Che Guevara: del terror revolucionario al logotipo comercial. Por Nicolás Márquez
Si bien tanto la representación del
extinto dictador cubano Fidel Castro como la del supérstite hermano Raúl
son hoy cuestionadas incluso por personalidades proveniente
s
de la más recalcitrante izquierda internacional, en sentido contrario y
sin advertir la contradicción, Ernesto Guevara de la Serna, partícipe
necesario, cómplice y arquitecto adjunto del totalitarismo aún vigente
en la desdichada isla, lejos de padecer críticas equivalentes a los
tiranos mencionados, con los años se ha tornado en una suerte de santo
laico, el cual es venerado con idéntico fervor tanto por marxistas de
estricta observancia como por la prensa bienpensante, figurones de la
farándula, panelistas de TV, campeones del deporte y hasta por
sedicentes defensores del capitalismo que, aunque “no necesariamente
compartan sus ideas”, admiran al hombre que se jugó “por un mundo
mejor”. La corrección política en boga, siempre presta a congraciarse
con cualquier manifestación de la agenda progresista, advirtió que el
Che facilita mucho las cosas: es más cómodo rendirle culto a un
fallecido revolucionario joven y buenmozo antes que a un tirano
octogenariamente reblandecido que expiró con los pañales sucios en el
hospital, aunque Fidel y Ernesto hayan sido socios o cómplices en
crueldades y felonías.
El Che Guevara es un mito, pero no es un
mito más. Su figura ha llegado a tan alto grado de adhesión o
aceptación, que logró traspasar todas las clases sociales y culturales
sin mayores distinciones ni ambientaciones.
Su efigie puede ser colgada
tanto para adornar una pocilga periférica como la pared de un pub,
discoteca o restaurante ubicado en el barrio más elegante de cualquier
capital occidental. Su imagen es capaz de levantar deferencia tanto en
la facultad de filosofía como en las banderas futboleras de las
hinchadas domingueras. Y en suma, su estampa puede servir para
identificar tanto a una célula terrorista como para promocionar una
marca de latitas de gaseosas.
¿Cómo ha logrado Guevara constituirse en
un mito de tamaña elasticidad e intensidad? Va de suyo que no existe
una, sino múltiples causas que, azarosamente o no, confluyeron apuntando
en una misma dirección. El Che no escapó a ninguno de los componentes
que poseen los mitos pop del siglo pasado: murió joven, en medio de la
fama, fue rebelde, aventurero y además era fisonómicamente atractivo. Su
rostro eternamente juvenil no tuvo la desgracia de envejecer ni él
tampoco pudo ver sus ideas pudrirse tras su aplicación sostenida en el
tiempo.
Ocurrió que al morir el Che, de
inmediato Fidel Castro se encargó de usarlo y canonizarlo, elevando al
difunto al pedestal de los comunistas imperecederos, con el valor
agregado de que Guevara era fotogénico y acorde con la estética
desaliñada del rock and roll que tanto enfervoriza a las generaciones de
las últimas décadas. Vale decir, Castro supo utilizar su figura para
perpetuar la continuidad visual o comunicacional de un precámbrico
régimen que ya no hace soñar a nadie. Ironías de la biografía del Che:
quien en vida fuera un pésimo embajador, al morir se convirtió en el
inmejorable representante planetario de la revolución cubana.
Y
si de elementos míticos adicionales se trata, probablemente el que dio
mayor vigor a la sacralización de Guevara fue el hecho de que haya
muerto en el fragor de su aventura guerrillera. De esta manera, se
impuso a fuego la máxima a la que permanentemente recurren sus
justificadores: “el Che murió por un ideal”. Argumento efectista pero
pobre, puesto que lo trascendente en Guevara no es que “haya muerto por
sus ideas” sino que haya fusilado inmisericordemente por imponerlas,
siendo además que los muchos hombres que él ejecutó no han gozado de la
misma gloria póstuma de la que sí usufructuó el endiosado homicida al
que medio Siglo se le rinde pleitesía. Pero el Che no debería ser
juzgado por cómo murió sino por cómo vivió. O en todo caso, por la
cantidad de gente que él mató cuando vivió. Pero ocurre que a la
izquierda y sus personeros se los juzga por sus objetivos (supuestamente
nobles) y no por sus resultados (comprobadamente desastrosos), que en
definitiva son lo único importante: todo lo demás es relato.
Y si bien tras los primeros años de su
muerte Guevara obró de guía y mito conducente de las guerrillas de los
años 70´ en América Latina (ERP y Montoneros en Argentina, Tupamaros en
Uruguay, el MIR en Chile, Sendero Luminoso en Perú o las FARC
colombianas), en el nuevo Siglo, en cambio, el Che ha dejado de ser un
referente del terror revolucionario para convertirse en un fetiche
estético del esnobismo progresista.
La percepción visual es mucho más
poderosa que la oral y el mito guevariano alcanzó tamaña envergadura en
parte gracias a la repetición de su favorecido rostro, notablemente
explotado a partir de la foto tomada en La Habana por el fotógrafo
Alberto Korda. La contingencia quiso que esa expresiva foto gustara y
ella viene siendo reproducida hasta el paroxismo a través de una
avalancha de posters, calcomanías, almanaques, camisetas, billetes,
estampillas, grafittis, postales, banderines y ahora, en fluorescentes
flyers de Instagram o Facebook que intentan ofrecer rebeldía virtual en
la web 2.0. Pero ninguno de los jóvenes que fija la foto de Guevara como
perfil en Twitter sueña con tener una libreta de racionamiento, ni con
una sociedad en donde el pasaporte sea una prerrogativa otorgada a
discreción por el comisario político de la Nomenklatura. “El “Che Vive!” postean sus afectos en el #hashtag de la red. Pero el Che Vive porque está muerto y lo que lo hace destacar en nuestra época es que no pertenece a ella.
Pero si hay algún denominador común real
en la trajinada vida de Guevara, este no ha sido otro que la
frustración. Fracasó en su primer matrimonio. Su segundo matrimonio se
caracterizó por su intrascendencia y él mismo confesó que sus hijos ni
le conocían. Tanto como presidente del Banco Nacional de Cuba como
capitaneando el Ministerio de Industrias, llevó adelante gestiones
vergonzosas. También fue un fiasco su proyecto militarista para derrocar
al presidente Artuto Illia en Argentina. Pujó para recostar a Cuba
sobre la URSS, para finalmente acabar peleándose con los soviéticos.
Tardíamente, pretendió seducir a los chinos en su aventura africana y
estos le negaron apoyo militar. Su aventura revolucionaria en el Congo
en 1965 fue prevista para durar cinco años y acabó siendo un papelón de
siete meses, en cuyo lapso la actividad central del Che fue jugar al
ajedrez. De ese último fracaso Fidel lo exportó al sur de Bolivia y fue
en dicho país donde terminó perdido en la selva lanzando tiros al aire,
lugar donde finalmente fue aprehendido. O sea que no existiendo en el
haber de Guevara triunfo alguno, mueve a risa que la frase con la que
más se identifique al marketinero comandante sea “hasta la victoria
siempre”.
El
Guevara real e histórico nada tiene que ver con su amable versión
actual. El polifacético guerrillero mutó de extremista marginal a
estampilla cool. Del sufrido foquismo selvático a la remerita
cafetera en el shopping. Del fusil stalinista al pacifismo ecológico.
Del ideólogo sectario al gurú multicultural. Del macho viril que
arreglaba todo a los tiros a decorar la marcha por el “orgullo
travesti”. Del “odio intransigente al enemigo” al humanismo ecuménico.
En suma, su cara pasó de identificar la clandestinidad revolucionaria a
ornamentar la pared de un spa de reiki. El marketing hace este tipo de
transformaciones y la frivolidad social hace el resto. Y no deja de ser
curioso que muchos de quienes lo exhiben tatuado en el brazo, por lo
único que estuvieron a punto de arriesgar la vida fue por una dosis de
cocaína: indisculpable vicio burgués que el Che hubiera corregido con su
despiadado rifle sanitario.
En suma, le guste a no a sus feligreses,
el Che Guevara ha quedado reducido a la categoría de logotipo comercial
o adorno de vestuario: remeras, gorros, botas, cinturones, camperas,
prendedores y todo tipo de ropaje hoy se encuentran a disposición de
aquel joven ávido de revolucionar su guardarropas. Ocurre que la gente
no quiere cambiar el mundo sino el coche, aunque el rodado pueda verse
decorado por un oportuno estampado guevarista en alguna de sus
ventanillas (como quien coloca la lengua de los Rolling Stones),
sediciosa manifestación automotriz asimilable a la de subir al tope el
volumen del autoparlante con un enojoso y prepotente hardcore-punk.
Atrás quedó la máquina de matar para dar
paso a la de facturar. A cincuenta años de su muerte, la pintoresca
figurita disconforme de Ernesto Guevara de la Serna mueve muchísimos
millones en cualesquiera de los infinitos rubros del mercado capitalista
global: “Valgo más vivo que muerto” gritó el Che cuando fue detenido en
Bolivia. Pero el frustrado guerrillero se equivocó por millonésima vez.
Esa desesperada frase suya esbozada in artículo mortis, fue la última de las innúmeras derrotas obrantes en su frenético e infecundo repertorio.
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