Leído para Ud.: “Las neuronas de Dios. Una neurociencia de la religión, la espiritualidad y la luz al final del túnel”. Por el Dr. Jordán Abud (1-3)
Publicamos
aquí, por pedido de su autor, el Dr. Jordán Abud, un comentario al
libro del biólogo argentino, Diego Golombek titulado “Las neuronas de Dios. Una neurociencia de la religión, la espiritualidad y la luz al final del túnel” donde desde el punto de vista materialista se insiste en la “creación” de Dios a partir de las neuronas.
Por lo extenso del trabajo, hemos decidido publicarlo en tres entradas.
El presente estudio forma parte de un trabajo que acaba de publicarse y que puede adquirirse poniéndose en contacto con
Quienes estén interesados en obtener el libro que lleva este ensayo, contactarse con la Editorial Katejon: katejon@outlook.com
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi
LAS NEURONAS DE DIEGO
A propósito del libro Las neuronas de Dios. Una neurociencia de la religión, la espiritualidad y la luz al final del túnel, de Diego Golombek. Siglo veintiuno Editores, 2014
Por el Dr. Jordán Abud
Por si de algo sirviese esbozar los motivos que justifican la
recusación de un libro presentado como “científico” intentaré dar sólo
un par de ellos -finalmente entrelazados-, a los cuales considero
suficientes para exponer aquí mi disconformidad.
Primero, porque el autor, parapetado entre los oropeles de los lauros
científicos y los diplomas de la más variopinta procedencia, selecto
representante de la comunidad de neurocientistas argentinos, catedrático
respetado por la “elite pensante” argentina, titular indiscutido de la
pantalla estatal, este autor -digo-, no ha titubeado en meterse -y de la
peor manera- con Dios, con la Santa Iglesia Católica y con el depósito
de la Fe, ninguno de ellos producto de la secreción glandular o de una
eventual combinación química, mal que le pese a los ideólogos de la neurona.
Repare el lector, además, que Diego Golombek es de raigambre judía,
delatada tanto en su apellido como en su estructura mental, tanto en su
origen racial como en su profesión de fe. ¿Seré inmediatamente
descalificado por señalar la condición judía de un neurólogo argentino?
¿Deberé cargar ya desde los primeros párrafos de esta crítica con el
mote de nazi o de discriminador? ¿Se puede censurar, prohibir o despreciar toda postura científica al punto que se detecte el distintivo católico de su autor –como si la condición de católico fuera a priori un seguro atenuante del rigor científico–
pero no puedo hacer alusión a la identidad judía en ningún caso ni a
estas vinculaciones étnicas y religiosas con los postulados
epistemológicos que pretende estipular?
En el libro se tergiversa la naturaleza de Dios, se trastoca la
esencia y misión de la Santa Iglesia y se desvirtúa desde la primera a
la última página el objeto de la Fe.
Con esto ya sobran motivos para salir a quebrar lanzas, cosa que el
autor hace pero bajo las nomenclaturas tan curiosas de la modernidad,
con las cuales se logra hacer todo el daño que se quiera pero de modo
protocolar y académico. La “objetividad científica”, el
“librepensamiento”, la “neutralidad de juicios” son latiguillos que no
pueden faltar como preámbulo a una segura declaración de principios,
escondida entre los términos de laboratorio y los papers de máxima actualidad.
Pero tenemos un segundo motivo para invitar a la confrontación: no
estoy dispuesto al silencio cómplice frente a los modernos intocables, a
los canonizados por el pópulo, a los intelectuales políticamente
correctos que, casualmente, suelen estar siempre del lado del vencedor.
Como si ante ellos debiéramos reclinar sumisos nuestras cabezas y rendir
acatamiento, cualquiera sea el tenor de sus categóricas sentencias.
Prefiero seguir en el bando de los aparentes vencidos -o de los
reales derrotados, si fuera menester-, si este es el costo de no
tributar a las categorías de la modernidad.
Quienes nos dedicamos a la tarea de psicólogos sabemos
-no obstante- que se encuentra en las llamadas “neurociencias” un
invitado que no es posible desconocer, o como aliado magnífico para
acercarse al misterio humano o como voraz convidado que todo hará
desaparecer a su paso, incluyendo a la psicología misma. Bien vale la
pena entonces respetar y atender la perspectiva formal desde la cual el
autor se acerca al hombre. Pero sujeto ahora, sin más demoras, a la
consideración, la crítica o la refutación a quien quiera verse como
destinatario de este comentario, empezando por el primer protagonista y
autor del libro, Dr. Diego Golombek.
Si el amable lector está dispuesto a escuchar nuestras razones,
dividiremos las objeciones en cuatro partes, que tendrán la mínima
extensión posible y que titularemos:
– Razón y fe: falsas antinomias.
– Reprobado en filosofía
– Otra vez el materialismo presocrático.
– La eterna ceguera de las ideologías.
Vamos pues al primero de los dilemas.
1- RAZON Y FE
Golombek le enrostra a la fe, sistemáticamente y a priori, la nota de
poco rigor, de cierta falta de seriedad, de actitud infantil e ingenua,
dada -claro- la inaccesibilidad “científica” del objeto. Es decir,
flota permanentemente la acusación de que aquello en que se cree no
tiene una lógica evidente ni es comprobable para el hombre que razona.
Pero justamente por eso es fe y no un estudio experimental ni la
conclusión de un silogismo. Partamos de un dato más elemental todavía:
como recuerda en una obra magistral J. Pieper (Las virtudes fundamentales),
inicialmente la fe es creer algo a alguien. De hecho esta situación es
un dato tan constatable como cotidiano. La fe es creer en algo (que no
se ve) pero de lo cual un testigo sale como fiador. Y se cree
justamente porque no se ve. Si yo viera aquello en lo que creo,
dejaría de ser fe. Es decir, la fe es un constitutivo ineludible,
esencial, de la vida humana. El hombre necesita creer en algo, como
tantas veces se ha repetido, incluso desde las más heterodoxas y
heterogéneas fuentes. Y es que protestar contra el acto de fe es -sin
necesidad de sumergirnos aún en otro tipo de fundamentación- como
rebelarse ante un hecho evidente y constatable. Es decir, como
resistirse a estudiar los miembros inferiores en las clases de anatomía
por algún extraño e indomable afán contestatario. Por eso -por ser un
dato constitutivo de la vida humana- se ven tantas perversiones y
desnaturalizaciones de ella. Es que cuando no se cree en el Dios
Verdadero o en aquello que nos enseña la Sacra Doctrina, se termina
haciendo profesión de fe en cualquier otra cosa.
Se cree en lo que no se ve. Puedo, por ejemplo, intentar creer a
Golombek lo que me explica sobre la libertad -como tal vez muchos
intentarán hacer- o bien puedo pretender ver, entender, aquello que se
presenta en el libro como verdad, convirtiendo así el dócil acatamiento
en demostración racional. Ni el primero es, a secas, afrenta a la
dignidad humana, ni el segundo es honor y nobleza.
Apoyado en este concepto base de la fe (sin contradecirlo,
sino presuponiéndolo) es que existe la virtud sobrenatural de la fe, una
de las tres virtudes teologales que tienen por origen y destino a
Dios. La fe, se ha dicho, es el asentimiento de la inteligencia, movida
por la voluntad, a una verdad, no por su intrínseca evidencia sino por
la cualidad de su Testigo.
Ya no se trata -en la virtud sobrenatural de la fe, que tanto
inquieta a Golombek- simplemente de algo en lo que creo porque no veo,
sino que aquello de lo cual este Fiador testifica, excede, desborda,
trasciende lo que mi razón puede demostrar. De hecho, Santo Tomás nos
recuerda -en su capítulo II en De las razones de la fe[1], contra los sarracenos, los griegos, los armenios- que no
debemos empeñarnos tanto en pretender demostrar la fe con razones
necesarias, lo cual rebajaría la sublimidad de la fe, cuya verdad excede
no solo las mentes humanas sino también la de los ángeles. En la
fe como virtud sobrenatural el Fiador es nada menos que Dios, que ni se
engaña ni nos puede engañar. La fuerza de nuestra fe radica en la
cualidad de este Testigo que, conociendo nuestra debilidad, suele tener
un recurso pedagógico por el cual nos consuela y nos certifica y ante el
cual la ciencia se deshace en búsquedas sin encontrar respuestas: los
milagros (en general, ante los milagros, la ciencia suele ensayar respuestas para las cuales es preciso tener más confianza incondicional que para el milagro mismo).
Paradójica y misteriosamente, la fe no humilla la razón ni la
contradice, sino que la eleva y la plenifica. Hace asentir a la razón
allí donde no hay explicación “científica” posible, ante el Misterio que
está allí.
Paradójicamente y como un signo patente de la caricaturización de la
fe, cuando no se entiende este brillo incandescente de la Verdad que
hace estallar los límites explicativos de la razón, se acude a dos
escapes posibles: o un desenfrenado enhebramiento de razones científicas
que termina siendo más complejo e inverosímil que cualquier otro
recurso demostrativo; o bien, la justificación suprarracional sujeta al
propio capricho. Entonces, no será Cristo quien tenga poder sobre la
muerte, pero sí el gauchito Gil o una inquietante y muda fuerza
cosmológica. Lo que sucede, en boca del maestro de las paradojas, es
que con frecuencia se oye decir que la gente sensata desiste de la
religión porque la religión parece ofrecer un enigma sin salida. Lo peor
no es eso; sino que no se han dado cuenta de que hay un enigma en la
religión[2].
Golombek debería conocer con más precisión el objeto de la fe en
lugar de equipararla a una actitud de estudiada pose para disimular la
ignorancia. Porque no se trata de realidades científicas o demostrables
que, en virtud de su complejidad, resulta un buen atajo poder rotularlas
como “objetos de fe”. Claramente, confunde la fe con su caricatura que
es el fideísmo, no sólo ajeno a la sana tradición católica sino
incluso condenado innumerables veces tanto en sus documentos como en
los más genuinos adalides de esta milenaria institución.
Son certezas que en sí mismas piden docilidad y aceptación. Que
busque en el Credo quien quiera ejemplos de lo que estamos diciendo. Es
cierto, lamentablemente suelen no conocerlo ni siquiera los miembros de
la Santa Iglesia, y Golombek claramente no lo es. Pues bien, no pedimos
que se acerque al Credo comentado de Santo Tomás o a los Concilios de
los primeros siglos de la Patrística, pero al menos debería leer a
Joseph Pieper o al padre Alfredo Sáenz (que también es argentino, como
él), para empezar, porque intenta sacarse de encima en dos o tres
párrafos jocosos el tema sobre el que tal vez haya corrido más tinta en
estos 2000 años.
La mentada ignorancia lo lleva a desconocer la relación entre razón y fe,
y a proponerlo permanentemente como antinómicos e inconciliables cuando
en realidad son todo lo contrario. Claro, Golombek ve en esto una
especie de riña, por la cual a lo largo de su historia, la ciencia se metió con la religión y con Dios tantas veces como la religión lo hizo con la ciencia[3].
Qué pena que no haya leído la encíclica FIDES et RATIO (Juan Pablo II,
1998), para poder filosofar sacándose de encima las categorías
antagónicas, y para volverse confiado a la idea de dos alas por las
cuales el hombre asciende a la maravilla de la verdad. El autor comete
el frecuente error metodológico de la modernidad, a partir del cual se
siguen dificultades gnoseológicas y morales, por decir algunas: parte del sujeto cognoscente y no del objeto conocido,
y estructura todo el planteo con categorías diferentes a las
recomendadas. Entonces, arroja afirmaciones que parecen un corajudo
desplante filosófico de un científico reaccionario. Por ejemplo, que la
ciencia y la fe son irreconciliables. A lo cual le corresponde la
urgente pregunta: ¿en qué sentido?
Porque si se trata de la legítima distinción entre dos tipos de
conocimiento, entonces desde luego son irreconciliables. Efectivamente
para lo que se conoce científicamente no hace falta la fe, y la fe viene
en auxilio de aquello que excede las posibilidades de demostración
racional. Pero si el autor se ha radicalizado en esta postura, debemos
avisarle que no es original; a su pesar, es lo mismo que dice toda la
tradición grecolatina. Y si el planteo viene por el lado del objeto y no
del sujeto (perspectivas que parece confundir con alguna
sistematicidad) pues debemos rápidamente refutar que existan dos
verdades (y menos “inconciliables como el agua y el aceite”) simplemente
porque las cosas son lo que son, y es de elemental lógica que algo no
puede ser verdadero y falso a la vez.
Por eso, es inaceptable el dilema falaz expresado por el autor en mil maneras e ironías distintas. Y
después, como siempre, nada cambió: los religiosos salieron confiados
en el orden divino que rige al mundo (traducción: siguieron creyendo en
los duendes) y los investigadores, convencidos de que la única verdad es
la realidad[4] (traducción:
porque si hay algo serio en este mundo es la afirmación de los
científicos, y si la hacen con el aval del ministerio de educación o el
barbijo a la vista, mejor).
Lo que sucede es que también parece desconocer las categorías
epistemológicas básicas, que no se reducen a la observación del
microscopio ni a la actividad neuronal. La ciencia es conocimiento
racional de las cosas por sus causas. Es un tópico archisabido la
confusión de ciencia con cientificismo. No hace falta
el laboratorio ni un diseño estadístico para hacerse acreedor de la
condición de “científico”. Ciencia es -insistamos en esto- conocimiento
cierto por las causas. Y en clave realista existe toda una formidable
arquitectura epistemológica que da solidez y previene de falacias,
equívocos y contradicciones. En esta arquitectura, los más altos y
dignos saberes, los que llegan a los fundamentos y las raíces de lo
existente, corresponden a la filosofía, y en la cúspide, remata la
ciencia teológica. No nos podemos detener en esto, pero tampoco hubiese
sido acertado pasarlo por alto sin siquiera esta mención.
Detectado un nuevo desprecio a la fe (la religión es también una forma de encontrar causas donde sólo hay correlaciones[5]),
nos preguntamos además: ¿la inteligencia no es naturalmente filosófica,
es decir, causal? ¿No deseamos conocer las causas, los motivos, la
razón explicativa de lo que vemos? ¿Qué sucede cuando -situación de
empírica evidencia cotidiana- la causalidad no cabe en el cántaro de lo
demostrable y de lo comprensible racionalmente? ¿Debo despreciar las
verdades de la fe católica pero aceptar sumiso las formulaciones
categóricas sobre el mundo y el hombre de Marx, de Freud o de Darwin?
Amplía entonces el autor, para que quede en claro su posición:
tal vez esa coexistencia sea finalmente imposible, ya que las bases de
una y otra -la ciencia y la religión- son disonantes, irreconciliables,
el agua y el aceite, tan alejadas entre sí como pueden estarlo la fe y
la razón[6].
Pero insistamos en que esta preocupación no es original. Queda claro
que desconoce la relación entre razón y fe, y que genera en cada renglón
falsas antinomias como aquella de que si efectivamente se debieran
reemplazar ciertos dogmas religiosos, entonces la ciencia tendría mucho
para ofrecer, dado que la investigación es, en el fondo, una búsqueda
tan espiritual como la fe, pero movida por fines racionales[7]. Golombek:
la fe no es irracional, al contrario, es perfección de la inteligencia,
en una operación propia y diferente al legítimo campo científico. Pero
con indomable afán descubridor, otra vez sentencia que lo cierto es
que ningún investigador puede tener fe en el resultado de un experimento
y ningún religioso apela a la razón a la hora de creer en las
revelaciones divinas[8]. ¡Muy bien!, estamos de acuerdo. La Iglesia jamás pidió que se tenga fe en un experimento, porque la Iglesia no es irracional.
Lo que sucede -entre otras cosas- es que no se debe oscilar entre dos
conceptos análogos de la fe. En algún sentido, fe es creer en lo que no
se ve, lo cual hacemos todo el tiempo. Cuando Golombek cita en inglés,
yo creo (porque no lo veo, no me consta) que él maneja el idioma, pero
bien podría estar copiando o contar con la ayuda de un auxiliar
políglota. La fe, en sentido estricto, como virtud sobrenatural es
aquella que viene con la gracia del Bautismo, y que tiene por origen y
por objeto a Dios mismo, y todo lo que nos ha revelado. Revelación que
hace estallar los límites de la razón, y que divide en dos las
reacciones. O la sonrisa dibujada del cientificismo o el acatamiento
razonable de una verdad inasible racionalmente. Existe una ayuda mutua,
una recíproca alimentación, como una tracción conjunta que va
perfeccionando la inteligencia. Por eso decía San Agustín, creo para entender y entiendo para creer.
Es menos traumática la situación de lo que el autor plantea: la razón
no está en condiciones de comprender analíticamente todo o de demostrar
con pulcro rigor la causalidad de cuanto se observa.
El enorme detalle es que el sentido de las realidades más importantes
de nuestra vida y en las que más se juega nuestra felicidad conforman
ese tesoro supracientífico que -repitamos- no humilla la razón sino que
la hace más luminosa, perfecta y total.
Ciertamente, no es sencillo definir -desde el punto de vista del
sujeto- ese límite exacto de la evidencia racional. Por eso, el maestro
Tomás, y quien dice maestro dice alguna preocupación didáctica,
habló de los “preámbulos de la fe”, los cuales, no obstante, están en
el artículo del Credo (insistamos: aunque puedan distinguirse los preámbulos de la fe, de los artículos de la fe).
Algo nos parece seguro: está más cerca de la irracionalidad el
positivismo racionalista que la fe confiada. Por eso decía Chesterton
que la religión ha vuelto, porque todas las variadas formas de
escepticismo que intentaron ocuparon su lugar, y hacer su trabajo, ya se
han hecho tal lío que no pueden hacer nada. La cadena de causalidades
de la que tanto les gustaba hablar, en realidad parece haberles servido a
la manera de la proverbial soga; y cuando la polémica moderna les dio
cuerda suficiente, rápidamente se ahogaron[9].
Mal que le pese al cientificismo, sigue más vigente que nunca aquello de que loco es aquel que ha perdido todo menos la razón. Al final, tenía razón Clive Lewis cuando decía -en un intercambio postal del año 1946- que parece como si cuanto más se acerca el tema de la ciencia al hombre mismo, más se fortaleciera el prejuicio anti-religioso.
Tan patente e irremovible en todo el texto es la falsa dicotomía
entre razón y fe que a la segunda le da en todo momento un tono mítico,
algo así como un cuento de hadas para nietos, o una historieta infantil
para sacar alumnos buenitos, cuando justamente se trata de las cosas
más serias y graves.
El más docto de los santos ya se enfrentó innumerables veces a esta
situación, con la diferencia de que lo hacía con insobornable
honestidad. Así, por ejemplo, en el citado De las razones de la fe, en el capítulo V dice: a causa de una similar ceguera mental, se ríen ellos de la fe cristiana (hablando allí de los objetores de aquella época) porque confiesa que Cristo, el Hijo de Dios, estuvo muerto, incapaces de entender la profundidad de tan grande misterio.
Pero para Golombek la religión es alucinación colectiva, un dulce engaño autopermitido.
O cuanto menos, la fe va en una dirección y la realidad en otra. Y a
tal punto ambas direcciones no coinciden, que el fruto de la fe sería
una cierta persuasión, a fuerza de golpes e insistencia, para que lo que
no es, sea. Y que sea, movido por propósitos y amenazas. Es decir, en
el mejor de los casos, un voluntarismo, cuando no una
mera sugestión cuasi hipnótica o una conmoción histérica límite con la
alucinación. Por eso, el autor no duda en sentenciar que llegamos
así a una especie de definición estadística del fenómeno de las
creencias religiosas: se trata de una exageración de nuestra tendencia a
cometer errores de tipo 1, o sea, a ver lo que no existe[10]. Pero este yerro sucede simplemente porque confunde permanentemente fe y sugestión: …quien
busca encuentra, y si la búsqueda se refiere a una señal divina, no
será difícil encontrarla en la forma de las nubes, o en el dibujo de una
tostada[11]. Lamentablemente, esta concepción tan ligera del autor lo lleva a proferir sin titubeos, por ejemplo, que la
creencia en un castigo sobrenatural funciona como una especie de seguro
que evita eventuales castigos reales -que siempre duelen más-
(adaptación, supervivencia)[12].
Es una pena este furcio intelectual, aunque por ahora -además de este
ensayo caritativamente correctivo- sólo nos resta desearle a Diego que
la realidad -no la sugestión- le estampe en el rostro su irrefutable
vigencia. Deseo verdaderamente benévolo, porque mofarse de los tormentos
del infierno, o restarle entidad a los padecimientos del purgatorio
tiene un solo final posible. Y ante este final, las dificultades de
adaptación o la supervivencia serán una minúscula e insignificante
prueba. Esto es real, tan real como el sol que brilla o la lluvia que
moja, pero el prisma para enfocarlo es el don de la fe.
En fin, volvemos al principio: Golombek desconoce íntegramente la
naturaleza, el acto y el objeto de la fe. Ella es un acto cierto y firme
de la inteligencia (no una moción difusamente afectiva ni una venturosa
sugestión ni un voluntarismo ciego). Es adhesión profunda a una verdad
que no repugna a la razón, pero sí la desborda, la excede, la hace
estallar y salirse de los métodos demostrativos o de la actividad
científica. Y desde luego creemos en esas verdades insondables por la
cualidad de Quien la ha testificado con su palabra y con su vida.
Para ir cerrando con esta primera parte, veamos alguna cita más que
refleje este desprecio a la fe por la cual, parece que, lejos de
consolidar la actividad de la razón, la contradice y debilita.
Uno podría suponer que el acceso al conocimiento científico debiera derrotar al sentimiento religioso por goleada. Sin embargo, está claro que no es así: aún en medios académicos, el porcentaje de personas religiosas no es nada desdeñable. Dawkins cita una encuesta realizada entre científicos “de elite” que muestra a las claras que, aún entre ellos, hay alrededor de un 6-7% con firmes creencias en Dios. Tal vez esto refleje el conflicto entre las funciones racionales y las emocionales, que popularmente se han adscripto al hemisferio cerebral izquierdo y al derecho[13].
Si se ha entendido lo expuesto hasta aquí, tengo derecho a suponer
que el conflicto lo tiene él, y no la razón con la emoción ni el
hemisferio izquierdo con el derecho. Además, es extraño en esta era de
grandes desprejuiciados, libres de toda atadura mental, que ya vayamos
por el segundo principio apriorístico, muy débilmente fundamentado: el de la fe contra la realidad (de
la que se ocupan los científicos, claro). Y el de la ciencia (que es
monopólicamente sinónimo de “razón”) contra la fe (para la cual queda el
“afecto”).
En el planteo que venimos haciendo, tenemos derecho a vincular las
funciones emocionales con el cientificista (porqué darle al creyente el
mote de sugestionable y no el de obstinado y tendencioso al
“racionalista”) y porqué negarle las funciones racionales al hombre de
fe.
Una cuestión que se ha descuidado, agobiado por este dilema falaz, es
que tenemos razones para creer, o que en algún sentido la fe es
razonable. Es decir, es razonable creer. Y también nosotros citaremos,
sino journals de la última hora, al menos textos recientes: La
creencia religiosa no es irracional en cuanto puede ser percibida como
tal por la razón (…) lo es en relación a aquellos contenidos que no
pueden ser argumentados a la sola luz de la razón[14] . Como dice Chesterton, hasta donde hemos perdido la creencia, hemos perdido la razón[15]. No
obstante estas necesarias advertencias, sepa el lector que no estamos
tratando aquí de hacer “moderada” a la fe. No es una especie de venta
que intentaremos lograr y que para eso es preciso presentar apetecible
(aquí: “razonable”) el producto ofrecido. Nos cuidaremos especialmente
de no pagar tributo a la modernidad, que está atravesada de
racionalismo. Sin contradecir lo que hemos dicho, el ingreso en la Fe es
la irrupción en el Misterio. En el Misterio tremendo de un Dios que se
hace Hombre, y muere colgado de un madero por puro amor, en redención
por nuestros pecados. No, no nos interesa desdibujar el mensaje
cristiano, que es esencialmente locura para el mundo.
Pero volvamos: es importante destacar que esta interpretación
cientificista del mundo y del hombre, que lleva inexorablemente a un
desprecio de la fe, no es original. Ya Edward Herbert (1583-1648), por
ejemplo, mantenía que entre las nociones comunes aprehendidas por el
instinto, se encontraban la existencia de Dios, el deber de adoración y
de arrepentimiento, y la recompensa y el castigo futuros. Esta “religión
natural”, afirmaba, ha sido viciada por la superstición y el dogma[16].
La fe para Golombek es entonces para quienes no gozan de innata
lucidez o perspicacia. La fe queda para quienes no tienen más remedio
que asentir. Porque la fe sería ese no cuestionamiento (de las enseñanzas o las señales comunes[17])
(claro, son todos tontos -San Agustín, Santo Tomás, San Alberto, todos
menos Golombek que se anima a mirar por sus propios ojos y a cuestionar
audazmente la realidad de las cosas). Acortemos el camino, ¡debemos
llegar a la razón! Sus enemigos son la fe y los dogmas. Y la prevención, la ciencia y los libros de Golombek.
Por eso, para beneficio de todos nosotros, Diego se sincera al final
del libro, poniendo en boca de unos estudiantes la conclusión de que…
si queremos una sociedad menos crédula, menos ingenua, debemos
proveerla de las herramientas necesarias para un análisis crítico a una
edad más temprana. En otras palabras: si la religión es un virus, la ciencia puede ser una vacuna[18].
continuará
[2] G. Chesterton (2005) Ortodoxia. Barcelona: Editorial Alta Fulla, p. 33
[3] Golombek (2014) Las neuronas de Dios, p. 10
[4] Golombek, op. cit. p. 11
[5] Golombek, p. 39
[6] Ibídem, p. 10
[7] Ibídem, p. 69
[8] Ibídem, p. 10
[9] G. Chesterton (2010) La cosa y otros artículos de fe. Sevilla: Espuela de Plata, p. 190
[10] Golombek, p. 36
[11] Ibídem, p. 24
[12] Ibídem, p. 46
[13] Golombek, p. 197
[14] J.C. Ballesteros (2015) La filosofía de la educación. Conceptos y contenidos. UCSF, 2015, p. 110
[15] Chesterton, Ortodoxia, p. 35
[16] Citado en C. Lewis (2008) Lo eterno sin disimulo. p. 113
[17] Golombek, p. 144
[18] Golombek, 198-199