sábado, 4 de abril de 2020

CAPITULO 19-EL FIN

CAPITULO 19
EL FIN


Cuando López Rega ingresó a prisión, su entorno familiar volvió a entrar en corto circuito. La disputa entre su hija biológica y su hija espiritual, que se había gestado en Suiza, se agudizó en Miami. Norma estaba segura de que la Cisneros lo había traicionado. El 30 marzo de 1986, cuando Cisneros supo que Norma viajaba a Miami para ver a su padre, pensó que venía a matarla. Le transmitió sus temores a López Rega, con el que todos los días hablaba por teléfono durante veinte minutos. López trató de disuadirla y le dijo que Norma no era capaz de matar a nadie a tres corresponsales argentinos en Miami para hacerles conocer las supuestas intenciones de la hija de López Rega. Para Norma, el primer encuentro con su padre en la prisión de Metropolitan Correctional Center fue muy doloroso. Él casi no le habló y ella lo miraba y no encontraba las palabras. No entendía cómo podía haber contratado a un abogado recomendado por el FBI. Le dijo que la Cisneros, en todos estos años, lo había ido aislando del resto del mundo, que se había apropiado de sus bienes y de su identidad, y que por culpa de ella ahora estaba en prisión. La misma impresión tenía Luis Prieto Portar: desde que la concertista había tomado el control de la situación de López, todo se había desbarrancado. Además, Cisneros tenía actitudes extrañas. 


En su afán de protegerlo y cuidarlo en la vida de todos los días, en la práctica había ido absorbiéndolo hasta el punto de impedir que se viera con nadie. Durante una temporada, con el fin de agradarlo, la concertista se había teñido de rubio y se ataba el pelo con un rodete, para parecerse a Isabel Perón. Pero, al margen de eso, para Prieto eran incomprensibles los motivos por los que, además de dejar actuar a su criterio a la Cisneros, López también había aceptado entregarse a la Justicia faltando apenas tres meses para que venciera el plazo de la orden judicial que le impedía regresar a Suiza. En mayo de 1986 ya hubiera podido estar otra vez en su casa de Villeneuve. 
Norma había viajado a Miami junto a Jorge Conti. El periodista y veloz escribano (ex inter- ventor de Canal 11) había trabado relación con ella en el ministerio y en la redacción de Las Bases, pero cuando empezó a visitarla en la cárcel se fue gestando la relación amorosa. Cuando murió su pareja, Raúl Lastiri, Norma se sintió en libertad para reconstruir su vida, y tuvieron dos hijos, que ya habían conocido a su abuelo en un viaje a Miami. 
Pensando en la posible desprotección judicial de López Rega, y con la intención de tomar el control de la situación, Norma y Jorge Conti llevaron un abogado, Juan Carlos Ortiz Almonacid. Además de asesorar legalmente a la secta del reverendo Moon en la Argentina, Ortiz Almonacid era congresal del justicialismo y en base a ello le informó a la prensa que su de- fensa había sido encargada por el partido, intentando demostrar el respaldo con que conta-ba una figura a la que todo el peronismo, en realidad, quería olvidar para siempre y extirpar de su historia. 
Lo primero que hizo Ortiz Almonacid cuando vio a López Rega en la sala de visitas de la prisión fue criticar la actuación del abogado Luis Fors. “Lo único que hizo fue ponerle un saco tres números más grandes que el suyo para impresionar al jurado y decir que usted estaba enfermo, en vez de preocuparse por proclamar su inocencia, afirmó. Y le explicó que debía encarar la defensa de otra manera. Pero cuando advirtió el clima de tensión familiar que existía entre López y su hija, empezó a preocuparse. Por eso, con toda la delicadeza de la que era capaz, le preguntó a López Rega quién se iba a hacer cargo de sus honorarios. El encausado le respondió que perdiera cuidado: -Te voy a pagar hasta el último peso, pibe. 
Almonacid intentó darle un perfil político a su estrategia judicial y se mostró ejecutivo desde el primer día. Aceptó el asesoramiento de Fors porque nada conocía de los procedi- mientos judiciales de Miami y pidió una audiencia para reclamar la libertad bajo fianza de López Rega, en mérito a las "circunstancias especiales" por las que atravesaba el detenido. 
El juez Smargon le concedió fecha para el 2 de abril de 1986.En su exposición en la sala, Almonacid dijo que los juicios contra López Rega habían sido promovidos por la Junta Militar argentina para justificar el golpe de Estado y el encarcelamiento de Isabel Perón. También hizo notar que el gobierno argentino era prescindente en el juicio de la extradición y presen-tó el recorte de un diario con una declaración del entonces ministro de Educación y Justicia, Carlos Alconada Aramburú. Ortiz Almonacid se sintió confiado porque advirtió que el juez seguía su ponencia con atención. Sin embargo, sólo se trataba de un problema de equiva- lencias lingüísticas: Smargon pidió al intérprete que lo ayudara a entende rqué significaba la palabra "junta". Ortiz Almonacid quiso facilitarle la comprensión, traduciendo él mismo al inglés. "Yunta militar", aclaró con énfasis. El juez giró la cabeza hacia el intérprete en busca de auxilio y éste le devolvió la mirada en silencio. Hubo un instante de hilaridad en la sala, pero el abogado se recuperó: "Régimen militar. Eso es", rectificó. Luego lanzó una batería de argumentos para reclamar la libertad de su defendido. Dijo que al estar López Rega detenido en Miami se le dificultaría la preparación de su defensa por el costo de los viajes y las comunicaciones telefónicas; explicó que en 1952 hubo un ciudadano yugoslavo al que se le había concedido la libertad bajo fianza en un pedido de extradición, y resaltó el caso de José Miguel Vanni, a quien había defendido en una causa que consideró "análoga" a la de López Rega, y al que el gobierno español le había otorgado asilo político en primera ins-tancia, y luego fue sobreseído. Almonacid estableció la defensa de López Rega desde lo político. En cambio, cuando le tocó exponer, María Elena Cisnerosbuscó mostrar la faceta humana de su compañero. Quiso desligarlo de la imagensiniestra que había construido en su paso por el gobierno peronista. Cisneros contó que lo amaba y respetaba como a un padre. Que a causa de su diabetes lo cuidaba de todas las formas posibles: lo alimentaba, le cortaba el pelo. Y reveló que en la prisión había perdido el ochenta por ciento de su visión, a causa de la desprotección en la que estaba. 
Cuando le llegó el turno de hablar, López Rega se presentó como un político retirado y perseguido, pintor y escritor. Explicó que había llegado con propósitos amistosos a los Estados Unidos, un país donde la libertad y la justicia caminaban juntas. Relató su entrega voluntaria al FBI y quiso aclarar que su ingreso migratorio lo había hecho con el pasaporte oficial de ministro de Bienestar Social, que tenía legalizado. 
Cuando Fors, para poner en evidencia las garantías de confiabilidad que brindaba su defendido, le preguntó a López Rega si estaba dispuesto a entregar ese pasaporte y per- manecer en los Estados Unidos, el ex ministro ofreció una sucesión de respuestas emotivas, con tono alto y en forma pausada, dando tiempo de sobra a la labor de la intérprete. Mientras hablaba, parecía hacer grandes esfuerzos para contener el llanto. Toda la sala se sintió como en un teatro. 
-Soy un hombre religioso, un hombre sensible y un hombre estudioso —dijo—. Toda mi vida la dediqué al servició de mi patria. Yo fui un policía honrado por mi país. ¿Cómo voy a tener antecedentes criminales? Nunca quise huir de mi patria. Yo era el mayor inconvenien-te para el golpe militar que se estaba preparando. Y los militares armaron una trampa. Le dijeron a la señora de Perón que me iban a matar en la misma residencia presidencial si yo no me iba del país. Entonces la señora me llamó con lágrimas en los ojos y me dijo: "Por favor ¡váyase! Porque lo quieren matar y yo no quiero eso". Yo le pregunté: "¿Me dice esto como presidenta o como amiga?". Esto es histórico, lo juro por Dios. "Como presidenta y como amiga yo necesito que usted se vaya del país", me dijo. Y para que no saliera como un ladrón escondido, me designó embajador plenipotenciario en Europa, para hacer estudios económicos y financieros en relación con posibles inversiones en el país. Después, López Rega miró al juez Smargon y le relató sus padecimientos en la cárcel. 
-Yo soy un hombre muy emotivo. Todo lo que significa injusticia me afecta profundamente. Mi salud está resentida. El azúcar subió mucho durante mi primer día en prisión. Llegó hasta 400 miligramos. Es una barbaridad: lo normal es 100. A los cinco días bajó a 260, y ahora está en 206. 
En ese momento, López Rega empezó a llorar. Lo acompañaba Cisneros, que hacía buen rato que sollozaba. Eran los únicos llantos que se escuchaban en el silencio de la sala. 
-El doctor en la prisión me descubrió un soplo al corazón que antes no tenía (prosiguió el encausado). Estoy muy mal de la vista y tengo continuos mareos. Además soy viejo, señor. Puedo caminar, pero no correr. Tengo la cabeza clara, el alma joven, ideales firmes y no cambiaré. No temo a las acusaciones que me han hecho. Pido perdón para toda la gente que me hizo daño y me lo sigue haciendo. Soy inocente de todo lo que se me acusa y estoy listo para presentarme ante Dios cuando Él quiera. 
En los quince minutos de receso que concedió Smargon, los familiares de López Rega pensaron que con su exposición la batalla judicial ya estaba casi ganada. El juez podría dictar la libertad bajo fianza. Pero la fiscal Karen Moore, que representaba al Estado argen-tino y quería que permaneciera preso hasta el juicio de extradición, fue demoliendo esa esperanza apenas comenzó su exposición. Moore destruyó los argumentos de Ortiz Almonacid y de su defendido: el abogado, dijo, podía preparar la defensa en la Argentina; los médicos de la cárcel habían ratificado que la salud de López Rega estaba estabilizada; el gobierno argentino consideraba conveniente su detención y extradición, según la información que había recibido del Departamento de Estado; y Alconada Aramburú había pedido "ecuanimidad" a la Justicia, lo que en modo alguno significaba "prescindencia". Moore explicó además el contexto político de los Balcanes en el momento de decidir la libertad del caso Artuvic, citado por Ortiz Almonacid en favor de su defendido, precisando las diferen-cias entre uno y otro caso. 
Después de escuchar a las partes, el juez determinó que López Rega debía permanecer en prisión, donde su salud seguiría controlada. Concluyó que si la defensa demostraba que los cargos en su contra tenían motivaciones políticas, podrían ser considerados en la audiencia pública del 28 de abril, cuando se tratara la extradición. 
Para ese día, el Estado argentino envió a tres fiscales para sostener la acusación contra López Rega: Juan Carlos Rodríguez Basavilbaso, por la causa de fondos reservados; Alber-to Belardi, por la causa de la Cruzada de la Solidaridad, y Aníbal Ibarra por la causa de la Triple A. Para la audiencia de los Tribunales de Miami, también apareció Guillermo Patricio Kelly. Su presencia agitó a la prensa. Kelly dijo que se presentaba como querellante en la causa de la Triple A, y que declararía como testigo secreto, con cartas credenciales autorizadas por el juez Archimbal y la embajada norteamericana. El día anterior se había reunido con Jeff Bush, dirigente republicano del estado de Florida, y le entregó una foto de López Rega junto el líder libio Khadafi para que tuviera en cuenta los antecedentes criminales del encausado. 
Por su parte, Ortiz Almonacid también interiorizó del caso a Jeff Bush en una cita que logró a través del dirigente cubano anticastrista Eladio Armestro García, quien, según Cisneros, se había ofrecido como garante de una posible fianza para la libertad de López Rega. En el marco de la estrategia de politización del juicio, a Ortiz Almonacid se le ocurrió dar un golpe sorpresa cuando, antes de que empezara la audiencia, se encontró al fiscal Rodríguez Basavilbaso de espaldas en el mingitorio del baño. Inesperadamente, le pidió al fiscal de la acusación que actuara como testigo de la defensa. La propuesta tenía una explicación: por entonces Rodríguez Basavilbaso tenía trabado su ascenso a juez en la Cámara de Senadores, en virtud de que había apelado el sobreseimiento de Isabel Perón en la causa de fondos reservados en 1981. Almonacid entendía que el suyo podía ser tomado como un "caso testigo" para demostrar la persecución política en la Argentina, de la que también era víctima el ex ministro. 
La audiencia comenzó con la exposición de la asistente de la fiscalía Pamela Stuart, quien detalló los cargos contra López Rega. Después el juez se dispuso a levantar la sesión y llamar a nueva audiencia veinte días después. Ese era el tiempo que le tomaría evaluar las dos mil fojas de la acusación, traducidas al inglés, que acababan de llegar desde la embaja-da argentina en Washington. Ortiz Almonacid se irritó con esa resolución. Le ordenó a Fors que le pidiera al juez que dictara la absolución en ese momento o que comenzara a tratar el caso. Su colega dudó en traducir su pedido, y entonces fue el mismo Almonacid quien le dijo a Smargon que debía dar por comenzado el juicio porque su defendido no podía permanecer más tiempo encarcelado. La fiscalía norteamericana le advirtió que las cajas contenían nuevas acusaciones contra López Rega, pero a Ortiz Almonacid no le interesaba conocerlas. 
Esta vez, su alta exposición mediática ocasionaría algunos perjuicios a Kelly. Una semana después demostrarse en Miami, el ex juez Pedro Narvaiz presentó un escrito en el juzgado de Archimbal donde hacía notar la incongruencia que suponía que el mismo querellante de la causa de la Triple A fuese también un sospechado de integrar esa organización en sus orígenes, y adjuntaba como elemento de prueba un artículo de la revista El Porteño del 27 marzo de 1984. 
-Si en esa documentación no se preparó una novela, yo tengo respuesta a todas las supuestas pruebas, afirmó. 
Y enseguida planteó una moción la nulidad, porque la documentación judicial había lle- gado a los Tribunales un día más tarde de lo estipulado. Incluso reclamó una sanción al go- bierno argentino. El juez Smargon rechazó ambas peticiones. Luego, Ortiz Almonacid con- vocó al estrado a Rodríguez Basavilbaso y empezó a interrogarlo a fin de que explicara cómo los procedimientos judiciales estaban sujetos a la persecución política en la Argen-tina, pero el juez Smargon dijo que no iba a permitir que la justicia norteamericana pusiera en tela de juicio a funcionarios de un gobierno con el que tenían buena relación. Ortiz Almonacid siguió dando batalla: expresó que el origen de todos los procedimientos penales contra su defendido debían considerarse nulos porque se iniciaron cuando su defendido era funcionario y debía haberse pedido previamente el desafuero. Luego, su discurso se internó en un laberinto histórico que lo llevó a mencionar a Jesús Porto, Celestino Rodrigo y el Gordo Vanni, hasta que el juez le pidió que frenara: 
-Se supone que usted tiene que convencerme, pero llevo una hora prestándole atención y no puedo entender de qué me está hablando. Clarifique sus objetivos porque no está logran- do nada. Le doy cinco minutos para convencerme de que esto es un proceso político, dijo. 
Ante este desafío, Ortiz Almonacid se sintió en la necesidad de dar una respuesta didác- tica. Tomó una caja de recortes de diarios que tenía a su lado, donde se referían las respon- sabilidades criminales de la dictadura militar, y las equiparó a la guerra que, dijo, habían librado contra López Rega. Empezó aponerlos en el escritorio de la intérprete para que los leyera. Smargon prefirió dar por terminada la sesión y convocó a las partes a una nueva audiencia para el día 21de mayo de 1986. 
Ese día, Guillermo Patricio Kelly llegó a los tribunales con una remera que tenía estampa- da una foto de López Rega con pequeños bigotes, emulando a Adolfo Hitler, e hizo pasar a la sala al pintor que había contratado para transgredir la disposición que prohibía el ingreso de fotógrafos. A media mañana, el hombre comenzó a bosquejar sobre un bastidor dispuesto sobre un atril la imagen del jurado y el acusado. 
Kelly no había sido autorizado a declarar. Frente al juez, Ortiz Almonacid reiteró su pedi-do de nulidad del proceso judicial porque dijo que las carátulas y los oficios habían sido fraguados, y enfatizó su convicción en la inocencia de López Rega. 
-Se acusa a mi defendido de ser un delincuente, cosa que no es cierta. Mire cómo será tan falto de realidad este caso que el gobierno argentino lo acusa de ser el responsable directo de la muerte de dos mil personas, a pesar del poco tiempo que él estuvo al frente del Minis-terio de Bienestar Social, supuesta sede de la organización Triple A que él encabezaría. Haciendo un cálculo rápido, el entonces ministro tendría que haber dado muerte personal-mente a un promedio de tres o cuatro personas diarias a la vez que atendía sus tareas oficiales. Esto es una gran novelería. 
El abogado Fors intentó profundizar la idea de que era imposible comprobar los supuestos delitos atribuidos a López Rega. Pero su línea de argumentación, de golpe, se le volvió en contra: -A Hitler lo acusaron de infinidad de hechos criminales, de haber matado y torturado, pero nunca se le vio un arma en la cintura. Lo mismo pasa con mi defendido. 
La audiencia se suspendió hasta el día siguiente. Cuando se marchaba, Cisneros se abalanzó sobre el pintor y quiso arrancarle su trabajo, en el que se veía a López sentado en un banco mirando al juez. Kelly intentó defender la posesión de la obra, forcejeó con ella e impidió que se la arrebatara, pero uno de los puntapiés de la concertista le dejó un moretón en un tobillo. Kelly luego ofrecería una reproducción del dibujo a la revista Gente, que lo publicaría a doble página. 
En la audiencia del día siguiente, López Rega comenzó a defenderse de las acusaciones. En primera instancia, negó que le hubiera comprado armas a Khadafiy que éstas hubieran sido ocultadas en su ministerio, aunque reconoció que él iba poco al edificio: su principal ocupación era la de secretario de Isabel Perón. Volvió a contar historias de su relación con ella y con el General, y reivindicó sus actuaciones en el gobierno peronista. Empezó a irritarse cuando la ayudante de la fiscalía Stuart mencionó el pasado de bailarina de la ex presidenta. 
-Si quiere insinuar que es una prostituta, usted está involucrando la moral de muchas bailarinas que después fueron presidentas o primeras damas. Usted es muy insolente, le espetó. 
La discusión en torno a este punto continuó por más de una hora. Después, cuando Stuart cambió el enfoque y le pidió que precisara el destino de los fondos reservados y los cheques de la Cruzada de la Solidaridad, López Rega mostró huellas de resignación. 
-¿No se da cuenta de que no tengo ningún interés de hacer una defensa de mi persona? Sé lo que me quiere hacer decir: que yo le decía a la señora de Perón lo que tenía que hacer. Pero eso no es verdad. Mi persona ya no está en esta vida. Ya es de otra. 
Su exposición produjo mucho menos impacto en la sala que en la ocasión anterior. Qui- zás, advirtiendo que ya no tenía salvación posible, prefirió hacer una apelación mística para demostrar que lo estaban juzgando por cuestiones terrenales, cuando su espíritu era parte del Orden Cósmico y debía responder antelas leyes del Universo. 
Pero Ortiz Almonacid no quiso darse por vencido y continuó planteando la defensa en la Tierra. Jugó su última carta. Le explicó al juez Smargon el sentido dela Ley 23.062 de Control Constitucional (que actuó como instrumento de reparación histórica), que había sancionado el Parlamento argentino en 1984. Y empezó a leer el artículo uno: carecen de validez jurídica las normas y los actos administrativos emanados de las autoridades de facto surgidas por un acto de rebelión, y los procesos judiciales y sus sentencias, que tengan por objeto el juzgamiento o la imposición de sanciones a los integrantes de los poderes constitucionales... 
Según Almonacid, este artículo no sólo protegía legalmente a su defendido, sino que el artículo 3 impedía proseguir las acciones judiciales contra María Estela Martínez de Perón, una de las cuales era la de los fondos reservados, que era a su vez una de las causas por las que se pedía la extradición del ex ministro. Esta ley confundió un poco al juez Smargon, que no entendía para qué el gobierno argentino había enviado los fiscales a Miami con la inten- ción de llevarse a López Rega si después no podrían proseguir la acción penal en su territo- rio. Los fiscales explicaron que en realidad el beneficio de la Ley de Reparación Histórica era sólo para la ex presidenta, lo cual otorgaba un margen a Ortiz Almonacid para discutir su constitucionalidad en la audiencia. Pero al juez le pareció demasiado complejo involu-crarse en ese asunto. 
-Lo voy a resolver de una manera práctica, dijo, con tono expeditivo. Ustedes se llevan al acusado a la Argentina y después vean si lo pueden juzgar o no. 
Antes de dar su dictamen, el juez confesó que el caso le había resultado fascinante por los difíciles problemas que planteaba y también por la personalidad del acusado. Consideró que las pruebas presentadas por el juez Archimbal eran válidas y que López Rega merecía ser juzgado en su país. "La atmósfera política que rodeó los hechos no elimina su carácter de crímenes comunes, confabulación, asesinato y malversación de fondos públicos", dijo. 
Al escuchar el dictamen, Ortiz Almonacid y Fors corrieron hacia su defendido y lo sostu- vieron, ante el temor de que se desmayara. López Rega permaneció otros cuarenta y cinco días en la prisión, a la espera del resultado de una apelación a un Tribunal Superior del esta- do de Atlanta. La había presentado Fors. Pero el recurso no prosperó. El 3 de julio de 1986, el secretario de Estado norteamericano, George Shultz, anunció que López Rega sería extraditado a la Argentina. Cuatro policías argentinos viajaron a Miami para custodiar su regreso. 
La noche siguiente, López Rega se subió a un vuelo de la línea Eastern, proveniente de México, con destino a Buenos Aires. Su presencia empañó la alegría de los turistas argen- tinos, que volvían al país luego de asistir al triunfo de la Selección argentina en el Mundial de Fútbol de 1986. Verlo les erizó la piel. El hombre que subió al avión era el fantasma de un pasado horrible que había revivido, y que daba un paso tras otro hasta ocupar una butaca. Algunos pasajeros reaccionaron de inmediato y pidieron que se lo expulsara de la nave: no estaban dispuestos a seguir viaje junto con un asesino; otros temían que el avión explotara en el aire. En cambio, un señor, tímido, se acercó a él y le pidió tomarse una foto. López Rega se negó. Estaba rodeado por los comisarios Osvaldo Guevara y Juan Carlos Raffaini, el inspector Alejandro Di Nizo y el subinspector médico Eduardo Cappa. A esos custodios, López Rega les dijo que era una exageración que lo mantuvieran esposado durante el viaje. Después de todo, estaban frente a un camarada. Y empezó a recordarles todo el equipamiento médico que durante su gestión había conseguido para el hospital policial Churruca. 
Por momentos se internaba en sensaciones muy íntimas con respecto a la Argentina. Estaba ansioso por volver a su país, porque decía amar a la patria como nada en el mundo, pero a la vez sentía que la patria no lo había sabido valorar y le había dado la espalda. Yeso le causaba mucho dolor. 
López Rega aterrizó en el aeropuerto de Buenos Aires en un mediodía brumoso. Un camión celular lo trasladó a la Unidad Carcelaria 22, en el centro de Buenos Aires. Se sentó en la misma cama que unos meses atrás ocupara el dictador Jorge Rafael Videla, y esperó tres días hasta que llegó el momento de la declaración indagatoria. La elección de los nuevos abogados de su defensa estuvo sujeta a una situación controversial. Mientras Norma López Rega y Conti llevaron a la primera indagatoria al letrado Pedro Bianchi, López Rega había firmado la designación de los integrantes del estudio Álvarez & Núñez Irigoyen como sus abogados. López pidió saber de qué se lo acusaba. Tuvo respuesta: causa 6511: asociación ilícita, homicidio agravado (reiterado en seis oportunidades); causa3442: malver-sación de fondos equiparable a caudales públicos (reiterada en diez oportunidades); causa 9021: malversación de caudales públicos (reiterada en cinco oportunidades).En la causa de la Triple A, le preguntaron por su custodia. López Rega dio una respuesta general: 
-Mi custodia era la tradicional que tenían todos los ministros, un servicio común de vigi- lancia organizado directamente por la policía. Yo era totalmente ajeno a dicha organización. 
Le preguntaron si tuvo conocimiento de la Triple A. Dijo que tuvo conocimiento como cualquier ciudadano, a través de las informaciones periodísticas, nada más. Le insistieron si había sabido algo más por el cargo que él revistió. -Jamás. No tenía tiempo de ocuparme de temas que no correspondían a mi gestión. Digo, a la Nación. 
Primer error. El juez Archimbal recordó la carta en la que, a partir de la denuncia del teniente Segura, López Rega había tomado conocimiento de las actuaciones por la investí- gación de las AAA, y solicitó al ministro Savino que pusiera al corriente a los comandantes militares de lo investigado. Sus nuevos abogados defensores, Eduardo Álvarez e Ismael Núñez Irigoyen, pidieron un cuarto intermedio a fin de asesorarlo. Cuando volvió, López se negó a declarar. Después fue al otro juzgado a declarar por la causa de fondos reservados. Se abstuvo de responder a varias preguntas. Su abogado comentó que a su defendido le dolía la cabeza y que no podía coordinar bien sus ideas. El acto se suspendió. Al día siguiente, los dos jueces convirtieron su detención en prisión preventiva. 
Mientras en la causa de la Triple A se seguían acumulando testimonios en su contra, López Rega se fue acostumbrando a su nuevo habitat: una cama, una mesa de luz, una pequeña biblioteca que albergaba la Biblia y a la que agregó algunos libros esotéricos, y un televisor. María Elena Cisneros viajó a Buenos Aires en dos oportunidades para verlo en la prisión, pero la madre de ésta, Lucía, lo visitó en forma más asidua para hacerle masajes en los pies, a fin de que no perdieran movilidad. 
Durante la primera semana de agosto, López fue examinado por María Amalia Cejas de Scaglia y María Adela Álvarez Estrada, psicólogas del Cuerpo Médico Forense. Realizaron tres sesiones. En el primer momento, se congratuló dela visita de dos mujeres "tan jóvenes y lindas". Parecía adaptado a la situación carcelaria, sumiso y dócil, incluso alegre, desple- gando su encanto e ingenio con lenguaje florido. 
En esa época declaró el ex jefe del Regimiento de Granaderos a Caballo, Jorge Felipe Sosa Molina, quien había desarmado a los miembros de la custodia de López Rega, el día en que éste debió marcharse a España, en 1975. Sosa Molina empezó recordando la visita del teniente Segura a la redacción de la revista El Caudillo y las tramitaciones posteriores que motivaron la investigación de la denuncia. También dijo que en varias oportunidades los autos de la custodia personal de López Rega entraban a la residencia de Olivos cargando panes de trotyl en los baúles, y que varias veces se los había incautado. Entendía que no respondían a fines defensivos sino a propósitos diferentes. Sosa Molina mencionó a Almirón, Rovira y Morales como algunos de los miembros de esa custodia. Decía que entraban y salían en distintos móviles en horarios nocturnos y sin el ministro. También refirió un diálogo con López Rega en presencia de la presidenta Isabel Perón y en relación con la muerte del hijo del rector Laguzzi de la Universidad de Buenos Aires, por un atentado atribuido a la Triple A. El ministro López Rega manifestó que a las personas con tendencias izquierdistas había que tratarlas de ese modo porque hacían un mal al país y sobre todo a la juventud. El ex jefe de Granaderos rebatió esa afirmación e Isabel intentó conciliar la ríspida situación. Luego de Sosa Molina, también declaró Jerónimo Podestá, ex obispo de Avellaneda, quien dijo que había sido amenazado por la Triple A y que pudo corroborar que ésta tenía vinculación con el Ministerio de Bienestar Social, según los dichos de una persona que le informó que desde allí partían los operativos de esa organización. También refirió que, en un viaje a Francia, un entonces gerente de Aerolíneas le manifestó que había tenido que reservar cuarenta plazas para agentes de origen croata contratados para la Argentina y que según él trabajarían a las órdenes del comando de la Triple A. Este contingente viajó a la Argentina después de la muerte de Perón. 
Pero de golpe pasaba al llanto con una facilidad extrema, haciendo alarde de una fina sensibilidad. Las psicólogas sospecharon que esa "hiper demostrabilidad dramática", esa aparente espontaneidad y bondad, eran procedimientos engañosos para ocultarse. Cuando se lo inquiría con mayor rigor, López se ponía en alerta y a la defensiva. En ningún momento daba una respuesta que permitiera obtener información acerca de quién era realmente. Se mostraba ajeno a los expedientes, a los jueces, a la propia cárcel. Su condición de mago, explicó, lo ponía en un lugar más trascendente, por encima de la realidad. Ni siquiera encerrado podían tenerlo prisionero. -El mundo no entiende lo grande que soy, dijo. 
Las psicólogas observaron que podía cambiar de conducta con facilidad y comportarse de un modo agresivo. López se negó a realizar dibujos en un papel y a que su grafía fuera sometida a una evaluación. Con amabilidad impostada o mostrando una frialdad extrema, buscaba controlar la situación y llevarla hacia donde él quisiera. Antes de despedirlas por última vez, se mostró un poco inquieto:"¿Qué van a escribir?", les preguntó. Las psicólogas hicieron su diagnóstico: López Rega no había querido cooperar, era narcisista, tenía ideas de grandeza, fabulaciones egocéntricas, una sensibilidad aguda pero superficial, era ambi-cioso intelectualmente, su conexión con la realidad era evasiva y poco analítica, tenía un manejo mágico que la desfiguraba, y una modalidad psicopática con rasgos paranoides. Pero nada de esto alteraba su sistema racional. Tenía capacidad de delinquir. 
Durante un tiempo, López Rega compartió la cárcel con el general peduista Carlos Suárez Mason, que era juzgado por sus crímenes en el Cuerpo I de Ejército. Había permanecido prófugo durante casi tres años. Otro de sus compañeros de prisión fue el agente de inte- ligencia Raúl Guglielminetti, que después de su paso por "grupos paralelos" de la SIDE durante la dictadura y de realizar operaciones de "contra insurgencia" en Nicaragua, escan- dalizó a la democracia cuando se supo que formaba parte de la custodia del presidente Raúl Alfonsín. 
Una tarde, Guglielminetti entró en la celda de López Rega. Cuando lo vio sentado en la cama, en pantalones cortos y camiseta, se sintió impulsado a sobrevolar los recuerdos de aquella época: le contó la historia de un operativo, luego de otro. López Rega lo miraba impasible. -¿Se acuerda, jefe?, le preguntó el agente. -Por qué me dice jefe, si yo no lo conocí..., respondió López. En ese tiempo a Perón le cortaron las manos con una sierra y le dejaron mutilados los brazos a la altura de la manga del uniforme militar. Los profanadores trabajaron varios días en su bóveda del cementerio de la Chacarita. Las hipótesis acerca de las motivaciones eran diversas: venganza masónica, práctica ocultista, el número de una cuenta en Suiza grabado en su anillo, complot político contra la democracia. Un secretario del juzgado visitó a López y le preguntó si la profanación de la tumba era parte de un mensaje esotérico, pero se fue sin respuestas. Con el paso de los años, tampoco las tendría la Justicia. 
López Rega también recibió en su celda a Joaquín José Andrade. Era una visita interna- cional. Andrade vivía en el Brasil y le debía gratitud eterna. En 1974, en el alto Amazonas, Andrade se dedicaba a extraer el jugo de la raíz de un vegetal que provocaba alucinaciones. Hacía elevar mente y espíritu, y dejaba el cuerpo en la tierra. El jugo le hacía ver la vida de otra manera. Por entonces tuvo una visión y recibió un mensaje divino que le ordenaba ver el cadáver de Evita. Había una pista: la única manera de acceder a ella era a través de un argentino y un brasileño. Lo fue a ver a Ferreira a la agencia de noticias Télam de Río de Janeiro y le rogó que lo autorizara a cumplir con la orden. Ferreira se comprometió a hacer gestiones ante López Rega. Finalmente, Andrade consiguió una carta escrita y el Gordo Vanni, que vivía con el cadáver de Eva en Puerta de Hierro, lo puso frente a ella. Andrade no se olvidaba de ese gesto, y le acercó a la prisión el té de las alucinaciones, pero López se negó a tomarlo. 
Al año y medio de su detención, la causa de la Triple A clausuró la etapa sumarial y Aníbal Ibarra presentó la acusación de la Fiscalía. Pidió cadena perpetua para López Rega por considerarlo "autor mediato" de los seis crímenes que se le imputaban. Se basó en la teoría del "dominio de hecho", que planteaba que si bien no había pruebas concretas de que el acusado saliera personalmente a matar, al dirigir un aparato organizado de poder, dominaba todos esos sucesos, y por lo tanto era penalmente responsable. Incluso Ibarra marcaba la posibilidad de que López Rega no conociera a los ejecutores: le bastaba con controlar los resortes del aparato. 
En este punto de la acusación, López Rega sintió que tenía las manos atadas. Les explicó a sus abogados que en realidad era su custodia la que, al estar bajo sospecha, perjudicaba su situación legal. Un día les comentó que se podría convocar a un comisario para que des- lindase responsabilidades, pero enseguida se arrepintió: era mejor no avivar el fuego. "Nadie va a tener ganas de reflotar cadáveres", dijo. Luego pensó en otra vía menos traumática y pidió a sus abogados que hablaran con Isabel Perón para que ella intercediera ante Alfonsín para darle una salida política a su caso. Sus abogados no realizaron ninguna gestión. Les parecía un camino estéril. Si bien la causa de la Triple A era la que planteaba la defensa más complicada, en las otras sus abogados creían contar con mejores armas. 
En el caso de los fondos reservados, los abogados argumentaron que a Isabel Perón se le había aplicado la Ley de Reparación Histórica en la que se le reconoció una serie de beneficios patrimoniales, n tanto que a López Rega se lo juzgaba "con una severidad inusitada" por la misma causa. Consideraban que era una "desigualdad ante la ley". Después de muchos meses de silencio, el ex ministro declaró por escrito en esa causa, en la que cargaba con una prisión preventiva. Se encontraba en la encrucijada de declararse inocente y a su vez no comprometer a Isabel Perón, y resolvió el problema alegando que si bien era cierto que él le pedía dinero a la presidenta de los fondos reservados, no disponía de ellos, puesto que el que los retiraba era Carlos Villone. En este punto no tuvo escrúpulos: aconsejó consultar sobre el tema directamente con el aludido. Sobre el millón y medio de pesos (150.000 dólares) que en una oportunidad retiró de esa cuenta, dijo que al ser una suma extraordinaria, la retiró él mismo, firmó el recibo que se encontraba en el expediente, pero que inmediatamente le dio el dinero a la presidenta. Aclaró que ese dinero la Señora lo utilizó para la construcción de la cripta donde descansarían los restos de Perón y Evita en la residencia de Olivos (en realidad habían sido pagados con un cheque de la Cruzada de la Solidaridad). Enseguida López se preocupó por reafirmar la honestidad de Isabel en el manejo de los fondos reservados o públicos y dijo que si lo iban a indagar acerca de lo que hacía la Señora de Perón con esos fondos, "prefería purgar una injusta condena que por ese hecho se le quisiera aplicar, a revelar delicadas cuestiones que adquiriera en el desempeño de sus funciones de secretario privado, puesto que juró desempeñarlo con fidelidad y lealtad. Sólo su jefa, la Señora ex presidenta, podría relevarlo de seguir cumpliendo con esa, su eterna obligación". Cuando la Sala I de la Cámara de Apelaciones confirmó la prisión preventiva por malversación de fondos reservados, visto lo endeble de sus explicaciones, López Rega intentó recusar a sus integrantes (LeónArslanian, Ricardo Rodolfo Gil Lavedra y Diego Cámara) ante la sospecha de que fuesen "imparciales" por haber jurado acatamiento a los objetivos básicos de la Junta Militar y el Estatuto para el Proceso deReorganización Nacional. Lo mismo hizo con el fiscal Julio César Strassera. A esas alturas, López Rega era el único procesado de una causa en la que no se había condenado a nadie, y en la que los procesados ya habían sido sobreseídos. 
Con el paso de los meses en prisión, López ya parecía resignado a morir en la cárcel. Sus problemas de salud se fueron agravando. Pese a su diabetes grave, a sus recurrentes crisis hipertensivas agudas, a las complicaciones neurológicas, oftálmicas y renales, a los dolores epigástricos y a los temblores generalizados y los vómitos con los que ensuciaba su celda, siempre se mostró reticente a concurrir a los hospitales. Decía que estaba bien. Su resisten- cia también estaba focalizada en la figura del doctor Norberto Rubinstein, el jefe del centro médico de Tribunales. Decía que temía que lo perjudicara con algún medicamento. Estaba convencido de que quería matarlo, aunque nunca lograba explicar bien por qué. En mayo de 1988, López Rega aceptó ser trasladado al Hospital de Clínicas, frente a la Facultad de Medicina. En la prisión se había descompensado. Entró en silla de ruedas, y lo condujeron en el ascensor hasta el piso once. Fue cuestión de minutos que en el pasillo no se topara frente a frente con Vanni. Al Gordo lo acababan de trasladar para el Hospital Italiano en una ambulancia. Había sufrido una insuficiencia cardíaca y debían intervenirlo de urgencia. Para esa época, Vanni estaba sufriendo mucho. Ya disfrutaba de los beneficios de la legalidad, pero le costaba volver a entender cómo funcionaban algunas cosas en el presente. Había llegado de España con un papel oficial de la empresa Codere, que lo autorizaba a vender máquinas tragamonedas. Ahora que había llegado la democracia, se había propuesto hacer las cosas por derecha, con papeles, todo bien ordenadito. Y comenzó a contactar a intendentes peronistas dela provincia de Buenos Aires para ver la forma de ubicar las máquinas. El principal escollo que encontró fue que el juego funcionaba en la ilegalidad, amparado por los municipios. 
Para conocer el mercado, Vanni fue de visita por bares y pizzerías del partido de La Matanza. Allí observó que en los fondos de los locales había máquinas para el juego. Le pareció que era una situación anómala. Cuando se entrevistó con el intendente peronista que gobernaba el municipio, Federico Russo, éste le explicó que le había dado el manejo del juego ilegal a la policía provincial. Prefería eso antes de que manejaran la droga, le dijo. Como el mercado del juego ya estaba ocupado, Vanni no pudo colocar ninguna de las máquinas tragamonedas, como aspiraba. Murió a los 60 años, en 1993, después de una intervención al corazón en el Hospital Güemes de Buenos Aires. 
Con el paso de los meses, los procesos judiciales de López Rega fueron cayendo en el olvido. No había documentación nueva ni informes ni pericias a realizar. En enero de 1989, por la causa de la Cruzada de la Solidaridad, luego de catorce años de tramitación judicial, el juez le dictó el sobreseimiento definitivo. Pero no salió en libertad porque mantenía la prisión preventiva en las otras dos causas. 
-¿Hasta cuándo hay que estar "expectante"? ¿Qué debemos esperar?, preguntaba la defensa en sus escritos. El detenido desmejoraba en forma ostensible. A principios de junio de 1989, su cuadro de diabetes se había agravado. Lo internaron en una clínica de Saa-vedra, cerca de las calles en que había vivido casi medio siglo. Los médicos le practicaron un tratamiento de diálisis. También tenía un edema ocular. Estaba casi ciego. Buba Villone fue a visitarlo. Lo vio demacrado y sin Fuerzas. -¿Qué te pasa? ¿Te estás entregando? 
-Me parece que me están dando algunas cosas. Quieren terminar conmigo. Me acusaron de todo. Todo el peronismo va lavar sus culpas conmigo. -Nunca debías haber abandonado la casa de Victoria, dijo ella. 
López lloró. Le pidió un favor. Sabía que Isabel Perón estaba de paso por Buenos Aires. Quería que lo visitara en la clínica; quería verla, hablarle. Al día siguiente supo que la ex presidenta tenía otros compromisos. López se sintió afectado por la noticia. Buba le tendió su mano. Ella estaba sentada en una silla, él acostado en la cama. Hablaron de María Elena Cisneros. López dijo que había pasado muy buenos momentos junto a ella, y que estaba orgulloso de haber merecido su compañía. En la cárcel tenía las grabaciones de sus discos y se las hacía escuchar a quienes lo visitaban. Ella lo había cuidado. Lo había redimido. 
-Con ella hice el amor después de mucho tiempo. La amé mucho —confió. 
Buba y López, ya casi ancianos, estaban entrando en un mar de confesiones. Se conocían desde hacía casi cuarenta años. A pesar de que Buba era más joven, se sentía su hermana mayor. Le preguntó por Isabel: 
-¿Tuviste alguna intimidad con ella? 
Según cita Juan Gasparini en el libro La fuga del Brujo. (Buenos Aires, Norma, 2005, pág. 137), María Elena Cisneros vive en el barrio Jara de la ciudad de Asunción del Paraguay, donde fundó un Centro Pedagógico Musical. 
-No. Nunca. Te juro que no. Si hubiera tenido necesidad de hacerlo por la patria, lo hubiera hecho. Pero no hubo necesidad. Se quedó callado, y giró la cabeza para mirarla. Sus ojos ya no tenían brillo. Estaban secos. -A vos, en cambio, te amé toda mi vida en silencio. Desde el primer día en que te vi. -¿Por qué nunca me lo dijiste? -Porque eras la mujer de un hermano. Te lo puedo decir ahora que él está muerto. 
Dijo, y cerró los ojos poco a poco. Según consta en el acta de defunción, José López Rega murió a las 7.55 del 9 de junio de 1989 de una congestión y un edema agudo de pulmón, en presencia de Buba y de su hija Norma. Su último deseo fue que su cuerpo fuera cremado y sus cenizas lanzadas al mar, para que su espíritu pudiera regresar al universo astral. En el momento de exhalar el último suspiro, el juez Martín Irurzun aun no había dictado sentencia por la causa en la que tenía una prisión preventiva y un pedido de la Fiscalía de prisión perpetua por seis homicidios. Luego de casi catorce años de proceso, once de los cuales estuvo prófugo de la Justicia, José López Rega murió sin condena. No murió inocente. Murió sin ser juzgado. Quizá porque, si se horadaba un poco en su memoria, o si se tocaba una cuerda muy profunda del fondo del alma de aquellos años, se hubiera llegado a la conclusión de que la Triple A fue algo más que la criatura siniestra de un sargento de policía que soñaba con cantar en La Scala. Fue un aparato de represión ilegal, conformado por distintos sectores, que tuvo su origen y su base de apoyo y de ejecución en el Estado peronista de la década de los setenta. A más treinta años de consumados los hechos, las desapariciones forzadas y los crímenes cometidos por la Triple A durante el gobierno constitucional (1973-1976) continúan impunes. 
FUENTES DE ESTE CAPITULO
Para este capítulo se realizaron entrevistas a Juan Carlos Rodríguez Basavilbaso, Marcelo Huergo, Ema Villone, Rubén Villone, Jorge Conti, María Adela Álvarez Estrada, Jorge Savino e Ismael Núñez Irigoyen. También se extrajo información de las causas judiciales de la Triple A, Fondos Reservados y Cruzada de la Solidaridad, y de artículos publicados en las revistas Somos, Gente y La Semana de marzo a julio de 1986, y del diario La Nación del mismo período.