Hacia fines de la década de los treinta,
José López era uno más de los anónimos muchachos que jugaban a las barajas en
el club El Tábano. En ese tiempo no tenía apuro por llegar a lado alguno y nada
le interesaba tanto como indagar en las cuestiones del espíritu. Su padre, Juan
López, era un inmigrante español que se había ganado la vida en Buenos Aires
conduciendo un taxímetro, un viejo Buick negro. A su madre, Rosa Rega, no llegó
a conocer la. Murió el 17 de octubre de 1916, en el mismo momento en que lo
estaba pariendo. Los primeros cincuenta años de su vida,
López los vivió en la casa familiar de Guayra 3761, del barrio de Villa
Urquiza. Pasó la infancia y buena parte de la primera adolescencia intentando
sobrellevar la ausencia de su madre y jugando con cualquier bicho que
aparecie-ra bajo la tierra. Allí, en el patio de la casa, formaba ejércitos de
soldados en miniatura y les daba instrucciones a los generales. Siempre
recordaría que en esas tardes aprendió los significados de la soledad. Sin
embargo, no podía entender quién era, de dónde había venido y hacia dónde iba.
Esas cuestiones lo inquietaban. Su padre no sabría ayudarlo a develar esos
misterios, pero cada tanto lo llevaba a un boliche de Congreso y Estomba para
que lo acompañara, y eso resultaba, en parte, aliviador.
López cursó su educación
primaria en el colegio José Félix de Azara. Muchos años más tarde, cuando,
trabajosamente para él y sorpresivamente para todos, se convirtió en el
secretario privado del general Juan Domingo Perón en sus tiempos de exilio y
tuvo que pre- sentar un pasado a la altura de ese cargo, se las ingenió para
inventarse un paso por la educación media en el English Higher Grade School, un
colegio inglés de Belgrano cuyas matrículas nunca lo registraron. Por ese
motivo, cuando ya era considerado un brutal asesino que había atravesado como
un fantasma la historia argentina, fue largamente ridiculizado.
En su primera juventud, ya
se movía por las calles con cierto ingenio. Junto a tres amigos solía jugar al
polo en un potrero de la Avenida del Tejar, casi llegando al barrio de Núñez. A
falta de caballos, montaban sus bicicletas, usaban palos de escoba y golpeaban
una pelota número cinco.
Luego, el fútbol lo acercó
a River Plate. Según comentaba a sus amigos, llegó a integrar la tercera
especial de ese club cuando tenía 19 años. Jugaba los sábados por la mañana;
era la época en que Adolfo Pedernera y José Manuel Moreno componían la dupla
goleadora de la Primera División. Cuando su carrera futbolística se agotó,
López tuvo su primer trabajo en Cofia SA, una tintorería que dependía de la
textil Sedalana, a tres cuadras de su casa. Era una fábrica de capitales
alemanes. En Sedalana, López se desempeñaba como peón y se dedicaba a teñir
telas con anilina. El registro de personal de la empresa, que cerró en 1996,
indica que sólo trabajó un año.
Después se volcó a un
emprendimiento más artesanal, asociándose con otro muchacho del barrio, Oscar
Maseda, y con un primo de éste, Justo Kende, para fabricar bijouterie (anillos,
pulseras, aros) para mujeres. Salía a venderlas con un muestrario a clientas
del vecindario o a pequeñas tiendas. López había llevado una vida sin rumbo
definido hasta que conoció a los Maseda, que durante muchos años fueron un
parámetro importante de sus relaciones afectivas. En esa casa de la calle
Melián, ubicada a dos cuadras de la suya, fue recibido como un hijo. El
matrimonio Maseda provenía de España y crió a sus seis vástagos, tres mujeres y
tres varones, en la Argentina. Don Julio Maseda trabajó en Obras Sanitarias y
en su tiempo libre construyó un mateo cubierto con un toldo de lona con el que
los fines de semana paseaba familias por la zona de Palermo. También había
creado un aparato para fabricar ladrillos a base de cenizas. Se daba maña con
los inventos. En cambio, su hijo Oscar era hábil con las artesanías, mientras
que José tenía empleo en Luz y Fuerza; el tercer varón, Roberto, trabajaba en
Obras Sanitarias, aunque lo suyo era el fútbol. Llegó a jugar en Olimpo de
Bahía Blanca y en la Primera División de El Porvenir. Tenía futuro, pero en un
partido que definía el campeonato, contra Gimnasia y Esgrima, se dio cuenta de
que sus compañeros estaban jugando a menos y se peleó contra todo lo que vio a
su paso. La suspensión lo dejó fuera del fútbol profesional. Los sábados y
domingos, López pasaba por la casa de los Maseda a comer un asado o compartir
un plato de fideos. Después se anotaba para jugar al fútbol con ellos. Junto
con otro grupo de muchachos formó un equipo que se llamaba Juventud, con el que
enfrentaban a todos los clubes del barrio: a Pinocho, a Tren Mixto, a
Lumington, a quien fuera.
López ocupaba el puesto de
half derecho y era temido por los adversarios: pegaba que daba miedo. Algunos
domingos, cuando jugaban en un terreno de la calle Mayol, los Maseda
aprovechaban para completar la tarde yendo a la cancha de Platense, pero López
ya no los seguía. Prefería volver a su casa y encerrarse a leer. Tenía una
biblioteca que cubría toda una pared. En su máquina de escribir, con sólo los
dos dedos ágiles de cada mano, tipeaba en largas cuartillas de papel sus
reflexiones sobre los mundos espirituales. Nadie, ni los Maseda ni su padre,
podía acompañarlo en esa búsqueda de conocimiento. López empezó a frecuentar El
Tábano por impulso de Roberto Maseda, que integraba la comisión directiva y
pasaba noches enteras en el salón del club.
El Tábano era un lugar de
encuentro social. Fundado en el año treinta en una casa alquilada sobre la
calle Melián, casi esquina Iberá. El club contaba con salón para pista de
baile, cancha de básquet y de bochas, buffet, sapo, billar y una oficina
administrativa. Después del trabajo, muchos obreros de Sedalana tenían el hábito
de ir a tomar un vermouth y perder el tiempo con las barajas. Los sábados por
la noche el club era una gloria. Sonaban las
orquestas típicas más apreciadas del momento,
D'Arienzo, Basso, Troilo, cantaba Jorge Casal, y las chicas del barrio y las
señoras de cierta edad, viudas y casadas, sacaban a relucir lo mejor del
armario para bailar el tango. El crédito de la zona era Roberto Goyeneche, al
que llamaban "Polaco", y que vivía sobre Melián, a la vuelta de la
casa de López. Goyeneche inició su carrera artística en El Tábano con la
orquesta Celestino, com-puesta por unos muchachos de la calle Quesada, todos
músicos. Fue en El Tábano donde, azuzado por Roberto Maseda, se supo que López
tenía vocación para el canto.
Pero no se vestía de frac
ni cantaba los sábados, ni tampoco se ocupaba de contratar orquestas, como
alguna vez se dijo. Los domingos a la noche, si la mesa no era muy larga,
improvisaba algunas arias a capella, sin exceder los límites de su ánimo
reservado. Sabía acometer tangos y boleros a pedido, tanto como canciones
españolas o italianas, pero lo que más le gustaba era la lírica. A veces un
bandoneonista ciego, Alejandro Fiorito, lo acompañaba con algunas melodías.
López, decían en la mesa, tenía la voz de un jilguero y hasta sabía imitar el
sonido de las aves.
Aprovechando la llegada de
los monjes capuchinos, que se instalaron en la iglesia Santa María de los
Ángeles, justo en la esquina de su casa, soñó con ser el tenor que cantara el
"Ave María" en las ceremonias nupciales. Muchos años más tarde,
cuando quiso legitimar su espacio y su propia historia dentro de las filas del
peronismo, López lanzó la versión de que a fines de los años treinta había
estudiado guitarra y canto con Aurelia Tizón, y que ella le había presentado a
su marido, el coronel Perón, antes de que éste fuera nombrado agregado militar
en Chile. Con ese argumento podía armar una figura perfecta: había sido un
hombre querido por las tres mujeres de Perón: Aurelia, Evita e Isabel.
La versión la relató el mismo López en varias
oportunidades. Puede leerse en un reportaje del Jornaldo Brasil publicado en
agosto de 1974. Sin embargo, el hecho es improbable. En la primera carta que le
escribió a Perón, en 1966, López se preocupó por demostrarle que siempre había
seguido sus pasos, aunque no hace referencia alguna a Aurelia Tizón. Véase
capítulo 9.
En aquellos años juveniles
en El Tábano, López no se mostraba interesado en profundizar otras relaciones
que fuesen más allá de los Maseda y de algunos pocos conocidos del barrio. Era
un muchacho educado, cuidadoso en los modales y respetuoso en el trato, pero
introvertido. Un día debió dejar de lado esa natural timidez. En una vulgar
discusión de barajas, un adversario puso en duda su hombría. López se puso de
pie, se abrió la bragueta, se valió de las dos manos para dejar al aire todo lo
que guardaba dentro de su pantalón y lo depositó, manso y pesado, sobre la
mesa. La barra quedó pudorosamente conmovida con ese gesto. López estaba bien
armado, con un miembro de dimensiones extraordinarias. No había duda de que, de
todos los presentes, era el que la tenía más larga.
López consiguió su primera
novia en la casa de los Maseda. Josefa era la mayor de las tres hermanas.
Regordeta, de ojos chispeantes y baja estatura, ocupaba un puesto de tejedora
en la fábrica de Sedalana, en tanto que Lucrecia y "Chocha"
trabajaban como obreras en la textil Campomar. Es probable que Josefa haya sido
la primera mujer que López tuvo a mano y que no le costara mucho cautivarla.
Impulsada por el rápido consenso familiar, Josefa se convirtió en su novia y,
pocos años después, en su esposa. Se casaron el 19 de junio de 1943. Él tenía
27 años y ella 25. Organizaron una fiesta acorde a sus posibilidades: en el
salón El Caballito Blanco de Cramer y Monroe, con invitados de la familia,
algunos amigos, y cuatro músicos que pusieron sus instrumentos (dos
bandoneones, un violín y una batería) para amenizar la fiesta. Por aquellos
años, el matrimonio se concedía algunos paseos por el centro de la
ciudad, que incluían algunas funciones en el
teatro Avenida, pero en términos generales no se movían del barrio.
López llevó a vivir a
Josefa a una habitación del fondo de la casa de su padre, a quien consumía la
diabetes. Unos años más tarde, para detener el mal, le cortarían una pierna.
Para maximizar sus ingresos, López sumó la elaboración de manualidades a la
venta de bijouterie. Hacía dibujos en lápiz y luego tallaba los bosquejos en
una plancha de cobre, sobre cuyo relieve emergía la representación de una
persona o un objeto. Los Maseda consideraban magníficas esas creaciones. Su
obra favorita era un plato de cobre con la efigie del general Perón, que
enmarcó sobre yeso y colgó en el comedor de su casa. Pero los ingresos
continuaban siendo escasos. López no tenía trabajo estable y tampoco
perspectivas. El matrimonio no funcionaba como era de esperarse. Además, Josefa
empezó a tener problemas en la cadera. Algunos muchachos de El Tábano de lengua
fácil atribuyeron esa dolencia a algún mal movimiento de López realizado al calor
de los primeros meses de matrimonio. Pero Josefa persistiría con el problema
toda su vida, y habría sido ella la que le reclamaría a López por el
incumplimiento de sus obligaciones maritales.
De acuerdo con la entrevista del autor con
una amiga de Josefa, ésta le reprochaba a su marido su falta de interés por las
relaciones íntimas. López aportaría algún elemento para justificar esa
renuencia. En su primer libro, donde reproduce la teoría de un filósofo
colombiano (Dr. Rojas), que indica que cuando una pareja se casa, "si
carece del conocimiento espiritual y científico, entonces proceden sin control
a hacer abuso de su sexo, quemando su energía creadora, lo cual les acarrea
como natural consecuencia, enfermedades y fracasos. Esta es una verdad plenamente
comprobada". Véase
Conocimientos espirituales, pág. 24. El libro
fue escrito en 1957 e impreso cuatro años más tarde en Claufer, Porto Alegre,
Brasil.
La solución para López,
como para muchos muchachos porteños que sufrían la falta de empleo, fue enrolarse
en la policía, cuyos únicos requisitos de ingreso se limitaban a la
acreditación de conocimientos básicos de lectoescritura. Sus concuñados,
Enrique Iglesias, ya casado con Chocha, y Gervasio Fraga, con Lucrecia Maseda,
tenían bien clara la idea del servicio e ingresaron a Bomberos y a la Policía
Federal en forma casi simultánea. El nuevo empleo le permitió a López ser mejor
considerado en el barrio. En los años cuarenta, un agente que cubría una parada
callejera era para los vecinos un hombre de confianza y hasta se lo invitaba a
cenar, si era suelto de palabras. Incluso López, con su uniforme recién
estrenado, solía pasar algunas tardes por la carnicería lindera a El Tábano,
donde le reservaban una bolsita con distintos cortes, a modo de humilde retribución
a la función social que desempeñaba. Según consta en su legajo, López ingresó a
la institución el 7 de diciembre de 1944, un año y medio después de contraer
matrimonio. Su primer destino fue la seccional 37a, de avenida Plaza y
Olazábal, casi en su mismo barrio. Cumplía funciones administrativas, apartadas
de cualquier situación de riesgo. Sin embargo, una noche que estaba de guardia
observó movimientos extraños en la casa de un vecino, y se apersonó para
indagar qué sucedía. El propietario, un funcionario de peso en el área
económica del Estado, le agradeció su preocupación y lo recomendó al coronel
Juan Filomeno Velazco, entonces jefe de la Policía Federal, quien luego de la
revolución de 1943 había impulsado la apertura de Centros Cívicos Independientes
para promover la participación ciudadana.
En 1945, a pesar de que
estaba cada vez más interesado en lecturas esotéricas, López no vivió con
indiferencia la apertura política que significó el peronismo para las masas,
aunque las fuentes no coinciden en precisar su real participación. Algunos
testimonios recogidos en
El Tábano mencionan que López se transformó
en uno de los referentes de un local de la calle Roque Pérez que pertenecía al
laborismo, partido que prestó su estructura legal para que Perón se presentara
como candidato a presidente en las elecciones del 23 de febrero de1946, y las
ganara. Otra fuente del entorno familiar (que prefirió permanecer anónima)
)indica que López se incorporó por un tiempo a un centro cívico de la calle
Núñez y avenida Forest, más interesado en las necesidades del barrio que en las
actividades partidarias.
Por entonces, el mayor
referente político de Villa Urquiza era "el Gordo" Giraudo, un ex
radical que se volcó al laborismo y abrió un local dela Junta Renovadora sobre
la calle Quesada. Allí también ubican a López. Lo cierto es que esas
referencias imprecisas en la génesis del justicialismo le alcanzaron años más
tarde para presentarse como uno de los fundadores del Movimiento, junto al
General Perón. Hacia 1950, cuando ya tenía cinco años dentro de la policía y
una calificación de diez en disciplina, López conoció a Eva Perón.
Hasta entonces, su carrera
transcurría sin fulgor y de su legajo no se desprende que haya disparado un
solo tiro. Sin embargo, sus antecedentes dan cuenta de sus enfermedades: a los
29años le detectaron "cálculos intestinales", luego sufrió una
"intoxicación alimenticia", tomó un mes de licencia por una
"apendicitis", padeció "fiebre aftosa" y hasta adujo ser
"mordido por un perro en un dedo índice", para faltar a su trabajo.
Es posible que López haya conocido a Eva Perón por una recomendación del
coronel Velazco, pero lo cierto es que ella, que desde el rencor y la pobreza
fue forjando sus sueños de actriz, fue quien le facilitó el acceso al mundo de
la radio.
El 27 de abril de 1950, de
acuerdo con su legajo, López pasó a ser "agente adscrito de la custodia
presidencial por solicitud del jefe de la misma" (el comisario Vindel) y,
"por pedido de la señora esposa del Excmo. Señor Presidente de la
Nación", se ocupaba de custodiar la entrada de Agüero 2502 del Palacio
Unzué y además compartía tareas administrativas con un empleado civil. Después
de atravesar la puerta de entrada, había una pequeña oficina donde se recibían
cartas para Perón y Evita y se solicitaban audiencias. También podía ingresar
algún ministro o funcionario de jerarquía, que visitara el chalet presidencial,
ubicado a cincuenta metros de la entrada. López tenía un acceso sólo visual al
palacio del general Perón. Si las persianas del primer piso del palacio estaban
abiertas, podía verlo trabajar en su escritorio, o podía observar a Evita, que
caminaba por el parque en compañía de Atilio Renzi, el intendente, o de
Francisco Molina, su chofer. Con frecuencia, Perón y Eva salían por el portón
de la calle Austria para dar un paseo en auto por Buenos Aires. En ese ámbito,
el trabajo de López no era muy exigente, pero tampoco ofrecía grandes
posibilidades de ascenso.
López cumplía un turno de
ocho horas, que solía matizar con una pasada por el casino de oficiales, el
almuerzo o la visita a la peluquería del primer piso, dentro de la residencia.
En esa época llevaba el pelo negro y lacio, peinado para atrás. Desde lejos,
algunos confundían su estampa con la del actor Jorge Salcedo, aunque con quince
centímetros menos de altura. López no integró ninguna de las cuatro brigadas
que acompañaban al general Perón en sus salidas diarias. Sin embargo, de su
paso por el Palacio Unzué logró llevarse una foto histórica, que lo muestra
sobre la escalerilla de un automóvil Packard negro, junto a Perón, luego de que
éste regresara de una gira triunfal por Chile, cuando visitó al presidente
Carlos Ibáñez del Campo, en febrero de 1953. No era un acto de servicio que le
correspondiera cubrir, pero su presencia tiene una explicación: cuando los
movimientos del presidente implicaban cierto riesgo de seguridad, se convocaba
a agentes de la residencia para sumarlos a la brigada de custodia. En esas
circunstancias se subió López para lograr la imagen que utilizaría para
montarse sobre la historia del peronismo. Además de esa foto, y de la supuesta
recomendación de Evita que aparece en su legajo, López atesoraría dos contactos
que veinte
años más tarde serían clave para su cruzada
contra la Tendencia Revolucionaria peronista y la izquierda: los jefes de
brigada de la custodia de Perón, inspectores Alberto Villar y Juan Ramón
Morales.
En pocos años, tanto por
su vocación lírica como por su condición de policía, López ya era merecedor de
cierta admiración en El Tábano. A pesar de que sus visitas eran esporádicas, su
influencia dentro del club iba en ascenso. Una vez hizo levantar una clausura
por falta de higiene. Lo llamaron a la residencia presidencial al mediodía y a
las cuatro de la tarde el problema estaba resuelto. En otra oportunidad llevó y
repartió un equipo de camisetas verdes y blancas, con pantalones y botines,
para que los chicos del club participaran en los Campeonatos Infantiles Evita.
En El Tábano se comentaba que, pese a su aire esquivo, siempre estaba dispuesto
a ayudar. En cierto modo, López trasladaba a su barrio los gestos propios de la
beneficencia peronista que provenían de la residencia. El presidente y su
esposa solían entregar juguetes a los niños que se acercaban al Palacio Unzué,
y algunos empleados y policías de la custodia los acompañaban en la
tarea.
Juan Filomeno Velazco era incondicional de
Perón y simpatizante del Tercer Reich. El 2 de mayo de1945, Velazco reprimió a
los porteños que salieron a festejar la caída de Berlín. Véase Uki Goñi, Perón
y los alemanes, Buenos Aires, Sudamericana, 1999, pág. 208.
Fue también Eva Perón
quien voluntariamente o no le facilitó el camino para desarrollar su vocación
artística. A mediados de 1951, la esposa del presidente solía atender los requerimientos
populares en la Secretaría de Trabajo y Previsión, una oficina ubicada en el
edificio del Concejo Deliberante porteño. Un día, a López le tocó custodiar la
entrada del edificio y cuidar el orden de las filas. Súbitamente apareció Jorge
Lanza, un recitador gauchesco a quien Evita conocía, y le pidió que para
ahorrar tiempo le permitiera el acceso directo a la primera dama. López le
franqueó el paso y Lanza subió al despacho. A su regreso, le agradeció el gesto
y se enteró de que el agente también era un artista como él, o al menos
pretendía serlo. López ya tenía 34 años y hasta entonces su vocación lírica no
le había permitido siquiera una oportunidad real para el fracaso. Lanza le
aconsejó que visitara de su parte a un amigo que trabajaba en Radio Mitre, y le
entregó una tarjeta personal.
En ese tiempo no existía
la televisión y los artistas de la radio eran las grandes estrellas; alrededor
de ellos se formaban clubes de admiradores. Los fines de semana salían de gira
por los pueblos del interior del país para mostrarse en carne y hueso, hacían
su número y se llevaban su parte. Para que un artista llegara a trabajar en una
emisora necesitaba la aprobación de un productor artístico o del director de
programación. El amigo de Lanza estaba situado un escalón más arriba: era José
María Villone, el director de Radio Mitre, un periodista formado en el
espectáculo. Los efectos de la reunión fueron inmediatos. En agosto de 1951,
López ya cantaba en "La matinée de Luis Solá", el seudónimo del
conductor Ferradoz Campos. El programa rebasaba de cómicos, recitadores
criollos y conjuntos de guitarra, todos artistas de sobrada popularidad (cada
cual con su propia cartera de auspiciantes) que recibían bolsas repletas de
cartas que enviaban los devotos oyentes .Para apuntalar su carrera artística y
aprovechar el potencial que le ofrecía la radio, López se dispuso a
perfeccionar su voz y se acercó al Conservatorio Donizetti, inaugurado por el
violinista Fernando Tuzzio en la calle Ugarte, en Coghlan, por el año 1916.
En 1951, cuando el policía
fue a golpear a su puerta, Tuzzio ya había bajado la persiana del
conservatorio, pero su hijo Hugo, de 19 años, continuaba con la enseñanza en la
casa familiar. López le pidió clases de repertorio. Se lo notaba muy enamorado
de su propia voz, que era aclamada en fiestas y reuniones privadas, cuando
cantaba obras líricas ligeras,
aunque secretamente aspiraba a que las clases
lo ayudaran a acceder a las cumbres del género dramático. Prudente, su profesor
le aconsejó empezar con un repertorio sencillo, adaptado a sus propias
necesidades y su talento; luego, a medida que se pudiera compro-bar la
evolución de su voz, podría abordar desafíos mayores. Tuzzio intuyó que las
ilusiones del alumno eran desmedidas: había nacido sin instinto musical y su
voz, ese instrumento de la naturaleza por el que López se sentía agraciado, a
su profesor le sonaba apagada y sin sustancia. Nunca llegaría a ser el tenor
que soñaba. Pero tampoco había necesidad de decírselo. López llegaba puntual a
las clases (a veces con su hija Norma, de apenas seis años), traía sus
partituras y lanzaba con entusiasmo su voz cantarina, imaginando sonidos
bellísimos, acompañado en el piano por su maestro. López no escondía su
voluntad de aprender y su presencia era bienvenida en la casa. Tenía una
conversación agradable que podía desde versar sobre la vida cotidiana de Perón
y Evita hasta explayarse acerca de sus singulares conocimientos sobre el
Universo.
Explicaba las cosas de un
modo persuasivo, posando sobre los ojos de su interlocutor una mirada muy
franca y serena, como la de un ser angélico, que, contando con un mínimo de
ingenuidad o disposición de la otra parte, hubiera podido llevar a la cama a
cualquier vecina. Por entonces, López ya hacía pública su apetencia por lo desconocido.
A la madre de su profesor,
a la que trataba siempre con mucha educación, en una oportunidad le sugirió que
cambiara la disposición de los jarrones de porcelana china porque estaban
afectando su personalidad, y otro día le recomendó que los tirara porque la
estaban dañando. También solía explicarle que los colores de sus vestidos no
estaban en armonía con los astros que predominaban cada día. Los lunes rige la
Luna, y el color ideal es el blanco. El martes es el día de Marte, y se debe
usar el rojo. El miércoles predomina Mercurio, y hay que usar el amarillo. Con
esos mismos argumentos, años más tarde, conse-guiría atraer el interés de
Isabel Perón, la tercera esposa del General.
Una noche, López se
presentó muy tarde en la casa de los Tuzzio. Al cabo de un año de clases, había
ganado cierta confianza en la familia, pero nada que no fuera una urgencia
hacía prever una visita a esa hora: se había enterado de que su profesor había sido
convocado para acompañar la gira de Beniamino Gigli, tenido por los
especialistas como el continuador de Enrico Caruso, y quería conocer los
secretos del tenor italiano. No obstante su devoción por el canto lírico, su
participación en Radio Mitre no había generado la euforia que despertaban otros
artistas, como era el caso de Delfor Cabrera y Héctor Ferreyra, que luego
formarían parte del quinteto humorístico La Revista Dislocada. López comentaba
los dramas de una ópera, su historia y, también, desde un enfoque técnico,
relataba las acrobacias que debían realizar los tenores para llevar su voz a
los máximos agudos. Luego él mismo cantaba una o dos canciones, siempre
acompañado por el guitarrista Jiménez, del elenco estable de la radio, a la que
llegaba vistiendo su impecable uniforme policial, distinguido con unas polainas
negras que le cubrían las botas hasta la rodilla. En esos micrófonos de la
radio, rodeado de afamados artistas, se gestó su fantasía de cantar en teatros
internacionales. Incluso en el casino de oficiales de la residencia
presidencial se comentaba que Evita iba a mover el hilo de sus contactos en
Milán para que actuara en La Scala.
José María Villone no sólo
le permitiría a López su rápido desembarco en la emisora de la calle Arenales,
sino que lo guiaría en la dirección adecuada para provocarle la explosión
mística que durante muchos años había anhelado para su espíritu. Al igual que
su padre, José Valentín, Villone era masón. Había nacido en Buenos Aires y de
muy joven se trasladó a Corrientes, siguiendo el destino laboral de su
progenitor, funcionario jerárquico de Ferrocarriles Argentinos. En esa
provincia, José María empezó a frecuentar una fraternidad en la que se
impartían enseñanzas de vida y se iniciaba a los concurrentes en lecturas
esotéricas.
A su vez, por
influencia de sus hermanos mayores, se sentía atraído por el espectáculo: Julio
era pianista y luego dirigiría orquestas. Su hermana María Teresa, que se había
agregado el nombre Márquez como seudónimo y cantaba en español y en guaraní,
ganaría fama en todo el Litoral a partir de su éxito "Mis noches sin
ti". Villone volvió a Buenos Aires luego de ganar una beca que promovía el
diario Crítica para jóvenes del interior. Encontró un lugar en Pan, la revista
de variedades del diario, y luego trabajaría en Maribel, Radiolandia y
Antena.
Entonces promocionaba a
las hermanitas Legrand, ganadoras de un concurso de caza- dores de autógrafos,
entrevistaba a Eva Perón cuando iniciaba su carrera artística, y en esas
actividades se ganaría el aprecio de Jaime Yankelevich, pionero de la
radiofonía, quien le fue confiando la dirección de radios del interior, hasta
colocarlo en Radio El Mundo y posteriormente en Radio Mitre, de Buenos
Aires.
Cuando conoció a López,
Villone ya estaba casado con "Buba". López quedó impactado con la
belleza de esa mujer y la primera vez que la vio pensó que era una compañía
ocasional que Villone había conseguido por sus vinculaciones artísticas.
Incluso lo incomodó que la hiciera entrar a su casa, porque no sabía cómo iba a
reaccionar Josefa. El director de Radio Mitre aclaró que era su esposa y la
situación se compuso. El matrimonio Villone tenía a López por un hombre
confundido y en cierto modo triste, pero muy inteligente y con inmensas
inquietudes espirituales que no podían ser ni compartidas ni evacuadas por su
esposa. Josefa había sido educada en un mundo sin misterios, y estaba más
interesada en criar a su hija Norma que en escuchar los recitados de su
marido.
Una versión no confirmada indica que, por pedido
del propio Lanza, Evita decidió pagarle a López estudios vocales en un
conservatorio de música.
José María Villone conoció a Buba cuando ella
tenía 15 años y era encuadernadora de Fabril Financiera, donde se imprimía
Maribel. El día que la invitó a salir, Villone le comentó que un amigo vidente,
José El Árabe, le había asegurado que se casaría con una mujer de cabellos
largos como los de ella, y que tendría tres lunares en el pecho izquierdo. Buba
se sintió mal: pensó que su pretendiente la confundía con una loquita del
ambiente artístico, de aquellas que se prestaban a cualquier cosa con tal de
que la ayudaran en la carrera. Su madre y sus tres tías le ordenaron que no lo
viera más. Cinco años después, volvió a encontrarlo y se casó con él. José El Árabe
no había equivocado la predicción: Buba tenía tres lunares en el pecho
izquierdo.
Unidos por el estudio del
espíritu, López y Villone fueron afianzando su amistad a través de sus esposas.
Muchas veces las reuniones se hacían en la casa del barrio de Liniers, y otras
cenaban en la mesa instalada en el patio de la casa de Villa Urquiza, donde
López mostraba con orgullo las paredes de una nueva habitación que estaba
levantando. Mientras las mujeres avanzaban en conversaciones sobre temas
cotidianos, los hombres intentaban comprender las dimensiones de una Naturaleza
invisible a los ojos del profano, y que contenía potencialidades que ni
siquiera la ciencia era capaz de develar en su totalidad. En el Universo había
infinidad de misterios. Pero en la escala de lo cósmico estaba la clave. López
y Villone creían que los espíritus, a medida que encarnaran en sucesivos
cuerpos, perfeccionarían las realizaciones mentales y morales de los hombres, y
esa espiral evolutiva, los llevaría a ser buenos y benévolos como los grandes
santos.
Pero todas esas
abstracciones que López iba enhebrando en sus discursos se derrumbaban cuando
intervenía su esposa. No soportaba sus interrupciones, le
resultaba intolerable que no entendiera nada ni tampoco demostrara interés
en aprender. Villone, en cambio, intentaba darle un lugar a Josefa en el curso
de las conversaciones esotéricas.
-Dejala que hable, ella tiene que pensar,
tiene que sentir, le explicaba.
-Pero no entiende, se enojaba López.
-No dejes de lado a tu
familia. Dios te dio la posibilidad de comprender otras cosas y a ella no. Pero
es tu compañera y está a tu lado, aunque no sepa de lo que estás
hablando.
Una madrugada López le
mostró a Villone algunos de sus apuntes sobre la vida de Jesús, que diferían de
las tradicionales interpretaciones de la Iglesia Católica. Llevaba ya muchos
años escribiendo en su máquina de escribir, consultando libros, apelando a
citas de los Evangelios. Villone le dijo que estaba necesitando una guía y le
aseguró que él se la presentaría. Y le habló por primera vez de Victoria
Montero. López pensó que, si alguien lo ayudaba a educar su espíritu con el
mismo esmero del profesor Tuzzio en perfeccionar su voz, podría alcanzar las
cumbres de lo sublime.