Angeles o demonios servidos a la mesa
“Durante las comidas, no apoye los codos en la mesa. Evite los bostezos. No escupa, no trate de asuntos licenciosos…” Así,
desde el siglo XVI, los manuales católicos de instrucción religiosa y
cívica preparaban la convivencia en la mesa. La búsqueda de su
perfección provenía del consejo evangélico: “Cuando dos o más se reunieren en mi nombre, Yo estaré en medio de ellos”.
La
Iglesia confirió elevación y grandeza a las comidas, pues El estaría
presente. Por lo tanto un carácter de sacralidad. A la mesa, sea en los
conventos, en las cortes cristianas como entre campesinos, reinaba una
segunda naturaleza, más elevada y majestuosa, y que era l verdadera
naturaleza de la convivencia. Ella se asemejaba a la sociedad de los
ángeles pintada por el Beato Angélico, de cuyos cuadros se desprenden la
amenidad y la distinción de virtudes sociales perfectas.
Fiel a
su misión de preparar a las almas para el Paraíso, la Iglesia hizo de
las relaciones en esta Tierra un aprendizaje para el Cielo. La hora de
la refección constituía un momento ápice de esa convivencia. Civilizar
significa elevar a las personas por encima de su condición animal.
* * *
El
mundo moderno perdió la sacralidad de otrora. Sobre todo los ritos de
la refecciones, poco a poco, insensiblemente desaparecieron.
Servilletas, cubiertos, cristales, candelabros, vajillas, flores, reglas
de conversación fueron derrumbados por la vibración del mundo moderno.
El tiempo, o mejor dicho, su falta, pasó a dictar las reglas.
Desaparecieron también, de modo paulatino, el vocabulario y la cortesía
en la convivencia. La simplificación es cómplice de la falta de tiempo.
Así, incluso los ritos simples, pero cuan elevados, de la mesa campesina
se desvanecieron. Todo tendió hacia lo banal.
En
la fotografía se ve un restaurante moderno, cuya ornamentación, a pesar
de ser simple, procura la corrección. Con excepción de las lámparas, no
hay ornamentos, ni buen gusto. La posibilidad de ver, al fondo, el
follaje del jardín y sus lucidas flores es su única amenidad. Los
comensales con el mismo estilo, denotando decencia y respeto. Nada
arremete la compostura de los que están en la mesa, ni les quita la
elevación de espíritu. Este ambiente se distanció de la sacralidad y de
la atmósfera angélica, pero no impide el trato social digno.
* * *
La
otra fotografía tiene algo de inverosímil. A una sana imaginación no se
le ocurriría concebir un restaurante así. ¿Broma? No. Desgraciadamente,
restaurantes así ya existen. ¿Cómo expresar el choque que se tiene al
verlo?
Una avalancha de ideas viene de inmediato. Para un
católico, en primer lugar, la indignación de ver profanada la sacralidad
de las refecciones.
Todo
objeto evoca forzosamente la idea de su finalidad. Al ver un faro
proyectando su haz de luz en la oscura inmensidad oceánica, nos viene la
idea de vigilancia. El camello nos trae a la memoria la resistencia en
medio de condiciones adversas. El tenedor y cuchillo cruzados nos
recuerdan la refección.
No es preciso mencionar lo que los
inodoros evocan. La civilización les asignó en las casas un lugar
reservado. Por su prosaísmo, su función evoca una de las consecuencias
del pecado original. Olores, sonidos, materia repugnante. Nada en el uso
de los inodoros debe aparecer en sociedad. Si fuesen ellos visiblemente
instalados en un despacho de abogado, en la sala de visitas de una
familia o en el hall de un aeropuerto, por su simple visión
causarían asco. ¿Pero en un restaurante? ¿En un restaurante que los
utiliza no sólo como asientos, sino también como platos?
Es verdad
que la comida que contienen no es inmundicia. Los animales comen sus
alimentos independientemente del recipiente. Los comen incluso sin
repugnancia al lado de inmundicias. Pero el hombre, no. El espíritu
humano pide una adecuación del contenido con el receptáculo. Así no se
toma agua en plato de sopa, ni cerveza en copa de licor. Esta adecuación
se llama decoro. El decoro tiene reglas, a fin de que cada uno – no
sólo comensales, sino alimentos también – muestren en sociedad lo mejor
de sí mismos.
La
tendencia a relacionarse con excrementos se encuentra en modernas
corrientes neo–paganas, afines con teorías ecologistas radicales. Ellas
propician la animalización de la sociedad. Enseña Santo Tomás de Aquino
que lo bello refleja a Dios, y lo feo al demonio. La connaturalizad con
lo asqueroso, lo fétido y lo horroroso denota una tendencia, explícita o
no, hacia la simpatía en relación al demonio. De implantarse esa
tendencia, la convivencia humana ya no estaría preparando las almas para
que se asemejen con la sociedad angélica, sino con el desorden y la
inmundicia de la sociedad infernal.
Nelson Ribeiro Fragelli