principal de la crisis mencionada.
Esta reacción antiliberal reclutó a la pequeña burguesía, una par­te del campesinado, los artesanos y un amplio sector de profesio­nales. Frente a la pasividad del Estado liberal, que prohijaba la anar­quía, las dos corrientes pusieron énfasis en “gobiernos de orden”, autoritarios, verticales, fuertemente estatizantes. Inspirados por el temor al caos y a la pobreza, respondían al siguiente lema: “odiar al rico con la mitad de su corazón y al hombre de abajo con todo su corazón” .
La esencia del nazismo
Las tesis principales del nazismo están contenidas en el libro Mein Kampf, de Adolfo Hitler, breviario del maquiavelismo político. Exalta la grandeza de la nación alemana, llamada a presidir los destinos del mundo. Cultiva el mito de la “raza superior” o raza aria, cuya pureza ha de preservarse y aumentarse, mediante métodos eugenésicos. Esto dio pie al antisemitismo, a la esterilización de mujeres judías, a la eliminación de los deficientes, etc., mediante sucesivas leyes del III Reich.
El nacional-socialismo exaltó al máximo el poder estatal asignán­dole poderes omnímodos en lo económico, lo político y lo cultural. La organización de los sindicatos se convirtió en engranaje del Par­tido Nazi. Mediante proscripciones y persecuciones se llegó al régi­men de “partido único” . La educación de la juventud fue regimen­tada a través de múltiples organizaciones como la Hitlerjugend, me­canismo de reclutamiento y adoctrinamiento de los futuros líderes del Partido, desconociendo los derechos de las familias, los grupos intermedios y la Iglesia, en materia educativa.
Mediante el empleo constante de una propaganda hábil, se com­pletó el proceso de masificación del pueblo, creando una mentalidad mecanizada al servicio de una concepción neopagana de la vida.
En el plano internacional, el nazismo propició una política agre­siva, belicista y de dominación mundial, so pretexto de asegurar a la nación alemana el “espacio vital” indispensable.
Resulta importante señalar que Hitler se consideraba a sí mismo como “el auténtico realizador del marxismo” (H. Rauschning, Hitler ma dit, ed. Cooperation,! París, 1939, p. 112-13), adjudicándose el mismo espíritu subversivo y el mismo desprecio por la verdad objetiva.
La esencia del fascismo
El fascismo italiano constituyó una posición más moderada que el nazismo y presenta con respecto a éste diferencias importantes. En primer lugar, Mussolini combatió seriamente al comunismo y su estrategia internacional. En segundo lugar, el fascismo no incurrió en racismo ni en actitudes de dominación mundial. Su nacionalismo se limitó a una reivindicación de los intereses de Italia y a la recupe­ración de los territorios que le fueran quitados como consecuencia de la primera guerra.
Ideológicamente, su régimen se asentó “sobre la base de un idea­rio que explícitamente se resuelve en una verdadera estatolatría pa­gana, en abierta contradicción tanto con los derechos naturales de ía familia, como con los derechos sobrenaturales de la Iglesia” (Pío XI).
Ese naturalismo de inspiración socialista llevó a la exaltación del Estado: “Para el fascismo todo está dentro del Estado y nada de humano o espiritual se halla fuera del Estado y mucho menos tiene valor. En tal sentido el fascismo es totalitario y el Estado fascista, síntesis y unidad de todos los valores, interpreta, desarrolla y encierra en potencia toda la vida del pueblo” (Diario La Nación del 30-6- 32). ,
En tal perspectiva, el gobierno se adueñó de toda la educación, eliminando toda organización de inspiración religiosa. Organizó “ver­ticalmente” a los sindicatos en entes corporativos, en contradicción abierta a la organización profesional corporativa auspiciada por la doctrina social de la Iglesia, que se basa en el principio de subsidiaridad y defiende la libre agremiación y la independencia de las orga­nizaciones profesionales del poder político (ver Pío XI, Quadragesimo Anno).
La incompatibilidad de las doctrinas expuestas con los principios básicos del Cristianismo resulta manifiesta. En primer lugar, se con­tradice el concepto cristiano del hombre como realidad espiritual, llamado a un fin trascendente y reconocido en su dignidad de agen­te libre y responsable, sujeto de derechos naturales inalienables. El totalitarismo fascista y nazi convierten al hombre en engranaje del Estado omnipotente, única fuente de derechos.
La exaltación totalitaria del Estado ha llevado a ambos sistemas a desconocer el principio de subsidiaridad y los derechos y autono­mías legítimas de los grupos intermedios de la sociedad. Este desco­nocimiento se da en el plano económico, con el intervencionismo del gobierno y la sujeción a él de los organismos sindicales y empre­sarios. También se da en lo social, al desconocer los derechos pro­pios de las familias y de las diversas formas de asociación. Se verifi­ca, asimismo, en el plano político, al conducir a un régimen de par­tido único, distorsionando toda auténtica participación política de los grupos responsables. Por último, se comprueba en el plano de la cultura, mediante el monopolio escolar y la negación de los legíti­mos derechos de la Iglesia, en una concepción laicista y neopagana de la vida.
El juicio de la Iglesia

16. LA IGLESIA FRENTE AL SOCIALISMO
A comienzos del siglo XIX surgieron diversos movimientos deno­minados “socialistas”, en abierta oposición al liberalismo imperante. Suele designarse bajo el nombre de “socialismos utópicos” las for­mulaciones y ensayos concretos de hombres como Saint Simón, Fourier, Owens, Blanc otros, en su intento por edificar “ciudades socialistas” sobre la base de la comunidad total de bienes. Todas las realizaciones prácticas del comunitarismo socialista fracasaron sin excepción.
Frente al socialismo utópico, Marx y Engels elaboraron su “socia­lismo científico" o materialismo dialéctico, el cual se impuso sobre aquél como doctrina de referencia para los distintos partidos y movi­mientos socialistas que se difundieron por el mundo a fines del siglo XIX y principios del XX.
Ante el surgimiento de las corrientes socialistas de diverso signo, el Magisterio católico formuló una serie de condenaciones y adver­tencias. Pío IX, particularmente, condenó al socialismo y al comunis­mo en su encíclica Qui pluribus del 9-11-846, dos años antes de la publicación del Manifiesto Comunista de Marx y Engels. El mismo Pontífice reiteró su juicio en la Alocución Quibus quantis que (20-4- 849), la encíclica Nostis et nobiscum (8-12-849), la Alocución Singulari quadam (9-12-854) y la encíclica Quanto conficiamur (10-8-863). Todos los Papas que lo sucedieron han reiterado la misma doctrina, por la cual se declara al socialismo como incompatible con la doctri­na cristiana, desde León XIII en Rerum novarum (1891) hasta Pablo VI inclusive, en su reciente Carta al Cardenal Roy (14-5-971).
Resulta esencial examinar, dada la difusión de nuevas formas del socialismo, en qué sé funda el rechazo que la Iglesia Católica opone a la doctrina socialista, aun cuando no sea de inspiración marxista.
Un denominador común
Mientras el marxismo tiene una referencia doctrinal concreta y característica, no ocurre lo mismo con el socialismo, del cual los distintos autores y los diferentes programas partidarios han dado versiones diferentes. Por tal razón, resulta indispensable descubrir cuál es el común denominador de los diferentes tipos de socialismo. Tarea urgente -por otra parte- si se considera la ambigüedad de los diferentes sentidos que se le asignan en la actualidad, con una gama de adjetivos que van desde las “repúblicas socialistas” soviéti­cas hasta los mal llamados “socialismos cristianos”, propiciados por teólogos progresistas, sacerdotes tercermundistas, etcétera.
En Quadragesimo Anno, Pío XI distingue una doctrina de violen­cia, el comunismo, y una doctrina moderada, el socialismo. Este último rechaza a veces el uso de la violencia pero admite, por lo general, la teoría de la lucha de clases y la abolición de la propiedad privada de los medios de producción; ambas tesis son sostenidas por el comunismo.
Al definir el socialismo, Pío XI le asigna tres caracteres esenciales: 1) una concepción materialista del hombre, que acuerda excesiva importancia a la vida económica; 2) una concepción colectivista de la sociedad, por la cual se priva al sujeto de toda responsabilidad personal, para erigir en su reemplazo una dirección anónima y colec­tiva de la economía y, 3) una concepción delfín de la sociedad po­lítica exclusivamente centrada en el puro bienestar.
idea socialista del hombre
El socialismo reniega vehementemente del individualismo libe­ral definiendo al hombre como ciudadano, esto es, como miembro de la sociedad. El individuo, carece de toda autonomía, de toda responsabilidad, de todo derecho que no le sea asignado por el Estado.
La raíz de esta falsa imagen del hombre proviene del pesimismo socialista, por oposición al optimismo liberal. Mientras éste concibe al individuo como esencialmente bueno y justo, el socialismo con­sidera que el hombre es esencialmente egoísta, irresponsable e injusto. Debe, por lo tanto, reducir al máximo el ámbito de su libertad, de su iniciativa, pues inevitablemente abusará de los demás. El úni­co medio posible.y eficaz contra tal tendencia consiste en asignar a la sociedad en general, o al Estado en particular, la plenitud de la responsabilidad y de las decisiones.
Curiosamente, este pesimismo profundo se combina con una teoría utópica, por la cual el socialista concibe la sociedad futura como un reino de libertad absoluta, sin dependencias ni autoridad.
Concepto socialista;de la economía
Tal doctrina queda bien resumida en la reciente definición de André Philip: “El socialismo es la acción de los trabajadores por establecer, mediante sus organizaciones, una dirección colectiva de la vida económica y una socialización de las empresas monopólicas, con el fin de acelerar el progreso técnico, garantizar una justa reparti­ción de los productos y hacer participar a los trabajadores de la responsabilidades y decisiones esenciales de la vida económica y social.”
Al desconfiar del individuo, el socialismo transfiere a la “socie­dad” , ente anónimo y colectivo, el poder de decisión que será de hecho ejercido por un “soviet” o grupo restringido, no responsable, en nombre de los trabajadores. Al suprimir la propiedad personal, las libertades políticas son meras ilusiones.
Concepto socialista del Estado y la sociedad
El socialismo termina siempre siendo un estatismo, pues la “so­ciedad” abstracta es gobernada por un grupo de hombres de carne y hueso. Por eso suele calificarse a la economía socialista de “Capi­talismo de Estado”, pues al negar la propiedad privada, el único propietario posible es el Estado y su burocracia. Con ello se agravan los males del liberalismo, pues el Estado concentra todo el poder económico, a más de todo el poder político, los resortes policiales, sindicales, educativos, judiciales, etc., en las mismas manos. El hom­bre, y en particular el obrero, quedan a merced del Estado totalitario, único dispensador de derechos y favores.
El partido único es su cabal expresión.
Complementariamente, el socialismo niega los derechos y auto­nomías, propios de los grupos, las familias y sociedades intermedias, so pretexto de complicar la elaboración y ejecución de la planifica­ción estatal.
El socialismo cultural
No contento con estatizar la economía y lo social, el socialismo se erige en educador de las conciencias, monopolizando el sistema educativo en todos los niveles. En nombre de un igualitarismo fic­ticio, se intenta encuadrar las mentes en los cauces del socialismo para evitar las reacciones y el surgimiento de nuevas doctrinas.
El socialismo suprime a Dios de las conciencias, medíante la difu­sión del laicismo, cuando no del ateísmo. En materia moral, todo se reduce a obedecer a. los “fines sociales” que se dictan al cuerpo social, negándose la existencia de un orden natural objetivo, fuente de derechos humanos inalienables. Al reducir todos los valores a los valores materiales, se niega todo sentido trascendente de la vida.
Una oposición total
Por las razones apuntadas, existe una incompatibilidad radical entre el socialismo y el catolicismo. Al negar los derechos del hombre y los derechos divinos, el socialismo transforma al individuo en ins­trumento de fines que le son impuestos, según el lema de Saint Si­món: “Hay que reemplazar el gobierno de los hombres por la ad­ministración de las cosas.”
Por eso sigue en pie el juicio de Pío XI: “Socialismo religioso y socialismo cristiano son términos contradictorios. Nadie puede ser buen católico y verdadero socialista” (Quad. Anno, n. 12,0).

17. ¿UNA IGLESIA REVOLUCIONARIA?
Ante la gravedad de la crisis que afecta al mundo contemporá­neo en todos sus aspectos y niveles, ciertos sectores de la Iglesia, tanto clérigos como laicos, han formulado planteos y asumido ac­titudes favorables al llamado “cambio revolucionario”, al empleo de la violencia, enarbolando como bandera la liberación del hombre de toda injusticia, miseria o dependencia. Expresión de esta nueva “teología política” neomodernista son las recientes postulaciones de los llamados “socialismos cristianos” y, en lo que a la acción se refiere, la participación directa o indirecta de sacerdotes y laicos en organizaciones netamente subversivas, grupos de guerrilla urbana, etcétera. :
Este fenómeno plantea un gravísimo interrogante en la concien­cia del cristiano y de todo hombre: ¿Cabe admitir la posibilidad, más aún, la conveniencia de una Iglesia Revolucionaria? ¿Son acaso compatibles el mensaje cristiano y la praxis subversiva y guerrillera?
El mensaje del Cristianismo
Desde su mismo origen, la Iglesia aparece en medio del mundo predicando una religión del Amor - “Dios es amor” , dice San Juan en el Evangelio-, de la Caridad, del amor a Dios y al prójimo. Esta insistencia en el amor llevó a algunos representativos pensadores ateos contemporáneos, como Nietzsche, a burlarse del Cristianismo por ser “religión de borregos” ...
El mensaje del Cristianismo es un mensaje de plenitud. Plenitud humana y plenitud sobrenatural, armónicamente conjugadas en la adhesión a una Verdad plena que es el mismo Cristo, el Verbo de Dios encarnado, salvador de todos los hombres.
La adhesión a una misma Fe es el fundamento mismo de la unidad de la Iglesia, como enseña León XIII en su encíclica Satis cognitum. La comunidad de creencias conduce a los miembros de la Iglesia a vivir en conformidad con Cristo, en la fidelidad a su doctrina, conservada, difundida y profundizada por el Magisterio eclesiástico.
El sentido cristiano de la vida supone un misterio y una vocación a la mutua conversión de los hombres en su itinerario personal hacia Dios. En el Nuevo Testamento encontramos la ilustración práctica de esta vocación a la paz, que es signo del auténtico cristiano, en la actitud de San Pablo frente a la inhumana institución de la escla­vitud. San Pablo -apóstol de las gentes- no fue un revolucionario al estilo de Camilo Torres, un acusador implacable de las culpas ajenas. Se limitó a recordar, tanto al esclavo como a su dueño, los deberes mutuos; al uno le recordó su deber de obediencia y lealtad, y al otro le encareció a tratar con el mayor respeto y justicia a su prójimo dependiente.
Lo admirable es que la actitud paulina, tan poco “revoluciona­ria” según las modas actuales, bastó para transformar radicalmente una institución tan antigua y arraigada como la esclavitud. Así lo atestiguan los estudios de Paul Allard y otros autorizados investiga­dores de la antigüedad.
Cristianismo y revolución son incompatibles
Toda la doctrina de la Iglesia, en los dos últimos siglos especial­mente, ha rechazado, enérgicamente la tentación de la violencia y el espíritu revolucionario. Máxime si se tiene en cuenta que desde el Renacimiento hasta nuestros días la Revolución se identifica con la ofensiva antirreligiosa tanto la Revolución Francesa como el co­munismo y el socialismo han estado impregnados del odio al catoli­cismo.
Dentro de la confusión actual del lenguaje, “revolución” se con­trapone a “evolución” o “reforma”. La revolución supone un cambio violento, súbito y total de un sistema de vida y de valores a otro sistema. Para ello el revolucionario comienza por destruir el orden existente, con la ilusión del nuevo orden ideal. Como lo señala Pablo VI en su reciente Carta al Cardenal Roy: “La apelación a la utopía es con frecuencia un cómodo pretexto para quien desea rehuir las tareas concretas, refugiándose en un mundo imaginario” (145-71, n. 37). El realismo católico es completamente contradictorio con el utopismo revolucionario de los intentos mencionados al comienzo. No hay posibilidad de conciliación o colaboración entre ambos.
A lo señalado se agrega otra razón fundamental. El espíritu revo­lucionario incluye esencialmente una voluntad de autonomía, de autodeterminación, que excluye toda aceptación de una moralidad objetiva, realista, como es la moral cristiana. La voluntad revolucio­naria supone la voluntad de erigir un orden fundado en la voluntad del hombre y no fundado en el orden divino, como lo expresara el gran renovador francés Albert de Mühn. Prueba de esto es que todos los mal llamados “cristianismos revolucionarios” rebajan el mensaje cristiano a un mero naturalismo social: “No es menos grave el error de quienes, por el contrario, piensan que pueden entregarse total­ mente a los asuntos temporales, como si éstos fuesen ajenos del todo a la vida religiosa” (Gaudium et Spes, n. 43, 78, 83 y 92). Así vemos la prédica de un Camilo Torres o de los sacerdotes tercermundistas, que rebajan la verdad evangélica a un socialismo transnochado que coincide con el Marxismo (ver Pastoral del Episcopado Ar­gentino del 12-8-70).
La renovación cristiana
La Iglesia ha afirmado siempre que la solución de los problemas sociales que a todos nos preocupan reside en una reforma o renova­ción y nunca en el cambio Revolucionario.
En su admirable doctrina, Pío XII ya señalaba: “No es en la revo­lución, sino en una armónica evolución donde se hallan la salvación y la justicia. La violencia no hizo otra cosa que derribar en vez de levantar; encender las pasiones, en vez de calmarlas; acumular odios y ruinas, en vez de hermanar a los contendientes; y ha precipitado a los hombres y los partidos en la penosa necesidad de reconstruir lentamente, después de dólorosas pruebas, sobre las ruinas de la discordia. Tan solo una evolución progresiva y prudente, valiente y acomodada a la naturaleza, iluminada y guiada por las santas nor­mas cristianas de la justicia y de la equidad, puede conducir a que se cumplan los deseos y las justas exigencias del obrero” (Mensaje de Navidad, 1956).
Más recientemente, Pablo VI, en su encíclica Populorum Progressio reiteró la misma doctrina: “Sin embargo ya se sabe: la insurrec­ción revolucionaria engendra nuevas injusticias, introduce nuevos desequilibrios y provoca nuevas ruinas. No se puede combatir un mal real al precio de un mal mayor” (26-3-67, n. 31; ver también su Alocución al Congreso Eucarístico Int., Bogotá, 1968). El mismo Pontífice, a renglón seguido (n. 32), urge a la adopción de reformas innovadoras y audaces, en fidelidad al Evangelio.
La renovación cristiana está al servicio del hombre en su camino hacia Dios. Para ello hay que operar una reforma intelectual y moral, que transforme las inteligencias y los corazones. El principio está en la reforma personal, y no en el cambio de estructuras que también puede ser necesario, pero siempre subordinado a aquél, puesto que son personas de carne y hueso las que animan las “estructuras” o instituciones: “Hoy los hombres aspiran a liberarse de la necesidad y de la dependencia. Pero esa liberación comienza por la libertad interior que ellos deben recuperar de cara a sus bienes y a sus pode­res, no llegarán a ello a no ser por un amor trascendente del hombre y, en consecuencia, por una disponibilidad efectiva al servicio. De otro modo, se ve claro, aun las ideologías más revolucionarias no desembocarán más que en un simple cambio de amos” (Carta al Cardenal Roy, n. 45).
En virtud de lo expuesto, los actuales intentos que padecemos bajo las etiquetas del Cristo guerrillero, del socialismo cristiano y del tercermundismo, están condenados a la esterilidad de quien no sabe sino demoler, en vez de construir. No en balde denunció Pablo VI que: “existe una voluntad de autodemolición en la Iglesia actual” (Alocución del 7-12-68).