.¿Y el "sujeto revolucionario" dónde está?
Nuevo paradigma del sujeto transformador... Nuevo paradigma del cambio social
José Vicente Pascual
27-2-2015
Una dictadura se diferencia de una democracia en que en una dictadura se sabe quién manda, y en una democracia se sabe quién no manda.
Charles BukovskiLa senda del perdedor
Antonio Berni: La manifestación - 1934 |
¿Quién piensa
hoy en “la clase obrera” como agente revolucionario? ¿Quién cree
realmente que en estos tiempos, tal como Marx, Lenin y todos los
teóricos del socialismo científico sostenían, el proletariado es la
vanguardia dirigente de los trabajadores en la lucha de clases, ante
cuyos intereses estratégicos deben quedar supeditados los del resto de
sus aliados en la batalla contra el capital?.
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Img.: Ricardo Carpani |
Hace un par de
años, un antiguo compañero (en otro tiempo camarada, hoy reconvertido al
socialfeminismo zapaterista o algo así), me decía: “Cómo nos
engañaron... Nos hicieron creer que el sujeto protagonista de la
revolución era esa excrecencia de la burguesía, sin sustancia común, que
es la mano de obra industrial, un conglomerado de gente desenraizada
sin apenas capacitación profesional que están deseando dejar la fábrica
para volverse al pueblo”.
La inquina de
mi amigo contra el concepto idealizado del proletariado era más
sentimental que racional, desde luego, como si le doliese en el alma que
los modélicos, robustos, valerosos proletarios que exhibía la
iconografía marxista de nuestra juventud, hubiesen resultado al final
incapaces de ponerse al frente de la revolución, apoltronándose, más
entusiasmados por el fútbol que por la asamblea de fábrica y la huelga
general. Frustrados los antiguos ideales, la respuesta emocional y
psicológica que parece más sencilla es desacreditar a quienes los
encarnaban.
Sin embargo,
pensaba yo, si la teoría marxista erraba en la caracterización del
proletariado como clase hegemónica en torno a la cual debía articularse
la lucha anticapitalista y construirse la nueva sociedad redentora de la
humanidad... ¡Entonces fallaba todo el entramado, todo el sistema,
desde la primera a la última premisa!
Claro está que
la experiencia histórica (eso que algunos obcecados, los que todavía
“llevan el muro de Berlín en sus cabezas”, llaman experimento), demostró
de manera dramática hasta qué punto la ilusión de un proletariado
dominante en sociedades de economía planificada, con propiedad estatal
de los medios de producción y ejercicio efectivo de la “democracia
obrera”, conducía de manera inexorable a la dictadura de la burocracia
imperante en el partido, con sus naturales consecuencias liberticidas y,
por supuesto, el reparto equitativo de la mayor miseria que han
conocido las naciones europeas desde la revolución industrial burguesa, a
finales del XVIII. Ejemplos quedan en el mundo, no muchos por fortuna,
de aquella aberración denominada “dictadura del proletariado”. El grado
de indignidad y pobreza al que han llegado estos infelices países no
empece que algún que otro iluminado continúe defendiendo sus supuestos
“avances” y su “resistencia al imperialismo” y, en fin, todo ese
discurso antiguo y roñoso, de una moralidad de sala de interrogatorios,
que empezamos a detestar hace cuarenta o cincuenta años y que hoy día
sólo convence a dos clases de personas: las que tiene pocas luces y las
que viven de ese cuento, que las hay. Allá cada cual.
El problema se
presenta, históricamente, cuando en los partidos de la izquierda, de
inspiración obrerista, así como en los sindicatos, se produce la
sustitución (acaso suplantación), del viejo modelo del buen proletario
consciente y coherente hacia la enorme responsabilidad histórica que
compete a su clase social, por una serie de sectores de extracción
pequeño burguesa, mucho más ágiles intelectualmente, más capacitados
para la lucha interna por el poder en aquellas organizaciones y con
mejores perspectivas de conseguir votos en unas elecciones.
Nuevos modelos: De Lenin a Pablo Iglesias |
No olvidemos
que la sustitución del sujeto revolucionario supone el cambio de métodos
para la toma del poder y transformación de la sociedad. Del
insurreccionalismo al parlamentarismo hay un paso importante: ya no se
trata de tomar el Palacio de Invierno sino de conseguir mayorías que
hagan posible el cambio por la vía pacífica, democrática y, a ser
posible, legal.
"Indignaos": nuevos sujetos |
Poco a poco,
inevitablemente, la política anticapitalista de los partidos y
sindicatos fue mutando hacia una lucha sectorial, vinculada a los
intereses de cada segmento específico, todos con el mismo rango
estratégico y la misma importancia táctica. De tal modo, la lucha de los
obreros de las fábricas por conseguir mejoras laborales, evitar
despidos, etc, se nivela con las reivindicaciones vecinales, las
movilizaciones campesinas, las protestas de los trabajadores autónomos,
el clamor de feministas, homosexuales, transexuales, etc, por la
igualdad de derechos; así como de las mujeres divorciadas, las parejas
de hecho, los ecologistas de todo color, los empleados públicos de
cualquier sector, los transportistas, las minorías religiosas, los
parados, las mayorías religiosas, los jubilados, los consejos escolares,
el alumnado tanto colegial como universitario, los inmigrantes, los
dependientes de comercio, los empleados de banca, los accionistas de
Banesto y los perjudicados por las preferentes, los ejecutados
hipotecariamente, los que compraban sellos al Forum Filatélico... Todos.
El núcleo proletario y el objetivo histórico común se disgregan al
tiempo que las raíces de la protesta se multiplican y atomizan hasta
impregnar cada partícula de la sociedad. Todo el mundo tiene algo que
reivindicar.
Nuevas "sujetas" |
El resultado:
una sociedad instalada en permanente estado de queja, sin propuesta de
organización global alternativa (tampoco olvidemos el fracaso de los
experimentos en los “estados obreros”), que exige a los gobernantes dos
cosas simultáneas y, como parece demostrado, imposibles de verificarse
al mismo tiempo: que el sistema funcione y que todos estemos a salvo de
los inconvenientes de ese mismo sistema.
Así, con este
método de “quitar aquí para tapar allá”, han ido capeando la situación
las clases dirigentes y los partidos tradicionalmente sujetos al poder,
en Europa y el mundo occidental en su conjunto. El cambio del sujeto
transformador, el giro en la perspectiva estratégica, la reversión de
objetivos (del Estado Obrero y El Socialismo Democrático al Estado del
Bienestar), así como el anhelo un tanto pueril de un presente y un
futuro “cómodo para todos”, convirtió la acción política, tanto por
parte de la derecha como de la izquierda, en algo maleable, ajustable,
negociable conforme a los intereses difusos, cambiantes, cíclicos, de la
nueva mayoría social a cuyo beneficio se gobierna: la pequeña
burguesía.
Los pomposos
declamados de algunos sociólogos e historiadores sobre “el fin de la
historia”, en el fondo se referían a este fenómeno tan doméstico, de una
simplicidad de peluquería de caballeros, esas donde se lee la prensa
deportiva y se habla de mujeres: las clases medias son mayoritarias; y
como resulta que tal conglomerado no tiene un proyecto común de sociedad
ideal, la historia queda desprovista del atributo que el marxismo le
había concedido tradicionalmente: tener un sentido, una meta, un devenir
inevitable que se denominaba, por su nombre “científico”, “fase
superior del comunismo”. Por desgracia para quienes sufrieron la puesta
en práctica de esta teoría, la “fase superior del comunismo”, definida
por el principio distributivo de “a cada cual según sus necesidades”
(1), les tocó soportar la fase inferior de la infamia, el expolio de la
riqueza de sus naciones a mayor lucro de la “vanguardia del
proletariado”, es decir, el partido y sus burócratas; la pobreza y
miseria espiritual para los sumisos y la cárcel, a menudo la muerte,
para los disidentes. Al final, los estados obreros, las democracias
populares, las repúblicas democráticas que se mantuvieron en Europa
hasta hace apenas dos décadas, sólo consiguieron ser lo que no podían
dejar de ser: estados policiales organizados sobre el adoctrinamiento y
la represión, concebidos para producir bienes que servirían a la doble
causa del intercambio en la zona de regímenes afectos y el
enriquecimiento escandaloso de las tiranías dirigentes en aquellas
desgraciadas sociedades.
Ese es el
destino natural de toda civilización desarrollada pero inerme ante sus
contradicciones, que además entrega su tutela moral y planificación
económica al Estado todopoderoso. El linchamiento y sacrificio de muchos
millones de personas en aras del experimento no fue, en esencia, una
cuestión de comunismo vs capitalismo/imperialismo, sino la expresión y
consecuencia de un quiebra dramática: la de la confianza y voluntad de
una civilización en seguir siendo (2).
El experimento que no fue Img.: Yusnaby |
Nunca hay
vacíos de poder, ni tierras de nadie. Cuando una sociedad renuncia a sí
misma, alguien tomará el Estado, el poder y lo que apetezca de esa
sociedad vencida. Cuando los visionarios de la revolución logran
convencer a las masas, es porque la derrota ante la historia ya se ha
producido. La revolución no crea, nunca, un mundo nuevo. Se conforma con
improvisar una chapuza, utilizando los escombros del pasado y la mano
de obra desmoralizada de quienes fueron devorados por la renuncia al
futuro.
El proletariado no tiene patria, afirmaron siempre los teóricos y activistas de la izquierda clásica.
La pequeña burguesía, tampoco.
La diferencia
entre un enunciado y otro se encuentra en que “el proletariado no tiene
patria” es expresión de un anhelo internacionalista, una concepción de
los avances histórico-estratégicos de esta clase social como tarea que
involucraría a toda la humanidad en su gran marcha hacia la liberación.
Que la pequeña burguesía, mayoritaria, hegemónica entre las clases
trabajadoras, no tenga patria, es fenómeno que entraña menos
grandilocuencia y del que se deducen consecuencias menos tremebundas.
Significa, por lo sencillo, que el ideal social del buen pequeño
burgués, en el que todos estarían más o menos de acuerdo, es una vida
apañadita, sin sobresaltos, articulada en torno al bienestar familiar,
con empleos estables y bien retribuidos, hipotecas baratas, escuelas
donde las madres y padres de los alumnos tengan voz y voto en todos los
asuntos docentes y, además, se apruebe a los críos por portarse bien;
poder cambiar de coche cada cuatro años, veranear en algún sitio
agradable, que se les atienda sin dilación cuando se ponen enfermos y
que el premio gordo de la lotería caiga siempre muy repartido.
Sospecho que
Marx se equivocaba. El proletariado sí tiene patria. Quienes no tienen
patria son la burguesía y el capital. Y si a estas alturas necesitásemos
argumentar la última afirmación, todo sería muy triste.
Quien tampoco
tiene patria, seguro, es la pequeña burguesía, esa clase social que no
es sensu estricto una clase social sino una amalgama de segmentos y
grupos engarzados de distintas maneras al sistema productivo, con
intereses que a menudo confluyen con los de la clase obrera, en otras
ocasiones con la mandamasía burguesa, y en determinadas circunstancias
entran en conflicto con ellos mismos, su núcleo soluble de posiciones
débiles, sujeto con pinzas a la realidad por el voluntarismo
paleocristiano de individuos diluidos en el pasmo de la historia.
Como son
mayoría y, por lo general, ejercen el poder político, la apariencia del
mundo occidental civilizado es la de una gran resaca tras un fiesta que
nadie vivió. Un lío. Una empanada de bondad y mala leche, egoísmo
recalcitrante y solidaridad ruidosa. Lo mismo se indignan que les toca
la primitiva; un vaivén de feria y fiestas patronales que van desde la
noria nacionalista a la euforia revolucionaria, pasando por la primera
comunión de la niña y las vacaciones románticas en Cancún. El mundo es
fofo y feo porque en su manifestación cotidiana lo manejamos nosotros,
los benditos pequeñoburgueses; si hay algo que nos define es que, en
efecto, somos feos, fofos de principios, dispersos de intereses y
mudables como una bolsa de Mercadona en un vendaval.
La pequeña
burguesía, hasta hoy, no ha aspirado a dirigir la sociedad sino a que
alguien la administre en su nombre, conforme a esos débiles intereses
comunes que no cohesionan con mínima solidez a los diferentes sectores
que la integran, pero en los que, generalmente, van a ponerse de
acuerdo. Por otra parte, el que la inmensa mayoría de los políticos, en
todas las instancias del poder, provengan de esa extracción social, ha
facilitado esta entente histórica entre las clases medias y sus
dirigentes institucionales y/o partidistas y sindicales. De tal forma,
en el transcurso de las últimas décadas se ha ido generando una
ideología oficial “de buenas personas”, lábil por naturaleza pero
seductora por su simplicidad, que integra el cuerpo teórico de lo que
Alain de Benoist denomina el “Pensamiento Único”. Lo políticamente
correcto e ingenios afines se nutren de la “ideología de género”, la
neolengua “no sexista” y mucho menos racista, el “antibelicismo” y otras
chapuzas cristianoides de honda raíz moralista, las cuales,
precisamente por serlo, por la presunción de autoridad y superioridad
ética de la que parten, no han tenido reparo en postularse como ideario
obligatorio. De hecho, los grupos de presión más activos en los sectores
más montaraces de esta nueva clase dirigente, consiguen con frecuencia
convertir en ley sus convicciones moralistas; esto último supone una
concesión del Estado que nunca merma los privilegios reales del poder
real, de los auténticos dueños de la sociedad, pero que mucho incomoda a
quienes descreemos de esta ñoña e infantilizada avalancha de
pensamiento buenista, la nueva religión y el credo incontestable de “los
pequeños burgueses horrorizados ante los abusos del capitalismo” (3).
Con perdón por
el excurso, no me resisto a poner un ejemplo de cómo funciona este
pensamiento único, qué mecanismos utiliza para vincular voluntades a su
perpetuo estado de vigilancia y adoctrinar en sus “valores” a los
individuos desde la infancia:
Desde hace
muchos años, una asociación antibelicista de la ciudad donde he vivido
bastantes años, organiza cada navidad, con toda propaganda y fervor, una
solemne “Quema Pública de Juguetes Bélicos”. El despropósito sería
risible, por lo ridículo, si no fuese por el siniestro resultado de la
hoguera, a la que acuden ilusionadas criaturas de tierna edad para
arrojar a las llamas aquellos juguetes que sus satisfechos padres
consideran inadecuados. Ser antibelicista y adiestrar a los niños en la
costumbre de la hoguera purificadora es una barbaridad que sólo veríamos
lógica, aunque no admisible, en países furibundamente integristas. Pero
como nadie dice nada, como manifestarse en contra acarrearía las iras y
descalificaciones de los fanáticos del aquelarre, pues ahí siguen, año
tras año, perpetrando su auto de fe, con la infancia como testigo,
aprendiz y víctima de estos descerebrados.
Esa es la
sociedad que la mayoría pequeño burguesa ha visto como cosa natural,
perfectamente razonable, durante mucho tiempo: un batiburrillo entre
bondad e inquisición, nobles intenciones y ariscos ademanes, causas
pequeñas merecedoras de terribles lamentos... Una sociedad
sentimentalmente adherida a la “respuesta feminoide e histérica ante lo
trágico de la existencia” (4).
Aunque todo lo
anteriormente expuesto ha perdido cierta vigencia, al menos ha decrecido
en intensidad propagandística porque la crisis económica de 2008 nos
devolvió a la realidad de una manera tan traumática que, como es lógico,
la gente y la ciudadanía no está por perder el tiempo con naderías, por
muy vistosas que sean.
El ideal
pequeño burgués, decíamos, era vivir a sosiego sin necesidad de alterar
el sistema, anhelo fundado en la confianza en que los administradores
del mismo sistema, los políticos y gente “influyente”, eran “de los
suyos” y gobernaban pensando en ellos y en su sagrado bienestar.
Pero sucedió
que la fuerza tranquila hasta entonces del sistema, el capitalismo
explotador al que todos suponíamos adormecido, satisfecho con sus
ganancias y sin irritarse demasiado por el ripio de los impuestos,
sufrió una evolución interna que nadie había sabido prever. El fenomenal
escándalo de Lheman Brothers (en conjunción con otros factores
íntimamente relacionados con la especulación financiero-inmobiliaria en
los USA), alcanzó a todos los países de economía de libre mercado, llevó
a la ruina a innumerables entidades financieras y crediticias,
empobreció de golpe a centenares de miles de familias y, lo más grave de
todo, puso en evidencia el rasgo más temible de esa transformación del
capitalismo: su base de beneficios ya no se nucleaba en torno a la
producción de bienes, la actividad fabril basada en la inversión de
capital y medios de producción y atendida por mano de obra más o menos
cualificada y más o menos bien pagada. El capitalismo había ascendido un
peldaño en su maquinaria extractora de beneficio para, curiosamente,
retomar un antiquísimo y eficaz método que los estudiosos conocen como
“modo de producción asiático” (5). No me refiero con esta definición a
la tendencia a trasladar los centros de producción de las grandes
corporaciones a países del oriente, para ahorrar en costes de materiales
y salarios. El modo de producción asiático es otra cosa. Se trata, en
esencia, de organizar el mercado sobre el monopolio político (el poder
despiadado), de los medios de producción necesarios para la elaboración
de bienes. Históricamente, estos medios eran el agua, las semillas, la
tierra, la licencia para la forja de herramientas y construcción de
maquinaria...
Alertados por
la necesidad de frenar el crecimiento de China como imparable potencia
capitalista, cuyo único punto débil es la dependencia energética, e
inspirados por la descomunal acumulación de capital proveniente del
comercio de petróleo, sobre todo el crudo obtenido en los países del
Golfo Pérsico (tradicionales aliados de los USA en el negocio), el
capitalismo ha decidido recambiar su original naturaleza productora por
la nueva índole especulativo-financiera. Lo importante ya no es fabricar
mucho y vender mucho (modelo chino), sino controlar la producción y
comercio del petróleo (modo asiático) y disponer de mucho dinero, aunque
sea dinero contable, no físico, inflacionista, sin más consistencia que
su capacidad especulativa, para mantener sujetos a los mercados y, de
paso, amargar la vida de los infelices sometidos al sistema.
Se acabó el
bienestar porque el bienestar se paga con dinero, y los Estados, al
igual que los particulares, recurren al mercado de la deuda cuando
necesitan dinero. Ese mercado, en 2008, se vino estrepitosamente abajo; y
al día de hoy se encuentra, digamos, demasiado fiscalizado. Ya no
pueden acudir nuestros gobiernos alegremente a colocar deuda, toda la
que haga falta, para pagarla al interés que sea, y de esta manera
conseguir liquidez que permita mantener el gasto sin fin del bienestar
social. Ahora la deuda es asunto muy delicado, medido, milimetrado y
supervisado, examinado con lupa para que no sobrepase los límites de
“riesgo” y las restricciones de endeudamiento dispuestas por la Unión
Europea.
Se acabó el
sueño de una sociedad feliz donde el trabajo y el capital convivían
pacíficamente porque, entre ambos, existía la benévola mediación de una
clase política muy apta para la tarea de convencer a los ricos de que se
desprendan de una parte de su opulencia, repartirla entre los menos
ricos, a través de sanas políticas de atención a la ciudadanía, y, de
esta forma, garantizar la paz social. Todos contentos. Pero ese sueño,
decíamos, se acabó.
Como
consecuencia del desastre, hay un cambio extremo en la forma en que la
mayoría social percibe sus condiciones existenciales por relación al
sistema:
-El capitalismo
ya no es un mal menor, casi neutro, soportable y en la práctica
neutralizable gracias a “las políticas sociales” y otras ventajas
obtenidas por los intermediadores políticos en quienes todos confiaban.
El capitalismo pasa a ser un monstruo despiadado, insaciable, que se
alimenta con inusitada codicia de la miseria y el sufrimiento de la
población.
"Ahora los bancos son sanguijuelas, bandas de ladrones organizados gracias a una legalidad que consiente sus fechorías..."
-El sistema
bancario, rescatado con el dinero de todos para que pudiese seguir
funcionando y que el crédito no quedara asfixiado durante décadas, ya no
es el amable componedor que prestaba dinero en condiciones favorables,
financiaba a la pequeña empresa, la compra de inmuebles, el consumo
familiar, etc. Ahora los bancos son sanguijuelas, bandas de ladrones
organizados gracias a una legalidad que consiente sus fechorías,
desalmados que ejecutan los créditos hipotecarios, dejan a las familias
en la calle y son responsables morales de que algunos ciudadanos se
hayan quitado la vida, por no poder atender sus deudas, haber perdido su
casa y dramas parecidos.
-Por último,
los políticos. No importa a qué partido pertenezcan, si son de derechas,
de izquierdas, centristas... Da lo mismo. Son todos unos corruptos. “La
casta política”, incapaz de gestionar un flujo razonable de medios
dinerarios y servicios hacia la población (por la sencilla razón de que
el dinero se ha esfumado y los servicios se pagan, justamente, con
dinero), dejaron hace mucho de ser nuestros “representantes” para
convertirse en nuestros enemigos, una “casta extractiva” que vive
opíparamente instalada en sus privilegios, endogámica, incompetente,
ociosa, despilfarradora, ignorante e insensible hacia los males de la
ciudadanía. Cuantos más casos de corrupción política, agios,
chanchullos, nepotismos, prevaricaciones y corruptelas son descubiertos y
llevados ante la autoridad judicial (a menudo con espectaculares
despliegues policiales), más se consolida la presunción popular de que
nuestra clase política está básicamente integrada por una panda de
sinvergüenzas y saqueadores."...los
políticos. No importa a qué partido pertenezcan, si son de derechas, de
izquierdas, centristas... Da lo mismo. Son todos unos corruptos."
Políticos Img: Pawel Kuczynski |
A la vista de
semejante panorama, la previsión de cambios sociales decisivos que
resuelvan el atolladero en que se encuentran las clases medias, ha
cambiado necesariamente su perspectiva. Por mera lógica, el discurso se
radicaliza.
Ya nadie confía
en llegar poco a poco, en sosegado avance del progreso, la
racionalidad, el igualitarismo y el desarrollo integral de los derechos
humanos, a una sociedad justa y equitativa, tanto en sus leyes como en
su realidad efectiva.
El mensaje
socialdemócrata sobre la posibilidad de construir un mundo casi perfecto
mediante reformas paulatinas y prudentemente graduadas, interesa cada
vez a menos personas. No digamos el discurso liberal sobre la garantía
de igualdad de oportunidades, la recompensa a los mejores, primar el
esfuerzo y el trabajo sobre cualquier otra consideración, etc.
A la
socialdemocracia se la contesta con la evidencia: dos siglos de “poco a
poco” nos han conducido a este erial. Al liberalismo, se le rebate con
una sencilla argumentación: ¿Quién, en su cabal criterio, puede creer en
la igualdad de oportunidades, cuando vivimos en una sociedad que,
estructuralmente, determina que los ricos sean cada vez más ricos y los
pobres cada vez más pobres? Hablar de igualdad de oportunidades, del
valor del esfuerzo y el trabajo (quien lo tenga), es un mal chiste, hoy,
en España.
¿Qué
alternativas quedan, entonces? Parece claro que una parte significativa
de la población está decidida a “romper la baraja”. Empezar de cero.
Cuestionar la jefatura del Estado hereditaria, la vigencia de la
Constitución de 1978, la ley electoral, la organización territorial del
Estado (y, por tanto, el alcance y modo de ejercer la soberanía
nacional), las relaciones con la Unión Europea, las condiciones de
integración en la “zona euro”... Todo conduce a lo dicho: repensarlo
todo y comenzar de cero.
Por supuesto,
nadie negará a nuestros conciudadanos su derecho soberano a,
efectivamente, restablecer las bases mismas del Estado sobre un modelo
distinto al actual. El problema surge, según el humilde criterio de
quien redacta estas páginas, cuando nos detenemos a reflexionar y nos
damos cuenta de que, se mire por donde se mire la cuestión, siempre se
llega al mismo tope en la posibilidad real de efectuar transformaciones
reales: no es el Estado, sino el sistema lo que no funciona, quien hace
infelices a las personas, genera desigualdad e injusticia y nos condena
al perpetuo lamento de nuestra condición de esclavos de la libertad (6).
Derechos ciudadanos Img: Pawel Kuczynski |
Se puede
formular el Estado de cien maneras diferentes sin que el sistema, el
modo de producción capitalista en su versión del siglo XXI, altere lo
más mínimo su esencia y sus mecanismos de dominación sobre las masas.
Pensar entonces en soluciones drásticas, una ruptura esencial con el
pasado en búsqueda desaforada del control sobre elfuturo, sin tener
perfectamente definido y asumido cómo se va a transformar el sistema
sobre el que medra y se asienta el denigrado Estado, parece una enorme
temeridad.
El dicho
popular nos remite a “librarse del fuego para caer en las brasas”. La
sabiduría del mundo clásico aconsejó a Odiseo amarrarse al mástil y
taponar con cera los oídos de sus nautas antes de acercar la embarcación
que comandaba a los roquedales donde se escuchaba el canto de las
sirenas. La actitud y determinación de librar este envite al “todo o
nada”, ya digo que extendida entre mucha gente segura de no tener nada o
casi nada que perder, contraviene desde mi punto de vista todo lo
aprendido tras dos siglos y medio de contestación al sistema burgués;
pues parece necesario decirlo, se trata de eso y nada más, ni menos:
asaltar el imperio planetario de la burguesía, una clase social que en
el siglo XVIII se decía revolucionaria y hoy organiza la miseria en todo
orbe conocido.
Tanto los
teóricos expertos en dinámicas sociales como la experiencia histórica
nos advierten de que, cuando se anhela y planifica un cambio esencial,
estructural, en los modos de articulación y ejercicio del poder, es
preciso tener bien presentes y con mucha claridad definidas tres
cuestiones elementales: qué queremos, cómo lo vamos a hacer y cuál es la
relación de fuerzas; es decir: con quién contamos para hacerlo y qué
posibilidades hay de que la concienciación de nuestros partidarios no se
quiebre ante las primeras dificultades.
Sobre esto
último, y para concluir el artículo, me remito de nuevo a una anécdota
que creo ilustrativa al respecto. Cuando en 2010 el gobierno de José
Luis R. Zapatero anunció la reducción del 5% del sueldo de los
funcionarios públicos, así como la supresión de una paga extraordinaria,
un buen amigo, profesor de instituto, escritor, novelista, poeta y
crítico literario, hombre de edad no provecta pero sí lo suficientemente
madura para no asombrarse ya de nada y no desesperarse por nada, me
telefoneó, “abrumado” por el ambiente que esa mañana había presenciado
en la sala de profesores del centro donde él impartía clases de
literatura. Me dijo: “Lo malo no era la indignación general, el
desánimo, la furia mezclada con la depresión colectiva... Lo malo era
que todos ellos, mis compañeros, daban impresión de haber sido
expoliados en lo más importante de sus vidas. Si les quitan un trozo de
salario, un porcentaje de su dinero, se lo quitan todo. Los desposeen de
lo único que tienen y que merece la pena. Eso es lo que les acaban de
robar: su razón de ser y estar en el mundo. Todo”.
No voy a
ponerme en plan suficiente, ni se me ocurriría comentar y mucho menos
analizar aquellas palabras de mi amigo, de por sí tan desazonantes como
clarificadoras. Me limito, de nuevo, a citar un dicho popular,
recomendando a los partidarios del “todo o nada” que se detengan cuanto
sea necesario en su significado verdadero: “Con estos mimbres, mal cesto
haremos”.
- - -
(1).-En una
reciente entrevista televisiva (El Objetivo, La Sexta TV), Pablo
Iglesias (Podemos) afirmaba con rotundidad que “la renta básica
universal” prevista en el programa de su partido, se aplicará siguiendo
el principio de “a cada cual según sus necesidades”. Esta formulación de
intenciones, bajo crítica de cualquier teórico del “socialismo
científico”, causaría sonrojo por su simpleza, ingenuidad y
voluntarismo: lo que en otros tiempos, cuando estos asuntos se trataban
con otro rigor teórico, se denominaba “la obsesión del izquierdismo por
quemar etapas”.
(2).-Xavier
Zubiri definía la Historia como “una voluntad de ser”, formulación
avanzada y desarrollada por los filósofos alemanes de la “revolución
conservadora” y, en España, por Ortega y Gasset.
(3).-V.I. Lenin. ¿Qué hacer?
(4).-F. Nietzsche. La genealogía de la moral.
(5).-Arturo R. Rodríguez y otros, Primeras sociedades de clase y modo de producción asiático. Ed. Akal, 1979.
(6).-Parafraseando a Javier Ruiz Portella, autor de Los esclavos felices de la libertad. Ediciones Áltera, 2005.