¿Quid est veritas?
Con frecuencia tenemos la tentación de reconstruir una mentalidad, basados simplemente en una frase, o un dicho. Así, aunque no tuviésemos las narraciones evangélicas que nos
muestran de modo elocuente la sinuosidad de la inteligencia y del
carácter de Pilatos, podríamos tener una idea bastante segura de su
mentalidad a través de su inmortal “quid est veritas?”[1]. Abstrayendo del aspecto religioso del diálogo entre Nuestro Señor y
Poncio Pilatos, no podemos dejar de considerar la belleza histórica de
la escena rápidamente relatada por los Evangelios.
El
diálogo entre el pretor romano y la inocente víctima de su cobardía
representa el diálogo entre una época que se extinguía, en los últimos
brillos de una civilización decadente, y otra época que nacía en la
sangre y en la aparente infamia de la Cruz, pero que, en algunos siglos,
florecería en una aurora suave de dulce victoria, trayendo a los
hombres desvariados el dulce lenitivo de una doctrina de salvación.
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El pretor romano es pintado en vivo por el “quid est veritas?” con que quiso confundir a Nuestro Señor.
El romano civilizado, cuyos sentidos ya se habían maravillado con
todos los deleites de una sociedad que vivía para el placer; el romano
instruido, cuya inteligencia inquieta había recorrido ansiosamente todos
los sistemas filosóficos, expuestos por científicos mediocres en el
mercado literario de Roma, del mismo modo que los modistas exponían los
tejidos exóticos llegados de Oriente. El hombre vencido por el placer,
incapaz de desvencijarse de su sensualidad, cuya personalidad zozobraba
en un mare-magno de doctrinas confusas e imperfectas, en el relajamiento
de sus sentidos insatisfechos, el pobre romano, triste víctima de la
pestilencia de una época a punto de morir, exhala a través del “quid est
veritas?” toda la acritud de quien siente en torno de sí solamente
ruinas nacidas de los propios extravíos de su razón y de sus sentidos.
Y el humilde Nazareno, que pasó una vida de privaciones y de
abnegación y que joven, bello y hermoso, moriría a manos de sus
verdugos, sustentando una verdad de la cual se decía encarnación,
representa exactamente el polo opuesto.
Es el contraste magnífico entre el abismo lleno de humedad, de
tinieblas y de frío, y la cumbre elevadísima de una montaña llena de
luz, de armonía y de belleza.
El pretor orgulloso no venció. El sibarita escéptico que, en una
mezcla de ansiedad e indiferencia, parecía haber buscado la verdad
infructuosamente, fue estrepitosamente vencido por la víctima humilde,
que regó con sangre sus propias doctrinas, y sustituyó el sistema de
duda y negación de Pilatos por un sistema de afirmación y construcción
que, durante tantos siglos, la humanidad civilizada admiró.
El dicho del pretor escéptico fue recordado por la Iglesia durante
siglos a los pueblos postrados en las góticas catedrales, durante la
Semana Santa, como el grito de insensatez y desesperación de una
civilización a punto de naufragar. El “quid est veritas?” de Pilatos,
pronunciado en la agonía de la civilización romana, equivale al “vicisti
tandem, Galilaeu, vicisti”[2], que Juliano, el Apóstata, legó al mundo
al morir, como un último estertor de un corazón revolucionario.
Ambos son gritos de rebelión y desesperación, ante la victoria de la Verdad, que germinará.
Pero el grito de Pilatos no fue proferido sin eco.
Hoy, nuevamente, éste repercute en nuestra sociedad re–paganizada, en
nuestro mundo restituido a los horrores de un cientificismo
desenfrenado, casi exclusivamente formado por doctrinas fracasadas y
sofismas científicos.
Cuando observamos el actual estado de la ciencia, como lo puede
considerar un escéptico, nos acordamos insensiblemente de nuestros
bosques vírgenes. La vegetación es de tal modo exuberante, son tantos
los parásitos, las lianas, las plantas de todo tipo, y tal el enmarañado
loco de redes verdes formadas por las enredaderas que, a primera vista,
en ciertos trechos, es difícil descubrir árboles hermosos que, en una
recta impecable, yergan bien alto sus copas frondosas.
Así también es el mundo científico moderno. Tal es el embate de las
doctrinas, la confusión de los sistemas, las contradicciones entre los
descubrimientos de hoy y las leyes hasta ayer tenidas como
indiscutibles, que el árbol recto y frondoso de la Verdad, el magnífico
jequitibá[3] de los conocimientos eternos, que resisten a cualquier
examen y que son superiores a todos los parásitos científicos, es
difícil descubrirlo.
Pero, ¿por qué existe en nuestra época esa vegetación perniciosa que
trata de encubrir la verdad? ¿Por qué hay tantos derrotados, tantos
individuos que considerar la verdad como una pompa de jabón que, al
punto de cogerla en la mano para examinarla, desaparece?
Esto es causado por la re-paganización del hombre. Debido a la
rebelión de la propia razón contra la Revelación, que la propia lógica
nos obliga a aceptar. Debido, principalmente, al orgullo y al desorden
de los sentidos, rebeldes a todo freno, a toda ley.
¡Entonces, estudiar, esforzarse para recoger conocimientos varios y
notables, para llegar a la falencia integral de la inteligencia humana
ante los problemas más inmediatos de la vida! ¿Es esto sano en materia
de lógica?
Además, si la inteligencia es incapaz de descubrir cualquier verdad,
es necesario confesar que, aún para afirmar la relatividad de todo
conocimiento, ella está sujeta a sospecha.
Nada es menos lógico, aún para aquellos que quieren declarar la
insolvencia del espíritu en la búsqueda de la verdad, que la imagen de
Anatole France de un disco con colores diversos, representando las
diversas verdades, que al hacerlo girar produjera el fenómeno de la
superposición de los colores, presentando una verdad “blanca”, una
superposición de todas a verdades. Decir que la verdad puede ser la
superposición de unos tantos conceptos contradictorios es un insulto al
sentido común. Así, cuando dos personas afirmasen: una, que una joya
está en un cuarto y la otra, que no está; se podría obtener la verdad
“superponiendo” ambos conceptos.
Debemos concluir con melancolía nuestras ponderaciones sin
pretensiones. Vemos que el neopaganismo de nuestra época se infiltró en
la ciencia de tal manera que el sentido común está oscurecido, y que los
conocimientos más elementales son negados con altivez por personas de
innegable renombre y valor intelectual.
¡Y no podría dejar de ser así! Los filósofos del siglo XVIII negaron
la Fe católica en nombre de la razón, cuyo culto la Revolución Francesa
quiso establecer. La evolución del mismo movimiento revolucionario hizo
que se terminase negando la propia razón, y que restaran… escombros, que
es lo que vemos casi por todos lados.
Plinio Corrêa de Oliveira, in O “Legionário” n.º 64, 24-8-1930 (Traducido y adaptado)
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[1] ¿Qué es la verdad? (S. Juan 18, 38)
[2] “Venciste por fin, Galileo”
[3] Árbol brasileño de grandes proporciones.