CASTELLANI: ADVIRTIÓ HACE 75 AÑOS
Conservando los restos
A MODO DE PRÓLOGO
[Decíamos Ayer – 24 de febrero de 1945]
“El
filósofo, como el médico, no tiene remedio para todas las enfermedades…
A veces, todo lo que puede dar como solución es oponerse a las falsas
soluciones… Puede, con el pensamiento, poner obstáculos para retardar
una catástrofe; pero en muchos casos no puede sino prever la catástrofe;
y a veces debe callarse la boca, y lo van a castigar encima…”
La firma de las Actas de Chapultepec, o sea el tratado con Panamérica, que pretende fundar en el continente una especie de Superestado intitulado Panamérica o Unión Americana,
es una desgracia nacional, equivalente a una guerra perdida; y quizá
peor. Es la ruptura con nuestra tradición hispánica.
Es la consumación
de la apostasía nacional de 1889. Es el emprendamiento del albedrío
nacional a una nación lejana, protestante y atea. Es una claudicación.
Esta claudicación se ha querido cohonestar con dos principios francamente lastimeros, a saber:
– uno, el de la Política Realista (“no podíamos menos, no podemos vivir aislados, hay poderosas razones de Estado”… etc.);
– otro, el de la Religión Democrática (“hay que obtener la paz y la felicidad del género humano por los caminos del derecho, la justicia y el progreso”… etc.).
Nos han atado al carro de los que hoy edifican una babélica y falaz Paz Universal,
basada no en Dios y su Iglesia, sino en las solas fuerzas del Hombre
descristianizado. La pagaremos nosotros los débiles esa paz, tanto si se
consigue como si no se consigue. Y por desgracia para el mundo, es
posible que se consiga.
“Todo lo
que hemos hecho no ha podido evitar una pacificación del mundo sobre
una base que no es Cristo. La intención de Dios y de sus Vicarios ha
venido enderezada desde hace siglos a reconciliar a los hombres por los
principios cristianos; pero rechazada una vez más la Piedra Angular, que
es Cristo, ha surgido una unidad sin semejante y enteramente nueva en
Occidente. Esto es lo más peligroso y funesto, precisamente por el hecho
mismo de contener tantos elementos incontestablemente buenos. La
guerra, según se cree, queda extinguida por largo tiempo, reconociendo
al fin los hombres que la unión es más ventajosa que la discordia. Los
bienes materiales se aumentan y amontonan, en tanto que las virtudes
vegetan lánguidamente, despreciadas por los gobernantes y negligidas, en
consecuencia, por las masas. La filantropía ha reemplazado a la
caridad, la hartura de goces y comodidades a la esperanza de los bienes
invisibles; la hipótesis científica a la fe…” (R.H. Benson, The Lord of the World, II parte, capítulo II, párrafo IV).
Esto dijo Silvestre IV; o, mejor dicho, esto dirá dentro de algunos años, si la hipótesis de la pacificación en el Anticristo
se verifica. Hacia esa pacificación se han apresurado solícitamente a
comprometer al país y su limpia tradición nuestros representantes del
pueblo.
Esto es lo que llaman política realista, los barcos cargados de ferreterías que nos mandarán en seguida en cambio de nuestro honor católico y español.
“En la
presente edad no será la Iglesia, mediante un triunfo del espíritu del
Evangelio, sino Satanás, mediante un triunfo del espíritu apostático,
quien ha de llegar a la pacificación total (aunque perversa, aparente y
breve) y a un Reino que abarcará todas las naciones; pues el Reino
mesiánico de Cristo será precedido del reino apóstata del Anticristo”.
La gran
apostasía parece que comienza a perfilarse en el mundo, porque las
impulsiones de la herejía han adquirido por fin volumen cósmico. Y esas
impulsiones la Argentina ni puede substraerse a ellas ni tiene tradición
de haberse resistido mucho.
Hay que despertar pues y cargar las armas; el “peto de la fe, la espada de la Palabra de Dios, el yelmo de la buena voluntad”,
y ojalá que esta prueba de Dios sirva para depurar y encender nuestro
adormilado catolicismo. Porque no nos engañemos: Chapultepec es un
tratado político militar pero enraizado en una ideología religiosa, y de
consecuencias directamente religiosas.
La respuesta del teólogo es que, si lo único que uno puede hacer
en un momento dado es malo, dañoso o perverso, no hay que hacer nada y
marcharse del lugar que uno ocupa antes de violar la ley moral, aunque
sea por omisión.
— Yo no puedo hacer más. Ninguno está obligado a hacer más de lo que puede.
— Pero todo hombre está obligado a PODER LO QUE DEBE.
Lo cierto es
que las grandes marejadas de la tormenta del Occidente han alcanzado a
la Argentina y la han encontrado impreparada. La oleada de esta guerra
le ha roto el mástil con la bandera, la ha desmantelado a bordo y ha
dañado la obra muerta.
Cuando pasa
una desgracia así, uno debe acudir a salvar lo que queda y a reparar lo
perdido, si es posible. Y en último caso, salvar la vida, si el barco no
es posible.
Salvar la
vida en el presente caso, significa la salvación en sentido religioso:
salvar su conciencia. Porque no os engañéis, la contienda en que
actualmente se debate el mundo es, en el fondo, religiosa.
Conozcamos pues la situación de una buena vez: el Estado, que en el mundo moderno tiende a separarse de la Nación
(pese a todas sus proclamaciones de democracia) y a convertirse dentro
de ella en un organismo parasitario, nido de tiranías, ha dejado en la
Argentina de ser católico, aunque cuando le venga en gana haga política clerical, que es la falsificación de una política católica.
Y la prueba
de que ha dejado de ser católico es que no se guía ya por los principios
elementales de la moral católica en la producción de los actos más
solemnes y trascendentales de su función rectora; como es eminentemente
una declaración de guerra.
Mis amigos,
mientras quede algo por salvar; con calma, con paz, con prudencia, con
reflexión, con firmeza, con imploración de la luz divina, hay que hacer
lo que se pueda por salvarlo. Cuando ya no quede nada por salvar,
siempre y todavía hay que salvar el alma.
(“¿Qué
me importa a mí de vuestros cines, de vuestros teatros, de vuestras
fiestas, de vuestros homenajes, de vuestras revistas, de vuestros
diarios, de vuestras radios, de vuestras milongas, de vuestras
universidades, de vuestros negocios, de vuestras politiquerías, de
vuestros amores, de vuestros discursos, oh rumiantes de diarios,
empachados de cine y ebrios de palabrerías? Dentro de pocos años os
espero en el Cementerio”).
Es muy
posible que bajo la presión de las plagas que están cayendo sobre el
mundo, y de esa nueva falsificación del catolicismo que aludí más
arriba, la contextura de la cristiandad occidental se siga deshaciendo
en tal forma que dentro de poco no haya nada que hacer, para un verdadero cristiano, en el orden de la cosa pública.
Ahora, la
voz de orden es atenerse al mensaje esencial del cristianismo: huir del
mundo, creer en Cristo, hacer todo el bien que se pueda, desapegarse de
las cosas criadas, guardarse de los falsos profetas, recordar la muerte.
En una palabra, dar con la vida testimonio de la Verdad y desear la
vuelta de Cristo.
En medio de este batifondo, tenemos que hacer nuestra salvación cuidadosamente.
Los primeros
cristianos no soñaban con reformar el sistema judicial del Imperio
Romano, sino con todas sus fuerzas en ser capaces de enfrentarse a las
fieras; y en contemplar con horror en el emperador Nerón el monstruoso
poder del diablo sobre el hombre.
Ni con
juicio oral, ni con el juicio político, ni con la Suprema Corte van a
curar nada, mientras los argentinos de hoy seamos lo que somos,
esencialmente descangallados, mientras perdure el desorden y el
histerismo actual y la gran maquinaria invisible de ese desorden y ese
histerismo, vigilada celosamente por el Ángel de las Tinieblas.
Pero eso sí,
que no pongan sobre esa maquinaria, ni sobre lo que es puramente
terreno, que todo es mortal y contaminado, ni a la Persona de Cristo, ni
su Nombre, ni su Corazón, ni la imagen inviolable de la Mujer que fue
su Madre. Con esto sí que no hay reconciliación. Contra esto hay guerra
perpetua. Mientras yo tenga vida, mi función es luchar contra el error
religioso, la mentira en el plano de lo sacro y el Padre de la Mentira.
Sin eso, no puedo salvar mi alma, ni me es lícito dormir, ni comer
siquiera.
Yo no sé de
cierto si estamos o no cerca del fin del siglo. Pero lo sospecho. Y lo
deseo. El fin del siglo es el retorno de Cristo. Para ver el retorno de
Cristo vale la pena pagar la entrada.
Cristo anunció que esa entrada no sería barata. Pero que valía la pena.
Veni, Domine Jesu