sábado, 4 de abril de 2020

CAPITULO 8-LA ENVIDIADA

CAPITULO 8
LA ENVIDIADA



Cuando en mayo de 1965 Isabel Perón fue enviada a la residencia de Jorge Antonio, en el Paraguay, apenas empezaba a memorizar el abecedario básico de la política. Allí, Isabel recibió a sindicalistas y políticos peronistas y les anticipó que en el mediano plazo viajaría a la Argentina como factor de unidad. Les pidió que le organizaran actos públicos. Para los visitantes fue una sorpresa, porque los que habían viajado a Madrid jamás le habían escuchado una opinión. Los más sarcásticos no le asignaban mayor función que la de cualquier mueble de la casa. Isabel llegó a la Argentina el 10 de octubre de 1965. La única fuerza que sostenía su diminuta figura era el mito de su marido. Su misión era pulsar el poder real de Augusto Vandor. En ese momento, el sindicalista era el único peronista capaz de dejar al General arrumbado en el exilio, envuelto apenas en el resplandor opaco de un líder del pasado. En la conferencia de prensa que ofreció el día de su llegada, Isabel informó que participaría del acto previsto para el 17 de octubre, y dijo que era portadora de un mensaje de paz y unidad. Pronto su presencia se convertiría en una carga explosiva. Alojada en el hotel Alvear Palace por cuenta y orden del diputado provincial Emilio Güerci, la esposa de Perón era custodiada por suboficiales retirados del Ejército, por un grupo de la JP (Juventud Peronista) de Alberto Brito Lima, y por integrantes del Movimiento Nacional Argentina (MNA) de Dardo Cabo. Las huestes juveniles ocuparon los pasillos del hotel y cubrieron los accesos con guardias rotativas.


Había entre ellos una evidente rivalidad por obtener un mejor posicionamiento frente a Isabel. Abajo, los dirigentes políticos y gremiales del peronismo empezaban a hormiguear sobre las mullidas alfombras del hall y enviaban bouquets de rosas a la suite 511 con la esperanza de ser recibidos. Afuera, no hubo bienvenida. Isabel fue insultada y repudiada por manifestantes antiperonistas, y hasta las mujeres del barrio se sumaron al coro y la invitaron a trabajar en el Bajo, junto a las prostitutas. Hubo disturbios callejeros y choques con los carros de asalto. Pero, aparte de las quejas de los huéspedes del hotel por la invasión, la estadía de Isabel concluyó cuando los Comandos Civiles de la derecha católica, que le habían declarado la guerra y escondían armas y bombas molotov en el bar La Biela, organizaron una "marcha por la libertad" y cruzaron disparos con la guardia juvenil peronista. 
El gerente del hotel la intimó a partir. Su nuevo destino estaba a menos de dos cuadras de distancia. Isabel fue trasladada al hotel del sindicato de Luz y Fuerza, sobre la avenida Callao, pero las situaciones de violencia volvieron a repetirse. Marchas, gritos, vidrios rotos. Cada salida de Isabel se convertía en un caos. Ni siquiera podía ir a rezar tranquila a la iglesia del Pilar. Los militares estaban furiosos por su presencia. El Ministerio del Interior del gobierno radical buscaba algún resquicio legal que permitiera deportarla. El bloque de diputados peronistas se reunió para debatir adónde podían alojarla y criticaban a Güerci (encargado de su cuidado y su agenda) acusándolo de haberla capturado. Los activistas juveniles de los sindicatos intentaban arrebatarle la custodia a la JP. Era indudable que, dentro y fuera del Movimiento, y gracias a la presencia de su enviada, la figura de Perón volvía a proyectarse sobre la Argentina, a diez años de su caída. 
Hacia el fin de semana, Güerci decidió refugiar a Isabel en la casa del dirigente Eduardo Farías, en el suburbio bonaerense de Caseros, antes de trasladarla a Parque Patricios, donde presidiría el acto del 17 de octubre. Existían riesgos. El gobierno estaba ajustando el diseño de una serie de medidas represivas para desalentar la movilización peronista. La Guardia de Infantería cercaría los accesos. Vandor, que recibió a Isabel con actitud contemplativa y 
participaba de sus movimientos junto con otros sindicalistas, dijo que el acto debía hacerse como fuera. Propuso una alternativa: llevar a Isabel escondida en una ambulancia para que ingresara al palco con tranquilidad. Nadie sabía si, mostrándose al servicio de la enviada, el jefe sindical trataba de ayudarla o de hundirla, empleando la misma estrategia que había utilizado en el Operativo Retorno de Perón. 
La noche del 16 de octubre, unos trescientos policías rodearon con perros y camiones la manzana donde se alojaba Isabel, dispuestos a vigilar cada paso que diera. Como parte de una maniobra de distracción, dos grupos de sindicalistas empezaron a pelearse con cachiporras en la vereda. Isabel estaba durmiendo. La despertaron, le pusieron una peluca y la hicieron saltar la pared del fondo. Entró a un hotel alojamiento por una ventana. Llevaba una pistola en la cartera. La acompañaba Dardo Cabo, uno de los custodios del MNA. Después de un rato, salió por la puerta del hotel abrazada a su acompañante y escondiendo la cara. Caminaron hasta un auto, donde la esperaban Vandor y otros sindicalistas. En el apuro dejó olvidadas sus joyas. Nunca pudo recuperarlas. Esa noche la esposa de Perón recorrió Buenos Aires como nunca lo había hecho. La llevaron a la casa de un dirigente metalúrgico de San Telmo, pero a los diez minutos de llegar un tiroteo en la esquina obligó a trasladarla a la casa de una vieja peronista de Almagro. 
Ya estaba pronta la comida cuando tuvo que salir disparando: dos policías se habían parapetado tras un árbol de la vereda de enfrente para fumar un cigarrillo. Fueron a la casa de Güerci, en Vicente López. Ni bien terminaron de acomodarse, apareció una "marcha de la libertad" de los Comandos Civiles. Tuvieron que irse. Finalmente, y por decisión del dirigente Jorge Daniel Paladino, fueron a Caballito y se alojaron en la casa del mayor Bernardo Alberte, referente de la logia Anael. Allí Isabel pasó todo el 17 de octubre. La policía frustró el acto. Los incidentes dejaron tres heridos. Isabel se salvó de los gases y las corridas. Durante cinco días estuvo desaparecida y la prensa no podía dar cuenta de su paradero. 
El regreso de Estelita (como llamaban a Isabel cuando era niña) también provocó una conmoción en su familia. Se habían preparado para extrañarla durante los dos o tres meses que duraría la gira artística por Centroamérica en 1955, pero al poco tiempo ella dejó de escribirles y se enteraron de su relación con Perón por lo que publicaban los diarios. Ese romance se comentó con sorpresa, y cierta malicia, en la peluquería del barrio. Su madre, María, y sus cinco hermanos mayores supusieron que el reencuentro restañaría las heridas. Incluso, su hermano Dardo se acercó al hotel con la intención de verla, pero Isabel mandó a avisarle que estaba bien y no lo recibió: no había lugar para él en su agenda. Unos meses más tarde, Dardo insistiría. Tenía que darle una mala noticia: su madre padecía una grave enfermedad y quería despedirse de ella en los pocos días que le quedaban de vida. Estelita sólo ofreció dinero para pagar el servicio fúnebre. 
López Rega conoció a Isabel en la casa del mayor Alberte, en Yerbal 81, en el barrio de Caballito. Fue en el marco de una reunión política, aunque el té le daba un tono social a la conversación. Isabel estaba en compañía del joven médico Pedro Eladio Vázquez. Era el secretario de la Escuela Superior de Conducción Política Justicialista, designado por el mismo Perón, y también un estudioso de las ciencias ocultas. Isabel lo llamaba "doctorcito" y le pedía que se mantuviera a su lado. En esa casa, la enviada de Perón conoció al jefe de la logia, el doctor Julio César Urien, y le transmitió el mensaje de su marido: Perón planeaba descabezar al Partido Justicialista porque su dirigencia había fracasado en el Operativo Retorno, andaba buscando acomodos de todo tipo, y estaba saboteando la gira de Isabel. Perón quería contar con Urien para la nueva conducción del Movimiento, y le ofrecía la secretaría general. Urien agradeció la propuesta, pero la declinó, calculando que en ese cargo podría durar tres o cuatro meses a lo sumo. Su aspiración era más alta: el juez quería organizar un movimiento de liberación nacional que tomara el poder y permitiera el regreso de Perón. Luego, el General debería ocuparse de viajar por el continente, empleando su prestigio y su carisma a favor de la unidad latinoamericana. En el esquema de Urien, Perón sería una suerte de Mao Tse Tung, un Gran Timonel, un filósofo, un consejero, un viejo sabio. Para sí 
mismo se reservaba otro rol: el de futuro presidente de los argentinos. El mismo que le había pronosticado Héctor Caviglia. 
Pasado el atardecer, la reunión estaba llegando a su fin y la presencia de López Rega había pasado inadvertida. Hasta que el impresor de Suministros Gráficos reclamó un minuto de atención para decir unas palabras. Se presentó como un ser espiritual, alejado de los avatares de la política, pero dijo que tenía una visión y que quería transmitirla en público. 
-El regreso del General es una misión eminentemente espiritual, que resplandece bajo una fase política. Debemos vencer a las fuerzas que lo están dejando postrado en el exilio, como también fueron abandonados Rosas y San Martín. Nuestra única misión es traer a Perón a la Argentina, para reivindicar su figura junto a la de Evita. Su regreso será nuestro triunfo espiritual, dijo. 
La logia Anael le alquiló un departamento a Isabel en la calle Córdoba 1111.Era de un matrimonio polaco que partía de viaje. Galardi y Alberte solventaron los gastos y entregaron la escritura de una propiedad en garantía. Allí se instaló Isabel junto a sus dos asistentes; la española Luisa Yubero Díaz, que apenas traspasaba los veinte años, y Zamira Esper Hadad, segunda esposa del ex juez de la Corte Suprema Rodolfo Valenzuela, que oficiaba como secretario de Perón, en reemplazo de Algarbe. El capitán Morganti se ocupó de llevar un televisor. Fue precisamente a él a quien Isabel le comentó que le gustaría conversar unas palabras en privado con Daniel. 
Durante unos segundos Morganti buscó en todos los archivos de su memoria. Al fin debió responder que no conocía a nadie de la logia con ese nombre. 
-Ese petisito de ojos claros..., insistió Isabel. -¿López Rega? —preguntó Morganti. La audiencia se concretó en la casa de Alberte. Isabel le agradeció a López por revelar su visión en la reunión anterior. Sus palabras le habían hecho recordar al profeta Daniel, que con su sabiduría había logrado salvar a una mujer, casada como ella, de ser lapidada por culpa de las calumnias. 
-Daniel fue un hombre iluminado por Dios, continuó Isabel. Por eso, cuando los enemigos de la religión lo echaron a la jaula de los leones, no fue atacado. Entonces el rey lo llevó a su Corte. 
-Conozco a Daniel. Era esenio, acotó López Rega. -Daniel era el más sabio de todos los adivinos que tenía Nabucodonosor en el palacio. Fue el único que supo interpretarle los sueños al rey, y por eso logró encumbrarse en la Corte y guiar sus actos. Llegó a ser primer ministro durante el reinado de cuatro reyes, dijo Isabel. 
López Rega había llevado para la cita una carpeta de fotos que lo mostraban custodiando a su marido, le habló de sus años en el Palacio Unzué, de las veces que durmió en las escaleras del dormitorio de Evita, intentando absorber el mal que devoraba su cuerpo, y aseguró que no había podido salvarla porque sus poderes no estaban tan desarrollados como ahora. Esa era como una herida para él. Isabel intentó calmar la visible angustia del impresor con algunas palabras que sonaron tiernas en los labios de una mujer que solía ser fría. López Rega no quería consuelo. 
-Lo único que nos puede redimir, a Evita y a mí, es que usted alcance todo lo que ella no pudo. Y yo estaré a su servicio para que lo consiga, predijo. 
Isabel se sonrojó un poco. Quiso frenarlo. -Yo no soy Evita. -Lo será. -¿Cómo?, dijo Isabel, y encendida por una ambiciosa luz de esperanza, volvió a preguntarle: 
-¿Cómo va a hacerlo, Daniel? López Rega no vaciló: -Es una visión que tengo. En algún momento podré transferirle su espíritu. Quien domina la mente puede dominarlo todo. 
Esa respuesta devolvió a Isabelita a su infancia. Pero no a los años vividos con su familia de sangre, la familia Martínez, a la que aborrecía. Para ella ese pasado había muerto. López, en cambio, la devolvía a su otra vida, la verdadera, la familia del espíritu, que era la única en la que ella creía. En los tiempos en que todavía era Estelita, se había ido a vivir con la familia Cresto, un matrimonio correntino que había abierto en Buenos Aires una escuela espiritista. Allí recibían apersonas con perturbaciones espirituales, o que eran atacadas espiritual-mente, e intentaban orientarlas para que dejaran la oscuridad y alcanzaran un estado de elevación espiritual que les permitiera vivir más aliviados. Los Cresto decían tener poderes especiales para comunicarse con los espíritus, oficiaban de médiums. 
Era su práctica redentora. Estelita había encontrado las respuestas a los grandes interrogantes de la vida con ese matrimonio, antes que en su propia familia. Isabel Zoila Gómez de Cresto se había convertido en su madre espiritual, y Estelita tomó su primer nombre como su identidad verdadera. La muerte de Isabel Cresto fue el impacto más profundo que había sufrido en su vida. Fue en 1958, cuando ella ya vivía junto a Perón en Santo Domingo. Lloró durante semanas enteras. Para atenuar su dolor y reencontrarse con su propio pasado, Isabel Perón había llevado a José Cresto, su padrastro, a vivir junto a ella y su marido, apenas estrenaron la residencia de Puerta de Hierro en Madrid. El hombre era muy bruto, "más bruto que un huevo de yegua", comentaría Perón, sorprendido de su manifiesta ignorancia, pero Cresto se mostraría útil a su manera, acompañándolo en las caminatas por el parque, preparando asados, atendiendo el teléfono y ocupándose de las tareas domésticas, y también lograba sosegar a su esposa, cuando se encerraban durante horas en una habitación del primer piso de la casa. "Hablan de brujerías", explicaba el General a sus visitantes. 
Esa tarde, en la casa de Alberte, Isabel le pidió a López Rega que la protegiera de los males de la política que la acechaban. Quería que fuese su secretario privado. El impresor de Suministros Gráficos se sintió reconfortado, aunque después, cuando relató el encuentro a sus amigos Vanni y Villone, prolongó el suspenso sobre su decisión. 
-Si acepto, cambia todo. Acá se bifurcan los caminos que emprendimos hasta ahora. Pero ahora estoy viendo el final de este camino. 
-¿Cuál es?, preguntó Vanni. -Perón vuelve, dijo López Rega, solemne. Y luego agregó: Este show lo vamos a ganar nosotros. 
El Gordo Vanni soltó la carcajada. Isabel Perón volvió a aparecer en público en la provincia de Córdoba, cumpliendo la primera etapa de una gira de casi dos meses por el interior del país, en la que se desplazaba de una ciudad a la otra, a veces por ruta, otras en aviones charter o de línea. Siempre la seguía una caravana de autos de la guardia de Brito Lima y Dardo Cabo, quienes no ocultaban sus ametralladoras ni sus enfrentamientos: el primero se había convertido en ferviente isabelino; el otro, hijo de un metalúrgico, era hombre de Vandor. 
La esposa de Perón visitó delegaciones gremiales, bautizó niños, saludó a obispos, pidió decenas de minutos de silencio en memoria de Evita, y habló en actos callejeros a cualquier hora de la noche. Siempre estaba dispuesta para asumir su rol de oradora, sin despren-derse de una libretita que le servía de ayuda memoria. Cinco o seis veces por discurso soltaba alguna frase que pertenecía al General, transmitía sus saludos y prometía que no volvería a España sino que se quedaría a esperar a su marido. 
-Perón pronto llegará a la Argentina para reunirse con su pueblo. Tenemos Perón para rato, exclamaba, y la gente enloquecía. 
Vandor la acompañó en alguna que otra provincia y cuando veía algún fotógrafo cerca le sonreía y posaba junto a ella. Pero en cada viaje de Isabel se producía un contratiempo, un disturbio o un disparo, que todos atribuían a la mano del líder sindical, lista para complicarlo todo. En Rosario, por ejemplo, un supuesto malentendido en la organización de un acto la dejó sin movilidad, guardia ni recursos, y librada a su propia suerte. En diciembre de 1965, 
Isabel empezó a utilizar las instalaciones de Suministros Gráficos como su oficina, y solía encerrarse con López para cambiar ideas y organizar la agenda. 
A veces, cuando se demoraban mucho y algún dirigente se impacientaba porque Isabel no lo atendía, el Gordo Vanni, mientras contenía la risa, trataba de calmarlo diciéndole que López la estaba ayudando a comunicarse telepáticamente con Perón y que debían de tener algún tipo de interferencias. El grupo de López Rega empezaba a desarrollar su influencia sobre la reina (como la llamaban). Y jugaba de local. La paz forzada entre Isabel y Vandor duró hasta enero de 1966. Desde su llegada al país, la enviada se había ocupado de estudiar la capacidad de acción de Vandor dentro del Movimiento y remitió a su marido un detalle acerca de los caudillos con los que el gremialista contaba en cada provincia. Era un poder aun más sólido del que Perón estimaba a la distancia. El General sabía que enfrentar a su rival era un asunto delicado. Si bien el jefe sindical se había posicionado en la cima gremial y política del peronismo invocando su nombre y su bandera, también era cierto que las organizaciones sindicales, con su tracción de votos y de dinero, respetaban el liderazgo de Perón en el exilio (aunque más no fuese de manera nominal) y lo mantenían como figura omnipresente en la política argentina. 
En alguna medida, tanto Perón como Vandor dependían uno del otro. Sin embargo, la decisión de "cortarle la cabeza a la víbora" ya estaba tomada. En los primeros días de enero de 1966 Isabel viajó a Mar del Plata para descansar unos días e invitó a López Rega; el impresor llevó a la playa a su esposa, Chiquitina, como la conocían en el barrio, y ésta, a su vez, le pidió a su hermana Chocha que la acompañase para disfrutar el paseo. 
Frente a Vandor habría menos consideraciones. El jefe sindical quiso verla y la esperó durante varias horas en el hall del hotel D'Ambra. Isabel no lo recibió. La guerra se hacía cada vez más explícita. Perón empezó su contraofensiva apuntando al sector político, tal como se lo anticipara a Urien. El 6 de enero descabezó la Junta Coordinadora Nacional, el máximo organismo del Movimiento, que respondía a Vandor. La sustituyó por un "Comando Delegado". Luego atacó el flanco gremial. El secretario de la CGT José Alonso se liberó de la tutela del metalúrgico, acusó a Vandor de alzarse contra las directivas del General, agrupó a una cantidad de gremios y dirigentes de la "línea dura", y constituyó las 62 Organizaciones de Pie junto Perón. A su vez, Vandor lo calificó de traidor y de trotskista y armó un plenario para echarlo de la CGT, al mismo tiempo que juraba su lealtad al General en solicitadas públicas. Ese enero de 1966 no hubo vacaciones para nadie. Perón había puesto al sindicalismo en estado de crisis. 
Vandor no tenía paz ni siquiera en sus momentos de ocio. Comenzó a ser perseguido por Guillermo Patricio Kelly y su banda de fieles nacional-peronistas. Desde que regresara a la Argentina en 1958, Kelly había pasado cinco años preso en las cárceles de Frondizi. Ahora estaba otra vez en movimiento. Primero provocó un escándalo al desparramar las fichas del líder gremial en la ruleta del casino de Mar del Plata y denunciarlo como jugador. Después le puso una bomba molotov cerca de la tribuna mientras Vandor disfrutaba de una carrera en el hipódromo de San Isidro, para que el pueblo supiera de las "inconductas" en las que incurría el dirigente obrero. A fines de enero de 1966, Perón arrojó su arma más letal, la que se había reservado hasta el momento: una carta. La había dirigido al gremialista José Alonso, para que éste la difundiera. En esta lucha el enemigo principal es Vandor y su trenza, pues a ellos hay que darles con todo y a la cabeza, sin tregua ni cuartel. En política no se puede herir, hay que matar. Un tipo con la pata rota hay que ver el daño que puede hacer. Si es preciso que yo expulse a Vandor por una resolución del Comando Superior lo haré sin titubear, pero es siempre mejor que, tratándose de un dirigente sindical, sean los organismos los que lo ejecuten. Si fuera un dirigente político, no tenga la menor duda que yo ya lo habría liquidado. Esta vez no habrá lástima, no habrá audiencias ni habrá viajes a Madrid ni nada parecido. Deberá haber solución y definitiva, sin consultas, como ustedes lo resuelvan allí. Esa es mi palabra y ustedes saben que Perón Cumple. 
Después de que la carta tomara conocimiento público, el General adoptó una actitud más cauta. Nunca se sentía cómodo en el combate directo. Prefería actuar de árbitro, como el Padre Eterno. Los devaneos institucionales continuaron. Isabel intentó reorganizar la cúpula del peronismo pero las 62 Organizaciones de Vandor ofrecieron infinitos reparos a sus propuestas y se negaron a integrar el Comando Delegado con gestos que lindaban con la insubordinación. El gobierno radical de Arturo Illia aprovechó la brecha abierta en el peronismo y lanzó un decreto que promovía la democracia interna en los gremios y fragmentaba el poder financiero de las obras sociales. En marzo de 1966, Perón dio otro golpe sorpresivo. Desafió a los dirigentes a definirse con claridad, apoyando la candidatura de Enrique Corvalán Nanclares para la gobernación de Mendoza después de que Vandor proclamara su adhesión a su contrincante, Alberto Serú García. Isabel intimó a las 62 Organizaciones a acatar la orden de Madrid, pero fue desoída. Entonces se puso al frente de la campaña electoral: viajó a Mendoza para atraer dirigentes de base y realizar actos públicos a favor del candidato del General. La carta fue publicada en Viviana Gorbato, ¿Vandor o Perón?, Buenos Aires, Tiempo de Ideas, 1992,pág. 7 
Había invitado a Urien para que la acompañase, pero el juez volvió a negarse: -Señora, yo tengo que estar como el submarino, abajo del agua, saliendo a la superficie cuando haya que salir. Soy el jefe de una logia secreta. No puedo hacer política en público. 
El espacio vacío que dejaba la negativa de Urien empezaba a llenarse con la presencia de López Rega. Ya en Mendoza, era usual ver a Isabel en las entrevistas con una libreta de anotaciones en la mano, que la ayudaban a reforzar algunos aspectos doctrinarios del justi- cialismo y a evadirse de las preguntas complicadas. A poca distancia, un hombre bajo y de ojos de hielo movía los labios en forma sigilosa y permanente. Los periodistas que vieron la escena en el hotel Ariosto pensaron que era el apuntador de Isabel. Se equivocaban: López Rega estaba realizando la apoyatura cósmica para el reportaje. Esto se percibió con mayor claridad cuando, por la noche, Isabel realizó su discurso en público. López puso en marcha las enseñanzas de su “Astrología esotérica”. 
Se preocupó por saber qué planeta estaba rigiendo a Isabel en ese momento, lo asoció con la nota musical que correspondía y empezó a pronunciarla en forma constante, inten-tando recoger la energía del Universo y cuidándose de no romper esa armonía. Le hizo una apoyatura astral al discurso de Isabel, canalizando las vibraciones de los planetas desde los planos superiores de este mundo. Fue el primer discurso en el que Isabel tuvo respaldo divino. Perón, en cambio, siguió utilizando los medios tradicionales para la campaña electoral. Hizo llegar una cinta grabada con su voz, donde inducía a los peronistas a acompañarlo, misma que se transmitió una y otra vez por radio y televisión en toda la provincia, a pesar de las restricciones reglamentarias que lo impedían. Finalmente, aunque no alcanzó la gobernación, el candidato de Perón superó al elegido por Vandor. Para este último, la derrota fue aleccionadora: archivó la idea de formar un partido de masas sin el Líder, y se arrepintió de haber desoído una orden del General. En su entorno quedó flotando la idea de que ese enfrentamiento con Perón lo llevaría a la muerte. 
Vandor moriría asesinado en la sede de la UOM el 30 de junio de 1969, en una extrañamente sencilla incursión de un grupo comando que a cara descubierta subió hasta el primer piso, lo fusiló en su despacho y dejó encendida una bomba para que estallara. Tres meses antes, Vandor había mantenido con Perón una reunión secreta, en Irún, España, y otra pública, en Puerta de Hierro. El jefe sindical aceptaba colocarse otra vez a las órdenes de su conducción. Sin embargo, Perón consideraba que ya estaba perdido: "En Irún, yo le dije: 'A usted lo matan: se ha metido en un lío'. Lo mataban unos o lo mataban otros, porque él había aceptado dinero de la embajada norteamericana y creía que se los iba a fumar a los de la CIA. ¡Hágame el favor...! 'Ahora usted está entre la espada y la pared, si usted le falla al Movimiento, el Movimiento lo mata; y si usted le falla a los norteamericanos, la CIA lo mata...' Me acuerdo que lloró", recordó Perón. Véase revista El Descamisado, 26 de febrero de 1974. Si bien, años más tarde, su muerte fue asumida por un grupo guerrillero, otra hipótesis supone que el ataque fue organizado por un comando que actuaba bajo las órdenes de inteligencia del Ejército. (Entrevista del autor con un teniente coronel retirado que pidió permanecer en el anonimato.) 
El regreso a Buenos Aires mostró a una Isabel mucho más sólida en sus actitudes. Para protegerla de los permanentes enfrentamientos entre los custodios de los grupos juveniles, los suboficiales del Conasub colocaron dos de sus hombres a su cuidado. Ya no había que soportar tantas hostilidades, aunque a veces el refinado periodista Augusto Bonardo se instalaba bajo su ventana, en la calle Córdoba, para vociferar con un altavoz insultos contra "la perona". Algunos sectores del justicialismo le habían alquilado una casa en la calle Rodríguez Peña 55, cerca del Congreso de la Nación, para las entrevistas públicas. Allí el hombre asignado para organizarle su agenda era Raúl Lastiri, hijo de un matarife español, que durante el primer gobierno peronista había actuado como secretario privado del ministro de Comunicaciones, Oscar Nicolini, un hombre mimado por Evita. 
Lastiri siempre recordaba que él mismo decidió que la Radio del Estado transmitiera el discurso de Perón el 17 de octubre de 1945. Pero esos antecedentes no alcanzaban para que Isabel modificara un ápice su inclinación por López Rega. En las situaciones más insóli-tas se afirmaba el influjo de éste sobre ella. Una vez, mientras estaban tomando un té en el comedor, estalló la pantalla del televisor y los vidrios se esparcieron por doquier. Nadie lo había tocado. López atribuyó el suceso a la acción de energías malignas, y para diferenciarse del grupo de Anael que lo había instalado, se ocupó de que al siguiente día Carlos Villone y el Gordo Vanni le colocaran otro. La simbiosis entre López e Isabel se retroali-mentaba día tras día. Nadie sabía hasta qué fecha iba a quedarse Isabel en la Argentina, pero la presunción del golpe de Estado contra Illia, que contaba con la aceptación implícita del sindicalismo, la hacía tener siempre prontas las valijas para el regreso. Por entonces, empezó a conversar con Anael acerca de la posibilidad de llevar a Madrid a una persona del grupo para que trabajara junto a su marido. Por cortesía, elprimer ofrecimiento se lo tributó a Urien, quien se negó por tercera vez y delegó la distinción en la persona del suboficial mayor Rafael Munarriz. Pero esta vez la que se opuso fue la esposa de Munarriz. Entonces Isabel preguntó por qué no enviaban a Daniel. Los miembros de la logia aceptaron con cierta resignación. López había sido el último en llegar. Alberte no le tenía mucha confianza. Urien se mostró indiferente, porque sabía que el impresor de Suministros Gráficos tenía atrapada a la Señora. Los miembros de la logia la trataban con una formalidad casi militar, por respeto al General, mientras que era evidente que López había alcanzado otro tipo de afinidades que ellos desconocían. 
Finalmente, Anael acordó que el viaje de López a Madrid como referente de la logia fuese sólo por tres o cuatro meses, para cumplir la primera parte del plan de regreso de Perón. Y fueron a Suministros Gráficos a comunicárselo. López no estaba. La noticia se la transmitió el Gordo Vanni. Ese día López Rega estaba jugando al truco en pulóver y alpargatas en un baldío de Villa Urquiza. Al enterarse de su designación, pidió que se cumplieran algunas condiciones. La primera, el pasaje. Nadie de Anael quiso costearlo y tuvieron que embargar maquinarias de Suministros Gráficos para obtener el dinero. López insistió en que por lo menos la logia le solventara un traje. De ese tema se hizo cargo Apolonio. López fue a buscar el dinero en la mueblería de la calle Sarmiento, que le alcanzó para confeccionarse dos trajes en la sastrería Tavera. Después, como se iba a quedar hasta octubre y en Europa ya empezaba el tiempo fresco, volvió a pedir más plata para un sobretodo. El mayor de los problemas que se le presentaba para ir a España no tenía que ver con su esposa: la relación con Chiquitina estaba terminada. Bastaba con ser persuasivo para que ella lo entendiera. El problema era cómo enfrentar a Victoria. 
López viajó a Paso de los Libres para pedirle autorización. Ella siempre había creído que podía continuar su misión espiritual en la casa y reemplazarla el día en que muriera. López le 
dijo que ahora debía trabajar para el regreso de Perón, y esa misión no dejaba de ser espiritual. 
-Usted no ha sido preparado para eso, López. No vaya. No tiene que ir, le ordenó Victoria. López no le hizo caso. Estaba a punto de cumplir 50 años y hasta entonces nada había funcionado del todo bien en su vida: ni el matrimonio ni el trabajo de policía ni sus libros. La intuición le decía que aquí había una oportunidad para reivindicarse y que no podía perderla. Los hermanos de la casa quedaron conmovidos por su determinación. En quince años de trabajo espiritual pudo haber esquivado algún consejo, pero jamás había desobedecido una orden de Victoria. 
La tarde en que partió de la casa, lo vieron caminar junto a Chiquitina por la calle Rivadavia, posando una mano sobre su hombro. Lo mismo hizo con Nilda Prieto de Paramidani, con la que decía alcanzar energías vibratorias más intensas que con su esposa. Cuando tomó el auto de alquiler que lo llevaría a la estación de trenes, todos se acercaron a saludarlo y abrazarlo, menos Victoria. 
-Este acá no vuelve más, le oyeron decir los discípulos. Algunos entendieron que la sentencia respondía a una decisión suya. Otros, a una decisión de López, que elegía otro camino. López Rega voló a Madrid junto a Isabel Perón y sus secretarias el 11 de julio de 1965. Estaba impecablemente vestido. En el aeropuerto, lo despidieron los miembros de Anael quienes le reclamaron que les comunicara las novedades de sumisión en forma urgente. En algo había acertado: el show de la gira de Isabel lo había ganado él. Llevaba en su maletín una carta de presentación para el general Perón. El próximo paso era ganarse su confianza. Con el tiempo advertiría que el Líder no era tan importante. Al menos, no tan importante como Isabel. 


                            FUENTES DE ESTE CAPÍTULO
Sobre la estadía de Isabel en Buenos Aires se realizaron entrevistas al suboficial Andrés López, que custodió parte de la gira; para la relación de López Rega con Anael, se entrevistó a Héctor Sampayo, a Julio César Urien, a Bernardo Alberte (h) y a Rubén Sosa. Sobre la relación López Rega-Vanni en Suministros Gráficos fue entrevistado Jorge Savino, amigo de José Vanni. Sobre Vandor, entrevista a Miguel Gozzera. Sobre López y Chiquitina, se efectuó una entrevista a un familiar que prefirió permanecer en el anonimato. Sobre la relación de Isabel y López Rega, entrevista a un ex colaborador de este último que prefiere mantener en reserva su nombre. Acerca de la despedida de Paso de los Libres, se realizaron entrevistas a Nilda Silber y a Ema Villone. También se recabó información en 
Las memorias del General, de Tomás Eloy Martínez (págs. 120-121); ¿Vandor o Perón?, 
de Viviana Gorbato; y artículos de prensa en la revista Somos del 7 y el 28 de enero de 1977; colección Primera Plana, octubre de 1965 - junio de 1966, y diarios Impulso de San Luis, 30 de noviembre de 1965, y El Intransigente de Salta, 17 de diciembre de 1965.