La mancha venenosa
A diferencia de lo sugerido por la poco feliz humorada de Casero,
la mayoría de los argentinos no quiere flan sino verdad y justicia
El lunes hubo marchas multitudinarias para reclamar el desafuero, e
implícitamente la prisión, de la ex presidente Fernández y una ley que
permita recuperar el patrimonio nacional robado por su gobierno y el de
su marido Kirchner. Ambas demandas apuntan a corregir y sancionar un
desorden pasado, escandaloso y por lo tanto emocionalmente impactante,
pero hacen caso omiso de otros desórdenes de más larga data y de los más
discretos desórdenes presentes y carecen de efecto preventivo sobre los
desórdenes futuros. Supongamos que Fernández va presa y que se recupera
hasta el último peso de lo robado durante doce años: eso no va a
impedir, ni mucho menos, que se siga robando ante nuestras narices ni
ante las de nuestros hijos y nietos. Un ladrón preso no cancela la
práctica del atraco, la perfecciona.
La enfermedad que socava la salud de la república, la debilita y le
impide crecer con vigor y lozanía se llama corrupción; se trata, hay que
insistir en ello, de una enfermedad endémica que atraviesa todo el
funcionamiento institucional y todos los órdenes de la vida nacional,
públicos y privados, como cualquier habitante de este país puede
comprobar a simple vista y como los cuadernos del chofer atento han
registrado con prolija y meticulosa dedicación. El problema de la
corrupción es anterior a la política y la economía, en el sentido de que
las envuelve y las condiciona, y sería ilusorio suponer que algún día
vamos a resolver nuestros problemas políticos o económicos sin erradicar
primero la corrupción, o sin reducirla, por lo menos, a esos niveles de
debilidad que sirven para generar anticuerpos.
La investigación judicial desencadenada a partir de los famosos cuadernos constituye el primer ejercicio efectivo desde el restablecimiento de la democracia en 1983 tendiente a sacar a la luz la podredumbre que infecta todo nuestro tejido social, y sería tonto o injusto pretender que el actual gobierno nada tiene que ver con el hecho de que ese ejercicio se haya puesto en marcha y se desenvuelva aparentemente sin tropiezos ni limitaciones. El presidente pudo haber tenido muchos motivos para habilitar la pesquisa que llevan adelante el juez Bonadío y el fiscal Stornelli, desde los más mezquinos hasta los más nobles, pero el hecho es que la instrucción parece avanzar saludablemente, en gran medida gracias a la llamada “ley del arrepentido” que también fue aprobada durante la gestión de Cambiemos.
Los ejercicios contrafácticos a la Rosendo Fraga a veces pueden ser útiles. Me pregunto qué habría pasado si los manifestantes de esta semana, menos motivados por el aborrecimiento del kirchnerismo que por la salud de la república, hubiesen marchado hacia la Plaza de Mayo no sólo para reconocerle al presidente Macri el haber habilitado la investigación en curso sino para demandarle al mismo tiempo la extensión de esa práctica depuradora hacia todos los ámbitos de la vida nacional. Macri es un político que no ha encontrado todavía su perfil de liderazgo, y una plaza colmada que lo encumbrara como adalid del combate a la corrupción podría haberle ayudado a descubrir ese perfil y a definir su presidencia. Los líderes políticos prestan escasa atención al reclamo, pero son extremadamente sensibles al aplauso.
La corrupción bajo el kirchnerismo fue descomunal, pero no se inició con ellos ni se reduce a su sistema de recaudación. En la Argentina, hay que repetirlo, el sistema corrupto es el sistema. Esta semana el periodista Enrique Vázquez presentará el libro Aduana. Corrupción y contrabando, resultado de una investigación que arranca desde los tiempos de la Colonia y llega hasta nuestros días. “Desde 1810 y por el lapso de 140 años la Aduana aportó entre el 80 y el 90 por ciento de lo recaudado por el Tesoro nacional”, dijo el autor en un reportaje. “Hoy la Aduana aporta apenas el 1,47 por ciento del PBI, y fue reemplazada por la AFIP y la ANSES. Nadie sabe cuántos contenedores hay en el puerto ni qué guardan en su interior. La desidia y la corrupción se retroalimentan para que cada tanto desaparezcan cinco, diez o veinte de esas ‘latas’ cuyo valor promedio ronda el medio millón de dólares.” La cofradía aduanera ya impugnó las tesis del libro, y lanzó ataques personales contra su autor.
Ojalá el libro de Vázquez encuentre jueces y fiscales que verifiquen sus revelaciones, como lo hicieron con el artículo de Diego Cabot, e investiguen lo que ocurre en esa institución clave. Tal vez así, además de tapar otros agujeros por los que se escapa el esfuerzo nacional, sepamos alguna vez qué ocurrió con el brigadier Rodolfo Echegoyen, el ex director de la Aduana que apareció asesinado en su despacho tras recibir advertencias e intimaciones incluso de jefes de su propia fuerza, y que le valió amenazas a la actual ministra de seguridad Patricia Bullrich cuando acompañó a la familia a solicitar la reapertura de la causa, que la justicia había cerrado con un dictamen de suicidio. Y también podamos saber por qué decidió Macri separar a Juan José Gómez Centurión del cargo que décadas atrás había ocupado Echegoyen. Hasta ahora, las causas por episodios graves de corrupción nunca habían prosperado en la justicia argentina. ¿Qué pasó con el incendio intencional del depósito de Iron Mountain, donde guardaban documentos varias firmas cuyos nombres han estado en la picota en estos días, y en el que murieron nueve bomberos y rescatistas? ¿Quién arrojó por la ventana a Lourdes di Natale? ¿Cómo y por qué murió el fiscal Alberto Nisman? Y cito de memoria…
El problema con la manifestación popular del lunes es que, al centrar su reclamo en la corrupción kirchnerista, le hizo el juego al establishment y a su aliada, la gran prensa, empeñados desde el primer momento en instalar la idea de que toda la corrupción está relacionada con las maniobras del anterior gobierno y que, con excepción de algunos outsiders o recién llegados al mundo empresario, todos fueron sus víctimas más que sus cómplices. El riesgo es que los arrepentidos se arrepientan sólo de haber cedido a las extorsiones de Julio de Vido y sus laderos, como si jamás hubiesen conocido a Diego en sus vidas. O cosas peores. Reiterando lo dicho en una nota anterior, la corrupción en la Argentina es antigua, endémica y entrenada. La corrupción está extendida como una mancha venenosa y, como en el juego de la mancha venenosa, cada arrepentido puede señalar a otros y abrir nuevas avenidas de investigación.
A diferencia de lo sugerido por la poco feliz humorada de Alfredo Casero, la mayoría de los argentinos no quiere flan, quiere verdad y justicia (y me gustaría creer que ese afán y no la venganza movió a los manifestantes del lunes pasado); incluso está dispuesta a renunciar al flan por largo tiempo si logra la certeza de que esta vez la limpieza va en serio. Si quisiera flan, no habría votado a Cambiemos en el 2015, y no le habría renovado su confianza en el 2017. La sociedad cambió, la que no cambió hasta ahora es su clase dirigente. La élite argentina tiene en este momento ante sí la oportunidad de dar vuelta la página, y la sociedad está atenta a su comportamiento. Podría decirse que los dados están en el aire, pero no se trata de azar sino de voluntad e inteligencia. Y también de patriotismo, aunque sea mucho pedir.
–Santiago González