Reflexiones para Semana Santa
Sólo queremos seriamente algo, cuando estamos dispuestos a hacer todos los sacrificios para conseguirlo
La verdadera piedad debe impregnar el alma humana y, por lo tanto,
debe despertar y estimular también la emoción. Pero la piedad no es sólo
emoción, y ni siquiera es principalmente emoción. La piedad brota de la
inteligencia, seriamente formada por un estudio catequético cuidadoso,
por un conocimiento exacto de nuestra Fe y, por lo tanto, de las
verdades que deben regir nuestra vida interior.
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La piedad reside también en la voluntad. Debemos querer seriamente el
bien que conocemos. No nos basta, por ejemplo, saber que Dios es
perfecto. Necesitamos amar la perfección de Dios, y por lo tanto debemos
desear para nosotros algo de esa perfección: es el anhelo de la
santidad. “Desear” no significa apenas sentir veleidades vagas y
estériles. Sólo queremos seriamente algo, cuando estamos dispuestos a
hacer todos los sacrificios para conseguirlo. Así, sólo queremos
seriamente nuestra santificación y el amor de Dios, cuando estamos
dispuestos a hacer todos los sacrificios para alcanzar esta meta
suprema. Sin esta disposición, todo el “querer”, no es otra cosa que
ilusión y mentira. Podemos sentir la mayor ternura en la contemplación
de las verdades y misterios de la Religión, pero si de ahí no sacamos
resoluciones serias, eficaces, de nada valdrá nuestra piedad.
Es lo que se debe decir especialmente en los días de la Pasión de
Nuestro Señor. No debemos acompañarlo sólo con ternura en los diversos
episodios de la Pasión: esto sería excelente, pero insuficiente. Debemos
dar a Nuestro Señor, en estos días, pruebas sinceras de nuestra
devoción y amor.
Estas pruebas las damos cuando hacemos el propósito de enmendar
nuestra vida, y de luchar con todas nuestras fuerzas por la Santa
Iglesia Católica.
La Iglesia es el cuerpo Místico de Cristo. Cuando Nuestro Señor interpeló a San Pablo, en el camino de Damasco, le preguntó: “¿Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?“ Saulo perseguía a la Iglesia, pero Nuestro Señor afirmaba que era a El mismo a quien Saulo perseguía.
Si perseguir a la Iglesia es perseguir a Jesucristo, si hoy también
la Iglesia es perseguida, hoy Cristo es perseguido. La Pasión de Cristo
se repite de algún modo también en nuestros días.
¿Cómo se persigue a la Iglesia? Atentando contra sus derechos o
trabajando para apartar a las almas de Ella. Todo acto por el cual se
aparta de la Iglesia a un alma, es un acto de persecución a Cristo. Toda
alma es, en la Iglesia, un miembro vivo. Arrancar un alma a la Iglesia,
es arrancar un miembro al Cuerpo Místico de Cristo. Arrancar un alma a
la Iglesia, es hacer a Nuestro Señor, en cierto sentido, lo mismo que a
nosotros nos harían si nos arrancaran la niña de los ojos.Si queremos, pues, condolernos con la Pasión de Nuestro Señor
Jesucristo, meditemos sobre lo que el sufrió a manos de los judíos, pero
no nos olvidemos de todo cuanto todavía hoy se hace para herir al
Divino Corazón.
Y esto tanto más, cuanto Nuestro Señor, durante su Pasión, previó
todo cuanto sucedería después. Previó, pues, todos los pecados de todos
los tiempos, y también los pecados de nuestros días. El previó nuestros
pecados, y por ellos sufrió anticipadamente. Estuvimos presentes en el
Huerto como verdugos, y como verdugos seguimos paso a paso la Pasión
hasta lo alto del Gólgota.
Arrepintámonos, pues, y lloremos.
La Iglesia sufridora, perseguida y vilipendiada, está delante de
nuestros ojos indiferentes o crueles. Ella está delante de nosotros como
Cristo delante de la Verónica. Apiadémonos de los padecimientos de
Ella. Con nuestro cariño, consolemos a la Santa Iglesia de todo cuanto
Ella sufre. Podemos estar seguros de que, con esto, estaremos dando al
propio Cristo un consuelo idéntico al que le dio la Verónica.
Tibieza
¿Y entre nosotros? Esta Fe que tantos combaten, persiguen, traicionan, gracias a Dios nosotros la poseemos.
¿Qué uso hacemos de ella? ¿La amamos? ¿Comprendemos que nuestra mayor
ventura en la vida consiste en ser miembros de la Santa Iglesia, que
nuestra mayor gloria es el título de cristiano?
En caso afirmativo “y cuán raros son los que podrían en sana
conciencia responder afirmativamente” ¿estamos dispuestos a todos los
sacrificios para conservar la Fe?
No digamos en un asomo de romanticismo que sí. Seamos positivos.
Veamos fríamente los hechos. ¿No está a nuestro lado el verdugo que va a
colocarnos en la alternativa de la cruz o de la apostasía? Todos los
días, la conservación de la Fe nos exige sacrificios. ¿Los hacemos?
Imagen de la Virgen de Fátima que lloró milagrosamente en Nueva Orleans (1972).
¿Será bien exacto decir que, para conservar la Fe, evitamos todo lo
que puede ponerla en riesgo? ¿Evitamos las lecturas que la pueden
ofender? ¿Evitamos las compañías en que ella está expuesta a riesgos?
¿Buscamos los ambientes en que la Fe florece o echa raíces? ¿O a cambio
de placeres mundanos y pasajeros, vivimos en ambientes en que la Fe se
marchita y amenaza arruinarse?
Todo hombre, por el propio instinto de sociabilidad, tiende a aceptar
las opiniones de los otros. En general, hoy en día, las opiniones
dominantes son anticristianas. Se piensa de modo contrario a la Iglesia
en materia de filosofía, de sociología, de historia, de ciencias
positivas, de arte, en fin de todo. Nuestros amigos siguen la corriente.
¿Tenemos el coraje de discrepar? ¿Resguardamos nuestro espíritu de
cualquier infiltración de ideas erradas? ¿Pensamos con la Iglesia en
todo y por todo? ¿O nos contentamos negligentemente en ir viviendo,
aceptando todo cuanto el espíritu del siglo nos inculca, y simplemente
porque él nos lo inculca?
Es posible que no hayamos expulsado a Nuestro Señor de nuestra alma.
Pero ¿cómo tratamos a este Divino Huésped? ¿Es El objeto de todas
nuestras atenciones, el centro de nuestra vida intelectual, moral y
afectiva? ¿Es El Rey? ¿O simplemente, existe para El un pequeño espacio
donde se le tolera como huésped secundario, poco interesante y un tanto
inoportuno?
Cuando el Divino Maestro, gimió, lloró, sudó sangre durante la
Pasión, no lo atormentaban sólo los dolores físicos, ni los sufrimientos
ocasionados por el odio de los que en el momento le perseguían. Lo
atormentaba aún más todo cuanto contra El y la Iglesia haríamos en los
siglos venideros. El lloró por el odio de todos los malos, los Arrios,
Nestórios, Luteros; pero lloró también porque veía delante de sí, el
cortejo interminable de las almas tibias, de las almas indiferentes, que
sin perseguirlo, no lo amaban como debían.
Es la falange incontable de los que pasan la vida sin odio y sin
amor, los cuales, según Dante, quedaban fuera del infierno, porque ni en
el infierno había para ellos un lugar adecuado.
¿Estamos nosotros en este cortejo?
Es la gran pregunta, a la que con la gracia de Dios, debemos dar
respuesta, en los días de recogimiento, de piedad y de expiación en que
debemos entrar ahora.
Plinio Corrêa de Oliveira, in “O Legionário”, nº 764, 30 de Marzo de 1947)